Parte X
Domingo, 2 de agosto
La mañana era nubosa y poco prometedora. Uno de nosotros le comentó al indio, «Anoche no estiró la piel de alce, ¿verdad, señor Polis?». En ese punto, este replicó, en tono de sorpresa, aunque puede que no de malhumor: «¿Para qué hacerme esa pregunta? Puede que ser su modo de hablar, puede que estar bien, no ser modo de indio». Yo había observado que no le gustaba responder más de una vez a la misma pregunta y que permanecía callado, como malhumorado, cuando alguien se la hacía para estar seguro. No es que fuera poco comunicativo, pues con frecuencia iniciaba por su cuenta un extenso parlamento: repitiendo con detenimiento la versión tradicional de una batalla, o un episodio de la historia reciente de su tribu en el cual hubiera desempeñado un papel destacado, lanzando de vez en cuando un prolongado suspiro y retomando el hilo con la pachorra de un cuentista, acaso después de salvar un rápido, mientras remaba. Especialmente después de finalizado el trabajo diario y de acomodarse para pasar la noche, se ponía inesperadamente sociable, exhibiendo incluso la bonnomie de un francés, y se quedaba dormido antes de concluir una frase.
Nickertow se encuentra a once millas del Mattawamkeag por el río. Nuestro campamento se hallaba, pues, a unas nueve millas de este último punto.
Esta mañana el indio estaba bastante enfermo con un cólico. Creo que le había hecho mal la carne de alce que había comido.
Llegamos al Mattawamkeag a las ocho y cuarto de la mañana, en medio de una llovizna y después de comprar algo de azúcar partimos nuevamente.
Como el indio empeoró bastante, nos detuvimos en la parte norte de Lincoln para conseguir un poco de brandy, pero como no lo había, un boticario nos recomendó píldoras Brandreth, que el indio se negó a tomar[46] porque no las conocía. «Mí, doctor», me dijo, «primero estudiar mi caso, descubrir qué tengo… después sé qué tomar». Avanzamos un poco más lejos y nos detuvimos a media mañana en una isla, donde le preparamos un cazo de té. Allí también comimos, lavamos ropa, y realizamos observaciones botánicas mientras él descansaba en la ribera. Por la tarde fuimos un poco más adelante, aunque el indio no mejoraba. El Burntibus, según lo nombró él, era un extenso tramo de aguas serenas como las de un lago más abajo de las Five Islands. Nos dijo que poseía cien acres en alguna parte de esa ruta. Como parecía avecinarse una tormenta, nos detuvimos frente a un granero sobre la ribera oeste, en Chester, más o menos a una milla más arriba de Lincoln. Allí finalmente nos vimos forzados a pasar el resto del día y la noche, debido al paciente, cuyo malestar no cedía. Yacía gimiendo bajo la canoa en la ribera, con expresión sumamente angustiada, aunque no se trataba sino de un vulgar caso de cólico. Nadie habría pensado, viéndolo tumbado de esa forma, que fuera el propietario de tantos acres en aquellos parajes, por valor de seis mil dólares, ni que hubiera estado en Washington. Me pareció que, como los irlandeses, hacía más aspavientos sobre su afección que los que haría un yanqui, y estaba más alarmado. Estuvimos hablando de dejarlo con su gente en Lincoln —pues es uno de sus hogares— y tomar la diligencia al día siguiente, pero él se opuso considerando el gasto, diciendo, «Suponer que mañana estoy bien, usted y yo ir a Oldtown a mediodía».
Estábamos tomando té al atardecer, mientras él seguía gimiendo echado bajo la canoa, cuando, habiendo descubierto «el mal que lo aquejaba», me pidió que le llevase un cazo de agua. Sosteniéndolo en una mano y tomando su cuerno de la pólvora con la otra, vertió cierta cantidad del polvo en el cazo, revolvió con el dedo y se bebió la mezcla. Eso fue lo único que tomó después del desayuno, aparte de su té.
