7
—Mira, Wax —dijo Wayne mientras entraban en la Mansión Ladrian—. Vi el cadáver de Tan. Le volaste la tapa de los sesos. El tipo estaba más muerto que los leones disecados que se exhiben en las salas de los trofeos. No es él.
—¿Y si, en secreto, fuera un nacido del metal? —preguntó Wax—. Miles podría haber sobrevivido a un disparo en la cabeza.
—No funciona así, compañero. —Wayne cerró la puerta y le lanzó el abrigo a Darriance. El mayordomo lo paró con la cara—. Incluso los hacedores de sangre solo podrían restañar una lesión de ese tipo en el momento mismo de producirse. Una vez el herido pasa a estar muerto, no hay poder… ni alomántico ni feruquímico… capaz de traerlo de vuelta.
—Lo he visto, Wayne. Dos veces. —«La primera, mientras perseguía al Tirador; y la segunda, hoy mismo».
—Señor —dijo Darriance, mientras doblaba el abrigo de Wayne—. Ha llegado equipo nuevo para usted, de parte de la señorita Ranette. Me pidió que le preguntara si estaría usted dispuesto a probarlo.
—¡Ay, Ruina! —exclamó Wayne—. ¿Me la he perdido? ¿No me ha dejado ningún mensaje?
—Me… encargó que le pegara un cachete —confesó Darriance.
—Oooh… Cómo se acuerda de mí. ¡Lo ves, Wax, se acuerda de mí!
Wax asintió con la cabeza, distraído, mientras Wayne intentaba convencer a Darriance para que le diese una palmadita en el trasero; le extrañaría que fuera aquello lo que había querido decir Ranette.
—Señor —dijo Darriance, volviendo la espalda a las posaderas que le ofrecía Wayne—. Además del paquete, lady Harms lo espera en la sala de estar.
Wax titubeó, impaciente por subir las escaleras. Necesitaba tiempo para pensar, a ser posible con su pendiente puesto en la oreja, y revisar el paquete de Ranette. Siempre eran interesantes.
Pero no podía ignorar a Steris sin más.
—Gracias, Darriance. Envíale una nota a mi abuela, en la Aldea, en la que ponga que hemos encontrado a la terrisana desaparecida, aunque alguien la descubrió… y, lamentablemente, asesinó… antes de que llegáramos. Dile que los alguaciles le explicarán el resto, y que quizá deseen hacerle algunas preguntas.
—Muy bien, mi señor.
Wax empujó la puerta de la sala de estar y besó la mano de Steris cuando esta se levantó para recibirlo.
—No dispongo de mucho tiempo, Steris.
—Así que ya te has metido en harina —replicó ella, observándolo de arriba abajo—. Quizás esto sea útil, supongo. Atrapar al asesino del hermano del gobernador podría redundar en ventajas políticas.
—A menos que saque a la luz unos cuantos cadáveres.
—Bueno, tal vez podamos prepararnos para esa eventualidad. La fiesta de lady ZoBell. ¿Sigue en pie la idea de acompañarme?
Herrumbres. Se le había olvidado por completo.
—Nuestra invitación ha desaparecido… sospecho que por culpa de Wayne… pero da igual. Eres el lord de una Gran Casa. No nos denegarán el acceso.
—Steris. No sé si tengo tiempo para…
—El gobernador estará allí —lo interrumpió su prometida—. Podrías hablar de su hermano con él.
«Más conversaciones estériles —pensó Wax—. Más bailes y juegos políticos». Necesitaba ponerse a trabajar, comenzar la cacería.
Sangriento Tan. Le entró un tic en el ojo.
—Se rumoreaba que el gobernador no pensaba asistir —añadió Steris—, después de los acontecimientos de la jornada. Sin embargo, sé de buena tinta que estará allí. En estos tiempos tan comprometidos que corren, no quiere dar la impresión de que tiene algo que ocultar.
Wax frunció el ceño.
—Espera. ¿Qué «acontecimientos de la jornada»?
—El intento de asesinato —respondió Steris—. ¿De verdad que no te has enterado?
—He estado liado. ¡Herrumbres! ¿Alguien ha intentado cargárselo? ¿Quién?
