4

Wax bajó la mano, contemplando el nuevo cadáver que yacía junto a Marasi. El disparo le había arrancado una buena porción de la cara. Identificarlo sería poco menos que imposible.

Lo habría sido de todas formas. Los secuaces de Elegante eran célebres por lo difícil que resultaba seguirles la pista.

«No te preocupes ahora por eso», pensó, sacando un pañuelo mientras se acercaba para ofrecérselo a Marasi. Esta se había quedado paralizada, sin pestañear siquiera, con el rostro salpicado de sangre y trocitos de carne. Tenía la mirada fija al frente, como si se negara a bajarla. Había dejado caer la pistola.

—Eso… —dijo la muchacha, aún sin mover la cabeza—. Eso ha… —Se llenó los pulmones de aire—. Eso ha sido inesperado, ¿verdad?, viniendo de mí.

—Hiciste lo que debías —la tranquilizó Wax—. La gente asume que un cautivo está a su merced. A menudo, la mejor forma de escapar pasa por rebelarse.

—¿Cómo? —Marasi aceptó por fin el pañuelo.

—Detonaste la pistola pegada a tu oído —dijo Wax—. Tardarás un momento en recuperarte de la sordera. Herrumbres… es probable que te hayas causado daños permanentes. Esperemos que no sean demasiado graves.

—¿Qué?

Wax señaló su rostro con un gesto, y Marasi contempló el pañuelo como si estuviese viéndolo por vez primera. Parpadeó y bajó la mirada. Se apresuró a apartar la vista del cadáver y empezó a limpiarse la cara.

Refunfuñando y tambaleándose, Wayne salió del callejón con un agujero nuevo en la ropa, a la altura del hombro, y un virote de ballesta en la mano.

—Menos mal que queríamos interrogarlo —se lamentó Marasi, haciendo una mueca.

—No te preocupes —la consoló Wax—. Sobrevivir era más importante.

—¿Cómo?

Wax la tranquilizó con una sonrisa mientras Wayne avisaba por señas a otro grupo de alguaciles, que por fin habían llegado a la escena y estaban abriéndose paso hacia el interior de la barriada.

—¿Por qué no dejan de pasarme a mí estas cosas? —se lamentó Marasi—. Sí, ya sé que no voy a oír tu respuesta. Es que esta es… ¿qué, la tercera vez que alguien intenta utilizarme como rehén? ¿Qué pasa, que exudo indefensión o algo?

«Pues sí, así es —pensó Wax, aunque se abstuvo de decirlo en voz alta—. Eso está bien. Hace que los demás te subestimen». Marasi era fuerte. Mantenía la cabeza fría en los momentos de estrés y hacía lo que tuviera que hacer, por desagradable que fuese. Sin embargo, también era muy aficionada a maquillarse y ponerse elegante.

Lessie no habría hecho eso ni loca. Wax solo la había visto con vestido las contadas ocasiones en que viajaban a Covingtar para visitar los jardines de los caminantes. Sonrió al recordar la vez en que había llegado a ponerse pantalones debajo del vestido.

—¡Lord Ladrian! —El enjuto alguacil Reddi se acercó trotando, luciendo el uniforme de capitán de la comisaría y un fino bigote, lánguido y recortado.

—Reddi —lo saludó Wax, asintiendo con la cabeza—. ¿Ha venido Aradel?

—El comisario general está ocupado con otra investigación, señor —respondió Reddi, en tono seco y formal. ¿Por qué sería que a Wax siempre le daban ganas de pegarle un sopapo a este hombre cuando hablaba con él? El caso es que nunca se mostraba insultante; antes bien, hacía gala de una cortesía impecable. Quizá fuera precisamente por eso.

Wax apuntó con un dedo a los edificios.

—En fin, tenga la bondad de pedirles a sus hombres que acordonen la zona. Deberíamos interrogar a los vecinos, a ver si, por algún milagro, conseguimos averiguar la identidad del hombre que acaba de abatir lady Colms.

Reddi se cuadró al despedirse, a pesar de que no era necesario, en teoría. Wax gozaba de un rango especial en la comisaría, el cual le permitía hacer cosas como…, en fin, como saltar por toda la ciudad pegando tiros a diestro y siniestro. Pero no formaba parte de la cadena de mando.

