18
Marasi había pasado una buena porción de su vida adulta preparándose para ser abogada, y su madre le había deseado que, algún día, consiguiera meterse en política. Pero ella había renunciado de joven a cualquier aspiración en ese sentido, y recientemente también había abandonado la abogacía. El problema era que ambas profesiones adolecían de un grave defecto: las dos estaban infestadas de políticos y abogados.
Pese a todos sus esfuerzos por evitarlo, se encontraba ahora en una habitación llena de ellos: el estudio privado del gobernador Innate, que estaba en pie junto a la chimenea, con un brazo apoyado en la repisa. Ante él se desplegaba el abanico de hombres y mujeres que componían su equipo de dirección, un grupito dinámico que distaba de parecer tan adormilado como los alguaciles y los escoltas a los que habían sacado de la cama en plena noche.
Antes bien, los consejeros irradiaban una vitalidad palpable mientras debatían sobre la crisis. Las palabras de los unos se atropellaban sobre las de los otros en su afán por manifestar sus respectivas opiniones, como chiquillos en lid por ver quién se ganaba la aprobación de sus padres. Marasi se había apostado junto a la ventana, donde le había indicado el gobernador, con la promesa de que hablaría con ella más tarde. De modo que esperaba, escuchaba y, circunspecta, llenaba su libreta de apuntes. Si el kandra resultaba estar oculto entre ellos, dudaba que un desliz verbal pudiera ponerla sobre la pista de Sangradora, pero no se le ocurría otra forma mejor de aprovechar el tiempo mientras no se le permitiera moverse del sitio.
—Las aguas volverán a su cauce —estaba repitiendo el director municipal de Limpieza y Recogida de Basuras, un procurador que había pasado por el mismo programa que había completado ella, aunque hacía ya muchos años. Marasi no entendía muy bien por qué se necesitaba un título de abogacía para barrer la ciudad—. Representante, está usted concediéndole a esto más importancia de la que en realidad tiene.
—¿Le concedo demasiada importancia a un atentado contra mi vida, usted cree? —preguntó Innate—. ¿A un ataque que culminó con la muerte de quien era mi amigo desde hacía años?
Sus palabras impusieron el silencio en toda la estancia, y el director de Limpieza volvió a hundirse en su asiento, con las mejillas encendidas. Innate se había cambiado la camisa manchada de sangre, pero a Marasi le constaba que todos lo habían visto antes de que lo hiciese. Sospechaba, en realidad, que el gobernador había retrasado el momento para cerciorarse de que así fuera.
—No me refería al intento de asesinato —se defendió el director de Limpieza—, sino a los alborotos. Las aguas volverán a su cauce.
—Ya han comenzado los primeros saqueos —apuntó la ministra de Comercio, una mujer con gafas que se había traído a dos ayudantes para que tomaran apuntes por ella. No los había invitado a sentarse.
—Los saqueos son inevitables —insistió el director de Limpieza y Recogida de Basuras—. Cosas que ocurren. Propongo que aguardemos y dejemos que arda lo que tenga que arder. Contener la oleada, más que frenarla.
—Bobadas —dijo la secretaria de Educación, una mujer corpulenta que se había sentado junto al fuego crepitante, con los pies en alto—. Es momento de mostrar decisión, lord gobernador. Necesita enseñarles a sus rivales que no se deja intimidar fácilmente. Ya sabe usted que los Lekal están ganando partidarios en los últimos tiempos, y el escándalo de su hermano no hará sino alimentar su ambición. Hágame caso, en las próximas elecciones presentarán una candidatura fuerte desde la oposición, y se apoyarán en lo que ocurra esta noche para desacreditarlo.
—Sí —convino el ministro de Actividades Públicas—. ¿Podrían estar ellos detrás del atentado, quizá?
El gobernador miró de reojo a Marasi; la primera vez que le prestaba un mínimo de atención desde el comienzo de la asamblea. Ya conocía la existencia de MeLaan, quien le había desvelado su verdadera naturaleza justo antes de que empezara la reunión. Innate había intentado explicarles a los miembros de su equipo de dirección que la responsable de todo era un kandra descontrolado. Sus palabras, evidentemente, habían caído en oídos sordos; y ahora todos aquellos burócratas, como tan a menudo ocurría con los de su especie, se limitaban a hacer caso omiso de cuanto Innate les había contado.