Para ahorrarnos el trabajo de montar la tienda, una vez protegidas nuestras vituallas de los perros vagabundos nos instalamos, con permiso del dueño, en el solitario granero semiabierto próximo a la ribera, acostándonos sobre cuatro pies de espesor de heno recién recogido. La fragancia del mismo, en el que estaban mezclados numerosos helechos, etc., era agradable, aun estando plagado de saltamontes, cuyos movimientos eran audibles. Aquello sirvió para ser precavidos con respecto a acceder a las viviendas y a los lechos de plumas. Por la noche un ave de gran tamaño, probablemente un búho, anduvo revoloteando sobre nuestras cabezas, y bien temprano por la mañana nos despertaron los gorjeos de las golondrinas que anidaban allí.
Lunes 3 de agosto
Partimos temprano antes del desayuno, con el indio considerablemente mejorado, pasamos al rato por delante de Lincoln, y después de otro prolongado y hermoso tramo que parecía un lago, nos detuvimos a desayunar en la orilla oeste, a dos o tres millas de dicha ciudad.
Con frecuencia dejábamos atrás islas indias, con sus pequeñas viviendas. El Gobernador, Aitteon, vive en una de ellas, en Lincoln.
Los indios penobscot parecen ser más sociables, incluso, que los blancos. En el territorio virgen de Maine se arriba de vez en cuando a la cabaña de troncos de un poblador yanqui o canadiense, pero un penobscot jamás establece su residencia en tales soledades. Ni siquiera están dispersos por las islas del Penobscot, que se hallan todas dentro de la zona de los asentamientos, sino juntos en dos o tres —aunque no siempre en la mejor tierra—, evidentemente por motivos de sociabilidad. Vi una o dos viviendas que ahora no ocupaban porque, como dijo nuestro indio, Polis, estaban muy aisladas.
El riachuelo que desemboca en Lincoln es el Matanawcook, el cual es también, según vimos, el nombre de un vapor allí amarrado[47]. De modo que remamos y nos dejamos llevar, examinando las desembocaduras de los ríos. Cuando pasamos por la zona de remolinos, Mohawk Rips, o como la llamó el indio, «Mohog lips», a cuatro o cinco millas Lincoln abajo, él contó extensamente la historia de una lucha sostenida allí antaño entre su tribu y los mohawk: cómo estos últimos fueron vencidos mediante una estratagema, utilizando los penobscot cuchillos ocultos, aunque no pudieron durante mucho tiempo dar muerte al jefe de los mohawk, un hombre muy grande y fuerte, pese a atacarlo a un tiempo desde varias canoas cuando se encontraba nadando a solas en el río.
De vez en cuando nos cruzábamos con indios que iban río arriba en sus canoas. Nuestro hombre no acostumbraba a acercarse a ellos, sino que intercambiaban algunas palabras a distancia en su propia lengua. Fueron los primeros indios que encontramos desde que dejamos el Umbazookskus.
En los saltos llamados Piscataquis Falls, un poco más allá del río del mismo nombre, porteamos por la vía de madera sobre la margen oriental, que tiene alrededor de milla y media de extensión, mientras el indio se deslizaba por los rápidos. En este punto el vapor de Oldtown se detiene y los pasajeros suben a otra embarcación más arriba. El Piscataquis, cuya boca dejamos atrás aquí, significa «ramal». Está obstruido por saltos en su desembocadura, pero es navegable más arriba en batteau o canoa a través de una zona colonizada, incluso hasta los alrededores del lago Moosehead, y al principio habíamos pensado ir por esa ruta. En adelante no tuvimos que salir de la canoa debido a saltos o a rápidos, ni verdaderamente hubo tampoco necesidad. Hoy nos fijamos menos en el paisaje porque nos hallábamos en un territorio bastante poblado. El río se volvió ancho y de aguas mansas, y vimos una garza azul aleteando delante nuestro sobre la corriente.
