Parte VI
Cuando desperté por la mañana estaba lloviznando. Uno de los indios se hallaba acostado fuera, envuelto en su manta, del lado opuesto del fuego, por falta de espacio. Joe había omitido despertar a mi compañero, y este no había salido de caza esa noche. Tahmunt estaba fabricando un travesaño para su canoa con un cuchillo de extrañas formas[53], como las que desde entonces les he visto usar a otros indios. La hoja era delgada, de unos tres cuartos de pulgada de ancho y ocho o nueve pulgadas de longitud, pero con la parte plana curvada como un anzuelo, lo cual según él era mejor para el afeitado. Como los indios muy al norte y al noroeste los usan del mismo tipo, sospecho que estaba hecho de acuerdo a un modelo aborigen, aunque algunos artesanos blancos utilizan uno similar. Para desayunar, los indios cocieron una hogaza de pan en una araña[54] colocada de canto delante del fuego; y mientras mi compañero preparaba un té, yo pesqué una docena de peces de buen tamaño en el Penobscot, dos clases de carpas y una trucha. Después que hubimos desayunado, uno de los que habían dormido con nosotros, que también había desayunado, se acercó, y ante nuestra invitación, tomó una taza de té y al final, asiendo la bandeja común, la dejó limpia con la lengua. Nada comparable con un individuo blanco, un leñador, que se pasaba llenándose la panza con la carne de alce de los indios y era por eso blanco de la crítica de sus compañeros. Al parecer creía que lo cortés era «comerlo todo». Suele decirse que el hombre blanco al final supera al indio en su propio terreno, y en este caso resultó cierto. No puedo dar razón de su actividad durante las horas de oscuridad, pero lo vi otra vez dedicado a lo mismo en cuanto hubo luz, aunque estaba a un cuarto de milla de su lugar de trabajo.
La lluvia nos impidió continuar por más tiempo en el bosque; de modo que, cediendo parte de nuestras provisiones y utensilios a los indios, nos despedimos de ellos. Como era día del vapor, partí de inmediato hacia el lago.
Fui andando solo por el porteadero y esperé en la cabecera del lago. Ante mi proximidad, un águila, u otra ave voluminosa, abandonó volando y chillando su atalaya en la ribera. Tras alcanzar la orilla, estuve una hora sin tener ante mí ser humano alguno y con todo el amplio panorama a mi disposición. Creí oír el sonido del vapor antes de tenerlo a la vista en la amplitud del lago. Cuando llegó, divisé durante el desembarco a uno de nuestros compañeros de descanso nocturno, que había estado de cacería la noche previa, ahora muy acicalado con camisa blanca y unos pantalones negros de calidad, un verdadero dandi indio, venido evidentemente al porteadero para exhibirse ante cualquiera llegado de la costa norte del lago Moosehead, al igual que los dandis de Nueva York se dan una vuelta por Broadway y se paran en los escalones de un hotel.
A medio camino por el lago subimos a bordo, con su batteau, a dos hombres de mediana edad y aspecto viril que habían pasado seis meses explorando el territorio hasta la frontera con Canadá, y se habían dejado crecer la barba. Traían la piel de un castor que habían cazado recientemente extendida sobre un aro oval, aunque el pelaje no era bueno en esa estación. Hablé con uno de ellos, comentándole que yo había recorrido una gran distancia hasta allí en parte para ver dónde crecía el pino blanco, el material proveniente del este del cual están construidas nuestras casas, pero que tanto en esa como en una excursión anterior a otra zona de Maine había encontrado que era una especie escasa; y le pregunté dónde debía buscarlo. Con una sonrisa, él respondió que difícilmente podía informarme. No obstante, dijo haber hallado el suficiente para emplear dos equipos el próximo invierno en un lugar donde se pensaba que no quedaba ninguno. El que actualmente era tenido por el «rey» de los árboles no merecía atención veinte años atrás, cuando él se iniciaba en el negocio; pero ahora se hacía muy buen negocio con la que antes se consideraba una madera inferior. El explorador acostumbraba entonces a hacer sucesivos cortes cada vez a mayor altura en un árbol para comprobar si era compacto, y si descubría una zona podrida del tamaño de su brazo, lo abandonaba; pero ahora talaban ese árbol, lo serraban alrededor de la parte podrida y hacían de él las mejores tablas, pues en ese caso nunca salían débiles.