A pesar de todo, los alguaciles se dispusieron a cumplir con sus órdenes. Mientras observaba al Tirador de soslayo, Wax se obligó a refrenar el enfado que sentía. A este paso, jamás conseguiría localizar a su tío Edwarn, cuyo objetivo era algo que él apenas si acertaba a intuir.

«Puede convertir en alomante a cualquiera… Si no lo utilizamos nosotros, lo hará otro».

Palabras del libro que le había dado Ojos de Hierro.

—Un trabajo excelente, mi señor —dijo plácidamente Reddi, inclinando la cabeza en dirección al cadáver del Tirador. Su vestimenta era inconfundible—. Otro bellaco menos del que preocuparse, y con su acostumbrada eficiencia.

Wax guardó silencio. El «excelente trabajo» de hoy no era más que otro callejón sin salida.

—¡Anda, mirad! —exclamó Wayne, cerca de ellos—. ¡Creo que me he encontrado un diente del tipo ese! Eso trae buena suerte, ¿verdad?

Marasi, que parecía mareada, fue a sentarse en unos escalones, no muy lejos de allí. Wax se sintió tentado de ir a consolarla, pero ¿lo malinterpretaría ella acaso? No quería que viera fantasmas donde no había nada.

—Mi señor, ¿podemos hablar? —preguntó Reddi, mientras continuaba la afluencia de alguaciles en la zona—. Antes he mencionado que el comisario general estaba ocupado con otro caso. Lo cierto es que me dirigía a buscarle cuando nos enteramos de la persecución que estaba teniendo lugar aquí.

Wax se volvió hacia él, alerta de inmediato.

—¿De qué se trata?

Reddi torció el gesto en un alarde de expresividad impropio de él.

—Ha ocurrido algo grave, mi señor —respondió, bajando la voz—. Hay política de por medio.

En tal caso, cabía la posibilidad de que Elegante también estuviera implicado.

—Continúe.

—Es…, en fin, está relacionado con el gobernador, mi señor. Su hermano, veréis, celebró anoche una subasta y…, en fin, deberíais verlo con vuestros propios ojos.

Marasi no pasó por alto el modo en que Waxillium agarraba a Wayne por el hombro y apuntaba con el dedo a uno de los carros de la comisaría que estaba allí estacionado. No se dirigió a ella. ¿Cuánto tardaría en aceptarla el muy condenado, si no como igual, al menos como colega?

Frustrada, dirigió sus pasos hacia el carro. Por desgracia, se topó con el capitán Reddi por el camino. Cuando el hombre le dijo algo, Marasi tuvo que aguzar los oídos, que aún le pitaban, y echarle algo de imaginación para averiguar lo que le estaba diciendo.

—Alguacil Colms. No va usted de uniforme.

—En efecto, señor. Es mi día libre, señor.

—A pesar de lo cual, hela aquí —insistió el hombre, con las manos enlazadas a la espalda—. ¿Cómo es posible que consiga meterse una y otra vez en esta clase de situaciones, aunque ya se le haya dicho explícitamente que su cometido no es este, habida cuenta de que no es usted un agente de campo?

—Por pura casualidad, señor —replicó Marasi—, estoy segura.

Reddi hizo una mueca al escuchar su respuesta. Curioso. Por lo general las reservaba para Waxillium, cuando este no estaba mirando. El hombre dijo algo más, que ella no consiguió distinguir, e inclinó la cabeza para indicar el motocarro en el que habían venido; propiedad de la comisaría, en teoría. Le habían pedido que aprendiera a conducir ese tipo de vehículos e informara de su eficacia al comisario general, el cual aspiraba a utilizarlos para sustituir los carros tirados por caballos.

—¿Señor?

—Es evidente que ha pasado usted un trago muy duro en el día de hoy, alguacil —repitió Reddi, más alto—. No me lo discuta. Márchese a casa, aséese y persónese mañana en su puesto.

—Señor —dijo Marasi—, preferiría informar al comisario Aradel de la persecución del Tirador y su subsiguiente fallecimiento antes de que los detalles se tornen difusos. Estoy segura de que se mostrará interesado, dado que lleva tiempo siguiendo el caso en persona.

Miró a Reddi a los ojos. Era su superior, cierto, pero no su jefe. Ese papel lo representaba Aradel para los dos.

—El comisario general —repuso Reddi, visiblemente reacio— no se encuentra en su despacho en estos momentos.

—Bueno, en tal caso, iré a buscarlo y dejaré que sea él mismo el que me mande a casa, señor. Si así lo desea.

