Parte V
A las seis de la mañana, habiendo cargado con nuestras mochilas y una buena cantidad de trucha ya aliñada, y subido a lo alto de árboles jóvenes, para que quedasen fuera del alcance de los osos, el equipaje y las provisiones que queríamos dejar atrás, partimos hacia la cumbre de la montaña, distante, según dijo Tío George que calculaban los barqueros, unas cuatro millas, pero que yo estimé, y así resultó, en más cerca de catorce. Él nunca había estado más cerca de la montaña que entonces, y no había en absoluto señales de una presencia humana para guiarnos en lo sucesivo en esa dirección. Comenzamos subiendo algunas varas por el Aboljacknagesic, amarramos nuestro batteau a un árbol y avanzamos por el lado norte, a través de tierras quemadas ahora parcialmente cubiertas de álamos jóvenes y otros arbustos; pero, cruzando de nuevo el río por una parte donde su anchura era de aproximadamente cincuenta o sesenta pies, pisando sobre un entrevero de tronco y rocas —y se puede cruzar de esa manera por casi cualquier sitio— nos encaminamos de inmediato hacia el pico más alto, una milla o más de campo abierto en una ascensión muy gradual. Allí me tocaba, como montañero más veterano, ponerme al frente. De modo que, escudriñando la ladera boscosa de la montaña, que se extendía delante nuestro unas siete u ocho millas, resolvimos poner rumbo directamente a la base del pico más alto, dejando a nuestra izquierda una extensa rampa por la que, según he sabido más tarde, ascendieron algunos de nuestros predecesores. Esa ruta nos conduciría paralelamente a una mancha oscura en la arboleda, reveladora del lecho de un torrente, y por un breve ramal montañoso que se extendía hacia el sur desde la montaña principal, desde cuya cima pelada podíamos otear el territorio y trepar directamente al pico, que entonces tendríamos prácticamente a mano. Visto desde ese punto, una despojada elevación al extremo del campo abierto, el Ktaadn ofrecía un aspecto diferente al de cualquier montaña que yo haya visto, con una mayor proporción de pura roca surgiendo abruptamente de la espesura; y nos quedamos mirando en lo alto aquella barrera azulada como si fuera el fragmento de un muro que en la antigüedad hubiera limitado la tierra en tal dirección. Colocamos la brújula para indicar un rumbo nordeste, que era la ubicación de la base sur del pico más alto, y no tardamos en estar metidos en el bosque.
Pronto empezamos a encontrarnos con rastros de osos y alces, amén de los de conejo que estaban por doquier. Las huellas de alce, más o menos recientes, cubrían literalmente cada vara cuadrada de las laderas de la montaña; y es probable que estos animales sean actualmente más numerosos que nunca, siendo, como son, empujados desde todas partes hacia la zona por los asentamientos. La huella de un alce adulto es como la de una vaca, o más grande, y la del joven como la de un ternero. A veces nos descubríamos transitando por sendas desdibujadas producidas por el paso de esos animales, semejantes a las que las vacas originan en el bosque, aunque mucho más desdibujadas, más bien pasajes que sendas holladas, que permiten vistas imperfectas a través del espeso monte bajo; y por todas partes el ramaje aparece comido, cortado tan limpiamente como con cuchillo. La corteza de los árboles estaba pelada por ellos, hasta una altura de ocho o nueve pies, en forma de largas tiras de una pulgada de anchura que mostraban aún la marca de sus dientes. No esperábamos menos que tropezar en cualquier momento con un rebaño, y nuestro Nimrod[44] llevaba el hierro dispuesto; pero no nos apartamos de nuestro camino para buscarlos, ya que, aunque numerosos, son tan cautelosos que el cazador inexperto podría deambular un largo tiempo por la espesura antes de ver uno. En ocasiones resulta peligroso encontrarlos, pues en lugar de eludir al cazador lo embestirán furiosamente y lo pisotearán hasta matarlo, a menos que tenga la suerte de ponerse a cubierto detrás de un árbol. Los mayores son tan grandes como un caballo y a veces pesan mil libras; y se dice que a paso ordinario son capaces de pasar por encima de una verja de cinco pies. Se los describe como animales sumamente torpes, con largas patas y cuerpo corto, lo cual les da un aspecto ridículo cuando van a toda carrera, aunque se desplazan con gran rapidez. Nos pareció un misterio que fueran capaces de abrirse paso por aquella espesura, algo que exigía toda nuestra agilidad para avanzar, trepando, encorvándonos y dando rodeos, alternativamente. Según se afirma, echan hacia el lomo sus largos cuernos ramificados, que por lo general miden cinco o seis pies, y progresan fácilmente gracias al peso de su cuerpo. Nuestros barqueros dijeron, pero no sé hasta qué punto es verosímil, que dichos cuernos corren el peligro de ser roídos por las alimañas mientras el animal duerme. La carne del alce, que se parece más a la de vaca que a la de venado, es corriente en el mercado de Bangor.