Alguien relacionado con las actividades madereras en Bangor me contó que el mayor de los pinos pertenecientes a su firma, talado el invierno anterior, «midió» en el bosque cuatro mil quinientos pies de madera, y su valor en el área de recepción de troncos de Bangor en Oldtown fue de noventa dólares. Solo para aquel árbol abrieron una trocha de tres millas y media. Él pensaba que la principal localización del pino blanco que bajaba por el Penobscot actualmente estaba en la cabecera del East Banch y en el Allegash, en los alrededores del río Webster y los lagos Eagle y Chamberlain. Se ha robado mucha madera de las tierras públicas. (Por favor, ¿qué clase de guardia forestal tenemos?). Me han contado de un hombre que, habiendo descubierto unos árboles particularmente hermosos justo al borde de las tierras públicas, y no atreviéndose a utilizar un cómplice, los taló él solo, y mediante tacos y aparejos, sin animales, los transportó al río, y fue así que se salió con la suya sin ayuda alguna. Seguramente el robar pinos de ese modo no es algo tan bajo como robar palos de gallinero.
Esa noche llegamos a Monson, y al día siguiente marchamos para Bangor, siempre bajo la lluvia, variando un poco nuestra ruta. Algunas de las tabernas de esta carretera, especialmente sucias, estaban evidentemente en transición entre el campamento y la vivienda.
A la mañana siguiente fuimos a Oldtown. En la costa, un indio esbelto, que reconoció a mi compañero, prorrumpió en manifestaciones de alegría, como un francés. Un sacerdote católico cruzó a la isla en el mismo batteau que nosotros. Las viviendas indias son de madera, en su mayoría de una planta, y dispuestas en hileras sucesivas en el extremo sur de la isla, con unas pocas independientes. Yo conté unas cuarenta, sin incluir la iglesia y la que mi compañero llamó casa comunal. Esta última, que supongo es su ayuntamiento, era de madera y con tejas planas y delgadas, como el resto. Había varias construcciones de dos plantas, bastante cuidadas, con jardín cercado, y al menos una tenía persianas verdes. Esparcidas por los alrededores había pieles de alce estiradas, puestas a secar. No se veían caminos de carros ni senderos para caballos, sino veredas para caminantes; había muy poca tierra cultivada, y sí abundancia de malas hierbas, autóctonas y naturalizadas; más hierbajos introducidos que vegetales útiles, ya que se dice que el indio cultiva más bien los vicios que las virtudes del hombre blanco. No obstante, aquella aldea estaba más limpia de lo esperado, mucho más que algunas irlandesas que llevo vistas. Los niños no lucían especialmente andrajosos ni sucios. Los varones nos saludaban con el arco en la mano y la flecha preparada y gritaban, «¡Venga un céntimo!». En realidad, actualmente el indio apenas maneja el arco; pero la curiosidad del hombre blanco es insaciable, y desde siempre lo ha atraído el ser testigo de la destreza del indio en el uso del arma. Ese elástico trozo de madera con su flecha emplumada, que seguramente el contacto con la civilización ha hecho inútil como arma, hace las veces de escudo de armas del salvaje. ¡Ay, por la raza de los cazadores! El hombre blanco se llevó la caza y en su lugar les dejó un céntimo. Vi a una india lavando al borde del agua. Instalada en una roca, sumergía la ropa en la corriente, la tendía sobre la piedra y la golpeaba con una especie de garrote corto. En el cementerio, repleto de sepulturas y plagado de hierba inútil, noté una inscripción en idioma indio pintada en una lápida de madera. En la isla había una gran cruz de ese material.
