Parte III
Sábado 25 de julio
Esa mañana de sábado, durante el desayuno, el indio, evidentemente curioso por saber qué se esperaba de él al día siguiente y si íbamos a continuar o no, me preguntó cómo pasaba yo el domingo allá donde vivía. Le dije que habitualmente me sentaba a leer en mi estudio, etc., por la mañana, y salía a caminar por la tarde. Ante lo cual él sacudió la cabeza y dijo, «ejem… eso es mucho malo». «¿Cómo lo pasa usted?», le pregunté. Él dijo que cuando estaba en casa no hacía ningún trabajo, que iba a la iglesia en Oldtown; en resumen, actuaba como le habían enseñado los blancos. Esto condujo a una discusión en la que me hallé en minoría. Él manifestó que era protestante, y me preguntó si yo lo era. De entrada no supe qué contestar, aun cuando pensaba que, sin faltar a la verdad, podía responder que lo era.
Cuando estábamos lavando los platos en el lago hubo numerosos peces que se acercaron a nosotros a comer las partículas de grasa.
Esa mañana el tiempo parecía más estable, y partimos temprano con objeto de concluir nuestro viaje por el lago antes de que levantase el viento. Poco después de salir, el indio dirigió nuestra atención hacia el llamado Porteadero del Nordeste[21], que vimos claramente, a unas trece millas de distancia en esa dirección según la medición en el mapa, aunque se lo calcule mucho más allá. Este porteadero es una tosca vía ferroviaria de madera que se extiende por aproximadamente dos millas al norte y al sur, en una línea perfectamente recta, desde el lago hasta el Penobscot, sobre un tramo bajo, con un espacio despejado de tres o cuatro varas de ancho; pero aun siendo bajo, supera allí las elevaciones del terreno. Aquella brecha aparecía en el horizonte como una brillante claridad o punto de luz extendido al borde del lago, de altura inapreciable, cuyo espesor habría quedado tapado por el de un cabello situado a una buena distancia del ojo. No habríamos imaginado que fuera visible si el indio no hubiera llamado nuestra atención a su respecto. Era una clase de luz inusual por la que guiarse —una luz diurna entrevista en el paisaje boscoso—, aunque visible desde lejos como la de un faro corriente por la noche.
Cruzando una amplia bahía profunda abierta hacia el este al norte del Kineo, dejamos a nuestra izquierda una isla y nos mantuvimos por la margen oriental del lago. Cualquier dirección llevaba a un cierto río Tomhegan o Socatarian, en el cual el indio había cazado y al cual me apetecía ir. El segundo de los nombres, sin embargo, me sonaba espurio, demasiado parecido a «sectario», como alterado por algún misionero; pero sabiendo que los indios eran muy tolerantes, creo que debí haberme inclinado por el de Tomhegan.
Después atravesamos la espaciosa bahía que, como ya no podíamos observar las particularidades de la ribera, nos dejaba amplio margen para conversar. El indio dijo que ganaba dinero cazando, principalmente remontando el West Branch del Penobscot y hacia la cabecera del St. John; lo había hecho allí de niño, y conocía la región al dedillo. Sus presas habían sido el castor, la nutria, la marta negra, la marta cibelina, el alce, etc. El lince canadiense abundaba incluso en las tierras quemadas. En el bosque, para comer, recurre a perdices, patos, tasajo de alce, erizos, etc. También eran buenos los somorgujos, solo que «bien adobados». Nos contó con pormenores la ocasión en que había pasado hambre, siendo apenas un muchacho, cuando, mientras cazaba con dos indios adultos en la zona norte de Maine, los sorprendió el invierno y se vieron obligados a abandonar la canoa debido al hielo.
Señalando al interior de la bahía, dijo que era el camino hacia diversos lagos que él conocía. Lo que se veía eran unas impresionantes montañas con vastas laderas boscosas frecuentadas por los osos; allí donde, al no morar el hombre, imaginamos que existe otro poder. Mi imaginación hasta personificaba las laderas, como si por su misma extensión fueran a detenernos y forzarnos a acampar nuevamente en ellas antes de la noche. Algún invisible glotón parecería caer de los árboles a roerle el corazón al solitario cazador que pisara aquellos bosques; y no en ellos. El indio dijo haber estado allí varias veces.