Habíamos recorrido de esta suerte siete u ocho millas por el bosque hasta más o menos el mediodía, con frecuentes pausas para que se refrescaran los fatigados, y atravesado una considerable corriente de montaña que según conjeturamos debió ser el arroyo Murch, en cuya desembocadura habíamos acampado. No habíamos visto ni una vez en todo ese tiempo la cumbre, subiendo muy gradualmente; y los boteros empezaban un tanto a desesperar, temiendo que estuviésemos dejando la montaña a un lado, pues no tenían total confianza en la brújula, entonces McCauslin trepó a un árbol, desde cuya copa pudo ver el pico y quedó claro que no nos habíamos desviado de la línea recta, ya que la aguja de la brújula seguía alineada apuntando a la cumbre. En la margen de un fresco arroyuelo de montaña, en pleno bosque, donde el agua empezaba a compartir la pureza y transparencia del aire, nos detuvimos a cocinar algunos de nuestros pescados, que habíamos traído tan lejos con el fin de conservar la provisión de pan y de cerdo, en cuyo uso nos habíamos puesto ahorrativos. No tardamos en tener ardiendo una hoguera y nos colocamos en torno a ella, bajo la fronda húmeda y sombría de abetos y abedules, cada cual con un palo aguzado de tres o cuatro pies de longitud en el que había ensartado su trucha, o su carpa, previamente cortada y salada; con los palos formando radios hacia el centro como los de una rueda, y con cada uno de nosotros arrimando su pescado a lo mejor del fuego, no siempre con la preocupación por los derechos del vecino. Así nos deleitamos, bebiendo entretanto en el arroyo, hasta que al menos una de las mochilas quedó bastante más liviana y retomamos nuestro orden de marcha.
Finalmente alcanzamos una elevación lo bastante despejada como para brindar una vista de la cumbre, todavía distante y azul, casi como si retrocediera ante nosotros. Por delante veíamos precipitarse un agitado torrente, que resultó ser el mismo que habíamos atravesado, saliendo literalmente de las nubes. Pero pronto perdimos ese atisbo de nuestro paradero y nos hundimos nuevamente en el bosque. Lo formaban básicamente el abedul amarillo, la picea, el abeto blanco, y el serbal —o tronco redondo, como lo llama la gente de Maine—. Constituía la peor forma de viajar, en ocasiones era como si viajase con nosotros un macizo muy denso de matorral de robles. Abundaban los arándanos y una variada infrutescencia. Los primeros estaban distribuidos a lo largo de toda nuestra ruta; y en algunos lugares las plantas lucían abrumadas por el peso de la fruta, más fresca que nunca. Estábamos a 7 de septiembre. Tales sitios permitían un agradable ágape y servían de cebo para hacer avanzar a la gente. Cuando alguien se rezagaba, el grito de «¡arándanos!» era de gran eficacia para recuperarlo. Incluso a aquella altura encontramos, asentado sobre una gran roca plana, uno de los espacios de cuatro o cinco varas cuadradas utilizados en invierno por los alces para hollar la nieve. Por fin, temiendo que si manteníamos el rumbo hacia la cumbre no hallaríamos agua cerca de nuestro lugar de acampada, nos fuimos desviando gradualmente hacia el oeste hasta que, a las cuatro, dimos otra vez con el torrente que he mencionado antes, y allí, a la vista de la cima, el fatigado grupo decidió pasar la noche.