—Un perturbado —dijo Steris—. Alguien que no estaba en su sano juicio. Tengo entendido que ya lo han capturado.
—Necesito hablar con el sospechoso. —Wax se dirigió a la puerta—. Quizás exista alguna conexión.
—No constituía ninguna amenaza, en realidad —dijo Steris—. Según todas las versiones, el hombre tenía una puntería espantosa. Ni siquiera rozó a su objetivo. ¿Waxillium?
—¡Wayne! —Wax abrió la puerta de otro empujón—. Tenemos que…
—Ya estoy en ello —dijo Wayne, levantando un pasquín de la mesa. La edición vespertina; Wax estaba suscrito. El titular de la primera plana rezaba: «¡Osada agresión contra el gobernador a plena luz del día!». Wayne descolgó el sombrero de Wax del perchero, se lo lanzó y chasqueó los dedos en dirección al mayordomo… que se disponía a colgar el abrigo de Wayne en el armario del guardarropa. Con un suspiro, Darriance lo descolgó de nuevo y se lo llevó.
—Intentaré llegar a la fiesta —le prometió Wax a Steris mientras se ponía el sombrero—. Si no he vuelto a tiempo, siéntete libre de marcharte sin mí.
Steris cruzó los brazos.
—¿Ah, sí? ¿Y con quién voy entonces, con el mayordomo?
—Si quieres.
—Pero ándate con ojo, Steris —añadió Wayne—. Los mayordomos de Wax son propensos a saltar por los aires.
Wax lo fulminó con la mirada. Instantes después, abrieron al unísono la puerta principal y encaminaron sus pasos hacia el coche de caballos.
—¿Sigues necesitando intimidad para enfrascarte en esas cavilaciones tuyas? —preguntó Wayne.
—Sí.
—Yo prefiero evitarlas. Me producen dolor de cabeza. Oye, Hoid. ¿Te importa que me siente en el pescante contigo?
El cochero nuevo se encogió de hombros y le hizo sitio a su lado. Wayne se encaramó al asiento, y Wax entró en el vehículo. Estas no eran las condiciones idóneas, pero tendría que conformarse. Bajó los visillos de las ventanas y se puso cómodo mientras el carruaje emprendía la marcha.
Metió la mano en el bolsillo para sacar un pendiente de la religión del Camino. El suyo era especial. Se lo habían entregado en mano, en misteriosas circunstancias. De un tiempo a esta parte, sin embargo, evitaba ponérselo, puesto que el libro despejaba cualquier posible duda sobre su naturaleza. Hacía tiempo, los pequeños pinchos de metal como este habían permitido a la gente comunicarse con Ruina y Conservación, deidades del antiguo mundo. Hemalurgia.
¿Sería este pendiente, entonces, el fruto de un asesinato?
Dubitativo, se lo puso en la oreja.
Por desgracia, resonó una voz en su mente, tus sospechas sobre el pendiente están fundadas. Es un punzón hemalúrgico.
Wax dio un respingo, utilizó su alomancia para abrir de golpe la puerta del coche, disponiéndose a huir, y desenfundó a Vindicación. ¡Herrumbres! Había oído esa voz como si hubiera alguien sentado a su lado.
Creo que apretar ese gatillo no surtiría el efecto deseado, dijo la voz. Aunque pudieras verme, disparándome solo conseguirías destrozar el interior del vehículo, cuya reparación costaría exactamente ochenta y cuatro arquillas cuando la señorita Grimes lo llevase al taller la semana que viene. Te quedarías con un panel de madera nuevo en la carrocería, justo detrás de mí, que nunca terminaría de encajar del todo con los demás.
Wax tomó aire y volvió a soltarlo, despacio.
—Armonía.
¿Sí?, dijo la voz.
—Estás aquí, en el coche.
Técnicamente hablando, estoy en todas partes.
Wax, que temblaba de la cabeza a los pies, sintió como si se le secara la boca. Se obligó a cerrar la puerta y volvió a sentarse.
Dime, resonó la voz dentro de su cabeza, ¿qué esperabas que ocurriese cuando te pusieras el pendiente, aparte de esto?
—Pues… —Wax devolvió a Vindicación a su funda—. No me imaginaba que la respuesta sería tan… fulminante. Y últimamente tengo los nervios a flor de piel, su… esto… su deidad.