Reddi rechinó los dientes; parecía disponerse a añadir algo más, pero lo distrajo la llamada de otro alguacil. Agitó la mano en dirección al motocarro, señal con la que Marasi interpretó que le daba permiso para actuar con libertad. Así, cuando la carreta en la que viajaba Waxillium se puso en marcha, ella lo siguió al volante del motocarro.

Empezó a recuperarse antes de que finalizara el trayecto, frente a una elegante mansión con vistas al Eje de la ciudad. Aunque todavía perduraba la impresión, esperaba que no se le notase; además, su oído izquierdo permanecía intacto, ya que no el otro, contra el que había disparado el revólver.

Al desmontar del motocarro, se descubrió enjugándose la mejilla de nuevo con el pañuelo, pese a hacer tiempo que se había limpiado toda la sangre. El vestido, sin embargo, había quedado completamente arruinado. Sacó su abrigo de alguacil del maletero del vehículo, se lo echó por encima para ocultar las manchas y apretó el paso para reunirse con Waxillium y los demás, que ya habían empezado a bajar del carruaje.

«Un carro cualquiera de la comisaría», pensó, inspeccionando el vehículo. Aun sin saber qué era lo que aquí había transpirado, era evidente que Aradel no quería llamar la atención. Mientras Waxillium se dirigía a la puerta principal, escudriñó en rededor de reojo, la vio y le hizo señas para que acudiera a su lado.

—¿Sabes de qué podría tratarse? —le preguntó en voz baja, aprovechando que Reddi y otro grupo de alguaciles se habían quedado charlando cerca del carro.

—No —respondió Marasi—. ¿No te han informado?

Waxillium sacudió la cabeza y bajó la mirada para observar el vestido ensangrentado, que asomaba bajo la recia chaqueta marrón. Se abstuvo de hacer comentarios, no obstante; seguido de Wayne, subió los escalones a largas zancadas.

Dos alguaciles, hombre y mujer, custodiaban la puerta de la mansión. Se cuadraron cuando Reddi dio alcance a Waxillium —ignorando ostentosamente a Marasi— y encabezaron la comitiva al interior del edificio.

—Hemos procurado mantener esto estrictamente controlado —dijo Reddi—, pero tarde o temprano se correrá la voz, con lord Winsting implicado. Herrumbres, esto va a ser una pesadilla.

—¿El hermano del gobernador? —se extrañó Marasi—. ¿Qué ha pasado?

Reddi apuntó con el dedo hacia una escalera.

—Deberíamos encontrar al comisario general Aradel en el salón principal. Se lo advierto, el espectáculo no es apto para estómagos delicados. —Miró de soslayo a Marasi, que enarcó una ceja y repuso:

—Hace menos de una hora que la cabeza de un hombre literalmente explotó encima de mí, capitán. Creo que sabré apañármelas.

Sin añadir nada más, Reddi los condujo escaleras arriba. Marasi vio que, de pasada, Wayne se guardaba una ornamentada cajita de puros —de la marca Magistrados ciudadanos— en el bolsillo y la sustituía por una manzana cubierta de machucones. Tendría que asegurarse de que volviera a dejar la caja en su sitio antes de irse.

En la planta de arriba, el salón de baile estaba sembrado de cadáveres. Marasi y Waxillium se detuvieron en la puerta, con la mirada fija en el caos. Los difuntos, hombres y mujeres por igual, iban vestidos de gala, refinados vestidos de noche o trajes negros de corte ceñido. Los sombreros yacían desperdigados, lejos de sus cabezas, sobre la elegante alfombra leonada, teñida de rojo en grandes parches que se extendían alrededor de los caídos. Era como si alguien hubiese lanzado una cesta llena de huevos por los aires, los hubiera dejado caer, y su contenido estuviera filtrándose ahora por todo el suelo.

Claude Aradel, comisario general del cuarto octante, estaba examinando la escena. En varios sentidos, su aspecto no era el de un alguacil ordinario. Una hirsuta barba rojiza de varios días ensombrecía su mentón anguloso; solo se afeitaba cuando le apetecía. Su piel correosa, surcada de arrugas, daba fe de sus días a pie de calle, lejos del escritorio. Debía de rondar los sesenta años, pero se negaba a divulgar su edad exacta; incluso en los registros del octante tan solo figuraba un signo de interrogación junto a su fecha de nacimiento. Lo único que se sabía con seguridad era que por las venas de Aradel no corría ni una gota de sangre azul.

