14
Si quieres conocer a una persona, escarba en los rescoldos de su fogata.
Era un dicho de los Áridos, casi con toda seguridad de origen koloss. Significaba, a grandes rasgos, que lo que alguien tiraba servía para hacerse una buena idea de cómo era su vida… o de lo que estaba dispuesto a quemar con tal de no pasar frío.
El reloj de un campanario dio las once con estruendo mientras Wax recorría las brumas a grandes saltos, impulsándose con su alomancia. El sonido despertó ecos en la noche, aun oculta en la oscuridad como estaba la iglesia. Las once no era una hora intempestiva en los tiempos que corrían, y menos en el corazón de la ciudad, pero para la mayoría de la gente debería señalar el momento de acostarse. A la mañana siguiente habría que madrugar mucho para ir al trabajo.
Solo que, de un tiempo a esta parte, una considerable proporción de los habitantes de la ciudad carecían de trabajo al que acudir a diario. Esto se reflejaba en las calles, bulliciosas, y en las tabernas, aún más llenas de gente; por no mencionar los salones de aplacimiento que le salían al paso, abiertos hasta altas horas de la madrugada. Allí era donde los corazones afligidos buscaban otro tipo de consuelo, en forma de alomantes que —por un módico precio— les borraban temporalmente las emociones, insensibilizándolos.
Los salones de encendido eran harina de otro costal. Allí, uno podía elegir la emoción que quisiera y pedir que se la infundieran. Esos locales debían de estar bastante más solicitados, a juzgar por la cola que vio ante la puerta de uno de ellos.
Wax se demoró en una azotea, a la escucha, y reemprendió la marcha tras oír unos gritos. Cruzó el tejado corriendo, empujó contra los clavos de las tablillas y se impulsó sobre un conjunto de apartamentos, sobrevolándolo sin hacer ruido antes de aterrizar en la calle.
Allí encontró un pequeño santuario caminante. No era la iglesia cuya campana había oído antes; las estructuras de los caminantes eran demasiado pequeñas para eso. Construidas a imagen y semejanza de las antiguas cabañas de Terris, a menudo estaban vacías salvo por un par de sillas. Una para el creyente; otra, supuestamente, para Armonía. La religión prohibía adorar a su Dios de forma convencional, pero animaba a sus fieles a conversar con Él.
Esta noche, el santuario estaba siendo asediado.
Vociferaban y lanzaban piedras: un grupo de sombras en la niebla, probablemente borrachos. Wax podía distinguirlos sin problemas; las noches de bruma nunca eran demasiado oscuras en la ciudad, no con toda la luz ambiental que se reflejaba en los vapores.
Desenfundó a Vindicación y avanzó con sigilo, ondeando tras él los faldones de su gabán de bruma. Su perfil fue suficiente. El primero de los asaltantes que lo divisó surgiendo de entre la niebla avisó al resto con un alarido y los hombres se dispersaron, abandonando tras ellos los detritos de su diminuto disturbio. Piedras desperdigadas por el suelo. Unas cuantas botellas. Wax se fijó en las líneas de metal para cerciorarse de que nadie intentara dar la vuelta y acercarse a él por la espalda. Uno de los alborotadores se detuvo a escasa distancia, pero no se aproximó.
Sacudió la cabeza mientras entraba en el santuario. Encontró a la misionera, una terrisana con el cabello intrincadamente trenzado, acobardada en un rincón. El clero caminante era muy peculiar. Por una parte, la religión enfatizaba la conexión personal de cada uno de sus adeptos con Armonía: hacer el bien, sin formalidades. Por otra, la gente necesitaba una guía. Alguien que pudiera explicárselo todo. Los misioneros caminantes —denominados sacerdotes por los profanos, aunque ellos rara vez emplearan ese término— se instalaban en sitios como ese para iluminar el Camino a todo el que lo deseara. Un clero, sí, pero no en el sentido tradicional que entendían los supervivencialistas.
Siempre le había parecido curioso que los pequeños santuarios de los caminantes —con grandes puertas en sus ocho laterales— permitieran que entrasen las brumas, mientras que en las iglesias de los supervivencialistas se observaban tras cúpulas de cristal, desde la comodidad de sus ornamentadas salas repletas de estatuas doradas y bancos de madera noble. La mujer levantó la cabeza cuando Wax se arrodilló junto a ella; olía a aceite. Había una lámpara rota en el suelo, cerca de allí.
