9
Al pie de la Torre ZoBell, Wayne vio cómo las brumas engullían a Steris y a Wax. Sacudió la cabeza mientras sacaba una pella de chicle de la latita que llevaba en el bolsillo. Se había agenciado un surtido de la substancia aquella. Mascarla tenía su gracia.
Se metió la bola en la boca y pensó en lo herrumbrosamente tonto que era su amigo. Saltaba a la vista que si Wax insistía en seguir adelante con todo ese enredo de ir a casarse con Steris era porque extrañaba muchísimo a Lessie. Wax había elegido un compromiso que no le exigía ninguna implicación emocional. Wayne lo veía con tanta claridad como el fondo del vaso en un pub en el que sirvieran cerveza aguada.
Extendió la mano para ayudar a Marasi a bajar de su carro.
—Tienes buen aspecto —comentó la muchacha—. Me sorprende que accedieras a ponerte eso.
Masticando distraídamente, Wayne bajó la mirada a su elegante traje hecho a medida. A Marasi la asombraba el hecho de que poseyera algo así, complementado por el refinado bombín que llevaba en la cabeza y un pañuelo de color verde oscuro en el cuello. ¿Por qué iba a faltar este disfraz en su repertorio? Los tenía de mendigo, de alguacil…, incluso de señora mayor. Uno debía ser capaz de confundirse con el entorno. En los Áridos, eso conllevaba tener un disfraz de vaquerizo moreno; en la ciudad, de petimetre emperifollado.
La estúpida cola de espera era tan larga que hasta al aluminio le daría tiempo a oxidarse en lo que tardarían ellos en cubrir la mitad del camino. «Herrumbroso Wax y sus trampas», pensó Wayne. Por lo menos podría habérselo llevado a él en vez de a Steris.
Al frente, curiosamente, a una pareja le fue denegado el acceso; se vieron obligados a volver a su carruaje después de todo el tiempo que habían estado esperando. «¿Qué pasa aquí?». A las personas así de finas no les cerraban las puertas de ninguna fiesta, ¿o sí? Todo el mundo tenía una invitación, aunque fuese falsa; como la suya, que era idéntica a la que le había dado a la vieja tirana de la escuela.
En fin, habría que llegar al punto de control para averiguarlo. Y la cola seguía siendo muy leeeeennnntaaaaaa.
—¿Ha dicho algo de provecho el tipo aquel que pillasteis? —le preguntó a Marasi.
—No —respondió la muchacha—. Ni siquiera está presente del todo, mentalmente hablando. Aunque sí que descubrimos, no obstante, que por lo visto tiene un punzón hemalúrgico alojado en el cuerpo.
—Herrumbres. ¿También estás al corriente de eso?
—He leído el libro —replicó Marasi, sin concederle mayor importancia—. La muerte me lo dio a mí primero, en realidad, y Waxillium me autorizó a hacer una copia. El prisionero presentaba una laceración en el pecho. Se tranquilizó cuando se la quitamos, pero sigue negándose a hablar.
Al cabo, en el tiempo que debieron de necesitar siete tierras de labranza distintas para dar sus frutos y marchitarse de nuevo, aproximadamente, llegaron por fin a la cabeza de la fila. Una vez allí, el portero los miró de arriba abajo, con gesto sombrío.
—Me temo que nos han ordenado rechazar todas las invitaciones sin nombre que no nos presenten sus legítimos destinatarios. Tras el atentado contra la vida del gobernador, solo pueden pasar los invitados cuyo nombre esté en nuestra lista.
—Pero… —empezó a decir Marasi.
—A ver —terció Wayne—. Somos gente importante. ¿No ves lo elegante que es mi pañuelo?
Junto a la puerta, unos hombres uniformados de negro dieron un paso al frente, amenazadores. Herrumbrosa seguridad del gobierno. Los alguaciles eran gente auténtica; cierto, de vez en cuando se les iba la mano y podían partirle a alguien el cuello, pero venían de la calle, como todo el mundo. Estos fantoches, en cambio, eran unos desalmados.
—Hoy le he salvado la vida al gobernador —protestó Marasi—. Ahora no irán a impedirme pasar.
—Me temo que yo no puedo hacer nada —dijo el portero, inmutable por completo, con sus facciones adustas.
Sí, definitivamente aquí estaba pasando algo. Wayne agarró a Marasi del brazo y se hizo a un lado con ella.
—Nos vamos. Herrumbrosos cretinos.
—Pero…
Wayne miró de reojo por encima del hombro y, en el momento preciso, lanzó una burbuja de velocidad.
—Bueno, pues nada —dijo—. ¡Cambio de planes!
—Pareces emocionado. —Marasi echó un vistazo a los bordes de la esfera. Era más nítida que de costumbre, puesto que la niebla continuaba moviéndose y fluctuando en su interior, mientras que fuera flotaba congelada en el aire como un velo de gasa.
