EPÍLOGO
Wax estaba sentado solo en una sala llena de gente. Lo habían intentado todo para hacerlo sentirse a gusto. En el hogar ardía un cálido fuego, en la mesa, junto a él, había un farol porque Steris sabía que prefería la llama a la electricidad. Los pasquines seguían enrollados donde los habían dejado, sin tocar, junto a una taza de té que se había quedado fría hacía mucho.
Hablaban y celebraban, animados por lord Harms, que se reía y alborotaba al respecto de su pequeña participación en todo aquello. Se había evitado el desastre. Había un nuevo gobernador, el primero en la historia que no llevaba sangre noble. Incluso el propio lord Nacido de la Bruma, tanto tiempo atrás, tenía una parte noble. El Último Emperador tenía la sangre pura, y el Superviviente era medio noble. Gente magnífica, todos ellos, a la que honrar, estaban todos de acuerdo.
Sin embargo, Claude Aradel no pertenecía en absoluto a aquel linaje. No tenía en el cuerpo una gota de sangre noble. Los invitados de la fiesta se felicitaban entre sí por su progresismo, al hablar favorablemente de alguien de sangre común.
Wax jugaba con su barba incipiente, la vista perdida en el fuego. Hablaba cuando era necesario, pero lo dejaban bastante tranquilo. Steris me contó que estaba vacío. Agotado por las cosas terribles que había visto. Ella alejaba a los invitados de él cuando podía, diciéndoles, cuando surgía la pregunta inevitable, que habían decidido retrasar la boda para que Wax pudiese tomarse unas breves vacaciones para recuperarse.
A mitad de la reunión, Wayne apareció renqueando con sus muletas. No podía curarse sin almacenar más salud… y no podía hacerlo mientras se estuviese recuperando de la herida, así que no tendría mucho sentido. De momento se veía obligado a soportar la fragilidad del cuerpo como cualquier persona normal.
«Somos todos tan frágiles, si lo piensas —reflexionaba Wax—. Una cosilla que se tuerza y nos venimos abajo».
—Oye, colega —dijo Wayne, acomodándose en el escabel que había a los pies de Wax—. ¿Te cuento por qué soy un herrumbroso genio?
—Dispara —susurró.
Wayne se inclinó hacia él, abriendo las manos ante sí, en un gesto teatral.
—Voy a emborrachar a todo el mundo.
Los invitados seguían charlando. La mayoría eran alguaciles. Había también algunos aliados políticos de Wax. Había decidido no hacer negocios más que con las personas más respetables de la ciudad, así que la limpieza de nobles de Aradel no había afectado a su casa, lo cual se había considerado una victoria política enorme.
—Mira, tengo un plan. —Wayne se golpeó la sien con un dedo—. La gente de esta ciudad no está bien. Los que trabajan en las fábricas se creen que disponer de más tiempo para sí va a solucionarles los problemas, pero ahora van a tener que hacer algo con ese tiempo. Yo tengo una idea que lo solucionará todo.
—¡Armonía, Wayne! No estarás pensando en envenenar a toda la ciudad, ¿verdad?
—¡Nah! Al menos no los cuerpos. —Wayne sonrió—. Espera y verás. Funcionará. Va a ser alucinante.
Se levantó y tropezó hasta casi caer. Se miró la pierna, sorprendido, como si se le hubiera olvidado la herida. Cogió la muleta y se levantó con un gesto de desconcierto.
Una vez en pie, dudó y volvió a inclinarse hacia Wax.
—Voy a pasar, compañero. Mi padre me dijo una vez: «Hijo, no seas llorica». Así que, si las cosas se ponen feas, te estampas la cara contra la pared hasta que te sangren los labios y así te sientes mejor. A mí me funciona. Al menos eso creo. La verdad es que no me acuerdo bien, con la de golpes en la cabeza que me he llevado.
Sonrió. Wax no apartó la vista del fuego. La sonrisa de Wayne se esfumó.