Puedes llamarme Armonía, o «señor», si lo prefieres. La voz sonaba risueña. Veamos. ¿De qué deseas hablar?
—Ya lo sabes.
Será mejor oírtelo decir.
—¿Mejor para ti —dijo Wax— o para mí mismo?
Las dos cosas.
—¿Me he vuelto loco?
Si se diera ese caso, conversar con un producto de tu imaginación no serviría para verificar el diagnóstico.
—No me estás ayudando.
Plantea mejor tus preguntas, Waxillium.
Wax se inclinó hacia delante.
—Me… —Enlazó las manos ante él—. Eres real.
Has oído mi voz; has seguido mi Camino.
—Unas pocas palabras susurradas cuando atravesaba un momento de extrema ansiedad, malherido como estaba —replicó Wax—. Palabras que desde entonces he llegado a dudar si realmente las habría escuchado. Esto es distinto. Esto es… más real.
Entonces, necesitas oírlo, ¿verdad?, dijo la voz. Sonaba tan nítida y corriente como si hubiera alguien normal allí sentado, alguien invisible, hablando con él. De acuerdo. Soy Armonía, el Héroe de las Eras, antes llamado Sazed. Al término de un mundo me arrogué los poderes de la protección y la destrucción, y al hacerlo me convertí en el guardián del nuevo mundo que habría de llegar. Estoy aquí, Waxillium, para decirte que no te has vuelto loco.
—Sangriento Tan está vivo.
No exactamente.
Wax arrugó el entrecejo.
Hay… seres en este mundo que no son ni humanos ni koloss. Algo relacionado con ambos. Puedes llamarlos los Inmortales Sin Rostro.
—Kandra —murmuró Wax—. Como TenSoon, el Guardián. O la persona que me dio este pendiente.
Ocupan los cadáveres y utilizan sus huesos para imitar los movimientos en vida de esas personas; visten los cuerpos ajenos como haces tú con tu ropa, alternándolos a su antojo. Los creó el lord Legislador, valiéndose de la hemalurgia.
—Tus textos sagrados no proporcionan muchos detalles sobre su organización —dijo Wax—, pero todo el mundo sabe que los Inmortales Sin Rostro son tus siervos. No asesinos.
Todos los seres tienen capacidad de elegir, dijo Armonía. Incluso los koloss. Este… el ser que viste en el cuerpo de Sangriento Tan… ha tomado una serie de decisiones desafortunadas.
—¿Quién es este hombre?
Es miembro de la Tercera Generación, pero no cometas el error de pensar que, por tratarse de alguien peligroso, sea un hombre. La llamábamos Paalm, pero ha elegido el nombre de Sangradora para sí misma. Waxillium, Sangradora es antigua, más que la destrucción del mundo… casi tanto como el Imperio Final. Es más antigua que yo, de hecho, aunque no tanto como mis poderes. Es artera, precavida y brillante. Y me temo que podría haber perdido la cordura.
El carruaje dobló una esquina.
—Una de tus antiguas sirvientes —dijo Wax— se ha vuelto loca y es una asesina.
Sí.
—¡Pues párala!
No es tan sencillo.
—¿Libre albedrío? —preguntó Wax, irritado.
No, no en este caso. Puedo controlar directamente a un ser que se haya imbuido de demasiada hemalurgia. Actuaría en este caso, puesto que Sangradora ha desobedecido su Contrato conmigo, exponiéndose así a mi intervención. Algo anda mal, por desgracia.
—¿Qué?
La deidad tardó en responder.
Aún no lo sé.
Wax sintió un escalofrío.
—¿Es posible tal cosa?
Eso parece. De alguna manera, Sangradora ha descubierto cómo esconderse de mí. Puedo entreverla, en ocasiones, pero solo cuando actúa de forma directa y flagrante.
Se ha quitado una de sus Bendiciones, lamentablemente; una de las dos púas que los kandra deben retener en su interior si desean conservar la cognición. La controlaría por la fuerza si pudiera, pero una púa no atraviesa el alma lo suficiente como para franquearme el acceso.