Mientras mis compañeros buscaban un sitio adecuado a dicho fin, yo aproveché la escasa luz diurna que quedaba para escalar a solas la montaña. Nos encontrábamos en un barranco estrecho y profundo, inclinado hacia las nubes en un ángulo de cerca de cuarenta y cinco grados, y encerrado entre paredes de roca, que al comienzo estaban cubiertas de árboles bajos, después por impenetrables macizos de flacos abedules y piceas, y por musgo, pero al final aparecían despojadas de toda vegetación, excepto líquenes, y casi permanentemente envueltas en nubes. Siguiendo hacia arriba el curso del torrente que lo ocupaba —y quiero enfatizar esta palabra, arriba—, fui izándome por superficies perpendiculares de veinte o treinta pies asido a las raíces de abetos y abedules, y recorriendo a continuación en un plano horizontal una vara o dos por la estrecha corriente, ya que esta ocupaba todo el paso, para ascender más tarde por unos enormes escalones, como si se tratase de una escalera de gigantes por la que bajara un río; así pronto dejé atrás los árboles y me detuve en los sucesivos peldaños a mirar el territorio a mis espaldas. Sin ningún afluente, el torrente tenía entre quince y treinta pies de anchura, que no disminuía según yo avanzaba, y se precipitaba con fuerza y rugiendo, con un caudal copioso, por encima y entre las moles de roca desnuda, al parecer desde las propias nubes, como si una tromba acabara de estallar sobre la montaña. Apartándome por último, empecé a abrirme camino, apenas menos arduo que el de Satanás por el Caos[45], hacia el pico más próximo, aunque no el más alto. Inicialmente en cuatro patas por encima de las copas de añosas piceas negras (Abies nigra), viejas como el diluvio, de entre dos y diez o doce pies de altura, con la copa chata y extendida y el follaje azul quemado por la helada, como si por siglos hubieran dejado de crecer hacia arriba contra el cielo gris, el frío sólido. Anduve unas cuantas varas erguido sobre las copas de esos árboles, cubiertas de musgo y arándanos de montaña. Daba la impresión de que con el curso del tiempo aquella vegetación hubiera rellenado los intervalos entre las enormes rocas, y el viento helado hubiese nivelado todo de manera uniforme. Allí la ley de la vegetación lo tenía difícil. Aparentemente había un cinturón semejante rodeando prácticamente la montaña, aunque tal vez en ninguna otra parte de una forma tan notable. En cierto momento, asomándome a través, vi diez huellas de nueve pulgadas de diámetro al nivel del suelo en una zona oscura y cavernosa, y observé en el tallo de la picea sobre cuya copa me encontraba, una especie de tosco trabajo de cestería. Esas zonas eran guaridas de oso, que estos estaban incluso ocupando en aquel momento. Tal el tipo de huerto por encima del cual anduve durante un octavo de milla, a riesgo, eso sí, de pisotear algunas de las plantas al no ver conducto alguno a través de ellas; ciertamente el territorio más traicionero y poroso que haya transitado nunca.
