6
Wax surcaba los aires sobre la ciudad de Elendel, con las correas de su sombrero sujetándoselo al cuello y el gabán de bruma ondeando como un estandarte a su espalda. A sus pies, la ciudad fluctuaba y bullía, congestionadas de gente las arterias de sus carreteras. Algunos le lanzaban miraditas de soslayo, pero la mayoría no le prestaba atención. Aquí los alomantes no eran tan exóticos como en los Áridos.
«Toda esta gente…», pensó Wax, empujando contra una fuente moldeada para simbolizar unas brumas que se condensaban en una estatua de cobre verdoso que representaba a Armonía, en cuyos brazos levantados resplandecían sus brazaletes dorados. Había mujeres sentadas en el borde de piedra; niños jugando en sus aguas. La sorteaban motocarros y vehículos tirados por caballos que se desviaban a los lados y tomaban infinidad de rumbos distintos, enfrascados en el siempre importante ajetreo que caracterizaba la vida en la urbe.
Tantas personas… y aquí, en el cuarto octante, un sobrecogedor porcentaje de ellas eran responsabilidad suya. Él pagaba sus sueldos, para empezar, o supervisaba a quienes se encargaban de ello; la solvencia de su casa constituía los cimientos que sustentaban la estabilidad económica de miles y miles de hogares. Pero eso solo era una parte, ya que, mediante su escaño en el Senado, representaba a todos cuantos trabajaban a su servicio o vivían en sus propiedades.
El Senado se dividía en dos bandos. El primero, formado por los representantes gremiales, se constituía mediante elecciones e iba y venía según cambiaban las necesidades del pueblo. El segundo, que aglutinaba los escaños de las casas nobles, era rígido e inmutable, inmune a la impredecibilidad de las urnas. Y sobre todos ellos presidía el gobernador, elegido por el conjunto del Senado en su totalidad.
Como sistema no estaba mal, solo que obligaba a Wax a velar por el bienestar de decenas de miles de individuos a los que no conocería jamás. Le entró un tic en el ojo. Viró, empujando contra los barrotes del armazón de una vivienda que sobresalían descuidadamente de una de sus paredes.
Prefería las comunidades de los Áridos, donde uno podía ponerles cara a todos sus vecinos. Así era más fácil preocuparse por ellos y se tenía la impresión de estar haciendo algo práctico. Marasi replicaría que, según las estadísticas, dirigir su casa aquí era un método más eficaz en lo que a garantizar la satisfacción general de sus congéneres respectaba, pero Wax no era un hombre de números; era un hombre que confiaba en su instinto. Y su instinto echaba de menos conocer a la gente a la que servía.
Aterrizó en un enorme depósito de agua próximo a la cúpula de cristal que coronaba el recinto de la Iglesia del Superviviente más importante del octante. Ya había fieles asistiendo al servicio que se oficiaba en su interior, aunque acudirían en mayor número al anochecer, para reverenciar las brumas. La Iglesia las veneraba y, sin embargo, con esa cúpula de cristal se aislaban de ellas. Wax sacudió la cabeza y se impulsó, siguiendo el curso del canal que discurría cerca de allí.
«Habrá terminado ya —pensó—. Estará en uno de los embarcaderos, escuchando el rumor de las aguas…».
Continuó trazando el canal, cubierto de embarcaciones. El paseo de Tindwyl, que se extendía en paralelo a la corriente, estaba atestado; más incluso que de costumbre. Un hervidero de vida. Costaba no sentirse abrumado por la gran ciudad, engullido, apabullado, insignificante. En los Áridos, Wax no se limitaba a hacer cumplir la ley; también la interpretaba y la revisaba cuando era preciso. Él era la ley.
Aquí debía andarse con pies de plomo para sortear todo tipo de secretos y egos.