—«Cognición» —repitió Wax—. Los kandra necesitan dos púas para pensar, pero ella se pasea por ahí con una sola. ¿Lo cual significa…?
Locura, dijo Armonía, más baja su voz en los oídos de Wax. Pero lo que anda mal va más allá de eso. Se esconde de mí, y aunque pueda hablar con ella, no está obligada a escuchar… y no puedo rastrear su paradero.
—¿No habías dicho que estabas en todas partes?
Mi esencia lo está, matizó Armonía. Pero esta cosa que soy… es más compleja de lo que te imaginas.
—¿La complejidad de ser una divinidad excede la capacidad de comprensión de los mortales? Menuda sorpresa.
Armonía soltó una risita.
«Espera —pensó Wax—. ¿Acabo de ponerme sarcástico con el Mismísimo Dios?».
Ni más ni menos, dijo Armonía. No pasa nada. Pocos actúan con tanta naturalidad en mi presencia, ni siquiera los kandra. Me agrada. Es como en los viejos tiempos. Desde que no está Kelsier…, en fin, no abundan las ocasiones así.
—¿Puedes oír mis pensamientos?
Cuando llevas puesto el pendiente, sí. Conservación me confiere la facultad de escucharte, y Ruina la de comunicarme contigo. Cada uno de ellos solo tenía una mitad. Siempre me ha parecido desconcertante.
En cualquier caso, sé que has estado leyendo el libro del joven Lestibournes. No me hizo gracia que lo escribiera, pero no podía impedírselo. Confiaré en que Marsh obrara bien confiándotelo. Sangradora puede usar la hemalurgia, pero de un modo que debería estarle vetado. Los kandra carecen de poderes alománticos o feruquímicos. Ha aprendido a usurparlos y utilizarlos para conservar su forma de kandra.
Con limitaciones, por suerte. Solo puede emplear las púas de una en una, de lo contrario se expondría a mi control. Si desea alternarlas, debe arrancarse una y empalarse en la otra para digerirla y que le devuelva así el raciocinio.
Ignoro por qué ha elegido esta ciudad, pero me alarma. Ha estudiado la conducta humana durante siglos. Algo trama.
—Habrá que pararle los pies, en tal caso.
Te enviaré ayuda.
—Doy por sentado que, dadas las circunstancias, será espectacular.
Armonía exhaló un delicado suspiro. En su mente, Wax lo vio de repente plantado con las manos enlazadas a la espalda, contemplando la eternidad que se extendía ante Él hasta confundirse en la lejanía con las tinieblas. Alto, embozado en una túnica, de espaldas a Wax, casi visible y discernible, pero, de alguna manera, al mismo tiempo completamente inefable.
Waxillium, dijo Armonía, he intentado explicártelo antes, pero sospecho que no he sido lo bastante conciso. Tengo las manos atadas y mi libertad de movimientos es limitada.
—¿Quién puede atarle las manos a Dios?
Me las até yo mismo.
Wax frunció el ceño.
Contengo tanto a Ruina como a Conservación, añadió Armonía. El peligro de portar estos poderes enfrentados es que puedo ver ambas posturas: la necesidad de la vida y la necesidad de la muerte. Represento el equilibrio. Y, hasta cierto punto, la neutralidad.
—Pero Sangradora antes era una de los Tuyos, y ahora actúa en Tu contra.
Era de Conservación. Se ha pasado al bando de Ruina. Ambos son necesarios.
—Entonces, los asesinos son necesarios —sentenció Wax, tajante.
Sí. No. Lo necesario es que exista el potencial de que se produzcan asesinatos. Waxillium, yo… la personalidad con la que estás hablando… comparto tu indignación. Pero los poderes que encarno, la esencia de mi ser, me impiden decantarme a favor o en contra de una sola postura.
Temo haber allanado ya en exceso el camino para los hombres. Esta ciudad, el clima perfecto, la tierra que se renueva… Estaba previsto que descubrierais la radio hace un siglo, pero entonces no la necesitabais, de modo que no perseverasteis en esa línea. Ignoráis aún la aviación, y seguís siendo incapaces de doblegar la naturaleza porque no os tomáis la molestia de estudiar en serio ni los sistemas de riego ni los métodos de fertilización.