Marasi le sostuvo la mirada sin inmutarse. En tiempos, había soñado con participar en asambleas como esa. Reuniones en las que se tomaban decisiones importantes, donde se redactaban las leyes y se adoptaban estrategias políticas. Ahora, tanta palabrería solo conseguía frustrarla. Se le empezaba a contagiar el carácter de Waxillium, y quizá no de la manera más conveniente.
—No, no —dijo el director de Limpieza—. Los Lekal no están detrás de esto. ¿Una asesina? ¿Te has vuelto loca, Donton? Jamás se verían envueltos en algo tan potencialmente perjudicial.
—Estoy de acuerdo —convino la secretaria de Educación—. El responsable habrá sido alguien más desesperado. Lo reitero, lord gobernador. Decisión. Liderazgo. ¿Solicitaba antes la ley marcial? Pues bien, considero que implantarla es lo mínimo que debería hacer. Despliegue una batería de alguaciles. Aplaste a los vándalos, disperse a los alborotadores…, déjese ver protegiendo la ciudad.
La propuesta suscitó una oleada de opiniones que el gobernador se apresuró a acallar.
—Me lo pensaré. ¡Me lo pensaré! —Su tono era seco y cortante, más de lo que Marasi hubiese oído en él antes—. Afuera todos. Necesito reflexionar.
En aquellos precisos instantes, parecía agotado. Los consejeros enmudecieron y buscaron la salida. A regañadientes, Marasi se dispuso a seguirlos.
—Señorita Colms —dijo el gobernador mientras se dirigía a su mesa—, un momento.
Marasi obedeció, acercándose al escritorio mientras él se sentaba. Innate se agachó, empujó la alfombra hacia atrás y dejó al descubierto la tapa de una pequeña caja fuerte, la cual procedió a abrir distraídamente con una llave que recogió de la mesa. Introdujo una mano, sacó su sello oficial y comenzó a redactar un escrito.
—Dígale al comisario general Aradel que ya tiene su ley marcial. —La voz del gobernador denotaba cansancio—. Es el único que se ha puesto en contacto conmigo, de momento, lo cual me parece desconcertante. Por la presente le otorgo la autoridad inherente al cargo de lord alto comisario, director de todos los organismos encargados de velar por el cumplimiento de la ley en esta ciudad hasta que hayamos superado la crisis que nos ocupa. Los comisarios generales de los demás octantes deberán responder ante él.
Marasi se reservó su opinión. A los otros no iba a hacerles ni pizca de gracia. La rivalidad entre las comisarías de los distintos octantes se consideraba amistosa, en teoría, pero lo cierto era que ocultaba demasiada inquina para su gusto.
—¿Y sus instrucciones acerca de los habitantes de la ciudad? —preguntó en voz baja Marasi mientras Innate escribía—. ¿Deberían actuar los alguaciles como sugiere su secretaria de Educación?
El gobernador terminó de redactar el mensaje y la observó fijamente, como si la sopesara con la mirada.
—Tengo entendido que es usted nueva en la comisaría. ¿Prima de la prometida de lord Ladrian?
—Ignoraba que se hubiera fijado tanto en mí.
—En usted, no. En él. Un tipo endiablado.
Marasi guardó silencio, azorada por la intensidad del escrutinio de Innate.
—Los descontentos llegarán aquí tarde o temprano, ¿sabe? —dijo el gobernador, tamborileando con su pluma en la mesa—. Vendrán exigiendo respuestas. Debo hablar con ellos, cambiar las tornas.
«¿Hablar con ellos? —pensó Marasi—. ¿Como la última vez?». En aquel discurso, el gobernador no se había mostrado como un dechado de empatía, precisamente.
Herrumbres, ¿no había sido esa misma tarde? Al consultar el ornamentado reloj de la mesa del gobernador, descubrió que eran casi las dos; técnicamente, Innate había pronunciado su discurso el día anterior. No debería haber mirado la hora; comprobar lo tarde que era no hizo más que recordarle lo agotada que estaba a su vez. Era como un acreedor enfurecido que no dejase de llamar con el puño a la puerta; no podría desoír sus protestas eternamente.
—Dígale a Aradel —musitó el gobernador— que no impida que la gente converja aquí, en la mansión, pero que actúe con contundencia para que cesen los saqueos en otras partes de la ciudad. Que teman la reacción de las fuerzas del orden. Necesitaré un destacamento de alguaciles aquí, por supuesto, para garantizar que los manifestantes no se desmanden, pero me gustaría hablar con ellos. Esta va a ser una noche histórica.