—Soy muy impresionable. —Wayne se apresuró a volver junto al estrado en el que estaba el portero. Había conseguido capturar el primero dentro de la burbuja, dejando fuera al segundo. Menuda puntería tenía. Encima del pedestal había una lista de nombres.
—Creo que renunciaste con demasiada facilidad a entrar por las buenas —dijo Marasi, cruzándose de brazos.
—Aquí están nuestros nombres —murmuró Wayne, sin dejar de moverse mientras leía—. En una columna que especifica a quién tienen que cerrarle el paso. Habría dado igual cómo te pusieras.
—¿Qué? —Marasi se pegó a él—. Maldición. Después de que le salvase la vida, será hijo de perra.
—¡Marasi! —exclamó Wayne, sonriendo de oreja a oreja—. Empiezas a hablar como una persona normal.
—Por tu culpa —dijo la muchacha. Hizo una pausa—. Hijo de perra.
La sonrisa de Wayne se ensanchó.
—Le salvaste la vida al gobernador, sí —dijo, masticando ruidosamente el chicle—, pero deben de ser sus guardaespaldas los que quieren dejarte fuera, no él. Les ha caído una buena mancha en el historial después de que uno de los suyos resultara no ser trigo limpio, y los dejaste en evidencia al ser la primera en fijarte.
—¡Eso es mezquino! ¡Están jugando con la vida del gobernador!
—La gente es mezquina. —Wayne dio un saltito lateral.
—¿Por qué te mueves tanto?
—Podrían verme si me quedo demasiado tiempo en el mismo sitio, incluso con la velocidad aumentada del interior de la burbuja. Si seguimos moviéndonos solo seremos una mancha borrosa, y ahí fuera, con la niebla que se ha levantado, eso no debería llamar la atención.
A regañadientes, Marasi empezó a moverse a su vez.
Wayne repasó la lista y reconoció otro nombre.
—Formidable. Esto dará resultado.
—Wayne, nos vas a meter en un lío, ¿verdad?
—¡Solo si nos pillan! —El muchacho señaló con el dedo—. Tienen dos listas: una para la gente a la que tienen que echar para atrás por todos los medios y otra para la gente con permiso para pasar. ¿Ves las notas? ¿El cuarto nombre? Pone que avisó de que quizá no vendría y deben asegurarse de que nadie más utilice su invitación.
—Wayne —dijo Marasi—, ese es el profesor Hanlanaze. Un genio de las matemáticas.
—Hmm. —Wayne se frotó la barbilla—. De la universidad.
—No, de Nueva Seran. Está detrás de varios descubrimientos en el ámbito de la tecnología de combustión.
Wayne se animó al escuchar eso.
—De fuera de la ciudad. Así que nadie debe de saber cuál es su aspecto.
—Su reputación lo precede.
—Pero ¿es una persona sociable?
—Más bien todo lo contrario —dijo Marasi—. Suelen invitarlo a este tipo de acontecimientos, aunque rara vez asiste a ellos. Wayne, no pongas esa cara. Jamás conseguirías hacerte pasar por él, te lo aseguro.
—¿Qué es lo peor que podría ocurrir?
—Que nos pillen —respondió Marasi, sin dejar de caminar con él alrededor de la burbuja de velocidad—. Que nos metan en la cárcel, acusados de conspiración, y dejemos en evidencia a Waxillium.
—Ese —dijo Wayne, regresando al punto en el que se encontraba cuando aceleró el tiempo— es el mejor argumento a favor de intentarlo que podría esgrimir nadie. Vuelve aquí para que pueda soltar la burbuja de velocidad. Después tendremos que buscar algún arma.
Marasi palideció mientras se reunía con él.
—Como se te ocurra colar una pistola en…
—Nada de pistolas —sonrió Wayne—. Otro tipo de arsenal. Matemáticas.
—Así que esa kandra está aquí —murmuró Steris, cogida del brazo de Wax, mientras dejaba vagar la mirada alrededor de la sala en la que se estaba celebrando la fiesta—. En alguna parte.
Un cerco de ventanas rodeaba el ático de la Torre ZoBell, que englobaba toda la última planta. La luz de una docena de tenues candelabros se reflejaba en las copas de vino, los diamantes y las lentejuelas de los estilizados vestidos. Esta moda era nueva. ¿Tan desconectado estaba de lo que ocurría en las esferas sociales como para que se le pasara por alto un cambio tan drástico?
El atuendo de Steris era más tradicional: un vestido blanco de pliegues satinados, entallado y con polisón. Lucía, no obstante, ribetes de lentejuelas en el cuello y los puños, y era más vaporoso, más ligero que lo que solía ponerse; lo cierto era que estaba muy guapa con él. Merced a las lentejuelas, compartía algo en común con estos modelos modernos.