—Ella habría querido que la detuvieras, ¿sabes? —dijo con voz suave—. Si hubiera podido hablar contigo, si hubiera sido capaz de pensar con claridad, te habría pedido que la matases. Igual que lo habría querido yo e igual que lo habrías querido tú si se te hubiera ido el cobre. Hiciste lo que tenías que hacer, compañero. Y lo hiciste bien.
Apretó el puño y asintió, y luego se marchó cojeando para acercarse a una mujer bajita de pelo largo y dorado. ¿Una muchacha adolescente? Wax no la reconoció.
—Te conozco, ¿verdad? Eres la hija de Remmingtel Tarcsel, el tipo que inventó la bombilla incandescente, ¿no?
La chica abrió la boca.
—¿Lo conoces? —Agarró a Wayne de los brazos—. ¿Conoces a mi padre?
—¡Por supuesto! —exclamó Wayne—. Y he de decir que le robaron. Era un genio. Dicen por ahí que tú eres igual de lista. El cacharro que te sacaste de la manga para hacer discursos no está nada mal.
Se quedó mirándolo y luego se apoyó en él.
—Eso no es nada. La están metiendo en las casas, ¿no lo ves? Está por todas partes.
—¿El qué? —preguntó él.
—La electricidad —respondió la chica—, y yo voy a ser la primera en utilizarla.
—¿Ah, sí? ¿Y te hace falta dinero?
—¿Que si…? —Se llevó a Wayne hacia otra zona de la fiesta, radiante, hablando tan rápido que Wax no entendía las palabras.
Tampoco se molestó en intentarlo. Solo quería mirar al fuego.
Los invitados eran lo suficientemente educados para no insinuar que su indiferencia estaba estropeando la fiesta. Clotilde pasó por allí para cambiar su taza de té frío por una caliente. Por lo que a él le importaba, aquel cómodo sillón podría haber sido un banco duro. No lo sentía, ni tampoco el calor del fuego ni la alegría de la victoria.
¿Cómo escuchar el zumbido de una abeja en medio de una tormenta?
Poco a poco, los huéspedes fueron encontrando excusas para marcharse, saciadas sus ansias de celebración. Algunos se despidieron de él, otros no. Más o menos a la mitad de la prolongada agonía de la fiesta, Marasi se acomodó en su escabel. Llevaba el uniforme de alguacil. Resultaba extraño en una fiesta, aunque, bien pensado, los hombres del cuerpo lo hacían continuamente.
Marasi le dio un sorbo a su taza de té y luego dejó otra cosa en la mesita donde antes reposaba la taza. Los ojos de Wax le echaron un vistazo furtivo. Un punzón pequeño, largo como un dedo, hecho de un metal plateado con manchas rojo oscuro, como de óxido.
—Es uno de los punzones que utilizaba, Waxillium. —La voz de Marasi era suave—. MeLaan me pidió que te lo enseñara.
Wax cerró los ojos. ¿Cómo se les había ocurrido que querría ver semejante cosa?
—Waxillium, no logramos identificar el metal. No se ha visto nunca antes. Desde luego no es ninguno de los punzones que llevaba al inicio. Eso significa que se quitó los dos y se clavó este otro en su lugar. ¿De dónde los sacó? ¿Quién se los dio?
—Me da igual —susurró Wax, abriendo los ojos.
Marasi quedó en silencio.
—Wax…
—Me la envió él, Marasi. Envió una kandra a seducirme.
—No —replicó Marasi, firme—, te envió un guardaespaldas para protegerte en los Áridos. He hablado con TenSoon. Lo de la seducción fue idea de ella. Y tuya, al parecer.
—Armonía lo sabía. —Su voz era ronca—. Preveía lo que iba a pasar.
—Tal vez no.
—¿Qué clase de dios es, entonces? ¿Qué dios es un dios como él, Marasi? ¡Dime!
Marasi se agitó, luego suspiró y recogió el extraño punzón. Antes de levantarse dejó otra cosa en la mesita. Un pendiente pequeño, poco menos que una barrita con un extremo doblado.
—Te envían esto.
