8
El joven Waxillium, con doce años, observa una moneda, primero, y después la otra. Ambas lucen en el anverso la efigie del lord Nacido de la Bruma, enhiesto y con el brazo izquierdo extendido hacia la cuenca de Elendel. Al dorso, las dos mostraban una imagen del Primer Banco Central, del cual su familia poseía una gran parte.
—¿Y bien? —preguntó Edwarn. Sus facciones eran tan estrictas como impecable su cabello. Portaba su traje como si hubiera nacido con él; para él, era un uniforme de combate.
—Pues… —La mirada del joven Waxillium volvió a saltar de la una a la otra.
—Es comprensible que no puedas encontrar las diferencias —dijo Edwarn—. Haría falta ser un experto, motivo por el cual se han descubierto tan pocas. Quizás haya más en circulación; no podemos aventurar cuántas. Una de ellas es una moneda corriente y moliente; la otra presenta un defecto muy especial.
El carruaje continuó recorriendo las calles, traqueteante, mientras Waxillium examinaba las monedas. Desenfocó la vista. Era un truco que le había enseñado un amigo en una fiesta hacía poco; se usaba para que dos dibujos cobraran vida al solaparse entre sí.
Desenfocada la mirada, con las monedas delante, bizqueó intencionadamente y dejó que la imagen de una se superpusiera a la otra. Cuando hubieron encajado en su sitio, el elemento discordante —una de las columnas del edificio del banco— se tornó difuso, incapaces sus ojos de concentrarse en ese punto en concreto.
—El error se produjo —continuó el tío Edwarn— porque se empleó un troquel defectuoso. Uno de los guardacuños se llevó a casa un puñado de estas curiosidades, las cuales no deberían haberse puesto nunca en circulación. Tú no podrás detectarlo, pero el fallo…
—Está en las columnas —lo interrumpió Waxillium—. En el lado derecho de la imagen del banco. El espacio que las separa es demasiado escaso.
—Sí. ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?
—Lo he visto. —Waxillium le devolvió las monedas.
—Bobadas —protestó el tío Edwarn—. Tu mentira no resulta creíble, pero respeto que desees ocultar tus fuentes. —Sostuvo en alto una de las piezas metálicas—. Esta es la moneda defectuosa más valiosa de toda la historia de Elendel. Vale tanto como una casa. Estudiarla me ha enseñado una lección importante.
—¿Que la gente rica es tonta y está dispuesta a pagar por una moneda más de lo que en realidad vale?
—Todos somos un poco tontos, cada uno a nuestra manera —dijo el tío Edwarn, sin inmutarse—. Esa lección la aprendí en otra parte. No, esta moneda me enseñó una verdad desagradable, pero de incalculable valor: que el dinero no tiene la menor importancia.
Aquello despertó el interés de Waxillium.
—¿Cómo?
—Únicamente las expectativas poseen algún valor como moneda de cambio, Waxillium —afirmó el tío Edwarn—. Esta moneda vale más que las demás porque la gente cree que lo vale. Espera que lo valga. Las cosas más importantes del mundo únicamente valen lo que la gente esté dispuesta a pagar por ellas. Si puedes alimentar las expectativas de alguien… si consigues que necesiten algo… esa es la fuente de toda riqueza. Poseer cosas de valor es secundario cuando se puede imprimir valor a cosas que antes no tenían ninguno.
El carruaje se detuvo. En el exterior, una impresionante escalinata de piedra conducía al mismo banco impreso en las monedas. El tío Edwarn esperó a que el cochero abriera la puerta, pero Waxillium desmontó de un salto.
El tío Edwarn se reunió con él en los escalones.
—Tu padre es un desastre para las finanzas. Llevo años esforzándome con él, pero no puede o no quiere aprender. Tengo grandes esperanzas depositadas en ti, Waxillium. La banca no es la única de tus opciones para servir a tu casa. Sin embargo, después de hoy sospecho que te darás cuenta de que es la mejor.
—No pienso convertirme en banquero —replicó Waxillium, mientras subía por la escalera.