—¿La… radio? ¿Qué es eso?
No exploráis, prosiguió Armonía, haciendo caso omiso del desconcierto de Wax. ¿Para qué? Aquí tenéis todo cuanto podríais desear. Apenas si habéis avanzado, tecnológicamente hablando, merced a lo que os legué en mis libros. Otros, sin embargo, que estuvieron a punto de ser destruidos…
Cometí un error con vosotros, lo sé. Y sigo cometiéndolos, muchos. ¿Se tambalea ahora tu fe, Waxillium? ¿Te preocupa que tu Dios no sea infalible?
—Nunca afirmaste ser infalible, que yo recuerde.
No. Cierto.
Sobrevino a Wax una sensación de calidez, un fuego, como si el interior del coche estuviera convirtiéndose en un horno en el que reinaran temperaturas extremas.
Aborrezco el sufrimiento, Waxillium. Detesto que a los seres como Sangradora se les permita actuar como actúan. Yo no puedo detenerlos. Tú, sí. Hazlo, te lo suplico.
—Lo intentaré.
Bien. Ah, Waxillium.
—¿Sí, mi señor?
Procura no ser tan duro con Marasi Colms. No eres mi único agente en los asuntos de la humanidad; me costó mucho trabajo colocar a Marasi en una posición desde la que podría hacer algo por el bien de la ciudad. Es frustrante ver cómo te empeñas en menospreciarla porque su admiración te incomoda.
Wax tragó saliva con dificultad.
—Sí, mi señor.
Te enviaré ayuda.
La voz se desvaneció. La temperatura regresó a la normalidad. Wax se recostó en el asiento, empapado de sudor, sintiéndose exhausto.
Sonaron unos golpecitos en la ventana. Titubeante, Wax apartó el visillo. Allí estaba Wayne, colgando bocabajo, aguantándose el sombrero en la cabeza con una mano.
—¿Has terminado ya de hablar solo, Wax?
—Me… Sí, ya he terminado.
—A mí también me dio por oír voces una vez, ¿sabes?
—¿Sí?
—Pues sí. No veas qué susto me llevé. Me aporreé la cabeza contra la pared hasta perder el conocimiento. ¡No he vuelto a oírlas! Ja. Les di una buena lección. Ante una invasión de alimañas, lo mejor es prenderle fuego al nido y largarlas con viento fresco.
—Y el nido… era tu cabeza.
—Correcto.
Lo más triste de todo era que, casi con toda seguridad, Wayne no se lo estaba inventando. Ser imposible de matar, siempre y cuando se tuviera el suficiente poder curativo en reserva, podía hacer cosas raras con el instinto de conservación de una persona. Por otra parte, lo más probable era que Wayne hubiera estado borracho en aquella ocasión en concreto. También eso hacía cosas raras con el instinto de conservación de la gente.
—En fin, cambiando de tema —dijo Wayne—. Ya casi hemos llegado a la comisaría. Hora de retomar el papel de sucios guripas. Por lo menos tendrán bollitos.
Marasi esperaba en el interior de la comisaría con los brazos cruzados, en parte para disimular el hecho de que le temblaban las manos. Era injusto. Ya había estado en muchos tiroteos. Debería haberse acostumbrado a esto… pero, a pesar de todo, cuando se pasaba el susto —el momento de acción y emoción— por lo general se quedaba agotada. Seguro que, tarde o temprano, se convertiría en algo normal.
—Llevaba esto puesto, señor —dijo Reddi, soltando un par de brazaletes de golpe encima de la mesa—. No llevaba nada más de metal encima, salvo por la pistola y un puñado de balas. Hemos llamado a la sanguijuela de la comisaría del primer octante para cerciorarnos de que no hubiera ingerido metal, pero no lo sabremos con seguridad hasta que llegue.
Aradel cogió uno de los brazaletes y lo giró entre las manos. La habitación, en penumbra, era una especie de galería con vistas a la sala de interrogatorios que tenían a sus pies, donde el asesino que había detenido Marasi se encontraba arrumbado en una silla. Se llamaba Rian; no tenía casa, aunque habían localizado a su familia. Lo inmovilizaban unas cuerdas atadas a la roca de gran tamaño que se elevaba tras el respaldo del asiento. No había nada de metal en la estancia, diseñada para contener sin peligro a lanzamonedas y atraedores. El suelo era de piedra; los muros, de recias tablas ensambladas con virotes de madera. La apariencia del conjunto era tosca, casi primitiva. Las paredes de cristal de la galería les permitían observarlo sin que nadie los pudiera oír desde abajo.
