16

Encaramado a lo alto de una farola, Wax observó la mansión del gobernador: un edificio blanco, resplandeciente, brillantemente iluminado por los focos que traspasaban la bruma. No siempre alumbraban con tanta potencia; que lo hicieran esta noche denotaba la preocupación de Innate. La muchedumbre no estaba dispersándose. Los hombres seguían deambulando por las calles; parecía haber más de ellos que antes, aunque el reloj hubiera anunciado la medianoche después de que Wax saliese del salón de aplacimiento.

Había realizado una parada en casa para cambiarse el vendaje del brazo, ingerir un puñado de analgésicos y recoger unas cosas: el sombrero, la escopeta de cañones recortados y la pistolera para el muslo. Contempló la posibilidad de enviar a alguien a buscar a lord Harms, pero, la verdad, Wax prefería que estuviera a salvo donde Sangradora no pudiese utilizarlo contra él. Mejor eso que quedarse escondido en su azotea. Se había sentido tentado, de hecho, de llevar también a Steris a algún lugar más seguro. El tiempo apremiaba, por desgracia. Tendría que confiar en que los alguaciles que la vigilaban consiguieran mantenerla oculta.

Desde allí, había pasado un momento recorriendo las calles, atento. Había oído, de pasada, voces airadas contra el gobierno. Resquemor contra los caminantes. Esas protestas eran malas ya de por sí, pero las amalgamaba un hilo conductor mucho más inquietante: una rabia sin objetivo concreto. Un descontento generalizado. Los hombres refunfuñaban encorvados sobre sus cervezas; en la calle, los jóvenes lanzaban piedras contra los gatos. Había un asesino agazapado entre todo aquello, como un león al acecho entre los altos tallos de hierba.

Al menos la mansión del gobernador parecía tranquila. Wax había llegado temiéndose lo peor, que alguien hubiera atentado contra la vida de Innate en su ausencia. «Me tiene entre la espada y la pared —pensó Wax, molesto, mientras la brisa agitaba su gabán de bruma—. No puedo quedarme y proteger al gobernador porque debo seguir las pistas que me permitirían averiguar cuál es su plan. Pero tampoco seré capaz de concentrarme en la investigación si no dejo de martirizarme por haber dejado a Innate indefenso».

¿Podría convencer al gobernador para que se escondiera? Bajo sus pies, la electricidad discurría como un río invisible por los cables en suspensión. Espíritus que se movían como alomantes por el cielo, saltando de edificio en edificio…

Ah, vigilante, penetró una voz intrusa en sus pensamientos, como un clavo que se introdujera de golpe en la madera. Ahí estás.

La mano de Wax voló hasta la culata de Vindicación. ¿Dónde? Esto debía de significar que Sangradora estaba cerca, ¿verdad? Observándolo desde alguna parte.

¿Conoces, dijo la voz, las asombrosas defensas del cuerpo? Dentro de vosotros hay diminutos organismos que nunca habéis visto. Ni siquiera los cirujanos saben de su existencia, puesto que son demasiado pequeños. Se necesita un gusto muy refinado para distinguirlos, para apreciarlos. ¿Cómo es esa frase que le gusta tanto a tu amigo? Nadie conoce a la vaca mejor que el carnicero.

Wax bajó de su atalaya de un salto, empujando contra el tapón de una botella para frenar su caída. Las brumas se arremolinaron en torno a él, atraídas por su alomancia.

Cuando un invasor diminuto se introduce en vuestro torrente sanguíneo, continuó la voz, el cuerpo entero comienza a girar a su alrededor para perseguirlo, para combatirlo y eliminarlo. Como un millar de dedos de niebla, como una legión entera de soldados, tan pequeños que resultan invisibles. Pero la parte interesante llega cuando el cuerpo se vuelve contra sí mismo y esos soldados se sublevan, libres…

—¿Dónde estás?

Cerca, respondió Sangradora. Espiándote. A ti y al gobernador. Necesito matarlo, ¿sabes?

—¿Podemos hablar? —preguntó Wax, suavizando su tono.

¿No es eso lo que estamos haciendo?

Wax giró sobre los talones y se adentró en la noche. Sangradora tendría que seguirlo —lo cual le permitiría a él detectar cualquier perturbación en la bruma—, o se alejaría lo suficiente como para no poder oír su respuesta, lo cual le indicaría la dirección aproximada en la que debería buscarla.