Los invitados deambulaban entre las distintas barras con bebidas y las numerosas exposiciones repartidas por el suelo enmoquetado de rojo. Steris y Wax pasaron frente a una de ellas, un pedestal con una vitrina que contenía una pepita de cobre sin refinar tan grande como la cabeza de una persona. Su superficie resplandecía.
«Metales alománticos», pensó Wax mientras caminaban por delante de la siguiente. Decenas de ejemplares, cuyas placas detallaban dónde se había encontrado la pepita o la veta en cuestión. Suscitaban conversaciones por toda la sala; los corrillos de invitados cuchicheaban mientras la luz arrancaba destellos a las coloridas bebidas que sostenían sus dedos.
—Estás llamando la atención —dijo Steris—. Sospecho que ponerte ese abrigo no fue la decisión más acertada.
—El gabán de bruma es un símbolo —replicó Wax—. Un recordatorio. —Se había dejado convencer para prescindir del sombrero, pero en esto se había mostrado inflexible.
—Pareces un rufián.
—De eso se trata. A lo mejor así se lo piensan dos veces antes de mentirme; no me apetece entrar en su juego.
—Ya has entrado en su juego, lord Waxillium.
—Motivo por el cual no me gusta asistir a este tipo de fiestas. —Levantó la mano para atajar su respuesta—. Ya lo sé. Es importante que esté aquí. Vayamos a hablar con los invitados que tengas planeado abordar.
Steris siempre llevaba encima una lista, meticulosamente elaborada. Era la única persona de la que Wax tuviera conocimiento que se llevaba la agenda a las fiestas de gala.
—No.
—¿No?
—Eso es lo que solemos hacer —dijo Steris, esbozando una sonrisita calculada (ensayaba varias de ellas en casa) para lady Mulgrave mientras se cruzaban con ella—. El objetivo de esta noche es todo tuyo. Pongamos manos a la obra y busquemos a esa asesina.
—¿Estás segura?
—Sí —respondió Steris, saludando con la mano a otra pareja—. Le corresponde a una esposa mostrar interés, ya que no implicarse, en las pasiones de su cónyuge.
—No es necesario que hagas eso, Steris. Me…
—Por favor —lo interrumpió ella, con delicadeza—. Sí que lo es.
Wax desistió de intentar convencerla de lo contrario. Lo cierto era que le agradaba. De todas formas, ante la posibilidad de que Sangradora estuviera allí, oculta en alguna parte, le resultaría imposible relajarse.
¿Cómo encontrar a esa criatura? Más importante aún, ¿cómo derrotar a alguien que era capaz de moverse a una velocidad tan vertiginosa? Al contrario que la alomancia —la cual quemaba los metales a un ritmo relativamente estándar—, los poderes feruquímicos podían consumirse todos a la vez. Sangradora podría drenar sus mentes de metal en un estallido de velocidad… y probablemente eliminar a decenas de personas en un abrir y cerrar de ojos. Cientos, tal vez. Sin que Wax pudiera hacer nada para evitarlo.
Por otra parte, cabía la posibilidad de que no le quedara suficiente energía para hacer algo así. No podía engullir más metal, como un alomante, y reponer sus reservas. Tendría que confiar en la velocidad que hubiera conseguido acumular, y hacía poco que había recuperado su púa. Asesinar a los invitados a la fiesta de Winsting debería haber consumido una buena parte de lo que, en teoría, habría logrado amasar en las últimas semanas.
De modo que tenía dos opciones. Acabar con ella antes de que actuara o, de alguna manera, conseguir que dilapidara sus reservas feruquímicas sin lastimar a nadie.
Se acercó a la barra, pidió dos bebidas y se volvió para observar a la multitud. Hacía dos décadas que no formaba parte de la alta sociedad, y en los dos años transcurridos desde su regreso a Elendel no le había dado tiempo aún a desoxidarse. Envolvía un aura parecida a todos los presentes en la sala, que conversaban con calculada jovialidad mientras, en secreto, perseguían sus propios fines. Qué mejor sitio que ese para que una asesina pasara inadvertida.
Copas en mano, Wax se apartó de la barra y activó su burbuja de acero.
No era algo que hubiera sido capaz de hacer siempre, y seguía sin estar del todo seguro de conocer su funcionamiento. La mecánica elemental era evidente, claro: quemar acero y empujar ligeramente hacia fuera, tomándose a sí mismo como epicentro, en todas direcciones a la vez. Pero ¿cómo había aprendido a dejar exentos los demás metales que llevaba encima? Seguía siendo un misterio. Era algo que había ocurrido, sin más, con el paso del tiempo.
Con la burbuja activada, su instinto alomántico rastreaba todos los trozos de metal que se movían hacia él a gran velocidad y empujaría contra ellos, cada vez más con más fuerza a medida que se acercaran. Comenzaba a dominar la técnica, algo a lo que había contribuido plantarse delante de Darriance y dejar que este le disparara en el pecho, protegido por unos treinta centímetros de armadura y relleno. No podía esquivar las balas, pero la burbuja ayudaba.