Dejamos atrás el río Passadumkeag a la izquierda y vimos a la distancia las azules montañas Olamon en el sureste. Fue cuando nuestro indio nos contó extensamente la historia de su discusión con el cura con respecto a las escuelas. Él tenía un alto concepto de la educación, y la había recomendado a su tribu. Su argumento a favor de la misma era que si una persona ha ido al colegio y ha aprendido a calcular, puede «conservar su propiedad: no hay otra forma». Dijo que su hijo era el mejor alumno del colegio en Oldtown, al cual asistía con los blancos. El propio Polis es protestante y va a la iglesia regularmente en Oldtown. Según él, muchos en su tribu son protestantes, y muchos de los católicos están también a favor de las escuelas. Hace unos años tuvieron un maestro, un protestante, a quien estimaban mucho. Se presentó el diciendo que debían echarlo, y era tal su influencia, amenazándolos con que irían al sitio malo si lo retenían, que finalmente lo despidieron. Los partidarios de la escuela, aunque eran numerosos, acabaron cediendo. El Obispo Fenwick vino de Boston y empleó su influencia contra ellos. Pero nuestro indio les dijo a los suyos que no debían ceder, que tenían que resistir, que eran los más fuertes. Si renunciaban, el grupo se deshacía. Pero ellos respondieron que «era inútil, cura muy fuerte, mejor ceder». Al final, él los persuadió para que mantuvieran su postura.
[He aquí otra versión de ese mismo incidente]
El cura iba a por un pretexto para derribar el mástil de la bandera. De modo que Polis y los suyos realizaron una reunión secreta para tratar el asunto; él aprontó a quince o veinte fornidos jóvenes, los hizo «desnudar y pintar como en los viejos tiempos», y les dijo que cuando el cura y su gente fueran a derribar el mástil de la bandera ellos tenían que ir corriendo y apoderarse del mismo para impedirlo; y les aseguró que no habría ninguna guerra, solamente un barullo, «no guerra donde estar cura». Mantuvo a sus hombres ocultos en una casa cercana, y cuando la gente del cura estaba por derribar el mástil, la caída del cual habría sido un golpe de muerte para los partidarios de la escuela, dio una señal y sus jóvenes salieron corriendo y se apoderaron del mismo. Hubo un gran alboroto, y estuvieron a punto de liarse a golpes de puño, pero el cura intervino, diciendo, «guerra no, guerra no», y es así como el mástil permanece y la escuela sigue funcionando.
A nosotros nos pareció que aprovechar la ocasión para adoptar una postura demostraba un considerable tacto de su parte, y probaba lo bien que entendía a aquellos con quienes tenía que tratar.
El río Olamon entra desde el este en Greenbush, pocas millas más abajo del Passadumkeag. Cuando lo interrogamos sobre el significado de ese nombre, el indio dijo que frente a su desembocadura había una isla que se llamaba «Olarmon». Que en otro tiempo, cuando los visitantes venían a Oldtown, solían detenerse allí a vestirse, arreglarse o pintarse. «¿Qué era lo que usaban las mujeres?», preguntó. ¿Colorete? ¿Bermellón rojo? «Sí», dijo él, «es decir carmon, una especie de lodo o pintura roja, que solían conseguir allí».
Resolvimos que también nosotros nos detendríamos en esa isla y por lo menos contentaríamos nuestra panza cenando.
Era una isla grande, con abundancia de ortigas, pero no encontré allí ningún tipo de pintura roja. El río Olarmon, al menos en su desembocadura, fluye mansamente. Hay otra gran isla en este paraje, llamada por el indio «Suquer» (o sea, azúcar).
Aproximadamente a una docena de millas antes de Oldtown, el indio inquirió, «¿Qué opinar de este piloto?». Pero nosotros postergamos la respuesta hasta haber cumplido el regreso.
El «Sunkhaze», otra breve corriente lenta, entra desde el este dos millas más arriba de Oldtown. Se dice que el territorio adyacente es uno de los mejores de Maine para el alce. Preguntado por el significado del nombre, el indio dijo, «Suponer que ir por el Penobscot, como nosotros, y ver canoa salir de orilla y navegar delante suyo, pero usted no ver corriente. Eso es “Sunkhaze”».