Pero nada podía sobrepasar la resistencia de las ramas —ni una sola cedió bajo mi peso—, pues habían crecido lentamente. Tras haberme caído, levantado, rodado, saltado y caminado alternativamente por aquella dura región, llegué a la ladera de una colina, o más bien montaña, donde los rebaños que pastaban eran de rocas, grises y silenciosas rumiando piedra al atardecer. Me miraron con pétreos ojos grises, sin un balido o un mugido. Aquello me llevó al borde de una nube, y limitó mi andadura esa noche. Pero cuando emprendí la vuelta había visto a mis pies el territorio de Maine, ondulante, rico, opulento.
A mi retorno mis compañeros habían escogido un lugar de asentamiento al borde del torrente y se hallaban descansando en el suelo; uno estaba en la lista de enfermos, envuelto en una manta, sobre una húmeda plataforma de roca. El escenario era bastante salvaje y deprimente; tan escabroso que tardaron mucho en encontrar un espacio abierto y llano para la tienda. No podíamos acampar a mayor altura, por falta de materia combustible; y aquí los árboles parecían tan verdes y llenos de savia que casi dudábamos de que fueran a tolerar los efectos del fuego; pero finalmente este se impuso y ardió también allí, como buen ciudadano del mundo. Incluso a aquella altura tropezamos frecuentemente con el rastro de alces, así como de osos. Como en el lugar no había ningún roble, hicimos nuestra cama con picea, cuya hoja es menos mullida; pero en todo caso las hojas eran arrancadas del árbol vivo. Ubicado en la vecindad de aquellos árboles silvestres y del torrente, fue acaso un sitio incluso más expuesto y desolado para pasar la noche de lo que hubiera sido la cima. Unos vientos más fuertes y enérgicos estuvieron toda la noche recorriendo veloces y sonoros el barranco, avivando de vez en cuando el fuego y dispersando las ascuas. Era como si estuviésemos yaciendo en el lecho mismo de un temprano torbellino. A medianoche, uno de mis compañeros, sobresaltado en su sueño por el súbito incendio de un abeto cuyas verdes ramas había resecado el calor, saltó del lecho dando un grito, creyendo que se había prendido fuego el mundo, y despertó al campamento entero.
Por la mañana, luego de engañar el apetito con un poco de cerdo crudo, una rebanada de pan de centeno y un cazo de nube o lluvia condensada, partimos todos a emprender aguas arriba el ascenso que antes he descrito; esta vez escogimos la margen derecha, el pico más alto, que no era al que yo me había aproximado entonces. Pero pronto mis compañeros se perdieron de vista a mi retaguardia detrás de una cresta que seguía dando la impresión de estar siempre retrocediendo delante mío, y yo escalé en solitario durante una milla o más unas enormes rocas, no del todo afirmadas, todavía bordeando en dirección a las nubes: porque aunque el día era despejado en otras partes, la cima estaba oculta por la bruma. La montaña parecía un vasto amontonamiento de rocas sueltas, como si una vez hubieran llovido y yacieran en las laderas según habían caído, sin hallarse en ninguna parte bien afirmadas, sino apoyadas las unas en las otras, inestables todas, con cavidades entre ellas pero sin apenas base o una plataforma más llana. Eran la materia en bruto de un planeta, dejada caer desde una cantera invisible, y que la inmensa química de la naturaleza no tardaría en convertir, o degradar, para formar las verdes y sonrientes llanuras y valles de la tierra. Aquel era un extremo inacabado del planeta, semejante al caso del lignito, donde se ve el carbón en proceso de formación.