—¿Ah, no? ¿Has decidido convertirte en administrador de las caballerizas, al final?
—No —dijo Waxillium—. Seré un héroe.
Su tío optó por no responder de inmediato mientras se acercaban a lo alto de la escalinata.
—Ya tienes doce años —dijo en voz baja, al cabo—, ¿y todavía estás emperrado con eso? Me esperaría semejantes bobadas de tu hermana, pero tu padre debería haberte quitado ya la tontería a guantazos.
Waxillium se volvió hacia su tío, desafiante.
—La época de los héroes ya es historia —continuó Edwarn—. Las leyendas en las que la gente hace cosas fuera de lo normal pertenecen a otro mundo. Hemos llegado a una era de modernismo, más estruendosa y discreta al mismo tiempo. Presta atención. Donde antes los reyes y los guerreros moldeaban el mundo a su antojo, ahora hacen lo mismo las personas calladas desde sus despachos… y con mucha, muchísima más eficiencia.
Entraron en el recibidor del banco, con el techo bajo y una hilera de cubículos con barrotes parecidos a jaulas en cuyo interior los empleados, con el espinazo encorvado, recibían y repartían dinero entre los clientes que esperaban su turno. El tío de Waxillium lo condujo a la parte de atrás. El mobiliario, de madera oscura, y la moqueta de color mohoso conferían un aire crepuscular a la estancia, aun con las ventanas abiertas y las lámparas de gas encendidas.
—Hay dos citas concertadas para hoy a las que quiero que asistas —dijo el tío Edwarn mientras entraban en una habitación rectangular, sin adornos. Las sillas apuntaban a la pared; era una sala de observación, un lugar desde el que espiar las reuniones que se celebraban en el banco. Su tío le indicó por señas que se sentara y apartó uno de los paneles deslizantes de la pared, revelando así la rendija de cristal que les permitiría ver a los dos ocupantes del cuarto contiguo. Uno de ellos era un banquero, vestido con chaleco y pantalones. Estaba sentado a una mesa imponente, hablando con un hombre de mediana edad y ropas cubiertas de polvo que sostenía una gorra en las manos.
—El préstamo nos facilitaría la mudanza —estaba diciendo el hombre mugriento—. Saldríamos de los suburbios. Tengo tres varones. Trabajaremos como burros, se lo prometo.
El banquero contempló al hombre desde lo alto del puente de su nariz y empezó a consultar un montón de papeles. El tío Edwarn cerró la mirilla, sorprendiendo a Waxillium con lo abrupto del movimiento. Su tío se levantó y Waxillium lo siguió, trasladándose a otro conjunto de sillas junto a la misma pared. Una segunda ventana espía les permitió asomarse al interior de otra habitación similar a la primera. Había una banquera con falda y chaleco sentada a una mesa igual de imponente que la anterior. El cliente, sin embargo, alto y atildado, se veía tranquilo.
—¿Está usted seguro de que necesita otro barco, lord Nikolin? —preguntó la banquera.
—Pues claro que lo estoy. ¿Me molestaría en venir hasta aquí de lo contrario? En serio, deberían dejar que se encargara mi mayordomo de estas gestiones. Para eso están los mayordomos, al fin y al cabo.
El tío Edwarn cerró la mirilla con un suave chasquido y se volvió hacia Waxillium.
—Eres testigo de una revolución.
—¿Una revolución? —repitió Wax, extrañado. Había estudiado economía; bueno, sus tutores le habían obligado a estudiarla—. Pero si es lo mismo que pasa a diario en todos los bancos.
—Ah —dijo el tío Edwarn—. Así que ya te sabes esta lección. ¿Y a cuál de estas personas vamos a concederle su crédito?
—Al rico —respondió Waxillium—. Siempre y cuando no esté mintiendo o sea un impostor.
—No, la fortuna de Nikolin es legítima. Ha hecho numerosos negocios con nosotros en el pasado y nunca incumple sus pagos.
—Por eso le concederéis el préstamo a él y se lo denegaréis al otro.
—Te equivocas —lo corrigió el tío Edwarn—. Se los concederemos a ambos.