—¿Está bien?
—Sí… sí. Gracias.
La mirada de la mujer se posó en la pistola. Fiel a sus principios, Wax se resistió a enfundarla.
—Lo mejor sería que se retirase ya para pasar la noche.
—Vivo en el ático, arriba.
—Entonces vaya a la Aldea. Mejor aún, reúna a todos los colegas suyos que pueda y lléveselos también. Ha fallecido un sacerdote supervivencialista, asesinado brutalmente por alguien que se hace pasar por misionero caminante.
—Dulce Armonía —murmuró la mujer.
Wax la dejó recogiendo sus cosas y, con suerte, dispuesta a seguir su consejo. Volvió a internarse en la noche, siguiendo un puñado de líneas de metal que apuntaban al escondite del hombre al que había ahuyentado antes. Al amparo de las brumas, escudriñó el lóbrego callejón, dejó caer un casquillo y se impulsó por los aires. Un empujón calculado lo depositó justo enfrente de la persona que allí se ocultaba, contra cuya cabeza apuntó la pistola en cuanto hubo aterrizado.
El desconocido se ensució los pantalones de inmediato, a juzgar por la peste que emanaba de él y por el charco que empezaba a formarse a sus pies. Wax levantó a Vindicación con un suspiro. El joven trastabilló de espaldas y tropezó con una caja de desperdicios, por si aún no hubiera sufrido humillación suficiente.
—Dejad en paz a la misionera —dijo Wax—. Ella no tiene nada que ver con el asesinato.
El muchacho asintió con la cabeza. Wax soltó un nuevo casquillo de bala y se dispuso a elevarse de nuevo por los aires.
—¿Q-qué asesinato? —preguntó el joven.
—El de… —Wax se quedó pensativo—. Espera. ¿Por qué estabais atacando el santuario?
—Entraron en la taberna —sollozó el muchacho—, dos personas vestidas con el manto de los caminantes, y se pusieron a lanzar maldiciones contra el Superviviente y contra nosotros.
—¿Dos? —Wax se acercó al joven, provocando que este diera un respingo—. ¿Había más de uno?
El muchacho asintió con la cabeza, llorando; retrocedió atropelladamente y se perdió corriendo en la noche. Wax dejó que se fuera.
«Tendría que habérmelo imaginado —pensó mientras se elevaba por los aires—. Era imposible que la noticia del asesinato se hubiera extendido tan deprisa». Aquella muerte formaba parte de un complot más ambicioso. Herrumbres. ¿Correrían peligro más sacerdotes?
Dos personas. ¿Sangradora y alguien más? ¿O dos cómplices? MeLaan se había mostrado segura de que Sangradora actuaba en solitario, pero esto parecía demostrar lo contrario. Además, el anterior intento de asesinato dirigido contra Wax, la maquinación en la que había participado el criado de la Torre ZoBell, encajaba demasiado bien con sus sospechas como para tratarse de una mera coincidencia. Alguien estaba ayudando a Sangradora, posiblemente el tío de Wax. Lo investigaría más tarde. Por ahora, sin embargo, quería seguir otra pista.
No tardó en llegar al sitio que buscaba: Carruajes y Diligencias Fornalla, un descampado sito en la vertiente septentrional del octante, donde se almacenaba una flota de modelos de distintos vehículos. Lujosos landós descapotables. Calesas convencionales, de tapicería y maderas menos refinadas, orientadas a la clientela más modesta. Unos cuantos faetones con el toldo de volantes.
El vehículo más habitual, con diferencia, de todo el aparcamiento era el carruaje convencional: de cuatro ruedas, habitáculo completamente cerrado para los pasajeros y pescante en la parte delantera superior para el conductor. En la ciudad los llamaban barringtons, en honor de lord Barrington, y si bien los colores que lucían variaban enormemente de uno a otro, su estilo se regía por unos estándares bien definidos. Los carruajes que utilizaba Wax, por ejemplo, también eran barringtons.
Contó siete aparcados en fila, todos ellos iluminados por lámparas eléctricas montadas en unos puntales tan altos que iluminaban el descampado entero y los edificios adyacentes, grandes y achaparrados. Los establos, por supuesto, como constató enseguida su olfato. Todos los carruajes de la compañía Fornalla estaban pintados de un negro lustroso, el color habitual de los taxis de la ciudad, y el escudo circular que ostentaban en los laterales los proclamaba como legado de la familia Cett.
