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DIECISIETE AÑOS DESPUÉS

Winsting sonrió para sus adentros mientras contemplaba la puesta de sol. Hacía una noche estupenda para sacarse a subasta.

—¿Está cerca la habitación de seguridad? —preguntó, apoyado ligeramente en la barandilla del balcón—. Por si acaso.

—Sí, mi señor. —Flog llevaba puesto un ridículo sombrero de los Áridos, a juego con el guardapolvo que lo cubría, pese a no haber puesto un pie fuera de la cuenca de Elendel en toda su vida.

A pesar de su deplorable gusto en el vestir, el hombre era un guardaespaldas extraordinario. Winsting se aseguraba de tirar de sus emociones de todas formas, no obstante, potenciando así sutilmente la lealtad de su empleado. Toda precaución era poca.

—¿Mi señor? —preguntó Flog, lanzando una mirada de soslayo a la cámara que tenía a su espalda—. Ya han llegado todos, mi señor. ¿Estás preparado…?

Sin perder de vista el sol que se ocultaba tras el horizonte, Winsting levantó un dedo para silenciar a su guardaespaldas. El balcón, sito en el cuarto octante de Elendel, daba al centro del Campo del Renacimiento. Las estatuas de la Guerrero Ascendente y el Último Emperador proyectaban sombras alargadas en el exuberante parque, donde, según las más disparatadas leyendas, se habrían descubierto sus cuerpos sin vida después del Gran Catacendro y la Ascensión Final.

El aire estaba cargado, aunque la brisa helada que soplaba procedente de la bahía de Hammondar, un par de millas al oeste, atemperaba en parte el bochorno. Winsting tamborileó con los dedos en la barandilla del balcón, expectante, irradiando pulsos de energía alomántica para moldear las emociones de los ocupantes de la habitación a su espalda.

«De un momento a otro…».

Comenzaba a levantarse la niebla, condensándose en motas del tamaño de cabezas de alfiler en el aire y propagándose como la escarcha sobre una ventana, como una enredadera cuyos zarcillos no dejasen de extenderse y entrelazarse unos con otros. Los zarcillos devenían en venas, y estas a su vez en ríos de actividad, fluctuantes y agitadas sus márgenes, cubriendo la ciudad como un manto. Envolviéndola. Consumiéndola.

—Noche de bruma —observó Flog—. Mal augurio.

—No seas necio —replicó Winsting mientras se ajustaba el pañuelo del cuello.

—Está vigilándonos —insistió Flog—. Las nieblas son sus ojos, mi señor. Voto a Ruina que es cierto.

—Majaderías supersticiosas. —Winsting se giró y entró en la habitación andando a zancadas. Tras él, Flog cerró las puertas del balcón antes de que la niebla pudiera infiltrarse en la fiesta.

La veintena aproximada de personas —junto con los inevitables guardaespaldas— que se entremezclaban y conversaban en la sala adyacente pertenecían a un grupo selecto. No eran solo importantes, sino que diferían extraordinariamente entre sí, pese a sus sonrisitas calculadas y su inane palabrería. Winsting prefería rodearse de rivales en ocasiones así. Que se vieran los unos a los otros, y que, por separado, comprendieran cuál era el precio de perder la puja por su favor.

Se paseó entre ellos, sondeándolos para inflamar su desconfianza. Algunos de ellos llevaban sombreros, por desgracia, y estos estarían revestidos de aluminio para proteger a sus portadores de la alomancia emocional. Winsting había asegurado personalmente a cada uno de los invitados que nadie traería aplacadores ni encendedores consigo. También había omitido hacer mención alguna a sus propias habilidades, por supuesto. Que los demás supieran, él no era alomántico.

Lanzó una mirada de soslayo al fondo de la habitación, donde Blome estaba atendiendo la barra. El hombre sacudió la cabeza. Ninguno de los presentes estaba quemando metal. Excelente.

Winsting se acercó a la barra, se dio la vuelta y levantó las manos para rogar silencio a la congregación. El gesto dejó al descubierto los relucientes gemelos de diamantes que lucía en los puños de su almidonada camisa blanca. Los engarces, ni que decir tiene, eran de madera.

—Damas y caballeros —comenzó a decir cuando el grupo se hubo callado—, bienvenidos a esta subasta. La puja empieza ahora mismo, y terminará cuando haya escuchado la oferta que más me satisfaga.

No dijo nada más; el exceso de cháchara perjudicaría el dramatismo de la ocasión. Winsting se adentró en la sala y aceptó la copa que le ofrecía uno de sus criados. Se disponía ya a mezclarse con la multitud, pero titubeó mientras paseaba la mirada por los congregados.

—Edwarn Ladrian no ha venido —musitó. Se negaba a llamarlo por su ridículo sobrenombre, «míster Elegante».

—No —corroboró Flog.

—¡Me dijiste que habían llegado todos!

—Todos los que confirmaron su asistencia —replicó Flog, que cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, incómodo.