—Así que es un nacido del metal —dijo la teniente Caberel, la última ocupante del cuarto. La fornida mujer cogió el otro brazalete—. ¿Por qué no usó sus habilidades en el atentado? Si mató a Winsting con velocidad feruquímica, como asegura el viejo Waxillium Disparo al Amanecer, hoy debería haber hecho lo mismo.
—Quizá no sea el asesino de Winsting —repuso Aradel—. Cabe la posibilidad de que los ataques no estén relacionados.
—Sin embargo, señor, encaja con el perfil —dijo Reddi—. Los guardaespaldas de Winsting no habrían sospechado de un miembro de confianza de la escolta personal del gobernador. Podría haberse abierto paso entre ellos con buenas palabras antes de cometer el delito.
—Me cuesta imaginar que los guardias de Winsting permitieran que alguien así se quedara a solas con su protegido, capitán —replicó Aradel—. ¿Tras un tiroteo que ya se había cobrado varias vidas? Estarían en tensión. Suspicaces al máximo.
Abajo, el sospechoso comenzó a mecerse hacia delante y atrás en la silla. Las rejillas de ventilación que les permitirían escuchar lo que decía estaban cerradas, pero a Marasi le dio la impresión de que había empezado de nuevo a musitar para sí.
—Bueno, pues se lo preguntamos a él —sugirió Caberel.
—¿Otra vez? —dijo Reddi—. Ya lo ha oído antes. Lo único que hace es farfullar.
—Incentívalo —replicó Caberel—. Eso se te da muy bien, Reddi.
—Supongo que a su cara no le vendrían mal unos cuantos moratones.
—Sabe que no puede hacer eso —intervino Marasi desde su posición, junto a la ventana.
Reddi se volvió hacia ella.
—No me cite las estadísticas, Colms. Está comprobado que le puedo sonsacar la verdad a cualquiera, se ponga como se ponga.
—En esta ocasión no es cuestión de estadísticas —dijo Marasi—. Si tortura a ese hombre, invalidará el juicio antes de que empiece. Sus abogados lo sacarán de aquí sin problemas.
Reddi arrugó el entrecejo.
—Ordenemos que traigan a su hija. —Caberel estaba revisando la ficha del hombre—. La amenazaremos delante de él, aunque no vayamos a hacerle ningún daño. Hablará.
Marasi se frotó la frente con una mano.
—Eso es literalmente ilegal, Caberel. ¿No han oído hablar nunca del artículo 89? Lo amparan unos derechos.
—Es un delincuente —dijo Reddi.
—Un presunto delincuente. —Marasi exhaló un suspiro—. No pueden seguir actuando como en el pasado, Reddi. Las leyes han cambiado. Seguirán volviéndose cada vez más estrictas, del mismo modo que los abogados defensores son cada vez más astutos.
—Los procuradores se han pasado al otro bando —dijo Caberel, asintiendo con la cabeza—. Tiene razón.
Marasi optó por reservarse su opinión al respecto. No era cuestión de pasarse o no al otro bando, por supuesto; en absoluto. Sin embargo, se conformaría con que los alguaciles aprendieran a respetar las normas, fuera cual fuese su razonamiento.
—Opino —dijo Reddi— que es una lástima que entre nosotros haya alguien que parezca estar más a favor de los procuradores que de la justicia. Conoce mejor su forma de actuar que la nuestra.
—Es posible —observó Aradel, en tono grave pero apacible—. Podría pensarse que precisamente por eso decidí introducirla en el equipo, capitán Reddi. Colms está familiarizada con los códigos legales contemporáneos. Si prestases más atención a las leyes que juraste defender, quizá Daughnin no hubiera vuelto a la calle el mes pasado.
Reddi se ruborizó y agachó la cabeza. Aradel se situó junto a Marasi, contemplando al prisionero.