Un escudo plateado. El mismo tono que las rozaduras habían impreso en los ladrillos del callejón que había junto a la iglesia. Lo más probable era que Sangradora hubiese huido en un carricoche idéntico a estos; un carricoche cuyo conductor tendría órdenes de esperar mientras el kandra asesinaba al sacerdote.
Wax inspeccionó todos los vehículos, uno por uno, deslizando los dedos por los escudos pintados de plata de los laterales. Ni un rasguño.
—¿En qué puedo ayudarle? —atronó una voz seca.
La vista de acero de Wax detectó que una persona se aproximaba siguiendo la fila de vehículos. Aunque no empuñaba ningún arma, iluminaban su figura los botones de su abrigo, el cambio que llevaba en el bolsillo y el reloj de su chaleco. Los alfileres del cuello de su camisa —unos trazos breves y finos— contribuyeron a que Wax estimara aproximadamente su altura.
Se volvió hacia el sonido. El hombre resultó ser un tipo rechoncho, uniformado con un traje de largos faldones que lo identificaba como el dueño del negocio. Wax había conocido a varios Cett en su época. Nunca había hecho buenas migas con ninguno de ellos. Gordos o flacos, sin blanca o adinerados, todos lucían la misma expresión calculadora, como si estuvieran esforzándose por adivinar de cuánto dinero estaría dispuesto a deshacerse su interlocutor.
Los ojos de este Cett se posaron en la vestimenta de Wax, arrugada, pasada por agua y sin el pañuelo para el cuello de rigor. Eso, combinado con su guardapolvo, no debía de conferirle un aspecto muy distinguido; las facciones del hombre se endurecieron. Después reparó en los faldones de su gabán.
Su porte experimentó un cambio instantáneo. Su lenguaje corporal pasó del «aparta tus sucias manos de mis carruajes» al «tiene usted pinta de no importarle pagar un suplemento a cambio de que los cojines sean de terciopelo».
—Mi señor —dijo, con una inclinación de cabeza—. ¿Desea alquilar un coche para esta noche?
—¿Me conoce?
—Waxillium Ladrian, creo.
—Bien. —Wax rebuscó en el bolsillo y extrajo una tarjeta de acero, grabada por una cara. Sus credenciales, prueba de que era alguacil—. Estoy realizando una investigación para la comisaría. ¿Cuántos carruajes como estos posee? —Inclinó la cabeza en dirección a los vehículos aparcados.
Cett se quedó demudado al darse cuenta de que no era probable que Wax fuese a pagarle por nada esta noche.
—Veintitrés —respondió el hombre, al cabo.
—Muchos deben de estar aún de servicio —dijo Wax—. Con lo tarde que es.
—Trabajamos mientras haya personas que quieran viajar de un sitio a otro, alguacil. Y, esta noche, a la gente le apetece salir.
Wax asintió con la cabeza.
—Necesito una lista con todos los conductores que estén aún de servicio, sus rutas y el nombre de los clientes que hubieran acordado recoger hoy.
—Por supuesto. —Cett pareció tranquilizarse mientras guiaba a Wax hasta un pequeño edificio ubicado en el centro del descampado. En ese momento llegó un carruaje (sin rasguños en los laterales), tirado por un par de caballos empapados de sudor, cabizbajos y con el bocado salpicado de espumarajos. También los animales debían hacer horas extra, al parecer.
Una vez dentro del edificio, Cett levantó unos informes del escritorio. «Demasiado solícito», pensó Wax mientras el hombre se apresuraba a ofrecérselos. Cada vez que alguien se mostraba excesivamente ávido por colaborar con las autoridades, a Wax le entraba el tic en el ojo. De modo que se tomó su tiempo en revisar las listas, sin perder a Cett de vista mientras lo hacía.
—¿Qué porcentaje de sus recogidas son espontáneas y qué porcentaje se reservan con antelación?
—Para los coches negros, mitad y mitad —dijo Cett—. Los vehículos descubiertos funcionan más bien sobre la marcha. —Tenía cara de saber jugar a las cartas, pero estaba inquieto por algo. ¿Qué ocultaba?
«Siempre sospechas de todo el mundo —se reconvino Wax, pasando las páginas—. Concéntrate en lo que tienes entre manos».