—¿Vas a intentar matarme también a mí?

¿De qué serviría matarte?

—Así que solo quieres jugar.

No. Sangradora sonó resignada. Nada de juegos.

—Entonces, ¿qué? ¿A qué viene todo este teatro?

Quiero liberarlos. A todos. Cogeré a estas personas y les abriré los ojos.

—¿Cómo?

¿Qué eres, Waxillium?, preguntó a su vez Sangradora.

—Un vigilante —respondió Wax, de inmediato.

Eso dice el abrigo que llevas puesto en estos momentos, pero esa no es tu auténtica naturaleza. Lo sé. Dios es testigo de que he visto la verdad que anida dentro de ti.

—Explícamelo tú, entonces —replicó Wax, sin dejar de deambular entre la niebla.

No sé si puedo. Pero podría enseñártelo.

Sangradora no parecía estar teniendo ningún problema para escucharlo, pese a que Wax había bajado la voz. ¿Alomancia? ¿O tendría sencillamente la capacidad de crear oídos más finos que los humanos? Continuó rastreando la zona. ¿Estaría quizás en alguna de esas ventanas sin luz del edificio gubernamental que había cerca de allí? Wax encaminó sus pasos en esa dirección.

—¿Por eso te has fijado al gobernador como objetivo? ¿Para eliminarlo y liberar al pueblo de la opresión del gobierno?

Sabes que no es más que un peón.

—Primera noticia.

Ahora no estaba hablando contigo, Waxillium.

Wax se detuvo, titubeante, envuelto en un manto de jirones vaporosos. El edificio de oficinas se erguía ante él, observándolo con un centenar de ojos vacíos. La mayoría de aquellas ventanas estaban cerradas, práctica habitual durante la noche. No había necesidad de invitar a pasar a las brumas. La religión podía decir lo que quisiera, y la gente se lo creía, por lo general. Pero la niebla aún ponía nerviosas a muchas personas.

Ahí, pensó Wax, fijándose en una de las ventanas abiertas de la segunda planta.

Muy bien, dijo Sangradora, y Wax vio algo que se movía justo al otro lado de la ventana. La escasa claridad no le permitió distinguir lo que era. Siempre tan buen detective.

—Tengo poco de detective, en realidad —dijo Wax—. En los Áridos se resolvían más casos con un buen par de pistolas que investigando.

Bonito chiste, replicó Sangradora. ¿Se lo cuentas en las fiestas a los chicos que han leído demasiadas historias sobre los Áridos? ¿No les gusta oír hablar acerca de los familiares de los delincuentes a los que hay que interrogar? ¿De los armeros a los que hay que seguir la pista para averiguar quién ha amañado el rifle de algún forajido? ¿De las cenizas de las fogatas entre las que hay que escarbar cuando ya llevan días enfriándose a orillas del camino?

—¿Cómo sabes todo eso?

Hago los deberes. Es una costumbre de los kandra, como sin duda te habrá explicado MeLaan. Digas lo que digas, eres buen investigador. Quizás incluso excelente. Aunque, como todo sabueso, tarde o temprano acabes persiguiendo tu propio rabo.

Wax se acercó a la base del edificio mientras se disipaba la niebla que mediaba entre él y Sangradora, la cual acechaba justo al otro lado de la ventana, a unos diez pies de altura. A Wax le pareció percibir algo fuera de lugar en su rostro, embozado todavía en las sombras. Su forma era extraña.

—¿Se lo has preguntado? —murmuró Sangradora desde las alturas, apenas audible en la noche. Su voz era áspera y seca, como la que había sonado antes en su cabeza.

—¿A quién?

—A Armonía. ¿Le has preguntado por qué no salvó a Lessie? Un susurro en el momento oportuno, sugiriéndote que no os separarais. Una advertencia en tu mente, como un eco, pidiéndote que no entraras en aquel túnel, sino que lo rodearas… Con su ayuda, salvar a Lessie habría sido lo más fácil del mundo.

—No pronuncies su nombre —siseó Wax.

—Se supone que es Dios. Podría haber chasqueado los dedos y Tan habría caído fulminado en el sitio. Pero no lo hizo. ¿No le has preguntado por qué?

Vindicación estaba en una de las manos de Wax un segundo después, apuntando a la ventana. Con la otra, tanteó el cinturón en busca de la bolsa que contenía las jeringuillas.

Sangradora se rio por lo bajo.