Finalmente nos introdujimos en el borde de la nube que parecía estar eternamente en movimiento sobre la cumbre pero que nunca terminaba por desaparecer, pues era regenerada por aquel aire puro tan pronto como empezaba a disiparse; y cuando, un cuarto de milla más lejos, alcancé la cima de la cadena montañosa —quienes la han visto con tiempo despejado afirman que tiene cinco millas de longitud e incluye mil acres de terreno llano—, me hallé inmerso del todo en las filas hostiles de las nubes y con todos los objetos oscurecidos por ellas. En un momento dado el viento me quitaba la yarda de soleada claridad en cuyo interior me encontraba, y en otro lo único que conseguía llevarse era una difusa luz grisácea; la línea nubosa subía y bajaba según la intensidad del viento. Por momentos parecía que la cumbre quedaría despejada al rato, sonriendo al sol; pero lo que se ganaba por un lado se perdía por otro. Era como sentarse en una chimenea y esperar que el humo se disipara. De hecho, era una fábrica de nubes: aquellos eran los talleres donde se forjaban, y cuando estaban prontas, el viento las apartaba de las frías rocas desnudas. De vez en cuando, cuando las columnas ventosas chocaban conmigo, yo atisbaba a mi derecha o a mi izquierda un oscuro risco mojado, con la neblina circulando incesantemente entre él y yo. Eso me recordó las creaciones de los antiguos poetas épicos y dramáticos, Atlas, Vulcano, los Cíclopes y Prometeo[47]. Así era el Cáucaso y la roca a la que Prometeo fue amarrado[48]. Sin duda Esquilo[49] había visitado un escenario como este. Era vasto, titánico[50], un sitio jamás habitado por el hombre. Una parte de la belleza, incluso una parte vital, parece escapar por el endeble enrejado de las costillas de quien la contempla mientras asciende. Se encuentra más solo de lo que es posible imaginar. Se produce en él un menoscabo de la función mental básica y de la adecuada capacidad de comprensión, con respecto a las del habitante de la llanura. Su raciocinio es disperso y poco claro, más enrarecido y tenue, como el aire. La inmensa, titánica, inhumana naturaleza lo ha cogido en desventaja, lo ha pillado solo y lo despoja de parte de su facultad divina. No le sonríe como en la llanura. Parece decirle con aire grave, ¿a qué has venido antes de tu tiempo? Este lugar no está preparado para ti. ¿No es suficiente que yo sonría en los valles? Yo no he hecho este suelo para tus pies, este aire para que lo respires, estas rocas para tus vecinos. Aquí no puedo compadecerte ni acariciarte, sino conducirte siempre de modo constante desde aquí hasta donde soy amable. ¿Por qué buscarme cuando no te he llamado, y luego quejarte porque no encuentras en mí sino una madrastra? Te congeles, te consuma el hambre o te mueras de convulsiones, no hay aquí santuario ni altar, ni acceso alguno a mis oídos.
«Chaos and ancient Night, I come not to spy
With purpose to explore or to disturb
The secrets of your realm, but…
. . . . . . . . . . as my way
Lies through your spacious empire up to light[51]».
Las cumbres montañosas están entre las partes inacabadas del globo, y resulta ligeramente insultante para los dioses escalarlas para espiar sus secretos y probar sus efectos sobre nuestra humanidad. Puede que lo hagan únicamente hombres atrevidos e insolentes. Pomola[52] siempre se irrita con aquellos que trepan hasta la cima del Ktaadn.
Según Jackson, quien, en su condición de topógrafo del Estado lo ha medido con precisión, la altitud del Ktaadn es de 5300 pies[53] o poco más de una milla sobre el nivel del mar. Y agrega: «Es evidentemente el punto más elevado del Estado de Maine, y la montaña de granito más abrupta de Nueva Inglaterra». Las peculiaridades de la espaciosa meseta sobre la que me hallaba, así como el notable abismo semicircular o cuenca del lado del este, quedaban ocultas por la bruma. Por el deseo de contar con un equipo completo, yo había llevado hasta arriba todas mis cosas, sin saber que iba a tener que efectuar en solitario el descenso hacia el río y posiblemente a la zona poblada del Estado, y por otra ruta. Pero al final, temiendo que mis compañeros estuvieran ansiosos por alcanzar el río antes de la noche, y sabiendo que las nubes podían permanecer en la montaña durante días, me vi forzado a descender. De vez en cuando, mientras bajaba, el viento abría hacia el Este un resquicio, a través del cual se veían brillar al sol unos bosques sin límites, lagos y corrientes de agua, de los que algunos desembocaban en el East Branch. En aquella dirección se veían también nuevas montañas. Ocasionalmente alguna avecilla de la familia de los gorriones revoloteaba alejándose de mí, incapaz de controlar su rumbo, como un fragmento de roca gris llevado por el viento.