Dado que mi compañero lo conocía, visitamos al Gobernador Neptuno, que vivía en una casa pequeña, una de las más humildes de todas. La personalidad de un hombre público se pone de manifiesto cuando se habla de él, por lo que paso a exponer los detalles de nuestra visita. Estaba en la cama. Cuando entramos en la habitación, que era la mitad de la casa, estaba sentado a un lado del lecho. Había un reloj colgado en un rincón. Él vestía una levita negra y unos pantalones sumamente gastados, también negros, camisa blanca de algodón, calcetines, un pañuelo rojo de seda alrededor del cuello, y un sombrero de paja. Su cabello negro estaba solo ligeramente encanecido. Tenía las mejillas muy anchas, y sus rasgos eran decidida y agradablemente distintos de cualquiera de los grupos de advenedizos norteamericanos que yo haya visto. No era más oscuro que muchos ancianos blancos. Me dijo que tenía ochenta y nueve años; pero ese otoño iba a acudir a la caza del alce lo mismo que el año anterior. Es probable que quienes cazaran fuesen sus acompañantes. Vimos por allí a varias indias que trataban de pasar desapercibidas. Una se sentó en la cama junto a él para ayudarlo a contar sus historias. Eran todas notablemente corpulentas, con el rostro terso, redondo, al parecer llenas de buen humor. Ciertamente nuestro muy criticado clima no les había resecado la materia adiposa[55]. Mientras estuvimos allí —pues nos quedamos un buen rato— una de ellas fue a Oldtown, regresó, y se puso a cortar un vestido sobre otra cama. El Gobernador dijo que «recordaba cuando los alces eran mucho más grandes; que no solían estar en el bosque, sino que salían del agua, como todos los de su clase. El alce fue una vez ballena. Lejos, por el Merrimack, una ballena se arrimó a la costa en una bahía de aguas poco profundas. El mar se retiró y la abandonó, y ella subió a tierra convertida en alce. Lo que hizo ver que era una ballena fue que al principio, antes de que empezara a correr y meterse en la maleza, no tenía tripas, sino…», y en ese momento la india que estaba sentada en el lecho a su lado como ayudante del Gobernador y había estado introduciendo una palabra de vez en cuando y confirmando la historia, me preguntó cómo llamábamos a esa cosa blanda que encontramos a lo largo de la costa. «Medusa», sugerí. «Sí», dijo ella, «no tripas, sino medusa».
Puede que haya algo de verdad en lo que él dijo acerca de que antiguamente el alce era más grande. Pues el experto John Josselyn, médico que pasó muchos años en este mismo distrito de Maine en el siglo diecisiete, dice que las puntas de los cuernos del alce «se encuentra a veces que abarcan dos brazas» —e insiste en decirnos que una braza son seis pies—, «y [mide], desde el dedo de la pata delantera derecha hasta el punto más alto de la paletilla, doce pies, dos medidas que han sido tomadas por algunos de mis lectores escépticos por monstruosas mentiras»; y añade, «Existe una cierta trascendencia en toda criatura, que son los indelebles caracteres de Dios, y que revelan a Dios». Es este un dilema más difícil de captar que el planteado por el cráneo del joven buey de Bechuana[56], aparentemente otro de las transcendentia en la colección de Thomas Steel, Upper Brook Street, Londres, «el largo total de cuyos cuernos, de punta a punta, siguiendo la curvatura, es de trece pies cinco pulgadas; la distancia (recta) entre las puntas de los cuernos, ocho pies ocho pulgadas y media». No obstante, el tamaño tanto del alce como el del puma es generalmente subestimado o sobrestimado, y yo me inclinaría a sumarme a la estimación más frecuente, parte de la cual he restado de la de Josselyn.