Volcó toda su atención en la lista, esperando que Sangradora hubiese decidido alquilar un vehículo para que la recogiera a fin de garantizar su huida, en vez de confiar en detener uno de paso a tiempo en la calle. De uno u otro modo, encontrar a quien la hubiera llevado le sería de utilidad. Revisó los informes, fijándose en los conductores que aún no hubieran terminado el turno de noche. Todos habían realizado alguna carrera contratada de antemano a lo largo de la jornada, pero solo tres lo habían hecho a la hora aproximada del asesinato. Y dos de ellos habían transportado a sendos clientes habituales que contaban con un largo historial de viajes en su haber.
Eso los eliminaba a todos salvo a uno. Alguien había solicitado que lo recogieran en el cuarto octante para dar «un paseo a discreción», lo que significaba que el vehículo debería circular durante tanto tiempo como deseara el cliente. El nombre que figuraba en la lista era Shanwan. Un término terrisano. Significaba «secreto».
—Necesito hablar con este conductor —dijo Wax, señalando con un dedo el nombre que figuraba en la lista. «Si es que todavía está vivo».
—Coche dieciséis —murmuró Cett, frotándose la barbilla—. Ese es el de Chapaou. A saber cuándo regresará; yo en su lugar no me quedaría esperándolo. Le puedo dejar un mensaje para cuando vuelva.
—Bueno —replicó Wax, sin moverse del sitio.
La puerta se abrió de golpe e irrumpió como una exhalación una chica vestida con pantalones y tirantes.
—¡Jefe! —exclamó—. ¡Partida de madrugada en Bonnweather! Necesitarán vehículos.
—Ya hemos enviado coches a esa dirección.
—No habrá suficientes —dijo la joven—. Jefe, hay un montonazo de gente en las calles. Gente de a pie, de la que pone nerviosa a los ricos. Los jugadores querrán volver a casa en coche.
Cett asintió con la cabeza.
—Despierta a Jake y a Forgeron. Mándalos a ellos y a todos los demás que consigas levantar de la cama. ¿Algo más?
—Podrías enviar más vehículos, eso está claro, sobre todo cerca de las tabernas.
—Lanzamonedas —dedujo Wax de repente, fijándose en la bolsa de trocitos metálicos (chatarra, probablemente) que portaba la joven—. Utilizas mensajeros alomantes para rastrear las zonas más bulliciosas y enviar allí a tus conductores.
—¿Sorprendente? —preguntó Cett.
—Caro.
—Para ganar dinero, alguacil, antes hay que invertirlo. Y, como puede usted ver, estoy teniendo una noche de lo más ajetreada. Quizá podría dejar que me ocupe de mis asuntos, si le prometo…
—Lanzamonedas —repitió Wax, dirigiéndose a la muchacha en esta ocasión—. ¿Has visto el coche número dieciséis por ahí fuera? Supongo que tu jefe te habrá pedido que controles a los conductores y te asegures de que están haciendo su trabajo.
—¿Cómo…?
—Nadie contrata los servicios de una alomante para recibir simples informes de tráfico —la atajó Wax—. ¿El coche número dieciséis?
La muchacha lanzó una mirada de soslayo a Cett, que asintió con un ademán. Fuera lo que fuese que estaba ocultando, seguramente no estaba relacionado con este conductor en concreto. De hecho, lo más probable era que no tuviera nada que ver con Sangradora. Tan solo otra infracción de poca monta, de las de toda la vida.
«Al menos una alomante en nómina», pensó Wax.
—No he visto el dieciséis en las calles —dijo la joven, volviéndose hacia Wax—. Pero eso es porque Chapaou está en un salón de aplacimiento, en la calle del Decano. Su carruaje está aparcado en la esquina.
—¿¡En un salón de aplacimiento!? —se encrespó Cett—. ¡Pero si está de servicio!
—Ya lo sé —replicó la alomante—. Supuse que te interesaría saberlo.
—Hmm, vale —dijo Wax—. ¿Y qué hay del encendedor del equipo? ¿También está allí?
—Qué va —respondió la muchacha—. Está… —Dejó la frase inacabada, flotando en el aire, mientras palidecía. El silencio se apoderó de la estancia.
—Utilizando su alomancia emocional —concluyó Wax por ella— para alterar el ánimo de los clientes. Para encender a los transeúntes con los que se cruce, imprimiéndoles una sensación de fatiga o de apremio, predisponiéndolos a montar en el carruaje oportunamente aparcado justo en la acera de enfrente.