Le pregunté cómo se orientaba en el bosque. «¡Oh!», dijo, «poder decir bastantes formas». Y ante mi insistencia, «A veces mirar costado de montaña» —y miró hacia una del lado de la costa este—, «grande diferencia entre norte y sur, ver dónde el sol brilló más. Lo mismo árboles… las ramas grandes inclinar hacia el sur. A veces mirar locas» (rocas). Le pregunté qué veía en las rocas, pero no me describió nada en particular, respondiendo con vaguedad, en un tono misterioso o alargando las vocales, «Locas peladas en costa lago: gran diferencia entre lados norte, sur, este y oeste poder decir sobre qué brilló sol». «Suponga», dije yo, «que lo llevo en una noche oscura hasta el medio del bosque, y allí le hago dar vueltas rápidamente sobre sí mismo veinte veces, ¿sería capaz de encaminarse directamente a Oldtown?». «¡Oh, sí!», dijo, «haber hecho mucho cosa igual. Mí cuenta. Hace años encontrar viejo cazador blanco en Millinocket; muy bueno cazador. Decía que poder ir a cualquier parte en el bosque. Querer cazar conmigo ese día, así que empezar. Perseguimos alce toda la mañana, dando vueltas, hasta mitad de tarde, cuando matamos. Entonces yo decir a él que vaya directamente a campamento. No ir dando vueltas y vueltas, sino recto. Él dice, no puedo hacer eso, no sé dónde estoy. ¿Dónde creer que está el campamento?, yo pregunto. Él señala. Entonces me río de él. Tomo delantera y salgo justo para lado opuesto, cruzo muchas veces huellas nuestras, derecho a campamento». «¿Cómo lo hace?», pregunté. «¡Oh!, no poder decir a usted», replicó, «gran diferencia entre yo y hombre blanco».
Daba la impresión de que las fuentes de información eran tan diversas que él no prestaba a ninguna una atención precisa, consciente, y que por lo tanto no podía fácilmente referirse a una cuando era interrogado, sino que encontraba el camino de manera muy semejante a como lo hace un animal. Tal vez lo que comúnmente llamamos instinto animal, sea en ese caso simplemente un sentido aguzado y educado. A menudo, cuando un indio dice «no sé» con respecto a la ruta que ha de seguir, no expresa con esas palabras lo mismo que querría decir un hombre blanco, pues su instinto indio puede todavía decirle tanto como sepa el hombre blanco más seguro de sí. El indio no lleva las cosas en la cabeza ni recuerda exactamente la ruta, como el hombre blanco, pero confía en sí mismo en el momento. Como no ha experimentado la necesidad de la otra forma de conocimiento, etiquetado y ordenado, no lo ha adquirido.
El cazador blanco con quien hablé en la diligencia conocía algunos de los recursos del indio. Contó que él se guiaba por el viento, o por las ramas de la cicuta, que eran más largas del lado sur; también que a veces, cuando sabía que había cerca un lago, disparando su arma y escuchando para oír la dirección y la distancia del eco desde el mismo.
El curso que seguíamos en este lago, y en otros después, rara vez era recto, sino una sucesión de curvas entre un punto y otro, desviándonos bastante hacia el interior de cada bahía; y esto no simplemente debido al viento, sino a que el indio, mirando hacia el medio del lago, decía que era difícil navegar por allí, y más fácil mantenerse próximo a la ribera, ya que de ese modo se desplazaba en etapas sucesivas y comprobaba cómo iba avanzando.