—¿Qué tal se le da interrogar a testigos hostiles, teniente?
—Tengo menos práctica de lo que me gustaría —respondió la muchacha, haciendo una mueca—. Estoy dispuesta a intentarlo, pero haríamos bien en esperar unos minutos.
—¿Por qué?
Sonó un portazo a lo lejos.
—Por eso —dijo Marasi.
Instantes después, la puerta de la cámara de observación se abrió de golpe, empujada por Waxillium sobre la marcha. ¿Ese hombre no podría tomarse la molestia de mover un dedo de vez en cuando? Entró como una exhalación, seguido de cerca por Wayne, que, por alguna razón, llegaba puesto el sombrero de la alguacil Terri.
Waxillium echó un vistazo al cautivo. Entornó los ojos y observó de soslayo los brazaletes que tenía cerca de él, encima de la mesa. Uno de ellos dio un brinco y se cayó al suelo, empujado por su invisible habilidad alomántica.
—No son mentes de metal —dijo con un gruñido—. Ese hombre es un señuelo. Les han engañado. —Se giró, dispuesto a marcharse. Wayne se repantigó en una de las sillas, apoyó los pies junto a los brazaletes y no tardó nada en empezar a roncar.
—Espere, ¿eso es todo? —dijo Reddi, observando a Waxillium de reojo—. ¿Ni siquiera piensa interrogarlo?
—Hablaré con él. Podría proporcionarnos alguna pista que nos ayude a encontrar al asesino de Winsting. Pero no es nuestro hombre.
—¿Cómo puedes estar tan seguro, Waxillium? —preguntó Marasi.
—Empujar contra unas mentes de metal de verdad requiere más esfuerzo. —Wax apuntó con el dedo—. Y ese hombre es demasiado evidente. Quienquiera que esté detrás de esto se ha adelantado a nuestra teoría de que el asesino podría ser uno de los guardias de Innate y quiere que nos apresuremos a culpar a este hombre. Quieren que asumamos que el asesino ya está en nuestro poder. Pero ¿por qué? ¿Planearán hacer algo esta noche…? —Sus pasos lo acercaron a la puerta, contemplativo—. Voy a hablar con el prisionero. Marasi, no me vendría mal otro par de oídos.
La muchacha dio un respingo. ¿Estaba pidiéndole ayuda? ¿¡A ella!? Menudo cambio, después de que la hiciera sentirse culpable cada vez que se personaba en el escenario de un crimen. Miró de reojo a Aradel, que le dio permiso para marcharse, y salió corriendo en pos de Waxillium.
Una vez en la escalera, este se detuvo y se volvió hacia ella. Llevaba puesto el sombrero de los Áridos, cosa que solo hacía cuando le daba por ponerse en plan «vigilante implacable».
—Tengo entendido que la detención fue obra tuya.
—Así es.
—Buen trabajo.
Esas palabras no deberían haberle producido el estremecimiento de placer que acababa de experimentar. No necesitaba su aprobación.
Era agradable, no obstante.
Waxillium seguía observándola, como si se dispusiera a decir algo más.
—¿Qué? —preguntó Marasi.
—He hablado con Dios camino de aquí.
—Vaaale… Me alegra que seas tan devoto como para elevar una plegaria de vez en cuando.
—Ya. El caso es que me respondió.
La muchacha ladeó la cabeza mientras intentaba desentrañar el enigmático significado de esas palabras. Por otra parte, Waxillium Ladrian no tenía fama de críptico. Herrumbres, la mayoría de las veces se pasaba de directo.
—De acuerdo —replicó Marasi—. ¿Y qué te ha dicho?
—Que nuestra asesina es una Inmortal Sin Rostro —respondió Waxillium, reemprendiendo el descenso de las escaleras—. Una criatura que se hace llamar Sangradora. Puede cambiar de forma usurpando los huesos de los difuntos, y se ha vuelto loca. Ni siquiera Armonía conoce sus intenciones.
Mientras lo seguía, Marasi intentó digerir aquella información. Espectros de la bruma y kandra… esas cosas pertenecían al ámbito de la Historia, no de la vida real. Por otra parte, en su momento habría pensado que los hombres como Miles Cienvidas y Waxillium Disparo al Amanecer también eran personajes históricos. Habían demostrado estar a la altura de su leyenda, y con creces.