Pero sobre todo hablamos con el yerno del Gobernador, un indio muy sensato; y el Gobernador, siendo tan anciano y tan sordo, permitió ser dejado de lado mientras formulábamos preguntas acerca de él. El yerno dijo que había entre ellos dos partidos políticos: uno a favor de las escuelas y el otro opuesto, o más bien sin querer resistirse al cura, que era contrario a ellas. El primero había ganado las elecciones y enviado a su representante a la asamblea legislativa. Neptuno, Aitteon y él mismo estaban a favor de las escuelas. Dijo él: «Si los indios se educasen, conservarían su dinero». Cuando le preguntamos dónde estaba el padre de Joe, Aitteon, supo que, aunque estaría por salir de caza, debía estar en Lincoln, pues un mensajero acababa de ir a verlo para que firmase unos papeles. Le pregunté a Neptuno si todavía tenían algunos perros de la antigua raza. «Sí». «Pero ese», dije yo, señalando a uno que terminaba de entrar, «es un perro yanqui». Él asintió. Yo comenté que no parecía bueno. «¡Oh, sí», y contó, con mucho entusiasmo, cómo el año anterior el perro había cazado y mantenido asido del cogote a un lobo. Un cachorro negro muy pequeño entró corriendo en la habitación y se detuvo a los pies del Gobernador, que estaba sentado, en calcetines, con las piernas colgando de la cama. El Gobernador se frotó las manos y lo desafió a trepar al lecho, entrando con gusto en el juego. Nada más que resulte significativo sucedió, que yo sepa, en aquella entrevista. Era la primera vez que visitaba a un gobernador, pero como no le pedí ningún puesto, puedo hablar de ello con total libertad.
Un indio que estaba fabricando una canoa detrás de la casa levantó complacido la vista de su trabajo —porque conocía a mi compañero— y dijo que su nombre era Old John Pennyweight. Yo había oído hablar de él mucho tiempo antes, y le pregunté por uno de sus contemporáneos, Joe Fourpence-ha’penny; pero ¡ay! este está fuera de circulación[57]. Realicé un concienzudo estudio de la fabricación de canoas, y pensé que me gustaría servir como aprendiz del oficio durante una temporada, ir al bosque a por corteza con mi «patrón», construir allí la canoa y regresar finalmente en ella.
Mientras el batteau venía a por nosotros, recogí en la orilla varias puntas de flecha y un cincel de piedra roto, que resultaron ser una novedad mayor para los indios que para mí. Después, en Old Fort Hill, en la curva del Penobscot, a tres millas de Bangor, y mientras buscaba el emplazamiento de un poblado indio que se cree existió en las inmediaciones, encontré entre las cenizas de sus hogueras más puntas de flecha y dos pequeños fragmentos oscuros y desmenuzados de cerámica india. Los indios de la isla parecían vivir bastante felices y ser bien tratados por los habitantes de Oldtown.
Visitamos el aserradero de Veazie, poco más abajo de la isla, donde había dieciséis grupos de sierras de hojas múltiples, varias tronzadoras, aparte de las sierras circulares. De un lado, mediante energía hidráulica, izaban los troncos sobre un plano inclinado; por el otro salían los maderos, los tablones, tablas y madera serrada, y se daba forma a los cabrios. Allí los árboles eran literalmente pelados y descuartizados. En la elaboración de los cabrios utilizan para los pernos los tres pies inferiores de madera dura de árboles jóvenes, cuyo otro extremo es torcido y nudoso; pasan dichos pernos a través de agujeros practicados en las esquinas y los costados de los cabrios para hacerlos más resistentes. En otro recinto estaban fabricando listones para cercas como las que se ven por todas partes en Nueva Inglaterra, utilizando para ello retales de madera: y es posible que haya visto la procedencia de la cerca detrás de la que vivo en casa. Me sorprendió ver a un chico recolectando las largas tiras sobrantes de madera en cuanto era serrada, para meterlas en una tolva en la que las molía debajo del aserradero para deshacerse del desecho; de no ser así este se acumularía en vastos montones a un lado del edificio, aumentando el riesgo de incendio, o, en caso de flotar en el río, obstruirlo. Así pues, aquello no es únicamente aserradero, sino también molienda. Seguramente los vecinos de Oldtown, Stillwater y Bangor no sufren de escasez de materia inflamable. Algunos viven exclusivamente de recoger la madera que flota y venderla en invierno por cuerdas[58]. En un lugar vi el sitio donde un irlandés, que mantiene con ese fin a una cuadrilla y un hombre, había cubierto un gran tramo de la costa con pilas de leña regularmente espaciadas; me han dicho que en un año la ha vendido por valor de mil doscientos dólares. Otro, que vivía junto a la ribera, me contó que había conseguido en el río todo el material para sus cobertizos y cercas; y me percaté de que en aquel vecindario se usaban frecuentemente tales desechos de madera en lugar de arena para rellenar depresiones del terreno, por resultar al parecer más económico que la tierra.