Había abandonado la comisaría hacía alrededor de diez años, sin aportar ninguna explicación oficial para ello. Se rumoreaba que había alcanzado el techo implícito de los ascensos a los que uno podía aspirar sin ser noble. En una década podían cambiar muchas cosas, no obstante, y cuando Brettin se jubiló —poco después de la ejecución de Miles Cienvidas, hacía ya casi un año—, la búsqueda de un nuevo comisario general arrojó como resultado el nombre de Aradel. Este había abandonado su retiro para aceptar el cargo.

—Ladrian —dijo, levantando la mirada del cadáver que estaba examinando—. Bien. Ha venido. —Cruzó la estancia y observó de reojo a Marasi, que se cuadró. No le ordenó que se fuera.

—Oooh —se lamentó Wayne, que acababa de llegar, mientras echaba un vistazo por los alrededores—, qué rabia, la fiesta ya ha terminado.

Waxillium entró en la sala y estrechó la mano que le tendía Aradel.

—¿Ese de ahí no es Chip Erikell? —preguntó, inclinando la cabeza en dirección al cadáver más próximo—. ¿El presunto contrabandista del tercer octante?

—En efecto.

—E Isabaline Frellia —dijo Marasi—. ¡Herrumbres! Tenemos una montaña de documentación sobre ella más alta que Wayne, pero la fiscalía nunca ha sido capaz de acusarla de nada.

—Siete de estos cuerpos pertenecen a personas de notoriedad parecida. —Aradel apuntó con el dedo a varios de los cadáveres—. Pertenecientes a sindicatos del crimen, en su mayoría, aunque también hay unos cuantos miembros de casas nobles de… dudosa reputación. Los demás eran representantes destacados de otras facciones importantes. Tenemos casi una treintena de fiambres de renombre, junto con un puñado de guardaespaldas por cada uno de ellos.

—La mitad de la elite criminal de la ciudad —musitó Waxillium, agachándose junto a uno de los cuerpos—. Por lo menos.

—Todas ellas personas a las que nunca habíamos podido echarles el guante —dijo Aradel—. Y no porque no lo intentáramos, se lo aseguro.

—¿Entonces a qué vienen esas caras tan largas? —preguntó Wayne—. Deberíamos celebrar una fiesta por todo lo alto, ¿no? ¡Alguien nos ha ahorrado el trabajo! Nos podríamos tomar un mes libre.

Marasi sacudió la cabeza.

—Un golpe de autoridad tan violento en el ámbito de los bajos fondos puede ser peligroso, Wayne. Esto ha sido un atentado tremendamente ambicioso, con el que alguien pretendía eliminar a todos sus rivales de un plumazo.

Aradel la observó de reojo y asintió con la cabeza para indicar que estaba de acuerdo con ella. Le sobrevino a Marasi un arrebato de satisfacción. El comisario general la había contratado, en persona, tras seleccionar su solicitud entre decenas de candidaturas. Todos los demás aspirantes poseían años de experiencia como alguaciles. Sin embargo, Aradel había elegido a una estudiante de derecho recién graduada. Era evidente que había visto en ella algo prometedor, y Marasi estaba decidida a demostrarle que su intuición no se equivocaba.

—No entiendo quién querría hacer algo así —dijo Waxillium—. Eliminar a tantas figuras de los bajos fondos de la ciudad a la vez no beneficiará en nada a los responsables; eso es un mito alimentado por las novelas de misterio. En cuanto se corra la voz, con un atentado de semejante magnitud solo habrán conseguido llamar la atención y unir en su contra a todas las demás bandas y facciones supervivientes.

—A menos que lo hiciese alguien de fuera —observó Marasi—. Un elemento impredecible desde el principio, alguien a quien le convenga que se desmorone todo el sistema.

Aradel soltó un gruñido; Waxillium mostró su conformidad asintiendo con la cabeza y murmuró:

—Pero ¿cómo? ¿Quién podría orquestar algo así? Las medidas de seguridad de estas personas debían de rivalizar con las mejores de la ciudad. —Comenzó a deambular de un lado a otro, utilizando sus pasos para calcular la distancia que mediaba entre los cadáveres; fijándose en unos, primero, después en otros, agachándose a intervalos sin dejar de susurrar para sí.