Encontré a mis compañeros donde los había dejado, en la ladera del pico, recolectando los arándanos que llenaban cada grieta entre las rocas, así como otras bayas, todas las cuales sabían más intensamente cuanto más en lo alto crecían, lo que no las hacía menos agradables a nuestro paladar. Cuando el territorio esté asentado y estén construidas las carreteras, es posible que estos frutos sean un artículo de comercio. Desde la altura, precisamente al borde de las nubes, se dominaba, hacia el oeste y hacia el sur, una extensión de cien kilómetros. Aquel era el Estado de Maine, que habíamos visto en el mapa, aunque no muy parecido: una floresta inconmensurable para recibir la luz del sol, ese del que oímos hablar en Massachusetts. Ningún claro, ninguna casa. No parecía que un solitario viajero hubiera cortado allí madera ni para hacerse un bastón. Incontables lagos: en el sureste el Moosehead, cuarenta millas de longitud por diez de ancho, como una deslumbrante fuente de plata al extremo de una mesa; al sur el Millinocket con su centenar de islas; y un centenar más sin nombre; y también montañas, la mayor parte de cuyos nombres solo conocen los indios. El bosque lucía como una vasta extensión de tupido césped, y el efecto de aquellos lagos en medio de la misma ha sido apropiadamente comparado, por alguien que ha visitado el lugar, al de «un espejo roto en mil pedazos, desparramado alocadamente sobre el césped, que reflejara el intenso brillo solar». Una vez despejado, iba a ser una enorme granja para alguien. Según La Gaceta impresa antes de que se resolviese la cuestión de los límites, solo el área del condado de Penobscot, en el que estábamos, era más grande que todo el Estado de Vermont, con sus catorce condados; y aquel era únicamente parte de las tierras salvajes de Maine. Pero entonces nos interesaban los límites naturales, no los políticos. Nos hallábamos a ochenta millas, a vuelo de pájaro, de Bangor, o a ciento quince, según el ritmo al que habíamos corrido, caminado y remado. Tuvimos que consolarnos con la reflexión de que aquel panorama era probablemente tan bueno como desde la cima y nada más; ¿y qué era una montaña, sin nubes y brumas a su servicio? Como nosotros, ni Bailey ni Jackson habían logrado una vista clara desde la cumbre.
Iniciando nuestro retorno al río, todavía a una hora temprana del día, resolvimos seguir el curso del torrente que suponíamos era el arroyo Murch, mientras no nos apartase demasiado de nuestro rumbo. Así pues, anduvimos unas cuatro millas por el propio torrente, cruzándolo continuamente de una margen a otra, brincando de roca en roca y saltando con la corriente por caídas de siete u ocho pies, o resbalando a veces de espaldas sobre una delgada capa de agua. El barranco había sido escenario en primavera de una extraordinaria correntada, acompañada al parecer de un deslizamiento desde la montaña. Debe haberse llenado, con el alud de rocas y agua, hasta no menos de veinte pies por encima del nivel actual del torrente. En un espacio de una o dos varas a ambos lados de su curso, los árboles estaban descortezados y astillados hasta la copa, los abedules doblados, retorcidos y a veces reducidos a manojos de ramas, como las escobas de los establos; algunos, de un pie de diámetro, se veían quebrados, y grupos enteros de árboles habían sido aplastados por el peso de las rocas apiladas sobre ellos. En un sitio vimos una de dos o tres pies de diámetro alojada a casi veinte pies de altura, en el vértice donde se bifurcaban las ramas de un árbol. A lo largo de las cuatro millas no vimos sino un riachuelo que desembocase en el torrente, y el volumen de agua no pareció aumentar