Cett puso cara de circunstancias. Sí, eso era. Uso flagrante de un encendedor para favorecer el negocio, contraviniendo el Acuerdo Alomántico del 94. La administración contaba con departamentos enteros que se encargaban de regular ese tipo de infracciones. Por suerte, si bien se trataba de un delito tipificado como de peligro, no era algo que preocupase a Wax en esos momentos.
—No tiene pruebas de… —empezó a justificarse Cett, pero se lo pensó mejor—. Hablaré con mi abogado. Para su información, nadie puede interrogar a mis empleados sin una orden judicial que…
—Cuénteselo al comisario —lo interrumpió Wax—. Seguro que no tarda nada en recibir noticias de él. De momento, necesitaré la descripción de este conductor suyo, junto con el nombre de cualquier animal de compañía que tenga a su cargo.
Marasi recorrió el mostrador cubierto de rifles, todos ellos acompañados por un casco de acero redondeado, una recia chaqueta plegada y una caja de munición. ¡Herrumbres! Ignoraba que la comisaría tuviera acceso a esta clase de arsenal.
—Bueno —dijo, volviendo la mirada atrás hacia MeLaan, que seguía sus pasos—, si algún señor de la guerra koloss decide volver a invadirnos, estaremos preparados.
Un par de cabos, ambos varones, se encargaban de examinar las armas una por una para comprobar que se encontrasen en buen estado. Aunque a Marasi le pareció entrever más de un par de rostros ojerosos, la comisaría era un hervidero de actividad. No paraban de llegar cada vez más alguaciles, convocados para realizar horas extra. Conforme entraban por la puerta, la mayoría de ellos se detenían, al igual que había hecho ella, para contemplar el despliegue de rifles. Quizá fuera ese el motivo de que Aradel hubiera ordenado esa exhibición, a modo de sucinto recordatorio gráfico de lo peligrosa que estaba volviéndose la ciudad.
Marasi rodeó el mostrador principal y se internó en el espacio de oficinas que había detrás. Se cruzó con una muchacha que lucía los galones de cabo, la cual le ofreció una taza de té caliente. Olía fuerte, hervido al máximo para potenciar la concentración de teína. Probó un sorbo.
Como cabía esperar, sabía asqueroso. A pesar de todo, bebió un poco más. No iba a ponerse en ridículo solicitando una cucharadita de miel cuando todos los demás se dedicaban a trasegar aquel mejunje como si de una competición se tratase. MeLaan, convertida en su sombra, paseaba la mirada por la sala con genuino interés. El voluptuoso kandra atraía numerosas miraditas disimuladas. Bueno, y sin disimular. No era habitual que una despampanante mujer de metro ochenta se paseara por la comisaría vestida con pantalones y una camisa ceñida. Parecía disfrutar con la atención, a juzgar por las sonrisas que prodigaba a todos los hombres con los que se cruzaban.
«Pues claro que le gusta la atención —pensó Marasi—. De lo contrario, no habría elegido un cuerpo tan exquisitamente proporcionado». Estaba más claro que el agua. Después de todo, a efectos prácticos, MeLaan ni siquiera era humana.
—No esperaba encontrar tantas mujeres uniformadas aquí —observó el kandra—. Pensaba que serías una excepción.
—La comisaría es muy igualitaria —repuso Marasi—. La Guerrero de la Ascensión es un ejemplo a seguir para todas nosotras. No verás tantas como en, no sé, las oficinas de los procuradores, pero la profesión de alguacil no se considera poco femenina ni nada por el estilo.
—Claro, claro, lo entiendo. —MeLaan sonrió a un joven teniente mientras se dirigían a la parte de atrás de la comisaría, donde se guardaban los archivos—. Los seres humanos siempre me habían parecido bastante machistas, eso es todo. Consecuencia natural de vuestro dimorfismo sexual, por lo que dice VenDell.
—¿Y los kandra no son machistas? —preguntó Marasi, ruborizándose.
—¿Hmm? Bueno, teniendo en cuenta que el kandra macho con el que uno habla hoy podría decidir transformarse en mujer de la noche a la mañana, sospecho que tenemos un punto de vista distinto acerca de todo ese asunto.
El rubor de Marasi se intensificó.
—Exageras.