—Señor —dijo Marasi—. Sé un par de cosas sobre la mentalidad colectiva, si desea es…
Alguien llamó a Innate desde el pasillo. El gobernador se puso de pie sin dejar que Marasi terminara su frase. Empujó la carta hacia ella, la selló con su lacre y se fue a averiguar qué querían de él.
Marasi suspiró mientras lo veía alejarse. Esperaba que Wayne y aquel kandra consiguieran mantenerlo a salvo. Por lo que a ella respectaba, le encantaría ver a Innate entre rejas algún día, pero no le deseaba la muerte. Su asesinato sería, entre otras cosas, un mazazo para la moral de la ciudad.
Guardó la nota en el bolso, junto a su pistola, salió de la habitación y cruzó discretamente el pasillo, donde varios miembros del gabinete impartían órdenes a sus ayudantes y aceptaban tazas de humeante té negro de manos de los criados de la mansión. Wayne holgazaneaba en una esquina, con los pies encima de una mesa de centro, dándole vueltas entre los dedos a una cara estilográfica de oro y caoba. Sabría Armonía a quién le habría robado eso.
Su motocarro necesitaba repostar combustible, por desgracia, de modo que tendría que utilizar un método de transporte más convencional para llevarle el escrito a Aradel. Buscó al mayordomo y encargó un carruaje.
El demacrado sirviente, sin embargo, sacudió la cabeza.
—Necesitaré unos minutos, señorita, para encontrar un coche libre. El ejecutivo tiene a la mitad de los mensajeros de la ciudad corriendo de un lado a otro, y en una noche como esta, además… —Lanzó una miradita elocuente en dirección a la puerta, que, abierta como estaba, permitía ver que las luces del porche apenas si lograban traspasar la niebla. Esta danzaba y se arremolinaba en jirones diminutos, tímidos casi, que se arrastraban hasta el interior del vestíbulo para desvanecerse casi de inmediato, como el vapor de una estufa.
—Esperaré —dijo Marasi—. Gracias.
Su respuesta pareció tranquilizar al hombre; quizás otros no se hubieran mostrado tan comprensivos como ella. Cuando el mayordomo se alejó, reclamada su presencia en otro lugar, Marasi se quedó en el umbral de la entrada, ociosa, contemplando las brumas. El resplandor anaranjado que bañaba la ciudad no era normal. Había fuego en alguna parte. Con suerte, las llamas pertenecerían a linternas y antorchas, en vez de a algún edificio incendiado.
Allí en pie, la asaltó poderosamente el recuerdo insinuado de algo que no acertaba a identificar. Sacudió la cabeza y regresó al interior de la mansión, pensando en buscar a Wayne y preguntarle qué opinaba de los recientes acontecimientos. Ya en la espaciosa sala de estar que lindaba con el recibidor, se cruzó con un criado ojeroso que, cepillo en mano, se afanaba en restregar el suelo de madera. Las manchas de sangre eran obstinadas, al parecer. El hombre ya había enrollado discretamente la alfombra, que esperaba apoyada contra la pared a que alguien se deshiciera de ella.
Al pasar junto al sirviente, Marasi cambió de opinión con respecto a buscar a Wayne y, en vez de eso, bajó las escaleras que conducían a la cámara oculta. «Una ciudad se tambalea al filo de la catástrofe —pensó cuando hubo llegado al fondo—. No es la primera vez que ocurre algo así».
En aquel espacio confinado aún flotaba en el aire el olor al jabón empleado para limpiar la sangre. Reinaba en la sala de seguridad, desierta por lo demás, un aura de erudición con todos aquellos libros en las paredes. Las lámparas con fanales emitían una suave claridad entre roja y anaranjada. Marasi se paseó por la habitación, fijándose en los numerosos volúmenes integrales de las Palabras de Instauración. Los libros, con tapas de cuero, parecían encontrarse en perfecto estado; sacó uno al azar y lo ojeó. Había páginas sin cortar, como sucedía a veces con los libros nuevos. Era evidente que nadie se había leído ese volumen.
Tiempo atrás, el Superviviente había llevado una ciudad al borde de la destrucción, para luego canalizar esa furia en una rebelión que había acabado con una dictadura milenaria. En todas las escuelas se enseñaba esa parte de la historia, pero Marasi había leído los informes detallados, incluidos los de la noche en que había empezado todo. No le costaba imaginarse que hubiera sido muy parecida a esta.
Solo que, en vez del Superviviente, en esta ocasión la instigadora era una asesina psicótica.