por ello. Viajamos, pues, con gran rapidez debido al ímpetu del descenso, y nos volvimos notablemente expertos en brincar de roca en roca, puesto que brincar debíamos y así lo hicimos, hubiera o no entre ellas la distancia adecuada. Era un espectáculo placentero para el que iba delante cuando daba media vuelta y miraba hacia la parte superior del barranco, emparedado por las rocas y la verde floresta, el ver, a intervalos de una o dos varas, a un montañero de camisa roja o casaca verde contra el blanco del torrente, brincando por el estrecho conducto con la mochila a la espalda, o haciendo una pausa sobre una roca apropiada en medio del torrente para reparar un desgarrón en su ropa o soltar el cazo que llevaba sujeto al cinturón para poder recoger un poco de agua que beber. En un lugar nos sobresaltamos al descubrir, en un breve espacio arenoso a la orilla del agua, la huella fresca del pie de un hombre, y por un momento comprendimos cómo se sintió Robinson Crusoe[54] en una situación semejante; pero finalmente recordamos que durante el ascenso habíamos pasado por allí, aunque no habríamos podido ubicar el lugar exacto, y que uno de nosotros se había acercado a la orilla para beber. El aire fresco arriba, y el baño continuo de nuestros cuerpos en agua de montaña —alternando baño de pies, de asiento, ducha y zambullida— convirtieron el trayecto en algo sumamente refrescante, y apenas nos habíamos alejado un par de millas del torrente cuando hasta la última hilacha de nuestra ropa es tuvo seca como antes, debido tal vez a una peculiar cualidad de la atmósfera. Después, albergando dudas sobre nuestro rumbo, Tom dejó la mochila al pie de la picea más elevada que encontró y trepó por el tronco pelado, unos veinte pies, para luego atravesar la verde torre, fuera de nuestra vista, hasta tener en la mano las ramas de la copa[55]. McCauslin, cuando era un muchacho, había marchado por la floresta con una patrulla del ejército a las órdenes del general Fulano de Tal, y con un compañero habían realizado toda la tarea de reconocimiento y espionaje. La orden del general era a menudo, «Derribar la copa de ese árbol», y no había en los bosques de Maine ningún árbol lo bastante alto como para no quedarse sin la copa en esas circunstancias. Me han contado la historia de dos hombres que una vez se perdieron en el bosque, más cercano a los asentamientos que este, y treparon al pino más alto que encontraron —de unos seis pies de diámetro en la base—, desde cuya copa descubrieron un solitario calvero y su humo. Estando a aquella altura, de casi doscientos pies desde el suelo, uno de ellos se mareó y se desmayó en brazos de su compañero, quien como pudo tuvo que emprender el descenso con él desmayándose y reviviendo a intervalos. A Tom le gritamos, ¿a qué distancia está la cumbre? ¿Dónde las tierras quemadas? Lo segundo él podía únicamente conjeturarlo; pero divisó un pequeño prado y una laguna que se hallaban probablemente en nuestra dirección, y hacia allí nos encaminamos. Al llegar a este prado solitario descubrimos huellas frescas de alce a la orilla de la laguna y el agua aún revuelta como si los animales hubieran huido ante nuestra proximidad. Algo más adelante, en un denso matorral, nos pareció que todavía seguíamos su rastro. Era un prado pequeño, de unos pocos acres, en la ladera de la montaña, oculto por la floresta, y puede que no hubiera sido visto nunca por un hombre blanco; un lugar donde cabía suponer que los alces pudieran pastar y bañarse, y descansar tranquilamente. Siguiendo por aquella ruta, pronto llegamos a campo abierto, que descendía en pendiente a lo largo de varias millas hacia el Penobscot.