—¿Utilizaréis el buen historial de créditos del rico para minimizar el riesgo de ayudar al pobre?
—Los tutores se han aplicado contigo —celebró el tío Edwarn, sorprendido.
Waxillium se encogió de hombros, pero, para sus adentros, descubrió que aquello le interesaba. Quizás esta fuese otra manera de convertirse en héroe. Quizás el tío Edwarn tuviera razón y la frontera estuviera encogiéndose, eliminando la necesidad de hombres de acción. Quizás este nuevo mundo no se pareciera en nada al que habían conocido la Guerrero Ascendente y el Superviviente.
Waxillium podría sopesar cuidadosamente los riesgos y prestar dinero a quienes más lo necesitaran. Si las personas trajeadas gobernaban el mundo algún día, ¿acaso no podrían convertirlo también ellas en un sitio mejor?
—Tu estimación es correcta, por una parte —dijo Edwarn, ajeno a los derroteros que habían tomado las cavilaciones de su sobrino—, y errónea, por otra. Concederemos el préstamo al pobre, sí… pero no correremos ningún riesgo en el proceso.
—Pero…
—Los documentos que nuestro empleado le está presentando ahora al obrero lo ligarán a una deuda de la que le resultará imposible escapar. Si incumple algún pago, la firma que estampe en esos papeles nos permitirán acudir directamente a su empleador y llevarnos un porcentaje de su sueldo. Si la suma continúa sin satisfacer la deuda, podremos hacer lo mismo con sus hijos. El rico ha pactado con nosotros en multitud de ocasiones, y su casa negoció unas condiciones favorables. Obtendremos un rédito de apenas el tres por ciento de lo que le prestemos. El trabajador, sin embargo, está desesperado y sabe que ninguna otra entidad estará dispuesta a negociar con él. Le cobraremos el doce por ciento.
El tío Edwarn se inclinó hacia delante.
—Los demás bancos todavía no se han dado cuenta. Solo conceden préstamos seguros, exclusivamente seguros. No han cambiado, como ha hecho el resto del mundo. Ahora los trabajadores ganan más que nunca y se mueren por comprar todo aquello que antes no estaba a su alcance. En los últimos seis meses hemos apostado agresivamente por conceder préstamos a los ciudadanos de a pie. Acuden en tropel a nosotros, y pronto nos volverán muy, muy ricos.
—Los convertiréis en esclavos —dijo Waxillium, horrorizado.
Su tío sacó la moneda defectuosa y la depositó encima del mostrador, junto al muchacho.
—Esta moneda es un error. Una deshonra. Y vale más que miles de sus compañeras juntas. Valor creado donde antes no había ninguno. Cogeré a los pobres de esta ciudad y haré lo mismo con ellos. Como te decía antes, una revolución.
Waxillium sintió que se le revolvía el estómago.
—La moneda es para ti —dijo el tío Edwarn, poniéndose en pie—. Desearía que te sirviera de recordatorio. El regalo que te…
El muchacho recogió la moneda del mostrador y salió corriendo por la puerta.
—¡Waxillium! —lo llamó su tío.
El banco era un laberinto, pero Waxillium supo orientarse. Irrumpió en la pequeña habitación en la que el humilde obrero estaba hablando con el prestamista. El trabajador levantó la mirada del fajo de papeles; no debía de saber ni leer. Ni siquiera sabría lo que estaba firmando.
Waxillium plantó la moneda encima de la mesa, ante él.
—Esto es una moneda mal acuñada, codiciada por los coleccionistas. Llévesela, véndasela a una tienda de curiosidades… No acepte menos de dos mil a cambio de ella… e invierta el dinero en sacar a su familia de los arrabales. No firme esos documentos. Sería como ponerse una soga al cuello.
Wax hizo un alto en su relato. Sostuvo la moneda ante él, estudiándola, mientras el carro los conducía a la fiesta a Steris y a él.
—¿Y bien? —preguntó la muchacha, sentada frente a él en el interior del vehículo—. ¿Qué hizo tu tío?