«Lo tiene que estar haciendo a propósito —pensó Marasi mientras recorría la sala—. Intentando reproducir las circunstancias que desembocaron en la caída del lord Legislador. Un pueblo al filo de la insurrección. Las casas nobles enfrentadas entre sí. Y ahora…».
Y, ahora, un discurso. El gobernador se dirigiría a la población, y esta percibiría los paralelismos, aunque no supiera precisar de qué se trataba. Llevaban oyendo hablar de aquella noche desde que eran pequeños. Lo escucharían y lo compararían con el Último Emperador, quien también había hablado la noche en que murió el lord Legislador, hacía ya tanto tiempo. Si el Último Emperador consiguió llegar al poder era precisamente por el apasionado discurso que había pronunciado entonces.
Solo que el gobernador Innate no era como Elend Venture. Ni de lejos.
Marasi se detuvo de repente y retrocedió unos pasos. Estaba caminando junto a las estanterías empotradas, sin prestarles apenas atención, pero creía haber detectado algo extraño. Allí, en una larga balda de libros impolutos, había tres seguidos cuyos lomos se veían algo raspados en la parte inferior. ¿En qué se diferenciaban esos ejemplares de los demás? Formaban parte de una colección de siete volúmenes sobre áridos tratados políticos redactados hacía mucho por el Consejero de los Dioses.
Cogió uno y lo ojeó, sin encontrar nada de interés. Quizás Innate hubiera estado estudiando últimamente. Pero ¿por qué eran los volúmenes tercero, cuarto y quinto los únicos que presentaban rozaduras? Tomó otro, lo abrió… y allí encontró la explicación. Alguien había practicado un agujero en el centro de las páginas, y dentro había una llave. Innate no se había dedicado a leer los antiguos ensayos de Brisa. Sencillamente se le había olvidado qué volumen contenía la llave.
Con esta en la mano, Marasi lanzó una mirada de soslayo al solitario escritorio de la habitación. ¿Se atrevería?
«Pues claro que me atrevo», pensó, cruzando la estancia envuelta en un remolino de faldas. Sus credenciales como alguacil, sumadas a la preocupación por el bienestar del gobernador que sentía Aradel, la habilitaban a efectos jurídicos para efectuar un registro rápido. Conocía la ley mejor que cualquiera.
También sabía que la ley era susceptible de interpretarse de un modo u otro para los distintos jueces de la ciudad, la mayoría de los cuales tenían sangre noble en las venas y no verían con buenos ojos que alguien espiara al gobernador. Por eso le temblaban los dedos cuando intentó introducir la llave en la cerradura del cajón de la mesa. No encajaba. Se quedó pensativa, hasta que encontró un punto en el suelo que le recordaba a algo que acababa de ver arriba, cuando el gobernador había sacado su sello.
Efectivamente, había una caja de caudales escondida bajo la alfombra. Marasi giró la llave en la cerradura, y se vio recompensada por un gratificante chasquido. Tiró de la puerta para abrirla y echó un somero vistazo al contenido.
Una pistola.
Puros. No le sonaba la marca.
Un fajo de billetes amarrados con un cordel. Dinero suficiente para comprar una casa. Marasi se quedó impresionada, pero siguió buscando.
Un montón de cartas. Se las llevó a la mesa, esperando encontrar los detalles de algún romance ilícito o algo por el estilo. Les echó un vistazo, comenzó a leerlas más detenidamente, y se hundió en la silla del escritorio, llevándose los dedos a los labios.
Las cartas hablaban de una relación, sí; o, mejor dicho, de varias. Eran correspondencia privada con los líderes de las casas de toda la ciudad. Aun perfumadas con una nube de eufemismos y circunloquios, apestaban a corrupción.
A Marasi se le heló la sangre en las venas mientras repasaba las cartas, una por una. Las expresiones utilizadas eran ambiguas. Acordamos extender ciertas cortesías, por ejemplo, o En función de nuestro último acuerdo, los términos son aceptables. Pero todas estaban fechadas, y su mente no tardó en relacionarlas con los apuntes que guardaba en la comisaría. Esta era la prueba. Ojeó algunas más. Sí, coincidían con sus análisis estadísticos. Estos eran los favores políticos que había prometido Innate a cambio de sobornos.