—¿Ha dicho Reddi que el hermano del gobernador estaba implicado, señor? —le preguntó Marasi a Aradel.

—Lord Winsting Innate.

Lord Winsting, portavoz de la Casa Innate. Ocupaba un escaño en el Senado de Elendel, puesto al que había accedido después de que su hermano ascendiera a gobernador. Era un corrupto. Marasi y los demás alguaciles lo sabían. En retrospectiva, no la sorprendía descubrirlo envuelto en algo como eso. La cuestión era que Winsting siempre le había parecido un bellaco de poca monta a Marasi.

El gobernador, en cambio… En fin, quizá la carpeta que ocultaba en su despacho —repleta de teorías, deducciones y pistas— resultara ser relevante por fin. Se volvió hacia Aradel.

—Winsting. ¿Está…?

—¿Muerto? Sí, alguacil Colms. A juzgar por las invitaciones que hemos encontrado, organizó esta reunión camuflándola de subasta. Hemos localizado su cadáver en el sótano, en una sala de seguridad.

Aquellas palabras despertaron el interés de Waxillium, que se incorporó, los miró directamente, musitó algo para el cuello de su camisa y continuó midiendo sus pasos tomando como referencia otro cuerpo. ¿Qué estaría buscando?

Wayne se acercó a Marasi y Aradel. Le pegó un trago a una petaca de plata, grabada con unas iniciales que no coincidían con las de su nombre. Marasi hizo un esfuerzo por no preguntarle del bolsillo de qué cadáver la había sacado.

—Bueno —dijo el muchacho—, así que nuestro pequeño patriarca se codeaba con la más baja estofa, ¿no es eso?

—Sospechábamos desde hacía tiempo que no era trigo limpio —repuso Aradel—. El pueblo adora a su familia, no obstante, y su hermano hizo todo lo posible por evitar que los deslices cometidos por Winsting en el pasado salieran a la luz.

—Tiene razón, Aradel —convino Waxillium desde la otra punta de la sala—. De esto no puede salir nada bueno.

—No sé yo —dijo Wayne—. A lo mejor no sabía que esta gente podría traerle problemas.

—Lo dudo —repuso Marasi—. Y, aunque fuera cierto, daría igual. Cuando los pasquines se enteren de esto… ¿El hermano del gobernador, muerto en una casa atestada de criminales reconocidos, en circunstancias de lo más sospechosas?

—Por lo que estoy escuchando —dijo Wayne, pegando otro trago—, andaba muy desencaminado. La fiesta todavía no ha terminado.

—Muchas de estas personas se dispararon las unas a las otras —anunció Waxillium.

Todos se giraron hacia él. Se arrodilló junto a otro cuerpo, inspeccionando el modo en que había caído, y levantó la mirada hacia unos agujeros de bala que había en la pared.

Para convertirse en vigilante, sobre todo en los Áridos, Waxillium se había visto obligado a aprender un amplio abanico de habilidades. Era en parte detective, en parte agente de la ley, en parte líder y en parte científico. Marasi había leído una docena de informes distintos sobre él, elaborados por varios expertos; todos ellos tenían por objetivo analizar la mentalidad de un hombre que se estaba convirtiendo en una leyenda viviente a pasos agigantados.

—¿A qué se refiere, lord Ladrian? —preguntó Aradel.

—En esta pelea hubo múltiples bandos —explicó Waxillium, señalando con el dedo—. Si se hubiera tratado de un golpe inesperado, organizado por alguien de fuera… y lady Colms tiene razón, esa teoría sería la más plausible… cabría esperar que las víctimas hubieran sucumbido ante los disparos de quienquiera que hubiese irrumpido en la sala. Los cadáveres, sin embargo, nos cuentan otra historia distinta. Esto fue cuerpo a cuerpo. Caótico. Las víctimas se dispararon las unas a las otras, sin orden ni concierto. Sospecho que todo empezó cuando alguien abrió fuego desde el centro del grupo hacia fuera.

—De modo que el instigador fue alguno de los invitados —aventuró Aradel.

—Tal vez —dijo Waxillium—. La información que nos proporcionan la posición de los cuerpos y las marcas de sangre es limitada. Pero hay algo extraño en todo esto, muy extraño… ¿Fueron todos abatidos a tiros?

—Curiosamente, no. Algunos de los asistentes murieron apuñalados por la espalda.

—¿Han identificado a todos los presentes en la sala?