—Se puso furioso, por supuesto —dijo Wax—. El trabajador firmó los papeles; no podía creerse que realmente le hubiera dado algo tan valioso. Mi tío llegó, le contó una sarta de bonitas mentiras y obtuvo los documentos que quería.
Le dio la vuelta a la moneda, contemplando la efigie del lord Nacido de la Bruma impresa en el envés.
—El trabajador… Jendel era su nombre… se suicidó tirándose desde lo alto de un puente ocho años después. Sus hijos aún están endeudados con la entidad, aunque la Casa Ladrian ya no posee ningún vínculo con el Primer Banco Central; mi tío vendió nuestra parte a cambio de capitales antes de desvalijar la casa y fingir su muerte.
—Lo siento —murmuró Steris.
—Esa es, en parte, la razón de que me marchase de allí —continuó Wax—. Ese tipo de cosas… y lo que ocurrió en la Aldea, por supuesto. Me dije que partía en busca de aventuras; nunca se me había pasado por la cabeza convertirme en vigilante. Creo que, en el fondo, sabía que no conseguiría cambiar nada en Elendel. Era demasiado grande, demasiado astutos los hombres trajeados. En los Áridos, una sola persona armada con sus pistolas podía marcar la diferencia. Aquí es poco más que una reliquia.
Steris frunció los labios, sin saber qué decir. Wax no la culpaba. Había pensado a menudo en lo acontecido en aquel banco, y aún ignoraba qué —o «si»— podría haber hecho para que las cosas fuesen de otra manera.
Dejó que la moneda rodara entre sus dedos. Grabadas en el dorso, en caracteres diminutos, se podían leer las palabras: «¿Por qué te fuiste, Wax?».
—¿Cómo llegaría esa moneda a manos de Sangradora? —preguntó Steris.
—No se me ocurre ninguna explicación. La vendí antes de llegar a los Áridos. Mi padre me había desheredado ya a esas alturas, y necesitaba dinero para preparar el viaje.
—¿Y esas palabras?
—Ni idea —replicó Wax, volviendo a guardarse la moneda en el bolsillo—. El caso es que rememorar esa historia me inquieta. En su día me dije que intentaba ayudar a aquel hombre, pero sospecho que no es cierto. En retrospectiva, creo que solo intentaba irritar a mi tío.
»Sigo siendo el mismo, Steris. ¿Por qué fui a los Áridos? Porque quería ser un héroe… Quería que todos me vieran y me conocieran. Podría haber hecho muchas cosas positivas aceptando una posición en mi casa aquí, en Elendel, pero habría tenido que ser en la sombra. Al irme, primero, e intentando después forjarme un nombre como vigilante, en última instancia pequé de egoísta. Incluso unirme a los alguaciles en esta ciudad a veces se me antoja un acto de orgullo insufrible.
—Dudo que te importe —dijo Steris, inclinándose hacia delante—, pero yo, al menos, considero que tus motivos son irrelevantes. Salvas vidas. Salvaste la mía. Lo que se te pasara por la cabeza mientras lo hacías no influye en mi gratitud.
Wax la miró a los ojos. Steris era propensa a sufrir estos arrebatos de pura franqueza, en los que se despojaba de todo artificio y se exponía tal y como era.
El carruaje aminoró la marcha, y Steris apuntó hacia la ventana con la mirada.
—Hemos llegado ya, pero tardarán en dejarnos pasar. Tenemos muchos vehículos por delante del nuestro.
Wax arrugó el entrecejo, abrió la ventana y sacó la cabeza. En efecto, una fila de carruajes e incluso unos cuantos motocarros abarrotaban el camino de acceso a las cocheras de la Torre ZoBell. Las veinte plantas del rascacielos se elevaban hacia el firmamento nocturno, hasta perderse de vista entre las nieblas oscuras.
Se recostó de nuevo en el asiento, envuelto en los jirones de bruma que entraban ahora por la ventanilla abierta a su lado. Steris la observó de reojo, pero no le pidió que corriera el visillo.
—Supongo que llegaremos tarde —musitó Wax.
A menos, claro está, que improvisara algo.