Wax no lo miró. Dejó el pendiente donde estaba mientras Marasi se despedía y se marchaba de la fiesta. Llegaron otros con vacías palabras de ánimo, de esas que se escriben en las tarjetas.
Él asentía, pero sin escuchar.
Marasi hizo una parada en las oficinas de la comisaría de camino a casa tras la fiesta en la mansión Ladrian, con la intención de recoger su copia del libro de hemalurgia del lord Nacido de la Bruma, que había dejado guardado en su escritorio. Las oficinas estaban a oscuras y en silencio… en contraste directo con el caos que se había producido unas noches antes. Aunque había algunos alguaciles de patrulla, a la mayoría se les había dado unos días de permiso. Solo estaban de servicio los que tenían guardia en la prisión.
Por eso se sorprendió al ver luces en la parte de atrás de la sala principal. Se acercó hasta allí y se apoyó en el quicio de la puerta, observando a Aradel, que había sacado una pila de papeles y la estaba revisando a la luz de las velas.
—Me cuesta creer —comentó— que el gobernador no tenga nada mejor que hacer en su primer día en el cargo que informes sobre la depreciación de los equipos. Tampoco es que me importe. ¿Cuánto tiempo llevaba ignorándolos?
A Aradel se le agrió la expresión.
—En realidad, no soy el gobernador.
—El título de «gobernador en funciones» lleva la palabra «gobernador», señor.
—El mes que viene elegirán a otra persona para el cargo en la sesión correspondiente.
—Sinceramente, señor, lo dudo.
Agarró una página de la pila de un manotazo, la firmó y la selló, y luego se quedó pasmado mirándola. Al fin se pasó una mano por el pelo.
—¡Ay, Conservación! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Y por qué diablos no me detuvo ninguno de ustedes?
Marasi sonrió.
—Tampoco es que nos diera muchas oportunidades.
—Huiré. Rechazaré el nombramiento… —Levantó la vista para mirarla y suspiró—. No puedo ser feliz en este cargo, Colms.
—Parece que los que son felices en él ya han tenido su oportunidad, señor. Estoy deseosa de ver adónde nos lleva esto. Acaba de cambiar el mundo.
—Pues no era mi intención.
—Eso da lo mismo. —Marasi volvió la vista hacia un lado porque alguien se movía entre las sombras de la sala, acercándose. ¿Otro alguacil que pretendía recuperar trabajo atrasado?—. ¡Oh, no!
El gobernador Innate entró por la puerta, con un cinturón en las manos.
—¿Me puede decir alguno de los dos cómo se ata esto? —dijo el exgobernador con la voz de MeLaan.
—Los cinturones no se atan, kandra —respondió Aradel—, se abrochan.
—No, no —explicó MeLaan, tensándolo—, me refiero a atar un nudo corredizo. Siempre se habla de la gente que se cuelga en una celda, pero que me aspen si entiendo cómo. Estuve colgada sus buenos diez minutos y estoy bastante segura de que aquello no habría matado ni al más frágil de los mortales. Algo he debido de hacer mal.
Se los quedó mirando y luego puso cara de extrañeza ante sus expresiones abatidas.
—¿Qué?
—¿Ahorcarte? —soltó Marasi cuando al fin recuperó la voz—. ¡Eres nuestro testigo clave!
—¿De veras os pensabais —preguntó MeLaan con voz seca— que Armonía me iba a permitir sentarme en el estrado de testigos a dar falso testimonio contra personas que ni siquiera conozco? Sería burlarme de la justicia, niños.
—No —replicó Marasi—, tenemos las cartas, sabemos la verdad.
—¿Ah, sí? —preguntó el kandra mientras tensaba el cinturón de nuevo—. ¿Sabéis fuera de toda duda que Paalm no falsificó las cartas o que no lo hizo el propio Innate antes de que ella se apoderase de él? ¿Sabéis si esos lores y damas llevaron a cabo sus planes o si se echaron atrás? ¿Cómo sabéis que no estaban solo sopesando opciones?