—No, en serio. Caray, sí que te pones colorada con facilidad, ¿no? Creía que esto te parecería algo natural, considerando que tu dios es prácticamente un hermafrodita a estas alturas. Bondadoso y malvado a la vez, Ruina y Conservación, luz y oscuridad, masculino y femenino. Etcétera, etcétera.
Llegaron a la puerta de la sala de los archivos, y Marasi se dio la vuelta para ocultar la turbación que la atenazaba. Ojalá pudiera encontrar la manera de superar su mojigatería.
—Armonía no es mi dios. Soy supervivencialista.
—Ah, claro —dijo MeLaan—, mucho más lógico. Adorar al que murió en vez de al que salvó el mundo.
—El Superviviente trascendió la muerte —replicó Marasi, mirando hacia atrás por encima del hombro, con la mano en el pomo de la puerta pero sin entrar todavía—. Sobrevivió incluso cuando lo asesinaron, adoptando el manto del Ascendente entre la muerte de Conservación y la Ascensión de Vin.
Herrumbres… ¿De veras iba a discutir sobre teología con una semidiosa?
MeLaan, sin embargo, se limitó a ladear la cabeza.
—¿Qué? ¿De verdad?
—Esto… pues sí. El mismo Armonía lo escribió de su puño y letra en las Palabras de Instauración.
—Vaya. Me las tendré que leer algún día.
—Pero ¿no has…? —Marasi parpadeó, perpleja, esforzándose por desentrañar los misterios de un mundo en el que los Inmortales Sin Rostro desconocían su propia doctrina.
—No dejo de proponérmelo. —MeLaan se encogió de hombros—. Pero nunca consigo encontrar un momento, no sé.
—Tienes más de seiscientos años.
—Esa es la pega de la eternidad, niña —dijo MeLaan—. Al final terminas convirtiéndote en una experta en el arte de procrastinar. Bueno, ¿vamos a entrar en esa habitación o no?
Exhalando un suspiro, Marasi se adentró en una sala repleta de archivadores y mesas enterradas bajo montañas de carpetas y pasquines. Obra de Aradel: el comisario aspiraba a estar al corriente de todo cuanto se decía y se escribía en la ciudad. Hasta la fecha, no había utilizado aquella colección más que para rastrear cualquier posible actividad delictiva que a sus hombres se les hubiera pasado por alto, pero Marasi tenía sus propios planes.
Lamentablemente, el alguacil Miklin —encargado de custodiar el registro— era amigo íntimo de Reddi. Cuando entraron MeLaan y Marasi, Miklin y las otras dos personas que trabajaban allí levantaron la cabeza, tan solo un instante, para volver a concentrarse de inmediato en los archivos que acaparaban toda su atención.
—¿Quién es la civil? —preguntó Miklin desde la esquina en la que estaba ubicada su mesa. ¿Cómo conseguiría ese hombre llevar el pelo tan tieso? Parecía casi una mata de hierba que brotara en vertical de una maceta.
—Una investigadora especial de otra jurisdicción —respondió Marasi—. La envía lord Ladrian.
Miklin aspiró con fuerza por la nariz.
—Intuyo que esta cacería de rumores infundados es obra tuya, ¿verdad? No había hecho más que llegar a la oficina esta noche cuando me enviaron aquí para buscar información sobre la rotura de la dichosa presa de las narices.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Marasi, nerviosa, deslizándose entre dos grandes archivadores (apostados como centinelas por Miklin) para llegar a la mesa.
—Nada. Es un callejón sin salida. Una pérdida de tiempo.
—Me gustaría ver lo que hayas encontrado, de todas formas. Si no es demasiada molestia.
Miklin apoyó las manos encima de la mesa y, con voz meliflua, preguntó:
—¿Por qué estás aquí, Colms?
—Pensaba que Aradel te lo habría dicho. La rotura de la presa podría…
—No me refiero a eso, sino a qué haces aquí. En esta comisaría. Recibiste una oferta para unirte a la fiscalía del octante en calidad de adjunta, con carácter permanente, acompañada de una carta de recomendación firmada por el bufete. He visto los papeles. Y ahora… ¿qué? ¿De repente te dedicas a perseguir criminales? ¿Con una pistola de seis tiros al cinto como si vinieras de los herrumbrosos Áridos? La policía no funciona así aquí.
—Ya me he dado cuenta —replicó con aspereza Marasi—. Pero gracias por la información. ¿Qué has encontrado?