—Es la primera fiesta que se celebra en lo alto de la torre —dijo Steris, sacando una pequeña libreta de su bolso—, y los encargados de las cocheras no están acostumbrados a vérselas con semejante afluencia.
Wax sonrió.
—Habías previsto esta demora, ¿verdad?
Steris localizó la página que buscaba y giró la libreta. Allí, anotada con su pulcra caligrafía, podía leerse un pormenorizado esquema de cómo iba a ser su noche en la fiesta. La tercera entrada rezaba: 8.17. Acceso al edificio probablemente bloqueado por el tráfico. Lord Waxillium usa su alomancia para transportarnos a la azotea, algo por completo inapropiado y, al mismo tiempo, arrebatadoramente romántico.
Wax enarcó una ceja mientras consultaba su reloj de bolsillo, el cual portaba en el cinto, en vez de en el chaleco, para poder soltarlo con facilidad junto con el resto de los metales que llevaba encima.
—Las ocho y trece. Me estás fallando.
—Encontramos menos tráfico de lo esperado en el paseo.
—¿De veras quieres hacerlo por las bravas?
—Esta será la forma más sencilla, en realidad —dijo Steris—. Aunque por completo inapropiada.
—Por completo.
—Tienes fama de hacer ese tipo de cosas, por suerte, y nadie esperaría de mí que te cortase las alas. He elegido ropa interior oscura, en cualquier caso, para que no resulte tan visible desde abajo mientras volamos.
Wax sonrió, metió la mano bajo el asiento y sacó el paquete que le había enviado Ranette. Se lo colocó bajo el brazo y empujó la puerta.
—La gente te subestima, Steris.
—No —dijo ella, bajando a la acera cubierta de niebla. Wax vio que los zapatos que se había puesto no saldrían despedidos de sus pies con facilidad. Bien—. Dan por sentado que me conocen cuando en realidad no es así, eso es todo. Entender los convencionalismos sociales y plegarse a ellos son dos cosas distintas. Y ahora, ¿qué tenemos que…? ¡Hala!
Esto último lo dijo mientras Wax la estrechaba contra su cuerpo, desenfundaba a Vindicación y disparaba una bala contra el suelo —entre tres adoquines— a sus pies. Sonrió de oreja a oreja cuando las ventanillas de todos los carruajes que estaban esperando su turno se llenaron de cabezas. Tendría que dejar que Wayne y Marasi se las apañaran por su cuenta para pasar por aquí, pero seguramente sería mejor así. Quizá desviara la atención de esos dos.
Wax redujo su peso, se orientó en el ángulo adecuado con relación a la bala, sin soltar a Steris, y empujó. Despegaron trazando una trayectoria inclinada, sobrevolando la hilera de carruajes. Aterrizó en uno de los salientes decorativos del rascacielos, a varias plantas de altura. Steris se aferraba a él con la desesperación de una gata que colgase sobre el océano, con los ojos como platos. A continuación, con cautela, lo soltó y pisó la cornisa de piedra; se asomó para escudriñar la neblinosa caída. Titilaban luces al fondo: carruajes, farolas y lámparas sostenidas por los criados. La bruma lo reducía todo a burbujas y sombras.
—Me siento como si flotara en un mar de humo y niebla —dijo. Las brumas se arremolinaban y fluctuaban como si estuvieran dotadas de vida, formando vórtices y remolinos cuya dirección parecía ir en contra de las corrientes de aire, en movimiento perpetuo.
Wax abrió el paquete de Ranette y extrajo de su interior un rollo de cuerda firmemente trenzada. Volvió el rostro hacia arriba. En su nota, Ranette le pedía que, la próxima vez que utilizara su alomancia para saltar, experimentase con un punto de sujeción y le presentara su informe.
—Estabas ansioso por venir esta noche —dijo Steris—. No se trata tan solo de encontrarte con el gobernador. Estás de servicio. Se nota a la legua.
Wax sopesó la cuerda —rematada en uno de los extremos por un garfio de acero—, calculando la fuerza necesaria para lanzarla.
—Y se nota, ¿sabes? —insistió Steris—, porque estás completamente despierto. Eres un depredador, Waxillium Ladrian.