Logré mi primera visión clara del Ktaadn en esta excursión, desde una colina a unas dos millas al noroeste de Bangor, adonde había ido con tal fin. Después de aquello, estuve pronto para regresar a Massachusetts.
Humboldt[59] ha escrito un interesante capítulo sobre el bosque primitivo, pero todavía nadie me ha comentado la diferencia entre el bosque virgen que una vez ocupó nuestros distritos más antiguos, y el domesticado que hoy día encuentro. Es una diferencia a la que valdría la pena prestar atención. El hombre civilizado no solamente despeja permanentemente el terreno en grandes áreas y cultiva los campos abiertos, sino que somete y cultiva hasta cierto punto la propia floresta. Casi por su mera presencia modifica como ninguna otra criatura la naturaleza de los árboles. Se han introducido el sol y el aire, y acaso el fuego, y el grano crece donde está el bosque. Este ha perdido su aspecto salvaje, húmedo y enmarañado, los incontables árboles caídos y en descomposición ya no están, y en consecuencia tampoco aquel rico manto de musgo que vivía de ellos. La tierra es relativamente desnuda, lisa y seca. Los lugares más primitivos que nos han dejado son las ciénagas, en las que el abeto falso todavía crece enredado con usnea. La superficie del suelo en los bosques de Maine es por todos lados mullida y saturada de humedad. Yo he notado que las plantas que cubren allí el suelo de la floresta son las que entre nosotros comúnmente aparecen solo en las ciénagas —la Clintonia borealis, las orquídeas Orchis, la madreselva, y otras—; y la estrella que prevalece es la Aster acuminatus, que crece en el bosque sombrío y húmedo. Son asimismo estrellas comunes la Cordifolius y la Macrophyllus, carentes casi o por entero de color, y a veces sin pétalos. No vi ninguno de los suaves, extendidos pinos blancos de segundo desarrollo, con la corteza lisa, que dan cuenta de la intervención del leñador, pues incluso los pinos blancos jóvenes eran todos árboles altos y esbeltos con corteza rugosa.
Los bosques de Maine difieren esencialmente de los nuestros. Allí a uno nunca se le recuerda que la espesura por la que se está abriendo paso es, después de todo, el lote familiar de bosque de algún aldeano, los tercios[60] de alguna viuda, de donde sus antepasados han extraído materia combustible durante generaciones, minuciosamente descritos en un registro de viejas escrituras, del cual el propietario ha conseguido también un plano, y donde, si se busca, se pueden encontrar cada cuarenta varas antiguas marcas de límites. Es verdad que el mapa puede informarnos que nos hallamos en tierra otorgada por el Estado a determinada institución, o en la adquirida por Bingham[61]; pero esos nombres no nos impresionan, pues no vemos nada que nos recuerde a la institución ni a Bingham. ¿Qué eran las «florestas» de Inglaterra comparadas con estas? Un escritor relata, acerca de la Isla de Wight, que en la época de Carlos II «había en la isla unos bosques tan completos y extensos, que se dice que en muchas partes una ardilla podría haber viajado muchas leguas por las copas de los árboles». Si no fuera por los ríos, aquí una ardilla podría recorrer todo el ancho del país.