Lo que sigue a continuación bastará como ejemplo de una experiencia habitual en el cruce de lagos en canoa. A medida que transcurría la mañana el viento fue aumentando. La última bahía que atravesamos antes de alcanzar el desolado embarcadero en el porteadero del nordeste estaba dos o tres millas o más, y el viento soplaba del sudoeste. Tras navegar un tercio del trayecto, las olas habían crecido de tal modo que de vez en cuando bañaban el interior de la canoa, y vimos que hacia adelante estaba cada vez peor. De entrada podríamos haber girado, pero no queríamos. Habría sido inútil seguir la curva de la costa, no solo porque la distancia habría sido mucho mayor, sino porque allí las olas eran todavía más grandes, debido al empuje del viento. En cualquier caso habría sido arriesgado alterar el curso en ese momento, porque las olas nos hubieran golpeado en situación de ventaja. No hay que recibirlas en ángulo recto, porque entonces el agua baña ambos costados: hay que procurar que formen un ángulo de cuarenta y cinco grados con el costado que las recibe. Por lo cual el indio se puso de pie en la canoa y puso en juego toda su destreza y su energía durante una milla o dos, mientras yo remaba derecho para darme más margen en la conducción. Durante más de una milla no permitió él que una sola ola golpease la canoa como quisiera, dirigiéndola a un lado u otro de manera que siempre estuviera sobre o cerca de la cresta de la ola cuando esta rompía agotando toda su fuerza, y nosotros simplemente descansáramos con ella. Finalmente, yo salté al extremo del embarcadero, que no estaba muy resguardado y contra el cual las olas se estrellaban violentamente, para aligerar la canoa y sujetarla al desembarcar; aunque en el momento de saltar le entraron dos o tres galones de agua. Le comenté al indio, «Lo ha hecho muy bien», a lo que él replicó: «Pocos lo hacen. Grandes olas muchas; cuando yo cuidaba de una, otra venir rápido».
Mientras el indio iba a buscar corteza de cedro, etc., para el transporte de la canoa, preparamos la cena en la ribera, de este lado del porteadero, en medio de una llovizna.
Él preparó la canoa de esta forma: tomó una tablilla de madera de cedro de dieciocho pulgadas de longitud por cuatro o cinco de ancho, redondeada en un extremo para que las esquinas no molestaran, y la ató al travesaño central de la canoa con corteza de cedro, pasándola por dos agujeros practicados a cada lado, por la mitad, cerca del borde. Cuando levantaba la canoa su cabeza, con el fondo hacia arriba, la tabla, con el extremo redondeado para arriba, distribuía el peso sobre hombros y cabeza, mientras que una faja de corteza de cedro, atada al travesaño a cada lado de la tabla, pasaba alrededor de su pecho, y otra más larga, por fuera de la anterior, alrededor de la frente; también una mano en cada falca lateral servía para dirigir la canoa e impedir que se balanceara. De esta forma la llevaba sobre los hombros, la cabeza, el pecho, la frente y ambas manos, como si toda la parte superior de su cuerpo fuera una mano para asirla y sostenerla. Si alguien conoce un método mejor, me encantaría escucharle. En el caso, un cedro proporcionó todo lo necesario, como lo había hecho con la carpintería de la canoa. Uno de los remos descansaba sobre los travesaños en la proa. Yo me puse la canoa sobre la cabeza y encontré que podía llevarla con facilidad, aunque las tiras no estaban ajustadas para mis hombros; pero dejé que la llevara él para no establecer un precedente, aunque él dijo que si yo llevaba la canoa él lo haría con el resto del equipaje, excepto el de mi compañero. La tablilla permaneció todo el viaje atada al travesaño, estaba siempre a mano para los portes, y servía también para proteger la espalda de un pasajero.
Tuvimos que recorrer dos veces aquel porteadero, debido al volumen de nuestra carga. Pero los portes fueron un agradable cambio de rutina, y cuando volvíamos con las manos vacías aprovechamos la oportunidad para recoger las plantas raras que habíamos visto.
Llegamos al Penobscot a eso de las cuatro y allí encontramos a unos indios franciscanos acampados sobre la ribera, en el mismo sitio donde yo había acampado con cuatro indios cuatro años antes. Estaban fabricando una canoa y, como aquella vez, secando carne de alce. La carne parecía muy adecuada para hacer, por lo menos, un caldo negro. Nuestro indio dijo que no era bueno. El campamento estaba cubierto de corteza de picea. Habían conseguido un alce joven, sorprendido en el río quince días antes, y lo tenían encerrado en una especie de jaula de troncos apilados con forma de mazorca de maíz, de siete u ocho pies de altura. El animal era bastante manso y estaba cubierto de moscas del alce. Metidos entre los troncos sobresalían por todas partes gran cantidad de ramas de cerezo silvestre (C. stolonifera), de arce rojo, y también de sauce y de álamo temblón, cuyas hojas él mordisqueaba. Producía de entrada la impresión de hallarse en una enramada, más que en un redil.