—Siempre tan rápido desenfundando. La próxima vez que hables con Armonía, pregúntaselo. ¿Sería consciente de la influencia que ejercía sobre ti Lessie, el verdadero motivo de que no quisieras volver de los Áridos? ¿Sabría quizá que nunca regresarías aquí, donde te necesitaba, mientras ella siguiera con vida? ¿Querría, tal vez, que muriera?

Wax apretó el gatillo.

No para herir a Sangradora. Tan solo necesitaba oír el estampido reverberando en la noche. Aquel sonido, tan familiar, que producía el aire al romperse. La bala trazó una estela en la niebla, y la pared estalló junto a Sangradora, saltando en una nube de copos de ladrillo.

Herrumbres… estaba temblando.

—Lo siento —susurró Sangradora—. Tenía que hacerlo. A menudo, limpiar la herida duele más que el corte en sí. Ya lo verás, cuando seas libre; entonces lo entenderás.

—No…

Las brumas se arremolinaron. Wax trastabilló de espaldas, apuntando con la pistola hacia algo que acababa de pasar junto a él como una exhalación, dejando una estela de turbulencia a su paso.

Sangradora. Moviéndose a velocidad feruquímica.

Hacia el gobernador.

Con una maldición, Wax apuntó con Vindicación a su espalda, plantó una bala en el suelo y empujó contra ella con un poderoso estallido. Surcó las brumas en dirección al torrente de luz de los jardines del gobernador, sobrevolando las puertas de hierro y sobresaltando a una pequeña bandada de cuervos, que levantaron el vuelo asustados a su alrededor.

Resonaron dos disparos más en la noche. Mientras Wax cruzaba los jardines, divisó a Sangradora en la escalinata de la mansión, vestida con un abrigo escarlata que llegaba hasta el suelo. Los guardias apostados en la entrada yacían a sus pies, inertes. Al resplandor de las luces eléctricas, vio qué era lo que le había llamado la atención del rostro de Sangradora: llevaba puesta una máscara, blanca y negra. La máscara del Tirador, solo que deformada, rota en un lateral.

El kandra irrumpió en el edificio, pero sin utilizar la velocidad sobrehumana de antes. Wax aterrizó junto a los cuerpos —no tenía tiempo de comprobar si aún respiraban— y, con un gruñido, entró en el edificio pistola en mano, mirando a derecha e izquierda. En el recibidor, el mayordomo de la casa profirió un alarido y soltó la bandeja de té que portaba, mientras Sangradora se deslizaba por el suelo y entraba en una de las habitaciones.

Wax la siguió, arrancando del marco la puerta principal, que se perdió en la noche girando por los aires a su espalda cuando empujó contra ella y sus goznes para cruzar la habitación medio a la carrera, medio volando. Irrumpió en la cámara adyacente —una sala de estar— con Vindicación en la mano, girando el tambor para colocar en posición uno de los proyectiles mataneblinos. Munición contra violentos, ultrapesada, diseñada para generar el mayor impacto posible.

El cuarto en el que acababa de entrar estaba decorado con la clase de muebles perfectos que uno solo encontraba en las casas que tenían demasiadas habitaciones. Según el plano que le habían pasado, la sala de seguridad estaría debajo.

Todavía con esa pistola, dijo Sangradora en su mente mientras sorteaba un diván de un salto, dirigiéndose a la pared, en la cual se ocultaban los escalones que conducían a la sala de seguridad. No sirve de nada. No puedes matarme con eso.

Wax levantó a Vindicación, apuntó y apretó el gatillo, empujando la bala hacia delante en un estallido de velocidad extra. Golpeó a Sangradora justo al aterrizar esta.

En el tobillo.

Sangradora se desplomó cuando intentó apoyar el peso en el tobillo, reducido a un amasijo de huesos astillados, y se volvió hacia Wax, con los labios replegados en una mueca visible a través del lateral dañado de su máscara.

Wax le metió una bala en el ojo.

Esto es absurdo…

Avanzó a largas zancadas, disparándole en la mano cuando el kandra intentó levantar su propia pistola. Wax sacó la jeringuilla, listo para empujarla contra la piel de Sangradora, pero esta profirió un gruñido y se transformó en una mancha borrosa. El vigilante intentó seguir sus vertiginosos movimientos… pero en aquel momento se abrió de golpe el lateral de la habitación, revelando la escalera oculta, donde se apelotonaba desesperadamente un grupo de hombres vestidos de negro y armados con escopetas. El cuerpo de seguridad especial del gobernador.