Debido a lo rebuscado de su redacción, quizá no resultaran tan incriminatorias como una pistola humeante… pero sí al menos como una cuyo cañón aún estuviera caliente. Lo mejor de todo era que Innate había añadido varias anotaciones de su puño y letra, subrayando aquellos puntos que le parecían más importantes. Aquí, Innate prometía subir los impuestos sobre el acero refinado de fuera de la ciudad a cambio de una rebaja en el precio de los terrenos que quería comprar alguien de su familia. En otra, más reciente, se hablaba de que había quedado libre una plaza de juez, ocupada finalmente por el noble vástago de una familia hammondessa merced a la intervención de Innate.
Marasi sospechaba que el hombre era un corrupto, pero verlo expuesto tan a las claras, en negro sobre blanco, resultaba descorazonador. Barajó el mazo de cartas. No había ninguna dirigida a los Lekal, sus principales rivales. Ninguna tampoco para Waxillium, constató con alivio Marasi, ni más antiguas para Edwarn Ladrian, su tío.
Debajo de las cartas había un libro de cuentas, en el cual Marasi esperaba que constase lo que Innate creía que le debían, así como el estado de sus finanzas particulares. Tras echar un somero vistazo a sus páginas, no encontró nada que confirmara sus sospechas, pero tampoco nada que las despejara.
Se quedó un momento sentada, abrazada a todos aquellos papeles, sintiéndose abrumada. «Herrumbres. La gente hace bien en sublevarse». ¿Sería este el objetivo de los planes de Sangradora? ¿Empujar a Innate a la luz pública y socavar su reputación exponiendo su corrupción; la naturaleza corrupta, de hecho, de prácticamente todas las familias nobles de la ciudad? Al revelar estas cartas, Marasi podría estar siguiéndole el juego a la criatura. La mera idea le revolvía el estómago. Pero, si tan corrupto era el gobernador, ¿no sería lo mejor desenmascararlo y apartarlo del cargo?
Se apresuró a guardar las cartas en el bolso. El coronel Aradel tenía que verlas. Cerró la caja fuerte, echó la llave, devolvió esta a su escondite y empezó a subir las escaleras. No quería estar en el sótano cuando el mayordomo fuese a buscarla para decirle que ya había llegado su carruaje.
«Innate alegará que fue Sangradora la que las colocó aquí —pensó mientras llegaba a la planta baja—. Sería la coartada perfecta». Aparte de eso, si se percataba de su ausencia, no le costaría nada adivinar quién se las había llevado. El mismo criado de antes seguía restregando el suelo, y había visto cómo Marasi bajaba y volvía a subir.
Pero, Herrumbre y Ruina, no pensaba hacer como si semejante bomba ni siquiera existiese.
Surcar los aires de noche le permitía a Wax constatar la inconfundible presencia de la humanidad, delimitada por unas cotas estrictas. Donde vivían había iluminación. Cabezas de alfiler en la oscuridad, hombres y mujeres que intentaban comerle terreno a la noche. Las luces se extendían como las raíces de un árbol.
Su tío lo había dejado lejos de su destino. Por suerte, para un lanzamonedas, ni siquiera la inmensidad de Elendel constituía un reto. No se dirigió de inmediato hacia el interior, sin embargo, para visitar la Tierra Natal de los kandra. Las palabras de su tío resonaban aún en su cabeza, al igual que las provocaciones de Sangradora. Lo asaltaban desde dos frentes distintos, como punzones que intentaran traspasarle las sienes.
Necesitaba pensar, estar a solas. Quizás así podría resolver ese espantoso rompecabezas. Aterrizó en un tejado que señoreaba sobre el vasto manto luminoso que refulgía ante él. Un gato lo observaba desde un macetero cercano, encendidos sus ojos. A sus pies, otra hilera de tabernas. Bullicio y escándalo. Debían de ser más de las dos de la madrugada, pero nada indicaba que los clientes tuvieran la menor intención de irse a sus casas.
Herrumbres, cómo le molestaba que uno no pudiera estar nunca realmente solo en la ciudad. Incluso en la intimidad de su mansión, el incesante paso de los carruajes que circulaban frente a ella perturbaba el silencio.
Se zambulló en la noche de un salto, asustando al gato. Se elevó trazando una larga parábola, esforzándose por alejarse lo suficiente como para dejar de oír los gritos de los borrachos. Su búsqueda lo llevó al este, hacia el borde de la ciudad. Mientras se aproximaba, algo emergió de las brumas como el espinazo descolorido de algún monstruo antiguo. El Pontoriente, una estructura gigantesca que cruzaba el río Puerta de Hierro.