Winsting frunció los labios, pero, por lo demás, disimuló su desilusión. Estaba convencido de que su oferta había intrigado a Edwarn. Quizás este hubiera comprado a otro de los señores del crimen de la ciudad. Una posibilidad a tener en cuenta.

Se dirigió a la mesa del centro, sobre la cual reposaba el motivo principal de la reunión de esta noche: el cuadro de una mujer reclinada, enmarcado en cristal. Lo había pintado Winsting con sus propias manos; cada vez se le daba mejor. Se le distinguía la cara. Más o menos. El cuadro carecía de valor, pero, a pesar de todo, las personas que llenaban la sala le ofrecerían ingentes sumas de dinero a cambio de él.

El primero en abordarlo fue Dowser, quien dirigía casi todas las operaciones de contrabando en el quinto octante. Ensombrecía la barba de tres días que le cubría las mejillas un bombín que, sospechosamente, había omitido dejar en el guardarropa. El elegante traje y los complementos que lucía Dowser hacían poco por adecentar a alguien como él. Winsting arrugó la nariz. La mayoría de los invitados se ajustaban a la definición de escoria indeseable, pero al menos los demás tenían el decoro de esforzarse por disimularlo.

—Es más feo que pegarle a un padre —dijo Dowser, con la mirada fija en el cuadro—. Me cuesta creer que vayas a obligarnos a «pujar» por esto. Es un pelín descarado, ¿no te parece?

—¿Preferiría usted que fuese totalmente franco, míster Dowser? —preguntó Winsting por toda respuesta—. ¿Le gustaría que expresase mi opinión a los cuatro vientos, sin tapujos? Págueme, y a cambio recibirá un año de votos favorables por mi parte en el Senado.

Dowser miró de reojo a los lados, como si temiera que los alguaciles pudieran irrumpir en la habitación de un momento a otro.

—¿Se ha fijado en los tonos de gris de esas mejillas? —preguntó Winsting, con una sonrisa—. Representan la naturaleza cenicienta de la vida en un mundo precatacéndrico, ¿humm? La mejor de mis obras hasta la fecha. ¿Tiene ya alguna oferta? ¿Para iniciar la subasta?

Dowser optó por no decir nada. Ya pujaría, tarde o temprano. Hasta el último de los presentes en la sala había dedicado semanas a hacerse de rogar antes de aceptar la invitación a este encuentro. La mitad de ellos eran señores del crimen, como Dowser. Los demás eran sus polos opuestos, lores y damas pertenecientes a las casas más nobles, aunque no por ello menos corruptos.

—¿No tienes miedo? —preguntó la mujer que acompañaba a Dowser, colgada de su brazo.

Winsting arrugó el entrecejo. No la reconocía. Cimbreña, de cortos cabellos dorados y grandes ojos que le conferían una expresión aniñada.

—¿Miedo, querida? —preguntó Winsting—. ¿De la gente de esta habitación?

—No. De que tu hermano descubra… a qué te dedicas.

—Me conoce perfectamente —replicó Winsting—. Te lo aseguro.

—El mismísimo hermano del gobernador —insistió la mujer— aceptando sobornos.

—Si en verdad te sorprende eso, querida, debes de haber vivido muy recluida. En este mercado se han vendido peces mucho más gordos que yo. Quizá te des cuenta cuando llegue la siguiente remesa.

Aquel comentario suscitó el interés de Dowser, pero Winsting se alejaba ya, sonriendo mientras veía girar los engranajes tras la mirada del hombre. «Sí —pensó Winsting—, acabo de insinuar que mi propio hermano podría ser susceptible de dejarse sobornar». Quizás eso impulsaría a Dowser a pujar con más brío.

Winsting se acercó a un criado para seleccionar uno de los diminutos quiches de gambas que portaba en su bandeja.

—La acompañante de Dowser es una espía —susurró para Flog, que nunca se apartaba de su lado—. Quizás esté al servicio del alguacil.

—¡Mi señor! —se sobresaltó Flog—. Hemos comprobado hasta en dos ocasiones el historial de todos los asistentes.

—El de todos menos el suyo —insistió Winsting, aún en voz baja—. Me apostaría toda mi fortuna. Síguela al término de la reunión. Si se separa de Dowser, por el motivo que sea, asegúrate de que sufra un accidente.

—Sí, mi señor.

—Y, Flog, otra cosa —añadió Winsting—: procura ser eficiente. No quiero que pierdas el tiempo intentando encontrar un lugar donde la niebla no tenga ojos. ¿Entendido?

—Sí, mi señor.

—Excelente —dijo Winsting, sonriendo de oreja a oreja mientras encaminaba plácidamente sus pasos hacia donde lo esperaba lord Hugues Entrone, primo y confidente del gran señor con el que compartía apellido.