Wax se puso a cubierto de un salto, al tiempo que los escoltas comenzaban a disparar. No vio gran cosa de lo que ocurrió a continuación, puesto que hubo de quedarse encogido, con la espalda aplastada contra el costado de un recio sillón. Sangradora se deslizaba entre los hombres, disparando, y ellos intentaban devolverle el fuego, haciéndoles más daño a sus propios compañeros que a ella.

El tiroteo acabó antes de que los ecos del primer disparo se hubieran apagado por completo en los oídos de Wax. Los hombres yacían esparcidos por el suelo, desangrándose entre gemidos; el kandra traspuso el umbral secreto y emprendió el descenso de las escaleras. Wax apretó los dientes y se empujó al otro lado del cuarto. Aterrizó, resbaló con la sangre y llegó a la escalera de un salto. Otro empujón lo proyectó hacia abajo, sobrevolando los escalones.

Resonaron detonaciones en los estrechos confines del hueco, directamente frente a Wax, que aminoró la velocidad con un disparo al suelo y aterrizó junto al último puñado de escoltas, que se desangraban inertes.

El kandra se erguía en solitario ante la puerta de la sala de seguridad. Miró a Wax, sonrió y se convirtió en una mancha borrosa.

Pero su velocidad solo duró una fracción de segundo. Nada más empezar a sondear su mente de metal, aminoró.

Wax la vio abrir la puerta de la sala de seguridad del gobernador, empleando para ello una llave que no debería obrar en su poder. Sangradora tiró con fuerza, abrió la puerta con una floritura y lanzó una miradita de soslayo hacia atrás, por encima del hombro, sacudiendo la cabeza en dirección a Wax. Era evidente que creía ser todavía una mancha borrosa, moviéndose a una velocidad increíble. Y, en efecto, lo era.

Solo que ya no era la única.

Uno de los cuerpos derribados se revolvió, y Wayne empujó hacia atrás su sombrero, desvelando una sonrisa de oreja a oreja. Wax levantó las manos, con una pistola en cada una, y se vio recompensado por la expresión de absoluta consternación que se cinceló en las facciones de Sangradora. Aunque su ojo se había regenerado, la sangre fluía aún por toda su máscara. Desde que comenzó la persecución, cada vez que Wax hablaba con ella, el kandra había parecido controlar la situación en todo momento.

Hasta ahora.

Wax disparó a discreción, con las dos armas a la vez. Esto rara vez era buena idea, al menos si uno quería acertarle a algo, pero los separaban apenas tres metros y, además, estaba dentro de una burbuja de velocidad. Las balas se desviarían de todas formas al atravesar la barrera de tiempo acelerado, por lo que apuntar no servía de nada.

En ocasiones así, convenía anteponer la minuciosidad a la precisión. Steris se habría sentido orgullosa.

Disparó envuelto en una cacofonía de detonaciones, hasta vaciar ambos cargadores. Aprovechó el desconcierto de Sangradora para soltar las pistolas, sacar el otro Sterrion de la funda axilar y descargarlo a su vez. Hizo lo propio a continuación con la escopeta de cañones recortados, que liberó de la funda de su muslo para vomitar una tormenta de truenos y plomo mientras sus largas zancadas lo acercaban al límite de la burbuja de velocidad.

Una vez allí, las balas se desviaban al entrar en el tiempo normal, moviéndose dolorosamente despacio. Pero entre Sangradora y el límite de la burbuja de Wayne mediaba menos de un palmo. Wax soltó la escopeta, extrajo otra jeringuilla y la arrojó contra el kandra, empujando sobre el metal con la esperanza de que, aturdida por la lluvia de proyectiles, la criatura no la viera venir.

El kandra recibió el primer impacto de bala cuando estaba dándose la vuelta, disponiéndose a huir. Las demás cayeron sobre ella como una tormenta. La mitad de los proyectiles erraron el blanco, pero Wax había apretado el gatillo casi dos docenas de veces. Fueron muchos los disparos que se estrellaron contra Sangradora, cuya velocidad feruquímica se desvaneció. Los movimientos del kandra se aletargaron ahora mientras pugnaba por zafarse de la tormenta de balas, envuelto en una nube de gotas de sangre que estallaban silenciosamente en el aire, flotando como vilanos a merced de la brisa.