—¿Qué acabas de hacer? —preguntó Steris cuando llegó junto a ella—. Mi brazalete quiere escaparse volando.
—Quítatelo —dijo Wax—. Si se produce una pelea entre alomantes, no quiero que lleves nada metálico encima.
Steris enarcó una ceja, pero se quitó el brazalete y lo guardó en el bolso. Wax añadió mentalmente una excepción para él.
—No sé yo si servirá de algo —murmuró Steris—. Este sitio está infestado de objetos metálicos. ¿Qué haces con la bebida?
Wax levantó la cabeza. Acababa de echar discretamente un pellizco de polvo marrón en su copa.
—Es agua —dijo—. Los polvos son para que parezca que estoy tomando brandy. Así podré fingir que estoy borracho más tarde, me concederá algo de ventaja.
—Fascinante. —Steris parecía impresionada de veras.
Pasaron bajo un candelabro al reanudar su paseo por la sala. Los trocitos de cristal, sujetos con alambres, se apartaron sutilmente de Wax, como la aguja de una brújula frente al polo del mismo signo de un imán. Tiró una de las pepitas al suelo sin querer al caminar por delante de un pedestal. Herrumbres. Aunque la prudencia le aconsejaba lo contrario, rebajó la intensidad de la burbuja de acero.
—Busquemos al gobernador —sugirió Steris.
Wax asintió con la cabeza. No lograba sacudirse de encima el presentimiento de que, daba igual en qué dirección se girara, siempre encontraría una pistola apuntada a su espalda.
«Alguien más nos mueve, vigilante».
Los ladrillos, teñidos de rojo. Lessie en sus brazos, sin vida. Sus manos manchadas de sangre…
No. Ya lo había superado. Había llorado su pérdida. No iba a caer de nuevo en esa espiral. Mientras seguían recorriendo la fiesta, una pareja de nobles poco influyentes, vestidos con colores oscuros, hicieron ademán de abordarlos, pero Wax les lanzó una mirada iracunda que bastó para repelerlos.
—Lord Waxillium… —suspiró Steris.
—¿Qué? Dijiste que íbamos a buscar al gobernador.
—Eso no significa que puedas gruñir al resto de los invitados.
—Yo no he gruñido. ¿O sí?
—Para la próxima, déjame a mí. —Steris los guio alrededor de un pedestal en el que, curiosamente, no se exhibía nada. La placa rezaba: atium, el metal perdido.
Cuando se acercaban al gobernador —que estaba recibiendo en audiencia a sus invitados junto a las ventanas de la cara norte—, un hombre con una chillona pajarita amarilla se fijó en Wax. Estupendo. Lord Stenet. Querría sacar otra vez el tema de las tarifas de la industria textil. Pero, evidentemente, no de inmediato. Aquí la gente nunca hablaba a las claras.
—¡Lord Waxillium! —exclamó Stenet—. ¡En usted estaba pensando ahora mismo! ¿Cómo marchan los preparativos de su próximo enlace? ¿Recibiré pronto la invitación?
—Pronto, pero todavía no —respondió Steris—. Acabamos de elegir sacerdote. ¿Y usted? ¡Su compromiso es la comidilla de toda la ciudad!
Lord Stenet adoptó una expresión demudada.
—Ay, eso… —Carraspeó. Steris quiso insistir, pero Stenet no tardó nada en encontrar una excusa, cambió de tema y se batió en diplomática retirada.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Wax.
—Ha estado engañando a su prometida —replicó distraídamente Steris—. De modo que el tema lo incomoda, como cabría esperar.
—Buen trabajo —celebró Wax—. Esto se te da de maravilla.
—Se me da bien.
—Eso he dicho.
—Existe una sutil diferencia. —Steris sacudió la cabeza—. En esta sala hay verdaderos maestros de la interacción personal. Yo no me cuento entre ellos. He estudiado los convencionalismos sociales, los he investigado, y ahora los pongo en práctica. Otra mujer podría haber hilado esa misma conversación de tal manera que el hombre se hubiese quedado preocupado, pero contento. Yo he tenido que recurrir a la fuerza bruta, por así decirlo.
—Eres una persona extraña, Steris.
—Dijo el único hombre en la sala con pistolas en las caderas —replicó ella—. El mismo que, sin darse cuenta, está intentando arrancarles los pendientes de las orejas a todas las mujeres con las que se cruza. No te has percatado de que a lady Remin se le cayó un anillo en la copa, ¿verdad?
—Me lo perdí.
—Lástima. Fue muy entretenido. Ven, por aquí; evitemos entablar conversación con lord Bookers. Es tremendamente aburrido.
Wax bajó tres escalones detrás de ella, pasando junto a una vitrina en la que relucían unas pepitas de estaño que cascabelearon ante su proximidad; junto a ellas había algunas imágenes de ojos de estaño de renombre, incluidos varios bocetos del lord Nacido de la Bruma, quien había sido uno de ellos antes del Catacendro. «Tiene gracia que Steris califique a alguien de aburrido…».