—Cazo depredadores.
—Pero también eres uno. —Steris lo miró a través del velo translúcido de las brumas que danzaban entre ellos. En sus ojos se reflejaba el fulgor del mar de niebla que se extendía a sus pies—. Eres como un león. La mayor parte del tiempo solo estás presente a medias, conmigo. Holgazaneando, aletargado. Siempre cumples con tus obligaciones, te ocupas de los quehaceres domésticos… pero eso no te llena. Entonces aparece la presa. Despiertas. El estallido de velocidad, la furia y la energía; la fulgurante y palpitante emoción de la cacería. Esa es tu auténtica naturaleza, Waxillium Ladrian.
—Si lo que dices es cierto, entonces todos los vigilantes son depredadores.
—Los de verdad, es posible. Creo que no conozco a ningún otro. —Siguió la dirección de su mirada, que apuntaba hacia arriba—. En fin, mi pregunta: ¿qué vas a cazar esta noche?
—Sangradora estará aquí.
—¿La asesina? ¿Cómo lo sabes?
—Planea atentar de nuevo contra el gobernador —dijo Wax—. Quiere ponerme a prueba, ver si consigue acercarse, analizar mi reacción.
—Te comportas como si se tratara de algo personal entre vosotros dos.
—Ojalá fuese así. —«Alguien más nos mueve»—. Ojalá conociera a Sangradora lo suficiente como para convertirlo en algo personal, porque así la ventaja estaría de mi parte. Pero está interesada en mí, eso es indudable, lo que significa que no me puedo perder esta fiesta. De lo contrario, podría tomárselo como una señal para atacar.
Wax terminó de preparar la cuerda y la sostuvo, dejando que el extremo engarfiado colgara libre. Le tendió la otra mano a Steris, que de inmediato se acercó a él.
Investigó la línea metálica que apuntaba a una de las vigas de acero que había en la piedra, bajo sus pies. Con tanta roca de por medio, la sujeción no sería tan firme como cabría esperar, pero el anclaje era grande y sólido; serviría para hacer lo que necesitaba. Se abrazó a Steris, empujó y salió disparado hacia el firmamento nocturno. Los rascacielos como este suponían un problema para él, puesto que se ahusaban conforme ascendían. Por si eso fuera poco, muchos de los salientes en los que apoyaba los pies eran cornisas muy estrechas, lo cual dificultaba impulsarse directamente en vertical; muchos de esos empujones a menudo lo proyectaban en diagonal, lejos del edificio. Fuera como fuese, cuanto más alto subía, más se distanciaba de la pared. En condiciones normales, podría contrarrestar este inconveniente con la escopeta y con su habilidad para reducir su peso. Ahora que cargaba con Steris, eso quedaba fuera de la ecuación.
Quizá pudiera compensarlo con la cuerda y el garfio de Ranette. Alcanzó una altura en la que empezó a ir más despacio; su anclaje quedaba ya demasiado lejos como para seguir proporcionándole impulso. Como de costumbre, se había alejado unos tres metros del edificio. Así pues, mientras frenaba, arrojó el extremo ganchudo en dirección a un balcón y empujó sobre él, disparando el garfio contra la estructura. El punzón curvo se coló entre los barrotes metálicos del balcón, pero volvió a soltarse. Wax flotó hasta detenerse por completo, en precario equilibrio, a punto de desplomarse de costado en dirección contraria al edificio. Masculló una maldición y probó suerte de nuevo; esta vez consiguió que el garfio encajara en su sitio.
Tiró de ellos hacia la torre, como un pez que intentara escapar del agua utilizando el mismo sedal que lo sujetaba, y consiguió llegar al balcón. Depositó a Steris en el suelo y volvió a enrollar la cuerda, con la mirada vuelta hacia arriba.
—Una actuación de primera.
—Demasiado lento —musitó Wax, distraído.
—Ay, cielo.