—A la mayoría. Queríamos evitar moverlos demasiado.

—Déjenme ver a lord Winsting —dijo Waxillium. Su gabán de bruma emitió un susurro cuando se incorporó.

Aradel llamó con un gesto a una joven alguacil, que los condujo fuera del salón de baile a través de un portal. ¿Algún tipo de pasadizo secreto? La escalera mohosa que se extendía al otro lado era tan estrecha que les obligó a desfilar de uno en uno, con la alguacil al frente, sosteniendo una lámpara.

—Señorita Colms —dijo en voz baja Waxillium—, ¿qué luz arrojan sus estadísticas sobre esta clase de violencia?

«Ah, conque ahora nos tratamos de usted, ¿no?».

—Muy poca. Los casos como este se pueden contar con los dedos de una mano. Lo primero que haría yo es buscar cualquier tipo de conexión entre las víctimas. ¿Se dedicaban todas al contrabando, comisario Aradel?

—No —respondió él, a su espalda—. Además de contrabandistas, había extorsionistas y magnates de las apuestas.

—De modo que no se trató de un intento específico por consolidar la hegemonía sobre una actividad criminal en concreto. —La voz de Marasi despertaba ecos en los húmedos escalones de piedra—. Necesitamos establecer esa conexión, averiguar qué convertía en objetivos a esas personas. El principal sospechoso está muerto.

—Lord Winsting —dijo Waxillium—. ¿Insinúas que planeó su ejecución, los atrajo hasta aquí y algo salió mal?

—Es una teoría.

—No era tan retorcido —observó Wayne, que cerraba la comitiva.

—¿Conocías a Winsting? —preguntó Marasi, lanzándole una mirada por encima del hombro.

—No personalmente, no. Pero se dedicaba a la política. Los políticos pueden ser muy retorcidos, aunque de otra manera.

—Debo mostrarme de acuerdo —convino el comisario Aradel—. Si bien yo lo habría expresado con otras palabras. Sabíamos que Winsting estaba metido en asuntos turbios, pero solía atenerse a operaciones de poca monta. Vender espacio de almacén a los contrabandistas cuando le convenía, alguna que otra compraventa irregular de terrenos aquí y allá… Dinero en efectivo a cambio de favores políticos, en su mayoría.

»En los últimos tiempos, se rumoreaba que pensaba ofrecer su escaño en el Senado al mejor postor. Estábamos investigándolo, hasta la fecha sin pruebas. Fuera como fuese, asesinar a quienes estaban dispuestos a pagarle sería como dinamitar una mina de plata con la esperanza de encontrar oro.

Llegaron al fondo de la escalera, donde encontraron cuatro cadáveres más. Los guardaespaldas, al parecer, todos ellos con sendos balazos en la cabeza.

Waxillium se puso en cuclillas.

—Los disparos se produjeron por la espalda —musitó—. Los cuatro, en rápida sucesión.

—¿Ejecutados? —se extrañó Marasi—. ¿Cómo se las apañó el asesino para que se quedaran inmóviles y aceptaran su suerte?

—No fue eso lo que ocurrió —replicó Waxillium—. Se movía tan deprisa que no les dio tiempo a reaccionar.

—Un feruquimista —murmuró Wayne—. Maldición.

Los feruquimistas, también denominados mensajeros de acero, eran capaces de acumular velocidad. Tras ralentizar sus acciones durante un momento, podían recurrir a esa reserva más tarde. Waxillium levantó la cabeza. Marasi vio algo en sus ojos, un destello feral. Sospechaba que su tío estaba implicado. Era lo que pensaba cada vez que un nacido del metal cometía algún crimen. Cada vez que se volvía, Waxillium veía sobre su hombro la sombra de Elegante, el espectro de la única persona a la que no había conseguido frenar.

Que ellos supieran, la hermana de Waxillium todavía obraba en poder de Elegante. Marasi ignoraba los detalles. El vigilante no hablaba de ellos.

Waxillium se incorporó, con expresión torva, y caminó con paso decidido hasta la puerta que había detrás de los cuerpos diseminados por el suelo. La abrió de golpe y la cruzó, seguido de cerca por Wayne y Marasi; en el centro de la habitación adyacente descubrieron un cadáver solitario arrumbado en un sillón. Le habían rebanado el pescuezo; la sangre que le empapaba la pechera se veía coagulada, seca como la pintura.