—Estás pensando —dijo Steris— que resulta irónico que precisamente yo califique a alguien de aburrido, cuando tengo fama de adolecer de ese mismo defecto.
—No lo habría expresado yo con esas palabras.
—No pasa nada —lo tranquilizó Steris—. Como ya te he dicho muchas veces, estoy al corriente de mi reputación. Debo abrazar mi naturaleza. Reconozco a los pelmazos igual que podrías reconocer tú a un maestro alomante… como un colega cuyas artes no es que me apetezca especialmente probar.
Wax se descubrió sonriendo.
—Hablando de todo un poco —musitó Steris mientras lo guiaba hacia el gobernador, que en aquellos momentos conferenciaba con el portavoz de la Casa Erikell—, si encuentras a la asesina, empújame en su dirección. Haré todo lo posible por embelesarla con los pormenores de nuestra economía doméstica. Con un poco de suerte se quedará dormida, se caerá encima de su bebida y se ahogará, y podré decir que ya me he cobrado mi primera víctima.
—¡Steris! Ahí sí que has estado inspirada.
La muchacha se ruborizó.
—He hecho trampas —confesó, adoptando una expresión conspiratoria—, para tu información.
—¿Trampas?
—Sé que te gustan los diálogos ingeniosos, así que he venido preparada. Preparé una lista de cosas que podría decir para suscitar tu interés.
A Wax se le escapó una carcajada.
—Tienes un plan para cada ocasión, ¿verdad?
—Me gusta ser concienzuda. Aunque reconozco que, a veces, puedo serlo tanto que termino necesitando planear cuál sería la mejor manera de urdir mis planes. Mi vida termina pareciéndose a una bonita embarcación en el dique seco, diseñada con dieciocho timones apuntando en direcciones distintas para garantizar que haya al menos un mecanismo de dirección en su sitio. —Tras unos instantes de vacilación, volvió a sonrojarse—. Sí. Esa broma estaba en mi lista.
Wax se rio de todos modos.
—Steris, creo que nunca te había visto comportándote con tanta naturalidad.
—Solo que todo está calculado. Preparé las líneas con antelación. En realidad, no estoy siendo natural en absoluto.
—Te sorprendería saber cuántos hacen lo mismo —dijo Wax—. Además, esta es tu forma de ser. De modo que es genuina.
—En tal caso, lo soy a todas horas.
—Me lo imagino. Es tan solo que hasta ahora no me había dado cuenta.
Se acercaron a Innate, lo suficiente como para que el gobernador se percatase de que estaban esperando. Recibieron miraditas disimuladas de parte de otras parejas y corrillos que había en las inmediaciones. Como representante de una de las grandes casas, Wax superaba en estatus prácticamente a todos los demás presentes en la sala. Los antiguos títulos nobiliarios no dejaban de depreciarse a marchas forzadas, pero, con el respaldo de la fortuna de Steris, Wax había conseguido saldar muchas deudas. Eso, a su vez, le había permitido evitar la expropiación de sus bienes y aguantar hasta haber cosechado el fruto de otras inversiones. La Casa Ladrian volvía a ser una de las más acaudaladas de la ciudad, y eso, cada vez más, era más importante que cualquier pedigrí.
Le parecía lamentable, aunque no sorprendente, cuán a menudo la alta alcurnia iba de la mano de la influencia económica y política. Se suponía que las leyes del lord Nacido de la Bruma, basadas en los ideales del Último Emperador, deberían dejar el poder en manos de la gente de a pie. Los que mandaban, sin embargo, siempre eran los mismos. Ahora Wax era uno de ellos. ¿Hasta qué punto debería sentirse culpable?
«Temo haber allanado ya en exceso el camino para los hombres…».
Drim, el líder de los guardaespaldas y jefe de seguridad del gobernador, se acercó a Wax.
—Supongo que ahora te toca a ti —rezongó el hombre, cuyo cuello recordaba al de un toro—. Tengo entendido que mis hombres te dejaron conservar las pistolas en la puerta.
—Créeme, Drim —dijo Wax—. Como el gobernador corra siquiera un ápice de peligro, querrás que tenga mis pistolas a mano.
—Me lo imagino. De todas formas, una pistola no significa nada para ti, ¿verdad? Podrías matar con la calderilla que lleves en el bolsillo.
—O con un par de grilletes. O con las chinchetas que sujetan la moqueta al suelo.
Drim soltó un gruñido.
—Siento lo de tu ayudante.
Wax se tensó de repente.
—Wayne. ¿Qué pasa con él?
—Es una amenaza para la seguridad —dijo Drim—. Tuvieron que echarlo para atrás ahí abajo.
Wax se tranquilizó.
—Ah. Bueno, no pasa nada.