El hombre suspiró y usó el dorso de la mano para darle un golpecito a una de las carpetas.
—Herrumbrosa pérdida de tiempo —refunfuñó.
Marasi cogió la carpeta y se retiró entre los archivadores. Ojalá fuese Miklin el único al que debía enfrentarse, pero también los otros dos alguaciles dejaron clara su opinión sobre ella con sendos mohines de desdén. Marasi notó sus miradas furibundas clavadas en ella mientras salía con MeLaan de la estancia, abrazada a la carpeta.
—¿Por qué te tratan así? —preguntó el kandra.
—Es difícil de explicar.
—Suele pasar con la gente. Pero ¿por qué dejas tú que te traten así?
—Estoy trabajando en ello.
—¿Quieres que haga algo al respecto? Podría curarles todo ese cinismo de un susto, enseñarles que tienes amigos que…
—¡No! —dijo Marasi—. No, por favor. No es la primera vez que me enfrento a algo así.
MeLaan la siguió mientras apretaba el paso en dirección a su escritorio, frente al despacho de Aradel. Allí encontró a una alguacil desgarbada, con un pie plantado en su silla, con una taza de té en la mano y charlando con el hombre de la mesa de al lado. Marasi hubo de carraspear hasta en dos ocasiones antes de que la mujer —se llamaba Taudr, ¿no?— por fin se dignase mirarla, pusiera los ojos en blanco y se quitase de en medio.
Marasi se sentó. MeLaan acercó otra silla.
—¿Seguro que no quieres que…?
—No —se apresuró a atajarla Marasi, con los dedos clavados en la carpeta. Respiró hondo—. Por favor, no.
—Estoy convencida de que a tu amigo Waxillium no le importaría venir, pegar un par de tiros al aire y obligarles a dejar de ser tan vinagres.
«Ay, Superviviente, no», pensó Marasi, mareándose nada más que de imaginarse la escena. Era evidente, sin embargo, que MeLaan no pensaba dejar correr este asunto sin algún tipo de explicación.
—Empiezo a darme cuenta de que Waxillium es, en parte, el motivo de que me traten como lo hacen —dijo mientras abría la carpeta que había preparado Miklin—. La vida en la comisaría se rige por un sistema jerárquico. Los sargentos empiezan siendo cabos y se dedican a patrullar las calles durante diez o quince años, hasta que reciben su ascenso. Los capitanes empiezan siendo tenientes y, por lo general, pertenecen a nobles linajes. Muy de vez en cuando aparece algún sargento que consigue escalar hasta lo más alto, pero todos esperan que uno pase el tiempo que le corresponde en la base.
—Y tú…
—Me salté todo eso. Solicité… y me dieron… un puesto importante, como ayudante principal del comisario Aradel. Waxillium empeora las cosas, puesto que se me asocia con él. Es como un torbellino que lo deja todo patas arriba a su paso. Pero también es muy bueno en lo que hace y un noble de alta alcurnia, por lo que nadie se queja en voz alta. Yo, en cambio…
—No eres noble.
—No lo suficiente —admitió Marasi—. La estirpe de mi padre es modesta, y yo soy su hija ilegítima. Lo cual me convierte en el objetivo más accesible, puesto que Waxillium es intocable.
MeLaan se repantigó en la silla y paseó la mirada por la habitación.
—Fantasma siempre estaba con la misma cantinela, venga a repetir que la sangre que corriera por las venas de uno no debería tener más peso que sus aptitudes. La gente no debería sentirse amenazada por tus logros, sino impresionada. Diablos, tú misma has dicho hace un momento que la comisaría era muy igualitaria.
—Y lo es. De lo contrario, no habría conseguido la plaza. Pero eso no impide que mis compañeros me guarden rencor. Para ellos simbolizo el modo en que está cambiando el mundo, MeLaan, y a muchos el cambio los intimida.
—Hmm —musitó el kandra—. ¿Y en los escalafones más bajos también opinan lo mismo? Debería gustarles que hayas demostrado que los obstáculos están para sortearlos.
—La naturaleza humana no es tu fuerte, ¿verdad?
—¡Cómo que no! He estudiado e imitado a decenas de personas.
—Sospecho que, en tal caso —dijo Marasi—, tus conocimientos se limitan a algunos individuos en particular. Lo interesante de las personas es que, aunque parezcan únicas, en realidad siguen unas pautas muy amplias. En términos históricos, los integrantes de la clase obrera a menudo han demostrado ser más reticentes al cambio que la clase que los oprime.