Por una parte, lo maravillaba que la humanidad fuese capaz de construir algo así: un prodigio de dimensiones colosales erizado de remaches, lo bastante amplio como para permitir el tráfico de motocarros y contener incluso tendidos ferroviarios. Por otra, las brumas envolvían el puente por completo, confiriéndole una apariencia aún más esquelética. La humanidad creaba y se vanagloriaba de sus creaciones, pero la presencia de Armonía conseguía que todo pareciese trivial.
«¿Lo sabía?». Wax aterrizó en una de las torres del puente; sus botas repicaron contra el metal. «¿Podría haber salvado a Lessie?».
La respuesta era sencilla. Por supuesto que Armonía lo había sabido. Creer en Dios significaba entender que Él o Ella no iba a resolver todos tus problemas por ti. Wax nunca se había parado a pensar detenidamente en eso. Cuando vivía en los Áridos, había aprendido a aceptar que, a veces, uno sencillamente debía capear el temporal por sus propios medios. No siempre iba a haber alguien cerca para echarle una mano. Así era la vida. Resignación.
Ahora, sin embargo, era como si algo hubiese cambiado. Había hablado con Armonía. Diablos, si estaba donde estaba ahora mismo era porque el mismo Dios le había encomendado una misión. Aquello le confería a todo un carácter más personal. Dios no había salvado a Lessie, no había avisado a Wax. ¿Y ahora esperaba que este corriera a cumplir con Su voluntad?
«¿Qué vas a hacer? —se dijo Wax para sus adentros, caminando por el elevado pináculo del puente—. ¿Dejar que arda la ciudad? ¿Que Sangradora siga matando?».
No, por supuesto. También eso lo sabía Armonía. Tenía a Wax agarrado por el pescuezo.
«¿Estás ahí? —preguntó Wax, proyectando sus pensamientos—. ¿Armonía?».
Se acarició la oreja antes de recordar que se había quitado el pendiente. Por necesidad, sí, pero en ese momento se alegró de no llevarlo encima. Para que Dios no pudiera asomarse a su mente, puesto que sus pensamientos no estaban siendo particularmente puros.
Wax recorrió las brumas a largas zancadas mientras, abajo, un motocarro solitario cruzaba el puente traqueteando. Sangradora estaba jugando con él. Podía sentir sus dedos insidiosos atravesándole el cráneo, envolviéndose alrededor de su mente. Veía con claridad meridiana lo que estaba haciendo, pero no lograba desentrañar ninguna de las incógnitas que le planteaba.
Se detuvo en un extremo de lo alto de la torre. Desde allí se distinguía el filo de la ciudad, donde las luces daban paso a la oscuridad de los páramos. A su espalda, Elendel resplandecía fulgurante, con miles y miles de luces, pero los tendidos eléctricos todavía no habían llegado al otro lado del puente. En las afueras de la ciudad, se acababan las lámparas. Las últimas colgaban del puente, como faros enfrentados a la inmensa oscuridad del océano.
Anhelaba esa oscuridad. Internarse en ella de un salto, escapar de toda esta responsabilidad; no tener que preocuparse más por los cientos de miles de personas a las que no conocería jamás y volver a ayudar al puñado de ellas a las que siempre podría poner rostro.
Libertad. Pero la libertad, para Wax, no era la ausencia de responsabilidad. Estaba seguro de que, si se iba otra vez, volvería a terminar ejerciendo de vigilante. No, la libertad no era la ausencia de responsabilidad: era ser capaz de hacer lo que estaba bien, sin necesidad de preocuparse porque también pudiera estar mal.
No contemplaba en serio la posibilidad de marcharse, pero se quedó allí sentado un buen rato, contemplando la oscuridad. Esforzándose por mirar más allá de la gente, de los suburbios en sombra, y ver de nuevo la simplicidad. Herrumbres. Ojalá pudiera cambiar a todos aquellos políticos, con sus juegos y sus secretos, por un honrado asesino plantado en la calle, desafiándolo a cara descubierta.
«Cobarde».
Aquella idea era propia. Ni de Armonía, ni de Sangradora. Eso hacía que le doliera más todavía, como un directo en la barriga, puesto que sabía que era verdad. Wax respiró hondo y se puso de pie, dispuesto a seguir cargando con su culpa. Le dio la espalda a la oscuridad y saltó al vacío desde lo alto del puente, empujando contra él para volver a sumergirse en la noche. Había venido aquí para disfrutar de un momento de tranquilidad. Para pensar.
Pero, al final, había descubierto que no le gustaban los derroteros que estaban tomando esos pensamientos.