Drim sonrió, sintiéndose sin duda como si hubiera obtenido algún tipo de victoria con esa conversación. Regresó a su puesto, junto a la pared, desde donde vigilaba a todos los que se acercaban para hablar con el gobernador.
—¿No te preocupa lo de Wayne? —preguntó Steris en voz baja.
—Ya no. Me preocupaba que la fiesta le pareciese tan aburrida que decidiera irse a otra parte. Ahora, en cambio, ese buen hombre ha tenido la amabilidad de plantearle un desafío.
—Entonces… ¿insinúas que intentará colarse?
—Si Wayne no está ya aquí dentro, en alguna parte —respondió Wax—, me como tu bolso e intento quemarlo para alimentar mi alomancia.
Reanudaron la espera. La actual interlocutora del anfitrión, lady Shayna, era una fanfarrona sin medida, pero después de todo el respaldo político y económico que le había prestado al gobernador, ni siquiera este podía despedirla con viento fresco. Wax paseó la mirada a su alrededor, preguntándose dónde estaría Wayne.
—Lord Waxillium Ladrian —sonó una voz femenina—. Había oído hablar de usted. Es más apuesto de lo que dan a entender las historias.
Wax arqueó las cejas en dirección a quien así había hablado, una mujer muy alta que también estaba esperando para ver al gobernador. Excepcionalmente alta; le sacaba unos cuantos centímetros. De labios carnosos y generoso busto, tenía la piel blanca como la leche y el cabello del color de la pólvora; al vestido rojo que ceñía su figura parecía que le faltase casi toda la parte de arriba.
—Creo que no nos han presentado —terció Steris, con voz glacial.
—Me llamo Milan —dijo la mujer, sin molestarse en mirar a la acompañante de Wax; a él, en cambio, lo inspeccionó de arriba abajo con la mirada, con una misteriosa sonrisita dibujada en los labios—. Lord Waxillium, asiste usted a una fiesta de gala con sus armas reglamentarias y un gabán de bruma de los Áridos. Qué atrevido.
—Hacer lo que uno ha hecho siempre no tiene nada de atrevido —replicó Wax. «Coquetear con un hombre cuando su prometida está justo a su lado, en cambio…».
—Lo precede una reputación interesante —prosiguió Milan—. ¿Es cierto todo lo que cuentan de usted?
—Sí.
Milan frunció los labios, sonriendo, como si esperase algo más. Wax se limitó a sostenerle la mirada y esperar. La mujer se rebulló incómoda; al cabo, se cambió la copa de mano, musitó una disculpa y se alejó.
—Caray —dijo Steris—. Luego soy yo la que pone nerviosa a la gente.
—El truco de mirar fijamente se aprende enseguida. —Wax volvió a concentrarse en el gobernador. Para sus adentros, sin embargo, decidió no perder de vista a esa tal Milan. ¿Habría sido Sangradora disfrazada, tanteándolo? ¿O tan solo otra invitada sin dos dedos de frente, con demasiado vino en el cuerpo y una opinión exagerada de cómo deberían reaccionar los hombres ante ella?
«Herrumbres, qué noche más larga me espera».
Con su diminuta bandeja cargada con la montaña de comida más alta que había sido capaz de reunir, Wayne se dedicaba a pasear tranquilamente por la fiesta. ¿Por qué utilizarían siempre estos platos tan pequeños en las fiestas de gala? ¿Para evitar que la gente se pusiera las botas? Herrumbres. No había quien entendiera a los ricos. El alcohol más caro de toda la ciudad lo regalaban, pero después les preocupaba que la gente se pusiera morada de salchichitas.
Wayne era un rebelde. Se negaba a acatar las reglas, claro que sí. No tardó nada en trazar un plan de batalla. Las señoritas de las salchichas salían de detrás de la barra oriental, mientras que en el mostrador occidental era donde se preparaban los canapés de salmón. Al norte, sándwiches diminutos; y al sur, un surtido de postres. Si tardaba trece minutos exactos en hacer una batida por toda la sala, tocaría cada punto de interés justo cuando el servicio entregaba las bandejas repletas.
Sus esfuerzos le granjearon alguna que otra miradita indignada. Así sabía uno que estaba haciendo bien su trabajo, cuando comenzaban a lloverle las caras de enfado.
Marasi estaba cerca de allí, representando el papel de asistente del profesor Hanlanaze. Wayne se rascó la mejilla. No le gustaban las barbas, pero, según Marasi, el profesor Hanlanaze la lucía en los escasos evanotipos con su efigie que se conocían. Hanlanaze, además, era mucho más grueso en la cintura que Wayne, lo cual era estupendo. Se podían esconder todo tipo de cosas en ese relleno.
—Sigo sin poderme creer que llevaras todo eso en el carruaje —susurró Marasi, antes de robarle una salchicha. Directamente de su bandeja. ¡Descarada!