La criatura trastabilló y chocó contra el marco de la puerta. Uno de los cartuchos de la escopeta la alcanzó en la nuca, practicándole un boquete en el rostro y destrozando la máscara. Se le doblaron las rodillas y se quedó sostenida tan solo por los dedos engarfiados en la madera, embozada en un manto escarlata.

La aguja volaba impulsada por el empujón de Wax, girando en el aire, pero —al igual que las balas— se había visto desviada de su trayectoria al atravesar el límite de la burbuja de velocidad. Se incrustó en la madera del marco, a escasos centímetros de Sangradora.

Esta se incorporó un segundo después, y aumentó su velocidad. Sus heridas se desvanecieron. Ni siquiera miró a Wax mientras enderezaba la espalda y cruzaba la puerta. Tan solo se detuvo para darle un golpecito a la jeringuilla, que cayó al suelo girando sobre sí misma, con parsimonia.

Wax sacó un puñado de balas de la bolsa de su cinturón y, de un salto, abandonó la burbuja de velocidad. Notó un vuelco de inmediato, como si el mundo se hubiera vuelto del revés, y oyó un chasquido amortiguado. Le sobrevino un ataque de náusea, tan contundente como un puñetazo en la cara, pero estaba preparado para aguantarlo. No era la primera vez que salía de una burbuja de velocidad.

Restalló una detonación solitaria, procedente de la sala de seguridad.

Salvó la distancia que lo separaba de la puerta a la carrera, arrojando los cartuchos ante él, listo para empujar contra los que podría necesitar para golpear a Sangradora. Una vez dentro, sin embargo, dejó que cayeran al suelo. El kandra no estaba en la habitación; en la pared del fondo vio una puerta abierta que debía de comunicar con los jardines de la superficie.

La suntuosa sala de seguridad —circular y cubierta de estanterías— contaba con un mueble bar en uno de sus extremos y estaba iluminada por cálidas lámparas de lectura. El gobernador se hallaba arrodillado en el suelo, sosteniendo en sus brazos a un Drim empapado de sangre, esforzándose desesperadamente por contener la hemorragia que el guardaespaldas presentaba en el cuello.

Wax atravesó corriendo la estancia y se detuvo ante la puerta del túnel de emergencia.

—¡Vigilante! —exclamó Innate—. Ayuda. Por favor… ay, Armonía. ¡Socorro!

Wax titubeó mientras escudriñaba aquel túnel, desierto y a oscuras. Le traía recuerdos de otro parecido, polvoriento y apuntalado con vigas a los costados. Tumba y escenario al mismo tiempo…

A su espalda, Wayne entró atropelladamente en la sala y corrió a auxiliar al gobernador. Wax se quedó junto a la puerta del túnel, haciendo rodar unos pocos casquillos de bala entre los dedos.

—Me ha salvado la vida —sollozó Innate. Llegado este punto, la sangre de Drim lo cubría de pies a cabeza. Se había quitado la camisa, en un intento por utilizarla para contener la hemorragia—. La asesina disparó y él se interpuso de un salto… Dime que puedes… Por favor…

—Está muerto, amigo —dijo Wayne, echándose hacia atrás.

—Hay más víctimas arriba, Wayne —dijo Wax, señalando con el dedo. A regañadientes, cerró la puerta del túnel. No podía emprender ninguna persecución ahora, no sin dejar desamparado al gobernador.

Wayne salió corriendo de la sala de seguridad para comprobar el estado de los hombres que habían sido agredidos arriba. Wax se acercó al gobernador, arrodillado junto al cadáver de su guardaespaldas. Nunca hasta ahora le había parecido Innate tan humano como en ese momento, con la cabeza colgando entre los hombros hundidos. Exhausto y desconsolado. ¿Podría alguien fingir algo así?

De todos modos, tenía que comprobarlo.

—Aligerar por la arena.

Innate levantó la cabeza y volvió la mirada vidriosa hacia él. A Wax el corazón le dio un vuelco en el pecho, pero el gobernador no tardó en exhalar un suspiro y decir:

—Huesos sin caldo.

Conocía la contraseña. Era el auténtico Innate.

Wax se arrodilló junto al gobernador y contempló el cadáver de Drim. Por irritante que pudiera haber sido a veces, el hombre no se merecía acabar así.

—Lo siento.