Todavía no hemos tenido un informe adecuado acerca de un bosque de pinos primitivo. He notado que en un atlas físico publicado recientemente y de uso en las escuelas, el territorio boscoso de Norteamérica se limita casi exclusivamente a los valles del Ohio y alguno de los Grandes Lagos, y que no están representados los grandes bosques de pinos del globo. En nuestras inmediaciones, por ejemplo, se muestra a New Brunswick y Maine tan desnudos como Groenlandia. Puede que a los niños de Greenville, al pie del lago Moosehead, quienes seguramente no se asustan de una lechuza, los manden al valle del Ohio para hacerse una idea de qué es la floresta; pero allí no sabrían qué hacer con el alce, el oso, el caribú, el castor, etc. ¿Vamos a dejar que un inglés nos informe de que «en Norteamérica, tanto en los Estados Unidos como en Canadá, se encuentran los más extensos pinares del mundo»? La mayor parte de New Brunswick, la mitad septentrional de Maine y las zonas adyacentes de Canadá, por no mencionar el nordeste de Nueva York y otras extensiones más apartadas, siguen estando cubiertas por un bosque prácticamente ininterrumpido de pinos.
Pero tal vez muy pronto Maine se encuentre en la situación de Massachusetts. Buena parte de su territorio está ya tan despojado y sin atractivo como una porción considerable de nuestra zona, y sus aldeas no están en general tan bien resguardadas del sol como las nuestras. Parecemos creer que la tierra debe pasar por la ordalía del pastoreo ovino antes de ser habitable para el hombre. Considérese Nahant[62], el centro turístico de todos los elegantes de Boston, cuya península vi aunque vagamente cuando pasé cerca en vapor y creía que se mantenía tal como era cuando fue descubierta. John Smith la describió en 1614 como «las Mattahunt, dos agradables islas de arboledas, huertas y maizales»; y otros nos dicen que una vez fue abundantemente boscosa, y que hasta proveyó la madera para construir los muelles de Boston. Ahora es difícil hacer crecer allí un árbol, y el visitante se va con la visión de las feas cercas del señor Tudor, de una vara de alto, cuyo fin es el de proteger unos pocos perales. ¿A qué estamos llegando en nuestras ciudades de Middlesex[63]?: por lo que veo, a un simple y conspicuo ayuntamiento o templo, y un desnudo mástil de bandera, tan deshojado como inútil. En lo sucesivo nos veremos obligados a importar la madera para este último, o a ensamblar los palos que tengamos; y nuestras ideas de la libertad son igualmente pobres. ¡Cuántas hileras de sauces podados cada tres años para servir de combustible o polvo, y todos los pinos y robles de buen tamaño, u otras especies forestales, talados desde que hay memoria del hombre! Como si se permitiese a los especuladores exportar las nubes del cielo, o las estrellas del firmamento, una a una. Para nutrirnos quedaremos reducidos a roer la propia corteza de la tierra.
Se ha descendido incluso a la caza menor. Según me entero, ¡han inventado una máquina para desmenuzar arándanos y convertirlos en combustible!: unas plantas que, solo por los frutos, valen con exceso lo que todos los perales del estado. (Puedo dar a quien quiera una lista de las tres mejores clases de las mismas). A este paso, nos veremos obligados cuando menos a dejarnos crecer la barba, aunque solo sea para ocultar la desnudez de la tierra y adquirir un aspecto nemoroso. El granjero habla a veces de «limpiar», simplemente como si la tierra desnuda luciera mejor que vestida, que la que viste sus galas naturales; como si los setos vivos silvestres, que tal vez a sus hijos les importen más que toda la granja, fueran basura. Conozco a uno que merecería llamarse el Aborreceárboles, y acaso dejárselo como nuevo apellido a sus hijos. Cabría pensar que algún oráculo le advirtió que lo mataría la caída de un árbol y que en consecuencia está resuelto a anticiparse a ellos. Los periodistas creen que nunca alabarán demasiado tales «avances» en la agricultura; es un tema seguro, como el de la devoción; pero en cuanto a la belleza de una de esas «granjas modelo», me encantaría ver una nueva mantequera y a un hombre manejándola. Son, por lo común, sitios donde simplemente alguien está haciendo dinero, puede que falso. La virtud de hacer crecer dos hojas de hierba donde antes crecía solo una no empieza a ser sobrehumana.