Previamente me había felicitado por mi forma de remar, diciendo que lo hacía «igual que cualquiera», y me llamó por un nombre indio equivalente a «gran remador». Cuando estábamos a corta distancia de la corriente, conmigo sentado en la proa, me dijo, «Yo enseñar a remar». Girando hacia la orilla, se levantó, vino y colocó mis manos a su gusto. Una de ellas fuera de la embarcación, y la otra paralela a la primera, asiendo el remo cerca del extremo, no sobre la parte plana, y me dijo que la deslizara para atrás y para adelante sobre el costado de la canoa. Esto, descubrí, era una gran mejora que no se me había ocurrido, que me ahorraba el trabajo de levantar el remo cada vez; y me llamó la atención que el indio no me la hubiese planteado antes. Es verdad que, antes de que nuestro equipaje se redujese, habíamos tenido que sentarnos con las piernas levantadas y las rodillas más altas que los bordes de la canoa, cosa que nos habría impedido remar de esta forma; o puede que a él le preocupase que el roce constante le desgastara el costado de la embarcación.
Yo le dije que había estado acostumbrado a sentarme en la popa y a levantar el remo con cada golpe, consiguiendo un impulso de palanca cada vez; y que todavía remaba como si fuera en la popa. Entonces él quiso verme remar en la popa. Así pues, intercambiando remos, pues el suyo era el mejor y más largo, y trocando nuestras respectivas posiciones, él sentado en el fondo y yo en el travesaño, se puso a remar muy fuerte, tratando de hacer girar la canoa, al tiempo que reía mirando por sobre el hombro; pero viendo que era inútil, relajó el esfuerzo, aunque continuamos desplazándonos muy veloz-mente durante un par de millas. Dijo que no encontraba ningún defecto en mi forma de remar en la popa, pero yo me quejé de que él no remase en la proa según sus propias directivas.
Frente al Sunkhaze está la barrera flotante del Penobscot, donde son retenidos y clasificados los troncos que llegan de río arriba.
Cuando estuvimos cerca de Oldtown le pregunté a Polis si no se alegraba de volver a casa; pero su condición de salvaje era inmutable, y me dijo, «Para mí ser indiferente dónde estar». Así es como se muestra siempre ante los demás.
Nos aproximamos a la Indian Island por el estrecho canal llamado «Cook». El indio dijo, «Mí esperar que nos entre algo de agua aquí, río tan alto… nunca verlo tan alto en esta época. Agua muy agitada aquí, pero breve; inundar vapor una vez. No remar hasta mí decir, después seguir remando». Fue un rápido muy breve. Cuando estábamos por la mitad él gritó «remar», y pasamos sin que nos entrase una sola gota.
Poco después surgieron a la vista las viviendas indias, pero de entrada no pude indicarle a mi compañero cual de las dos o tres grandes y blancas era la de nuestro guía. Este último dijo que era la que tenía persianas.
Desembarcamos frente a su puerta a eso de las cuatro de la tarde, habiendo recorrido este día unas cuarenta millas. Desde el Piscataquis habíamos venido notable e inexplicablemente rápido, probablemente tanto como la diligencia que estaba en la ribera, aun cuando la última docena de millas habían sido de aguas mansas.
Polis quiso vendernos su canoa, diciendo que duraría siete u ocho años o, cuidándola, tal vez diez; pero no estábamos dispuestos a comprarla.
Permanecimos una hora en su casa, donde mi compañero se afeitó con la navaja de él, cuyas buenas prestaciones alabó. La señora P. tenía puesto un sombrero y lucía en el pecho un broche de plata, pero no nos fue presentada. La casa era espaciosa y limpia. Un gran mapa de Oldtown y la Indian Island colgaba de la pared, y del lado opuesto, un reloj. Como deseábamos saber las horas de partida de los trenes desde Oldtown, el hijo de Polis trajo el más reciente periódico de Bangor, que según vi estaba dirigido a «Joseph Polis» desde la redacción.
Fue la última vez que vi a Joe Polis. Tomamos el último tren, y llegamos a Bangor esa noche.