—Mi queridísima amiga —dijo Wayne, rascándose la cabeza cubierta por un colorido gorro terrisano, orgulloso emblema del linaje de Hanlanaze—. Ser un académico cualificado depende, sobre todo, de una correcta preparación. ¡Jamás saldría de casa sin el equipo apropiado para afrontar cualquier posible imprevisto, como tampoco trabajaría en mi laboratorio sin las medidas de seguridad adecuadas!
—Lo que realmente borda el disfraz es la voz, ¿sabes? ¿Cómo lo consigues?
—Nuestro acento es el ropaje de nuestros pensamientos, querida —respondió Wayne—. Sin él, todo cuanto dijéramos estaría desnudo, y lo mismo podríamos comunicarnos a voces y gritos. Ay, mira. ¡La chica de los postres tiene pastitas de chocolate otra vez! Me resultan irresistibles.
Dio un paso hacia ellas, pero lo detuvo una pregunta:
—¿Profesor Hanlanaze?
Wayne se quedó petrificado.
—¡Eres tú de verdad! —dijo la voz—. Me parece increíble que hayas venido al final. —Se acercó a él un hombre espigado, vestido con tanta tela de cuadros que, colgado de un mástil, podría haber pasado por un estandarte de guerra.
Wayne se alegró, por una parte. Solo había contado con la descripción de Marasi para improvisar el disfraz de Hanlanaze, por lo que el hecho de que hubiera conseguido engañar a alguien que evidentemente había visto la imagen del profesor era impresionante.
Por otra… maldición.
Wayne le pasó la bandejita a Marasi, con una grave mirada de advertencia que decía: «No te las comas». A continuación, estrechó la mano del recién llegado. La tela de ese traje era impresionante, en serio. El telar del que hubiera salido debía de haber cumplido con su cuota de rayas para todo el año.
—¿Y tú eras? —preguntó Wayne, atiplando la voz. Había descubierto que los hombres corpulentos, como el profesor Hanlanaze, a menudo hacían gala de un timbre que sonaba más menudo que ellos. Se alegró de haber estado estudiando los acentos sureños. Ni que decir tiene, le imprimió también un dejo universitario y apuntaló ambas características sobre los pilares de las fricativas thermolianas, en una de cuyas remotas aldeas se había criado el profesor.
Conseguir un buen acento era como mezclar distintas pinturas para conseguir la que ya estaba en la pared. Si no se hacía bien, los defectos quedarían mucho peor que si hubieras elegido un color completamente distinto.
—Rame Maldor —dijo el hombre, estrechando la mano de Wayne—. Ya sabes… ¿el ensayo sobre el efecto de Higgens?
—Ah, sí. —Wayne le soltó la mano y dio un paso atrás. Probó a imitar cómo se sentiría alguien que se pusiera nervioso rodeado de tantas personas, y Maldor se lo tragó más deprisa que una de esas bebidas a dos peniques que vendían el día después de Ciertayuno. Estaba más que dispuesto a concederle espacio de sobra al supuesto ermitaño.
Lo cual le permitió a Wayne acelerar el tiempo alrededor solo de Marasi y de él.
—Por las muñecas de Armonía —siseó—, ¿a qué se refiere?
Marasi sacó de su bolso el libro que había comprado en una tienda de los alrededores mientras Wayne se ponía el disfraz. No tardó en encontrar la página que buscaba.
—El efecto de Higgens. Tiene algo que ver con la influencia de los imanes sobre los campos de espectro. —Pasó unas cuantas hojas—. A ver, prueba con esto… —Empezó a farfullar un galimatías ininteligible, ante lo cual Wayne asintió con la cabeza, soltó la burbuja de velocidad y exclamó:
—¡El efecto de Higgens ya es agua pasada! Me interesa mucho más el modo en que los campos de electricidad estática producen un resultado parecido. ¡Deberías ver el estudio que estamos a punto de completar, asombroso!
Rame palideció.
—Pero… pero… ¡pero si ese efecto iba a estudiarlo yo!
—¡Pues llegas por lo menos con tres años de retraso!
—¿Por qué no mencionaste nada en nuestra correspondencia?
—¿Y desvelar mi próximo hallazgo?
Rame se alejó con paso tambaleante, primero, y después echó a correr en dirección al ascensor. Wayne nunca había visto moverse tan deprisa a un científico. Cualquiera diría que regalaban batas de laboratorio en el recibidor.
—Ay, cielos —dijo Marasi—. ¿Te das cuenta del caos que podría sembrar esto en su profesión?
—Pues sí. —Wayne recuperó la bandejita de comida—. Les vendrá bien. A ver si así aprenden a pasarse menos tiempo sentados, devanándose los sesos.
—Wayne, son científicos. ¿Ese no es su trabajo?
—Que me aspen si lo sé —replicó Wayne, metiéndose una salchicha en la boca—. Pero si lo fuera, herrumbres, eso explicaría un montón de cosas.