Dedicó una hora a socializar, y las pujas comenzaron a llegar de forma gradual. Algunos de los asistentes se mostraban reacios. Habrían preferido entrevistarse con él de uno en uno y transmitirle sus respectivas ofertas en la intimidad antes de regresar a los bajos fondos de Elendel.

Dowser no era el único al que incomodaba la falta de sutileza de Winsting. Señores del crimen y nobles por igual, estas eran la clase de personas que preferían soslayar los temas sin abordarlos de frente, sin decir a las claras lo que pensaban. Realizaron sus ofertas, no obstante, y sin racanear. Al término de la primera ronda de conversaciones, Winsting hubo de esforzarse por disimular la emoción que lo poseía. Se acabó el tener que depender de su hermano para obtener su sustento. Se acabó el tener que soportar la amenaza de que le cortaran el suministro como no redujera sus gastos. Si su hermano pudiera…

La detonación fue tan inesperada que, al principio, achacó el estruendo a que alguno de los criados debía de haber roto algo. Sin embargo, ninguna bandeja que se estrellara contra el suelo podría producir un estampido tan violento, tan brusco, tan… doloroso. Nunca antes había oído un disparo entre cuatro paredes; ignoraba el efecto tan desorientador que podía llegar a ejercer.

Se quedó boquiabierto. La bebida se escurrió entre sus dedos mientras intentaba encontrar el origen de la detonación. Se produjo otro disparo, y otro más. No tardó en estallar una tormenta de ellos; las distintas facciones comenzaron a atacarse entre ellas, envueltas en una cacofonía letal.

Sin darle tiempo a gritar para pedir ayuda, Flog lo agarró del brazo y tiró de él hacia las escaleras que descendían a la cámara de seguridad. Uno de sus guardaespaldas se desplomó, estrellándose contra la puerta que tenía ante él, con la mirada desorbitada fija en la sangre que le empapaba la camisa. La mancha dejó a Winsting hipnotizado, hasta que Flog logró ponerlo en marcha de nuevo y lo empujó en dirección al hueco de la escalera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Winsting, al cabo, mientras otro de sus guardias cerraba la puerta de golpe tras ellos y giraba la llave en la cerradura. Apretaron el paso para bajar por el lóbrego pasadizo, iluminado por lámparas eléctricas espaciadas a intervalos regulares—. ¿Quién ha disparado? ¿¡Qué ha sucedido!?

—No hay forma de averiguarlo —respondió Flog. Sobre sus cabezas continuaban restallando las detonaciones—. Ha sido muy rápido.

—Alguien empezó a disparar —dijo uno de los guardaespaldas—. Quizá fuese Dowser.

—No, fue Darm —lo corrigió otro—. Oí un estampido procedente del grupo con el que estaba.

Fuera como fuese, era un desastre. Winsting vio que su fortuna agonizaba cubierta de sangre en el suelo. Le sobrevino una arcada cuando por fin llegaron al pie de las escaleras, que desembocaban en una puerta semejante a la de las cámaras acorazadas. Flog lo empujó al otro lado y dijo:

—Tengo que volver arriba, a ver si consigo solucionar algo. Averiguar quién ha sido el responsable.

Winsting asintió con la cabeza; cerraron la puerta y echaron la llave. Se sentó, dispuesto a esperar, atemorizado. La habitación, un búnker de pequeñas dimensiones, contaba con vino y otras comodidades, pero ahora no estaba de humor para ellas. Se retorció las manos. ¿Qué diría su hermano? ¡Herrumbres! ¿Qué iban a decir los periódicos? Tendría que silenciar lo ocurrido, aunque no sabía cómo.

Transcurridos unos instantes, alguien llamó a la puerta con los nudillos; cuando Winsting se asomó a la mirilla, vio a Flog. Tras él, un reducido equipo de guardaespaldas vigilaba el hueco de la escalera. El tiroteo de la planta superior había cesado ya, al parecer, aunque desde allí abajo los disparos no sonaban más que como suaves chasquidos.

Winsting abrió la puerta.

—¿Y bien?

—Han muerto todos.

—¿¡Todos!?

—Hasta el último de ellos —reiteró Flog mientras entraba en la cámara.

Winsting se quedó arrumbado en la silla.

—Quizá sea lo mejor —murmuró, buscando algún hilo de luz en todo eso—. Así nadie podrá incriminarnos. ¿No podríamos escaquearnos, sin más? ¿Ocultar nuestras huellas de alguna manera?

Difícil empresa. Este edificio era propiedad suya. Lo relacionarían con todas esas muertes. Necesitaba una coartada. Diablos, al final sí que iba a tener que acudir a su hermano. Esto le costaría el escaño, sin duda, aunque la población no se enterase nunca de lo que había ocurrido. Se recostó contra el respaldo de la silla, frustrado.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Tú qué opinas?

Unas manos hicieron presa en su pelo, por toda respuesta, tiraron de su cabeza hacia atrás y le rajaron la garganta expuesta, de oreja a oreja, con extraordinaria eficiencia.