Nuestro indio dijo que para coser canoas él usaba raíces de picea negra, que obtenía en las altiplanicies o en las montañas. El indio franciscano creía que la raíz blanca podía ser mejor. Pero el primero dijo, «No buena, romper, no poder cortarla»; también que era difícil conseguirla, muy hundida en la tierra, mientras que la negra estaba cerca de la superficie, en terreno más alto, además de ser más resistente. Señaló que la picea blanca era subekoodark, la negra, skusk. Yo le dije que creía poder fabricar una canoa, pero él manifestó grandes dudas al respecto; pensaba que, en todo caso, mi trabajo no sería «prolijo» la primera vez. Un indio de Greeville me había dicho que la corteza de invierno, o sea, la extraída antes de que la savia fluya en mayo, era más dura y mucho mejor que la del verano.
Una vez cargada la canoa, remamos por el Penobscot, el cual, como comentó el indio e incluso yo percibí, recordando su aspecto anterior, estaba insólitamente florido. Al poco rato vimos junto a la ribera una resplandeciente lila amarilla (lilium canadense), que procedí a arrancar. Tenía seis pies de alto, y doce flores en dos verticilos, formando una pirámide, tal como las he visto en Concord. Después vimos muchas más igualmente altas por este río, y todavía más numerosas en el East Branch, y, en este último, una que pensé se aproximaba aún más a la lilium superbum. El indio me preguntó para qué la queríamos, y yo dije que sus «laíces» (raíces) eran buenas para la sopa, es decir, cocinada con carne, para espesarla, en lugar de harina. Ellos las juntan en otoño. Excavando un poco encontré a bastante profundidad una masa de bulbos, de dos pulgadas de diámetro, cuyo aspecto, e incluso su sabor, se parecía al del cereal verde en la espiga.
Cuando llevábamos unas tres millas por el Penobscot, vimos a través de las copas de los árboles que del oeste venía una tormenta de lluvia, y buscamos un lugar con madera seca donde acampar sobre la margen occidental, no lejos de donde desemboca una corriente que Joe Aiton, en el 53, denominó Lobster Stream, proveniente de la laguna del mismo nombre. Pero nuestro indio actual no admitió ese nombre, ni tampoco el de Matahumkeag, que está en el mapa, sino que llamó al lago Beskabekuk.
Voy a describir, de una vez por todas, la rutina de la acampada. Generalmente, para que se mantuviese atento, le decíamos al indio que nos detendríamos en el primer sitio adecuado. Avistada una playa firme, llana y despejada donde desembarcar, libre de lodo y de rocas que pudieran dañar la canoa, uno de nosotros sube corriendo a la ribera a comprobar si entre los árboles hay suficiente espacio libre y nivelado para el campamento, o si se puede despejar fácilmente, prefiriendo un lugar fresco al mismo tiempo, debido a los insectos. A veces remábamos una milla o más antes de encontrar uno satisfactorio, pues donde la ribera era apropiada solía ser demasiado empinada, o bien excesivamente baja y cubierta de hierba, y por lo tanto criadero de mosquitos. A continuación descargamos el equipaje y arrastramos la canoa, en ocasiones colocándola boca abajo como medida de protección. El indio abre a cuchillo un sendero hasta el lugar escogido, que por lo general está a menos de dos o tres varas del agua, y los demás trasladamos el equipaje. Uno de nosotros, tal vez, recoge corteza de abedul, siempre a mano, y madera seca, y enciende un fuego a cinco o seis pies por delante del sitio donde pensamos acostarnos. Por lo común no importa de qué lado, porque en la época hay poco o ningún viento en un bosque tan denso; y después trae del río un recipiente con agua y saca de los diferentes paquetes la carne de cerdo, el pan, el café, etc.
Entre tanto otro, que tiene el hacha, derriba el arce seco u otro árbol de madera dura más próximo y corta varios troncos grandes para que duren toda la noche, más una rama gruesa de madera verde que tenga un nudo o una horqueta, la cual se coloca inclinada hacia el fuego para colgar allí la tetera, así como dos bifurcadas y una pértiga para la tienda.