Mientras buscaba el muelle adecuado, descubrió el motivo de que hubiera tanta gente colapsando el paseo. La confluencia estaba apelotonada, intentando abrirse paso a través de un nutrido grupo de personas que enarbolaban pancartas. Wax pasó sobre sus cabezas y se sorprendió al distinguir a un reducido grupo de alguaciles del octante local entre los manifestantes; la vociferante aglomeración los presionaba desde todos los frentes, esgrimiendo sus consignas en una actitud incómodamente agresiva.
Wax se dejó caer desde las alturas y empujó contra los clavos de las tablas del paseo, con delicadeza, para frenar su descenso. Aterrizó agazapado en una zona despejada que había cerca de allí, extendidos los faldones de su gabán de bruma; sus pistolas emitieron un tintineo.
Los manifestantes se quedaron observándolo durante unos instantes interminables antes de disolverse, desbandándose en todas direcciones. Wax ni siquiera tuvo que decir nada. Los angustiados alguaciles resurgieron instantes después, como piedras después de que un violento aguacero barriera el suelo de la llanura.
—Gracias, señor —dijo su capitana, una mujer mayor cuyos cabellos sobresalían formando un lacio ribete rubio de aproximadamente dos dedos de ancho bajo el ala de su sombrero de alguacil.
—¿Se han puesto violentos? —preguntó Wax, viendo cómo se disgregaban los últimos restos del piquete.
—No les hizo gracia que les pidiéramos que despejasen el paseo, Disparo al Amanecer. —La mujer sufrió un estremecimiento—. No esperaba que la cosa se pusiera tan fea, tan deprisa…
—No puedo decir que los culpe —intervino otro de los alguaciles, un individuo cuyo cuello recordaba el cañón alargado de una pistola. Hundió los hombros cuando sus compañeros se volvieron hacia él—. Mirad, no me digáis que no tenéis ningún amigo entre ellos. Seguro que los habéis oído refunfuñar muchas veces. En esta ciudad tiene que cambiar algo, eso es lo único que digo.
—No tienen derecho a bloquear una vía pública —dijo Wax—, da igual contra qué agravios deseen protestar. Volved a vuestra comisaría y aseguraos de traer más agentes la próxima vez.
Asintieron en silencio y se retiraron. Wax meneó la cabeza, preocupado, mientras la madeja de peatones que bloqueaba el paseo comenzaba a desenmarañarse de forma paulatina. Los manifestantes que formaban los piquetes tenían motivos para quejarse. Las mismas condiciones conflictivas que les afectaban las había identificado él en algunas de las contadas fábricas que poseía —los horarios interminables, la falta de seguridad en el entorno laboral— y, a causa de ello, se había visto obligado a despedir a unos cuantos supervisores. Estos habían sido reemplazados por otros que recibían instrucciones de contratar a más gente y reducir la duración de los turnos; al fin y al cabo, en la ciudad no escaseaba la mano de obra desocupada de un tiempo a esta parte. Pero después Wax había tenido que subirles el sueldo para que pudieran subsistir con lo que ganaban en esas jornadas más cortas, todo lo cual había terminado encareciendo la producción. Corrían tiempos difíciles. Y él no tenía la respuesta a esos problemas.
Anduvo un momento por el paseo, atrayendo no pocas miradas indiscretas de la gente con la que se cruzaba, pero no tardó en encontrar lo que buscaba: a Wayne, sentado en uno de los estrechos embarcaderos. Se había quitado los zapatos y los calcetines, tenía los pies en el agua y la mirada perdida en el canal, sobre el horizonte.
—Hola, Wax —dijo, sin levantar la cabeza, cuando se acercó el vigilante.
—¿Ha ido mal?
—Como siempre. Qué extraño. La mayoría de los días no me importa ser yo. Hoy, sí.
Wax se puso en cuclillas y apoyó una mano en el hombro del joven.
—¿Alguna vez te preguntas si no deberías haberme pegado un tiro, sin más? —preguntó Wayne—. Cuando me encontrasteis Jon y tú.
—No tengo por costumbre disparar contra nadie que no pueda apretar el gatillo a su vez —replicó Wax.
—Podría haber estado fingiendo.
—No. No podrías.