El gobernador Innate terminó su conversación y se volvió hacia Wax. Drim, el guardaespaldas, les indicó por señas que se acercaran. Wax no le caía bien, pero, por lo que sabía de él, Drim era íntegro, leal y de confianza. Sabía que Wax no constituía ninguna amenaza.
Por desgracia, ignoraba la gravedad del peligro al que se enfrentaban. Un kandra… podría adoptar cualquier apariencia. Wax no se habría fiado de nadie.
«¿No? —pensó mientras estrechaba la mano del gobernador—. ¿Y si el kandra fuese el propio Drim? ¿Te has parado a pensarlo?».
Al fin y al cabo, así había conseguido Sangradora asesinar a lord Winsting, usurpando el aspecto de alguien en quien sus escoltas confiaban. «Laderas de hierro oxidado —pensó Wax—. Esto va a ser muy, pero que muy complicado».
—¿Lord Waxillium? —preguntó Innate—. ¿Se encuentra usted bien?
—Disculpe, mi señor. Me he dejado llevar por mis divagaciones. ¿Cómo está lady Innate?
—Ha sufrido un mareo pasajero. —El gobernador besó la mano de Steris—. Se ha ido a casa, a tumbarse. Le diré que ha preguntado por ella. Lady Harms, está usted radiante esta velada.
—Siempre tan galante —replicó Steris, dedicándole una sonrisa sincera. Le caía bien el gobernador, pese a sus diferencias políticas; ella era moderadamente progresista, como se suponía que correspondía a las nuevas fortunas con ánimo de prosperar, mientras que Innate era conservador. Pero eso no molestaba a Steris. Le gustaban las personas cuyas motivaciones fuesen coherentes y, en su opinión, el historial político de Innate era intachable—. Espero que lady Allri se ponga bien pronto.
—Se trata de nervios más que nada —dijo Innate—. No le ha sentado bien lo que pasó hoy.
—Usted, en cambio, parece haberlo encajado con una serenidad admirable —observó Wax—. Dadas las circunstancias.
—El aprendiz de asesino era una de las últimas incorporaciones a nuestra escolta, un desequilibrado. Su puntería era atroz, y lo más probable es que ni siquiera intentase matarme. —El gobernador soltó una risita—. Ojalá todos los adversarios que me envíe el Superviviente sean así, y que lo haga siempre en época de elecciones.
Wax esbozó una sonrisita forzada y lanzó una mirada furtiva al costado. La mujer de antes, la belleza que tenía los ojos tan grandes, se encontraba en los alrededores. ¿Quién más estaba sospechosamente cerca?
«Sangradora no será tan fácil de localizar —pensó—. Los Inmortales Sin Rostro cuentan con siglos de práctica mezclándose con la sociedad humana».
—¿Y usted qué opina de todo esto, lord Waxillium? —preguntó Innate—. ¿Cuál era el móvil del hombre?
—Atacó por provocación —respondió Wax—. Era una cortina de humo. El asesino de su hermano fue otro; intentarán atentar contra usted otra vez.
Drim enderezó la espalda en su puesto, observándolo de reojo.
—Interesante —dijo Innate—. Por otra parte, tiene usted fama de sacar conclusiones precipitadas, ¿no es cierto?
—Todos los vigilantes siguen una pista errónea alguna vez en la vida.
—Creo que comprobará usted que lord Waxillium acierta más a menudo de lo que se equivoca, mi señor —intervino Steris—. Si le advirtiera de que corre peligro, yo en su lugar lo escucharía.
—Así lo haré —le aseguró Innate.
—Me gustaría reunirme con usted —dijo Wax—, para hablar de asuntos importantes. Mañana, como muy tarde. Necesita saber a qué nos enfrentamos.
—Lo incorporaré a mi agenda. —Viniendo de Innate, aquello era una promesa—. Lady Harms, ¿cómo se encuentra su prima? Aún debo darle las gracias por lo que hizo esta mañana, aunque el hombre tuviera tan mala puntería y no hubiese podido pasarme nada de todas maneras.
—Marasi está bien —contestó Steris—. Debería personarse aquí esta noche para…
Fíjate en ellos.
El pensamiento se abrió camino en la cabeza de Wax. Steris y el gobernador seguían hablando, pero él se quedó paralizado.
Se visten con cuentas de colores. Se atiborran de vino. Ríen, sonríen, juegan, bailan, comen y matan sin llamar la atención. Todo forma parte del plan de Armonía. Actores sobre un escenario, hasta el último de ellos. Tú también, Waxillium Ladrian. Es lo que sois todos los hombres.
Le sobrevino a Wax un escalofrío, como si una columna de hormigas estuviera paseándose por toda su piel. Los pensamientos que resonaban dentro de su cabeza eran una voz, como la de Armonía, solo que ronca y áspera. Brutal. Un susurro espantoso.
Todavía llevaba puesto el pendiente. Sangradora había descubierto cómo comunicarse con quien portara una púa hemalúrgica.
La asesina había penetrado en su mente.