En todo caso, fue un alivio retornar a nuestro paisaje, suave pero aun así variado. Como residencia permanente, me pareció que no había comparación entre este y el territorio virgen, aun siendo este último necesario como recurso y respaldo, la materia prima de toda nuestra civilización. La selva es simple, casi hasta la aridez. El campo parcialmente cultivado es el que principalmente ha inspirado, y continuará inspirando, las creaciones de los poetas, de las que forman el grueso de cualquier literatura. Nuestros bosques son selváticos, y sus habitantes leñadores y rústicos, es decir, aquellos son selvaggia[64], y los habitantes son salvages[65]. Un hombre civilizado, en el sentido corriente del término, con sus ideas y asociaciones, debe al final sufrir allí, como una planta cultivada que aferra sus fibras en torno a una tosca y consistente masa de turba. Allá en el extremo norte, los voyageurs[66] se ven forzados a bailar y actuar para tener trabajo. Quizá nuestros bosques y campos —en las ciudades mejor provistas de bosque, donde no tenemos necesidad de pelearnos por los arándanos—, con las ciénagas primitivas esparcidas entre ellas pero sin prevalecer sobre las mismas, equivalgan a la perfección en materia de parques, arboledas, jardines, pérgolas, senderos, miradores y paisajes. Son la consecuencia natural del arte y refinamiento que poseemos como pueblo: el espacio comunal que cada aldea tiene, su verdadero paraíso, en comparación con el cual todos los parques y jardines, elaborada, intencionada y ricamente construidos, son míseras imitaciones. O más bien diría que así eran nuestras arboledas hace veinte años. Por lo común, el del poeta no es el sendero de un leñador, sino el de un residente del bosque. El leñador y el pionero lo precedieron, como Juan el Bautista[67]; puede que hayan comido la miel silvestre, pero también las langostas; se han desecho de la madera podrida y del esponjoso musgo que se alimenta de ella, y han erigido hogares y humanizado para él la naturaleza.
Pero existen espíritus de una cultura aún más irrestricta, para los que no hay sencillez estéril. No existen únicamente los majestuosos pinos, sino flores frágiles, como las orquídeas, habitualmente descritas como demasiado delicadas para cultivar y que obtienen su alimento de la más grosera masa de turba. Son las que nos recuerdan que no únicamente por la energía, sino por la belleza, el poeta debe de vez en cuando recorrer la vereda del leñador y la senda del indio, para beber en una nueva y más tonificante fuente de las Musas, en los distantes recesos de la selva.
Antiguamente, los reyes de Inglaterra tenían sus zonas de bosque como «repositorio de piezas de caza», para cazarlas por deporte o como alimento, y en ocasiones destruyeron aldeas enteras para crearlas o extenderlas; y yo creo que los impulsaba un auténtico instinto. ¿Por qué nosotros, que hemos renunciado a la autoridad del rey y poseemos nuestras propias tierras, donde no hay necesidad de destruir aldea alguna, no habríamos de tener nuestros cotos de caza vedados, en los que el oso y la pantera, e incluso alguno de la especie cazadora pueda seguir existiendo, y no ser «civilizado de la faz de la tierra»? ¿Por qué no tener nuestras florestas, no meramente ya para conservar las piezas de caza del rey, sino para preservar también al propio rey, el amo de la creación, no por frívolo deporte ni como alimento, sino para inspiración y por nuestra verdadera re-creación? ¿O será que nosotros, como los villanos, las arrancaremos todas, saqueando nuestro propio territorio nacional?