Un tercer hombre monta la tienda, corta con el cuchillo una docena o más de pinchos, generalmente de madera dura, para sujetarla, y luego recoge una brazada o dos de ramas de abeto —llamado sediak en el diccionario de Rasle—, de arbor-vitæ, picea o cicuta, la que quede a mano, y prepara la cama empezando por cualquiera de los dos extremos y colocando las ramas de menor a mayor en hileras regulares, cubriendo la punta cortada; pero rellenando primero los huecos, si los hay, con un material más grueso. Wrangel dice que sus guías en Siberia primero esparcían en el suelo una cantidad de broza, y después colocaban encima ramas de cedro.
Por lo común, para cuando está preparada la cama, o antes de quince o veinte minutos, el agua hierve, la carne de cerdo está frita y la cena está pronta. Comemos sentados en el suelo, o sobre un tocón, si lo hay, en torno a un gran trozo de corteza de abedul que hace las veces de mesa, cada cual sosteniendo un cazo en una mano y un pedazo de pan o de cerdo frito en la otra, ahuyentando con frecuencia los mosquitos con un movimiento del brazo, o bien metiendo la cabeza en el humo.
Seguidamente, los que fuman encienden la pipa y los que tienen mosquitero se lo ponen; nosotros nos apresuramos a examinar y secar nuestras plantas, nos untamos la cara y las manos y nos vamos a acostar… con los mosquitos.
Aunque no se tenga nada que hacer sino mirar el paisaje, es raro que se disponga de tiempo, apenas el suficiente para examinar una planta, antes de que la noche o la modorra se le echen a uno encima.
Tal la experiencia ordinaria, pero esa noche habíamos acampado más temprano pensando en la lluvia, y teníamos más tiempo.
Descubrimos que nuestro campamento de esa noche estaba sobre una antigua ruta de suministros, actualmente menos visible que de costumbre, que corría paralelamente al río. Lo que allí llaman ruta no revela señales de surco o rastro de ruedas, porque no se usan; tampoco, en verdad, de caminantes, ya que solo son utilizadas en invierno, cuando la nieve tiene varios pies de altura. Es únicamente algo que se ve borrosamente atravesando el bosque, y para detectarlo hace falta un ojo experimentado.
Apenas habíamos montado la tienda cuando la tormenta de lluvia se desató sobre nosotros, que nos precipitamos a guarecernos bajo aquella, llevando a rastras nuestros sacos, expectantes por ver qué protección iba a ofrecernos esta vez el delgado techo de algodón. Aunque la violencia de la lluvia traspasó la tela bajo la forma de una fina ducha que antes de empaparse y encogerla llegó a humedecernos un poco, conseguimos permanecer bastante secos, solo se echó a perder una caja de cerillas que había quedado fuera, y antes de darnos cuenta la lluvia terminó, y únicamente quedamos prisioneros de los árboles que goteaban.
Como queríamos comprobar qué clase de peces había allí en el río, lanzamos nuestras líneas por encima de la maleza mojada de la ribera, pero una y otra vez se arrastraron en vano por la rápida corriente. Por lo tanto, dejando al indio, cogimos la canoa antes del anochecer y nos dejamos llevar unas varas por el río para pescar en un arroyo de aguas mansas que desembocaba del lado opuesto. Por este, probablemente nunca surcado por una canoa, avanzamos un par de varas. Pero aunque tal vez hubiera allí algunos peces pequeños, mayormente alevines, no tardamos en ser disuadidos por los mosquitos. Estando allí oímos que el indio disparaba su arma dos veces, en tan rápida sucesión que pensamos que sería de dos cañones, aunque después vimos que era solo de uno. Su propósito había sido limpiarla y secarla después de la lluvia, tras lo cual la cargó con bala, puesto que se hallaba en territorio donde esperaba encontrar caza voluminosa. Aquel repentino, sonoramente estrepitoso sonido por los silenciosos pasillos de la floresta, me afectó como un insulto a la naturaleza, o en todo caso como una descortesía, como si uno fuera a disparar un arma de fuego en un salón o en un templo. No obstante, el ruido no se oyó muy lejos, excepto a lo largo del río, ya que fue rápidamente sofocado o absorbido por los árboles húmedos y el suelo musgoso.
El indio hizo un pequeño fuego atenuado con hojas mojadas en la parte de atrás del campamento, para que el humo circulase y ahuyentara a los mosquitos; pero cuando estábamos por dormirnos, el fuego se avivó de golpe, y estuvo cerca de incendiar la tienda. Los mosquitos nos molestaron bastante en aquel campamento.