—Tenemos pruebas de sobra, sagrada inmortal —terció Aradel—. La teniente Colms ha realizado un estudio. Estamos bastante seguros de que todo está correcto.
—Entonces convenzan al juez y al jurado. —MeLaan se encogió de hombros—. Nosotros no hacemos las cosas así. La gente tiene que poder confiar en la ley. Yo seré muchas cosas, pero no pienso sentar el precedente de que una kandra pueda mentir para que se condene a alguien, por mucho que estén «bastante seguros» de tener las pruebas.
Marasi se cruzó de brazos, rechinando los dientes. Aradel se la quedó mirando, con una pregunta en los ojos.
—Sin ella —dijo Marasi—, eludirán la justicia. No podremos encarcelarlos. Volverán a campar a sus anchas por la ciudad. —La muchacha exhaló un suspiro—. Aunque… rayos. Probablemente tenga razón, señor. Habría caído en ello si lo hubiera pensado lo suficiente. No podemos falsificar las pruebas, da igual lo justa que sea nuestra causa.
Aradel asintió con la cabeza.
—De todas formas, Colms, tampoco íbamos a tenerlos en prisión mucho tiempo. Son demasiado poderosos, incluso ahora. Encontrarían la manera de escurrir el bulto y desviar los cargos hacia sus subordinados. —Se retrepó en su silla—. La figura del gobernador caerá en sus redes de nuevo, a menos que alguien haga algo al respecto. Maldita sea… Realmente no me queda otra salida, ¿verdad?
—Lo siento, señor —dijo Marasi.
—En fin —repuso Aradel, resignado, inclinándose hacia delante con renovada determinación—, por lo menos antes debería ser capaz de despejar todo el papeleo que hay en mi mesa. ¿Algún candidato a ocupar el puesto de comisario general?
—Reddi.
—La odia.
—Eso no significa que sea mal guripa, señor —dijo Marasi—. Siempre y cuando alguien lo vigile de cerca, por usar sus propias palabras. De eso podría encargarme yo. Creo que aceptará el desafío.
Aradel asintió con la cabeza. Levantó una mano en dirección a MeLaan, que le arrojó el cinturón, y formó un lazo con él.
—Esta parte alrededor del cuello, sagrada inmortal. La piel debe quedar magullada para que resulte convincente, con forma de V. ¿Sabe cómo hacer que parezca que alguien ha muerto estrangulado?
—Sí —respondió MeLaan—. Por desgracia.
—Iré a bajarla dentro de quince minutos. Tendrá que engañar al forense.
—No hay problema. Puedo respirar mediante un sistema traqueal, sin utilizar los pulmones. Disponga que incineren el cuerpo, deme una ventana, me escabulliré y dejaré atrás los huesos, para que los puedan quemar. Coser y cantar.
—Estupendo —dijo Aradel, al que parecía haberle sentado mal la comida.
MeLaan se despidió de él y encaminó sus pasos de regreso a las celdas. Marasi se reunió con ella tras cuadrarse para Aradel, sin que este la viera.
—¿Cómo has salido? —preguntó la muchacha cuando hubo alcanzado al kandra.
—Metí el dedo en la cerradura y fundí un poco de piel mientras empujaba. Es asombroso lo que puedes hacer cuando no te constriñen las formas corporales convencionales.
Caminaron juntas hasta la entrada de la sección del edificio donde se encontraban las celdas. Marasi no tenía la menor intención de preguntarle a MeLaan cómo había burlado a los guardias. Con suerte, ninguno de los dos habría resultado herido.
—Armonía lo sabe, ¿verdad? —dijo cuando el kandra se detuvo en la puerta—. ¿Si estas personas son culpables o no?
—En efecto.
—En tal caso, podrías preguntarle directamente si es justo encarcelarlas. Si responde que sí, seguiremos adelante con ello. Aceptaría la palabra de Dios sobre este asunto para tranquilizar mi conciencia.
—Iría en contra de nuestras normas. Y, seguramente, Armonía ni siquiera se pronunciaría.