—¿En serio?
Marasi asintió con la cabeza. Empezó a buscar unos libros en la pequeña estantería que había junto a su mesa, pero se detuvo. Este no era el momento oportuno. De hecho, cabía la posibilidad de que estuvieran siendo testigos de una de esas excepciones que confirman la regla ahí fuera, en las calles. Y la violencia, como casi siempre que el orden establecido da un vuelco, es inevitable. Como la caldera de una máquina de vapor taponada, sin vía de escape posible para la presión hasta que… todo salta por los aires.
A nadie le hacía gracia reconocer que le habían tomado el pelo. Los habitantes de Elendel creían estar viviendo de maravilla; siempre les habían contado que Armonía los había bendecido con una tierra fértil y rebosante de riquezas. Pero, tarde o temprano, uno no podía por menos de preguntarse por qué todos aquellos cultivos tan asombrosos tenían que ser propiedad siempre de otro, mientras que tú debías deslomarte durante turnos interminables para alimentar a tus hijos.
Marasi se concentró en el contenido de la carpeta, donde se enumeraban las circunstancias que rodeaban las inundaciones del este. MeLaan se quedó recostada en la silla. Qué criatura tan fascinante, allí inmóvil, con la cabeza orgullosamente erguida, sosteniendo la mirada de todos cuantos se cruzaban con ella sin preocuparse en absoluto por lo que nadie pudiera pensar de su persona.
Miklin era irritante, pero no había dejado que sus prejuicios influyeran en su trabajo, el cual era meticuloso y pormenorizado. Había incluido varios informes policiales sobre la rotura de la presa y un parte firmado por el ingeniero contratado para investigar el problema, además de numerosos recortes de los periódicos de Elendel que se habían hecho eco de la catástrofe.
Y, lo más importante, una transcripción del reciente juicio contra el granjero responsable de la inundación, ya ejecutado. El saboteador afirmaba haber querido arruinar la cosecha de su vecino con un «accidente», pero se le había ido la mano con la dinamita.
El boquete que practicó en la presa era tan grande que había terminado por provocar el derrumbamiento de toda la estructura. El resultado: decenas de muertos y cultivos arrasados a lo largo y ancho de la región, provocando la actual escasez de trigo y otros cereales.
La defensa había llamado a declarar a varios testigos, según los cuales el acusado, un tal Johnst, llevaba algún tiempo exhibiendo una conducta errática. Aseguraban que estaba visiblemente trastornado. Y, cuanto más leía Marasi, mayor era su certeza de que, en efecto, aquel hombre estaba loco… porque en realidad se trataba de Sangradora.
—Fíjate en esto —dijo, pasándole una hoja a MeLaan.
Cuando hubo terminado de leer, el kandra refunfuñó:
—¿No recordaba el nombre de sus hijos durante el juicio?
—Prueba fehaciente de que alguien había suplantado a Johnst, ¿no te parece?
—Sí y no —respondió MeLaan—. A los de la vieja guardia se les da excepcionalmente bien interrogar a la gente y documentarse antes de adoptar una nueva forma. Ahora ya no hace falta que nos tomemos tantas molestias, puesto que casi todas las identidades que asumimos son de nuestra propia cosecha. Si esto fue obra de Sangradora, debía de tener mucha prisa. —El kandra señaló uno de los párrafos que ocupaban la parte inferior de la hoja—. Para prueba fehaciente, en mi opinión, esta de aquí.
Marasi se inclinó hacia delante para leer la sección indicada.
Informe de la ejecución. El prisionero fue ahorcado hasta la muerte. Rehusó disfrutar de una última comida y exigió «acabar cuanto antes». Su tumba fue profanada dos noches después; las sospechas recaen sobre los familiares de quienes perdieron la vida en la inundación.
—Caray —musitó Marasi mientras recogía el informe. Todavía no había llegado a esa parte—. Pues sí. Conque escapó de su tumba, entonces. ¿En serio dejó que la enterraran?
—Sin lugar a dudas. Paalm es una perfeccionista.
—Entonces, ¿cómo se le olvidaría el nombre de los niños?
MeLaan sacudió la cabeza.
—Ni idea.
Fuera como fuese, esto debería bastar para convencer a Aradel.
—En marcha —dijo Marasi.