—Degollado con algún tipo de cuchillo largo o espada pequeña —dijo Aradel—. Lo más llamativo es que también le han cortado la lengua. Hemos solicitado la presencia de un cirujano para que nos proporcione algo más de información sobre la herida. No sé por qué el asesino no utilizó una pistola.

—Porque los escoltas aún estaban con vida —musitó Waxillium.

—¿Cómo?

—Dejaron pasar al responsable —dijo Waxillium, con la mirada fija en la puerta—. Confiaban en él, quizá se tratara incluso de uno de los suyos. Permitieron que el asesino accediera a la sala de seguridad.

—Quizás acelerara sus movimientos para abrirse paso entre ellos —sugirió Marasi.

—Es posible —convino Waxillium—. Pero esa cerradura solo se abre desde dentro, y no la ha forzado nadie. Hay una mirilla en la puerta. Winsting dejó pasar al asesino, y no lo habría hecho si sus guardaespaldas hubieran estado muertos. Está plácidamente instalado en su silla… un rápido tajo por la espalda, sin forcejeos. O bien ignoraba que aquí dentro había alguien más, o bien confiaba en él. A juzgar por el modo en que cayeron los guardias ahí fuera, todavía estaban concentrados en los escalones, esperando a que llegase el peligro. Seguían vigilando este sitio. La intuición me dice que fue uno de los suyos, alguien al que permitieron entrar, quien eliminó a Winsting.

—Herrumbres —refunfuñó en voz baja Aradel—. Pero… ¿un feruquimista? ¿Está seguro?

—Pues sí —dijo Wayne desde la puerta—. Esto no fue ninguna burbuja de velocidad. No se puede disparar desde dentro de ellas, amigo. Estos muchachos fueron abatidos antes de que pudieran darse la vuelta. Wax tiene razón. O bien fue obra de un feruquimista, o bien alguien ha descubierto el secreto para disparar desde dentro de una burbuja de velocidad… secreto que ojalá divulgara.

—Si el asesino se hubiera movido a velocidad feruquímica, eso explicaría las víctimas de apuñalamiento de arriba. —Waxillium se puso de pie—. Ejecuciones furtivas en medio de la confusión, aprovechando el tiroteo generalizado. Con rapidez y precisión quirúrgica, sin que el asesino corriera el menor peligro a pesar del aire cargado de plomo. Comisario Aradel, le sugiero que elabore una lista de nombres con los acompañantes y el personal de servicio de Winsting. Compruebe que no haya ningún cadáver que no debería estar aquí. Yo investigaré la posible implicación de un nacido del metal… Los mensajeros de acero son poco frecuentes, incluso entre los feruquimistas.

—¿Y la prensa? —quiso saber Marasi.

Waxillium miró a Aradel, que se encogió de hombros y dijo:

—No puedo mantener esto en secreto, lord Ladrian. Hay demasiada gente involucrada. Saldrá a la luz tarde o temprano.

—Que salga —suspiró Wax—. Aunque sospecho que esa era la verdadera finalidad.

—¿Perdona? —se extrañó Wayne—. Creía que la finalidad era cargarse a un montón de gente.

—Precisamente, Wayne —dijo Waxillium—. Un cambio de poder en la ciudad. ¿Serían el objetivo principal las personas de arriba? ¿O habrá sido un atentado contra el mismo gobernador, un ataque disimulado contra su casa, un mensaje de alguna clase? Con la intención de informar al gobernador Innate de que ni siquiera él está a salvo…

Inclinó hacia atrás la cabeza de Winsting y se asomó a la boca mutilada. Marasi apartó la mirada.

—Le cortaron la lengua —musitó Wax—. ¿Por qué? ¿Qué te traes entre manos, tío?

—¿Cómo? —preguntó Aradel.

—Nada. —Waxillium soltó la cabeza, que volvió a quedar colgando sobre el pecho de Winsting—. Tengo que ir a posar para un retrato. ¿Le importaría enviarme el informe cuando hayan tomado nota de todo esto?

—Cómo no —dijo Aradel.

—Bien. —Waxillium encaminó sus pasos hacia la puerta—. Ah. ¿Comisario?

—¿Sí, lord Ladrian?

—Prepárese para la tormenta que va a desatarse. Esto no se ha hecho con discreción, sino para que todo el mundo se entere. Es un desafío. Quienquiera que sea el responsable, me extrañaría que se detuviera aquí.