—¿Por qué no? —insistió Marasi—. Sabes lo que ha sufrido Waxillium con esto, ¿verdad?
—Lo superará.
—No debería tener que superar nada.
—¿Y qué quieres que haga Armonía, mujer? ¿Que nos dé todas las respuestas? ¿Que nos maneje a su antojo, como juró Paalm que hacía? ¿Que nos convierta a todos en fichas de tablero para divertirse?
Marasi dio un paso atrás. Nunca había oído a MeLaan emplear ese tono.
—¿O preferirías que hiciese todo lo contrario? —le espetó el kandra—. ¿Que nos abandonara por completo? ¿Que no interviniera en absoluto?
—No, me…
—¿Te imaginas cómo debe de ser? ¿Saber que cualquier acción que emprendas ayudará a unos, pero perjudicará a otros? Sálvale la vida a un hombre ahora, y más adelante propagará una enfermedad que acabará con la de un niño. Armonía hace lo que puede… todo cuanto está en Su mano. Sí, le ha hecho daño a Wax. Un daño espantoso. Pero sabe que ese daño ha caído sobre alguien que podrá soportarlo.
Marasi se ruborizó. Luego, enfadada consigo misma, rebuscó en su bolso y sacó el extraño punzón.
—¿Y esto?
—No es un metal que conozcamos.
—Eso dijo TenSoon. Pero Armonía…
—No es un metal que conozca Armonía —la interrumpió MeLaan.
Marasi sintió un escalofrío.
—Entonces… ¿no es Suyo? ¿No proviene de Su forma, como cuentan las antiguas historias sobre el atium y el lerasium?
—No —dijo el kandra—. Habrá salido de otra parte. Sangradora utilizaba estas púas extrañas para robar atributos, en vez de aquellas con las que estamos familiarizados. Quizá por eso podía usar la alomancia y la feruquimia, cuando otros kandra no pueden. Fuera como fuese, ¿no te has preguntado por qué Armonía no podía verla? ¿Por qué no podía verla ni anticiparse a sus movimientos? ¿Qué podría detener a un dios, Marasi Colms? ¿Alguna idea?
—Otro dios —susurró Marasi.
—Enhorabuena. —MeLaan abrió la puerta—. Has encontrado la prueba de algo que nos aterra. Piensa en eso un momento, antes de ir por ahí acusando a Armonía… o a los kandra… de nada. Y ahora, con tu permiso, voy a intentar ahorcarme como es debido.
Entró en la sección de las celdas y cerró la puerta a su espalda.
«Otro dios», pensó Marasi, de pie en la oscuridad. Ni Armonía, ni Ruina, ni Conservación.
Contempló la pequeña púa que tenía en las manos y le pareció oír un nombre, el mismo que había pronunciado Miles Cienvidas antes de morir, hacía un año. El nombre de un dios muy antiguo. Marasi lo había investigado sin ponerle demasiado empeño, distraída por su interacción con Ojos de Hierro.
Ahora, sin embargo, decidió profundizar en los archivos y encontrar las respuestas que necesitaba.
¿Quién, o qué, era Trell?
El silencio debía de haberse instalado en la habitación mucho antes de que Wax se diese cuenta de que se había quedado solo. El fuego languidecía. Debería hacer algo al respecto.
No hizo nada.
Steris se acercó a la chimenea, echó un tronco y removió los rescoldos. No estaba solo, por tanto. La muchacha dejó el atizador apoyado en la pared y lo miró. Wax esperó a que dijese algo.
No dijo nada.
En vez de eso, Steris arrastró el taburete hasta colocarlo junto a su silla. Se acomodó, cruzó las piernas con delicadeza y juntó las manos sobre el regazo.
Así permanecieron unos instantes, sin decir palabra, aunque ella, al cabo, puso una mano encima de la suya. A Wax el fuego le había parecido helado, glacial el aire, pero esa mano era cálida.
Se giró hacia ella por fin, de costado, apoyó la cabeza en su hombro, y lloró.