—Dejó de moverse como una mancha borrosa —dijo Innate, con voz estrangulada—. Apareció aquí dentro, empuñando su arma, pero parecía furiosa por algún motivo. Drim se puso delante de mí de un salto justo antes de que ella apretara el gatillo. Desapareció un segundo después. Podría haberme rematado, estoy seguro, en vez de irse corriendo.

—Hace tan solo dos semanas que obtuvo sus poderes feruquímicos —replicó Wax—. Ese marco de tiempo limita tremendamente la velocidad que puede haber almacenado, y moverse tan deprisa como lo ha hecho debe de haber drenado su mente de metal enseguida. Necesitaba escapar antes de que las reservas se agotaran por completo.

Podía haber otro motivo, claro está. Quizá solo hubiera querido atemorizarlos. Provocar al gobernador para que reaccionara de alguna manera. Pero ¿cómo? Había dicho que se proponía matarlo, pero no antes de tiempo.

¿Por qué? ¿Cuál era su plan?

—De modo que no es infalible —dijo Innate—. Puede ser derrotada.

—Por supuesto. —Wax contempló el cadáver postrado a sus pies. El suelo manchado de sangre. Pero ¿a qué precio? Se llenó los pulmones de aire—. Quiero que salga de Elendel.

—No.

—No sea estúpido —le espetó el vigilante—. Volverá.

—¿Se ha asomado usted ahí fuera, vigilante? —preguntó Innate, agitando una mano ensangrentada hacia arriba, en un movimiento impreciso—. ¿Ha visto lo que está pasando en las calles?

—Esta noche no podrá hacer nada al respecto.

—Desde luego que sí. —Innate se puso de pie—. Soy el líder de esta ciudad, no pienso esconderme. Antes bien, necesito que me vean… Necesito reunirme con los principales instigadores de esta sublevación, si consigo encontrar a alguno. Necesito dirigirme a la población, preparar un discurso…, reunir a mi gabinete y, con su ayuda, asegurarme de que la ciudad aún siga en pie cuando amanezca. —Apuntó a Wax con el dedo—. Detenga usted a esa criatura, Ladrian. Yo ya no tengo ni guardaespaldas. Estoy en sus manos.

Terminadas aquellas palabras, salió de la sala de seguridad caminando vigorosamente. Pensara lo que pensase Wax de aquel hombre, lo cierto era que Innate tenía agallas.

Detenga usted a esa criatura…

Wax lanzó una mirada de reojo a la jeringuilla, tirada aún en el suelo, junto al marco de la puerta. Había estado tan cerca… Si hubiera alcanzado a su objetivo, habría podido oprimir el émbolo metálico e inyectar el líquido en las venas de Sangradora. Preso de una sensación de impotencia, recogió la jeringuilla y regresó junto al cuerpo de Drim, abatido de un balazo en el cuello. Clavó la aguja en el brazo del cadáver y vació el contenido en sus venas.

No ocurrió nada. Tampoco esperaba que ocurriera; era muy poco probable que Sangradora hubiese conseguido suplantar a Drim y engañar así al gobernador. Pero toda precaución era poca.

Se tambaleó al incorporarse. Herrumbres, sí que estaba cansado. ¿Por qué no habría acabado Sangradora con el gobernador? Aquí había algo que se le escapaba.

—Dos de los guardias podrían salir de esta —anunció Wayne, asomándose a la habitación—. Ya hay un cirujano ayudándolos.

—Bien —dijo Wax—. Espérame arriba.

Wayne asintió con la cabeza y volvió a desaparecer. Wax se acercó a la ruta de escape y tiró de la puerta para abrirla. Encendió una vela y comenzó a ascender por la pendiente, con cautela, pistola en mano. ¿Qué relación existía entre desprestigiar al gobernador, incitar al odio contra los caminantes y la supuesta «liberación» de Wax? ¿Cuál era la pieza que faltaba en ese rompecabezas?

No encontró a Sangradora en el túnel, pero sí su capa roja, cuando ya había recorrido la mitad de la pendiente. La había tirado a un lado, empapada de sangre. Y allí, garabateado en la pared, había un tosco dibujo en forma de hombre, tallado en la madera con una uña.

Dos manchas de sangre seca simbolizaban los ojos de la figura, y otra señalaba su boca. Wax sintió un escalofrío al leer el mensaje escrito apresuradamente debajo, también con caracteres de sangre.

Le arranco la lengua para acabar con las mentiras.

Le apuñalo los ojos para evitar su mirada.

Serás libre.