Wax sonrió, la abrazó de nuevo y empujó para dejar atrás el balcón. En esta ocasión, cuando ya habían cubierto aproximadamente la mitad de la distancia que los separaba del lugar donde se estaba celebrando la fiesta, lanzó el garfio contra uno de los balcones con los que se cruzaron, a gran velocidad. Tras afianzarlo, continuó impulsándose hasta rebasar el balcón que tenía a su derecha. La cuerda se tensó de golpe, haciéndole pivotar en pleno vuelo, y Wax se balanceó hacia el edificio.
Golpeó la pared con las botas por delante, sujetando la cuerda con una mano mientras aguantaba a Steris rodeándola con el otro brazo, y se dejó caer los escasos palmos que faltaban para aterrizar en el balcón. Mejor, mucho mejor. La principal desventaja de un lanzamonedas como él era que solo podía empujar para alejarse de las cosas, no tirar hacia ellas. Una cuerda como esta podía resultar sumamente útil.
Tironeó del garfio para soltarlo. Esto era muy poco práctico. ¿Y si le hiciera falta desprenderlo en pleno vuelo, o en mitad de un combate? ¿Podría proporcionarle Ranette un garfio capaz de desprenderse a voluntad, de alguna manera? Empujó contra el balcón, propulsándolos otra vez por los aires. Steris le clavó los dedos en los hombros. La bruma fluctuaba con parsimonia a su alrededor. A los lanzamonedas no les incomodaban las alturas; daba igual que se precipitara al vacío, soltar un trozo de metal y empujar contra él con cuidado le permitiría aterrizar sano y salvo.
—Se me olvidaba lo desorientador que puede ser esto —dijo Wax, ralentizando su ascenso—. Cierra los ojos.
—No. —Parecía que a Steris le faltase el aliento—. Esto es… esto es maravilloso.
«Sospecho que nunca conseguiré entender a esta mujer», pensó Wax. Habría jurado que estaba aterrada. La siguiente sucesión de saltos transcurrió sin contratiempos, ahora que empezaba a acostumbrarse a la cuerda. «Es demasiado aparatosa —reflexionó—. Cargar con esto de acá para allá sería un engorro». Además, el garfio se podría quedar atascado con facilidad. Si estuviera utilizando la cuerda y se enzarzase en una pelea, lo más probable era que se viese obligado a desembarazarse de ella después del primer salto.
Esta noche les estaba dando buen resultado, no obstante; instantes más tarde, una última maniobra los depositó en el balcón de la última planta en medio de un remolino de volantes y faldones de gabán de bruma. Su aparición provocó que el corrillo de invitados que se encontraban allí prorrumpieran en exclamaciones de sorpresa; a alguien se le cayó una copa. Wax se enderezó y dejó a su prometida en el suelo. Pese a lo accidentado del viaje, Steris no tardó en recuperar la compostura, alisándose la falda y atusándose el cabello para recolocar sus alborotados mechones mientras decía en voz baja:
—Me parece que acabamos de realizar una entrada digna de nuestra reputación.
—Por lo menos hemos alertado a los guardias, eso seguro —replicó Wax, inclinando la cabeza en dirección a los hombres que, apostados a los flancos del balcón, no los perdían de vista. Estaban haciendo su trabajo, lo cual ya de por sí era buena señal. Ningún lanzamonedas podría colarse en la fiesta sin que lo detectaran. No le dieron el alto, sin embargo. Era demasiado importante como para importunarlo.
Wax recogió la cuerda con el garfio y se la enrolló a la cintura, bajo el abrigo, lo cual le granjeó un gesto de exasperación por parte de Steris antes de que esta apoyara una mano en su brazo. Antes de salir de la Mansión Ladrian le había dado instrucciones precisas sobre el modo en que debía caminar y comportarse; era la sexta de tales lecciones que le impartía en el tiempo que llevaban juntos. Quizá porque Wax nunca actuaba como debía. Esta noche, por ejemplo, la tomó del brazo con mucha más confianza de la recomendada. Estaban prometidos, herrumbres; qué menos que pasear juntos del brazo.
Aunque Steris le lanzó una miradita de reojo, no dijo nada mientras Wax abría las puertas del balcón con un empujón alomántico. Entraron en la fiesta.