—Entonces, ese podría ser ella —dijo Marasi, indicando con un gesto la pared que los separaba del prisionero—. ¡Podría adoptar cualquier forma, cualquier rostro! ¿Por qué estás tan seguro de que este no es el asesino?
—Porque el gobernador todavía está vivo —respondió en voz baja Waxillium—. La criatura que está detrás de esto asesinó a Winsting como si tal cosa en una cámara de seguridad, rodeado de guardias, después de provocar intencionadamente un tiroteo en la sala de arriba. No se dejaría atrapar con tanta facilidad. Es una triquiñuela. —Miró a Marasi—. Pero es imposible estar seguro, no por completo. Por eso necesito que sepas a qué nos enfrentamos.
Marasi asintió con la cabeza; Waxillium le devolvió el gesto y abrió la marcha. Tras abandonar la escalera, dobló una esquina en dirección a la sala de interrogatorios. A Marasi la complació el hecho de que el cabo que estaba de guardia solicitara su autorización antes de abrirle la puerta a Waxillium.
Dentro, el desventurado cautivo aguardaba sentado con los brazos inmovilizados con ligaduras, contemplando fijamente la mesa que tenía delante mientras musitaba algo ininteligible. Waxillium se acercó a él sin pensárselo dos veces, cogió la otra silla, se sentó y dejó el sombrero encima de la mesa. Marasi se quedó algo apartada, donde —si erraban en sus suposiciones acerca del detenido— no correría ningún peligro y podría intervenir para prestar ayuda en caso de necesidad.
Waxillium tamborileó con el índice encima de la mesa, como si no supiera muy bien cómo empezar. Transcurridos unos instantes, el prisionero, Rian, levantó la cabeza y murmuró:
—Me avisó de que vendrías a hablar conmigo.
—¿Quién?
—Dios.
—¿Armonía?
—No. Me dijo que tenía que matar al gobernador. Que debía agredirlo. Intenté no hacerle caso…
Waxillium entornó los párpados.
—¿La has visto? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo era su cara?
—No puedes salvarlo —susurró Rian—. Lo matará. Me prometió libertad, pero aquí estoy, maniatado. Ay, Ruina. —Respiró hondo—. Hay algo para ti. En mi brazo.
—En tu… —La aprensión de Waxillium no parecía fingida. Marasi avanzó un paso de forma involuntaria; también ella acababa de fijarse por primera vez en el pequeño bulto que lucía el prisionero en el brazo.
Sin darle tiempo a enumerar los problemas legales que podría reportarle su acción, Waxillium se levantó, agarró el brazo en cuestión y practicó un rápido corte en la piel. Extrajo un objeto diminuto, cubierto de sangre. ¿Una moneda? Marasi avanzó otro paso mientras el prisionero levantaba el brazo ensangrentado hasta su cabeza y empezaba a tararear para sí.
Waxillium limpió la moneda con el pañuelo. Tras inspeccionar una cara, le dio la vuelta. Se quedó petrificado de repente, muy pálido. Se levantó de un salto.
—¿De dónde has sacado esto?
Rian se limitó a seguir canturreando.
—¿Dónde? —insistió Wax, agarrando al hombre por la pechera de la camisa.
—Waxillium —dijo Marasi, corriendo hasta él para apoyarle una mano en el brazo—. Para.
Wax la miró y soltó a Rian.
—¿Qué es esa moneda? —preguntó Marasi.
—Un mensaje —respondió Waxillium, mientras se la guardaba en el bolsillo—. Este hombre no va a proporcionarnos ninguna información útil. Sangradora sabía que íbamos a capturarlo. ¿Tienes planes para esta noche?
La muchacha frunció el ceño.
—¿Qué…? ¿Por qué lo preguntas?
—El gobernador está invitado a una fiesta. Steris opina que no va a cancelar su asistencia, a pesar de lo ocurrido, y suele acertar con este tipo de cosas. Querrá reforzar su imagen y evitar que sus adversarios políticos piensen que tiene algo que ocultar o temer. Debemos acudir a esa fiesta. Porque Sangradora estará allí, te lo aseguro.