Wayne era un crío de dieciséis años cuando Jon Dedomuerto —antiguo alguacil y mentor de Wax por aquel entonces— y él lo descubrieron hecho un ovillo en el entresuelo de una casa, con las manos en las orejas, rebozado de tierra y sollozando desconsolado. Wayne había tirado sus pistolas y su munición al fondo de un pozo. Mientras Dedomuerto lo sacaba a rastras, el muchacho no dejaba de quejarse del ruido de los disparos. Un tiroteo cuyos ecos solo oía él, resonando en aquel pozo…
—Todos los chicos que nos hemos cargado —dijo Wayne—. Cualquiera podría ser como yo. ¿Por qué me diste una segunda oportunidad a mí, y a ellos no?
—Suerte.
Wayne se giró para mirarlo a los ojos.
—También les daría una segunda oportunidad a esos chicos si pudiera —continuó Wax—. Quizás hayan experimentado momentos de duda, remordimientos. Pero aquellos contra los que disparamos, a esos no los encontramos desarmados, escondidos, dispuestos a entregarse. Los encontramos asesinando. Si te hubiera descubierto en pleno atraco a mano armada, hace ya tantos años, también habría disparado contra ti.
—No me engañas, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Te habría metido un balazo entre ceja y ceja, Wayne.
—Eres un buen amigo. Gracias, Wax.
—No conozco a nadie más que se alegre cuando alguien promete matarlo.
—Tú no has prometido matarme —replicó Wayne mientras se ponía los calcetines—. Has prometido que me habrías matado. Pretérito perfecto, se llama eso.
—Tus nociones gramaticales me dejan anonadado —dijo Wax—, sobre todo por lo a menudo que te dedicas a descuartizar el idioma.
—Nadie conoce a la vaca mejor que el carnicero.
—Supongo que no te falta razón. —Wax se puso de pie—. ¿Te suena de algo una tal Idashwy? Feruquimista.
—¿Mensajera de acero?
Wax asintió con la cabeza.
—Nunca me he cruzado con ella —dijo Wayne—. Me echan a patadas siempre que voy de visita a la Aldea. Son muy poco hospitalarios.
Que Wax supiera, eso no era verdad. De vez en cuando Wayne se echaba por la cabeza una túnica terrisana, imitaba su acento y se infiltraba entre ellos para pasar unos días. Tarde o temprano se metería en problemas por decirles alguna vulgaridad a las muchachas, pero no lo expulsarían con cajas destempladas. Los dejaría desconcertados y despertaría su curiosidad, como ocurría con la mayoría de la gente, hasta que él solito se aburriera y decidiera largarse.
—A ver qué conseguimos averiguar —dijo Wax, mientras llamaba por señas a una de las góndolas del canal.
—¡Cinco billetes por una cesta de manzanas! ¡Eso es un robo!
Marasi se había quedado parada en la calle, indecisa. Tras conducir el motocarro hasta el Eje para asistir al discurso del gobernador lo había dejado aparcado con los cocheros que, a cambio de un módico precio, se encargaban de vigilar y repostar los vehículos, con la intención de cubrir a pie el resto del trayecto. El Eje era un lugar bullicioso.
Así había llegado hasta aquí, un mercadillo callejero con puestos de fruta. Sin poder dar crédito a sus ojos, había visto que una de las vendedoras, efectivamente, ofrecía sus manzanas a cinco billetes la cesta. Su precio no debería superar la media arquilla por cesta, a lo sumo. Las había visto incluso por un puñado de recortes.
—¡En el puesto de Elend las encontraría por una fracción de ese precio! —siguió protestando el cliente.
—Bueno, ¿y por qué no va a ver si le queda alguna? —repuso la vendedora, impertérrita. El cliente se marchó, enfurruñado, dejando a la propietaria del puesto con su cartel, el cual seguía proclamando orgullosamente aquel ridículo precio. Marasi frunció el ceño y contempló de reojo la hilera de puestos, barriles y carros.
«Está todo sospechosamente desabastecido», pensó mientras se acercaba a la mujer cuyos precios eran tan desorbitados; esta se enderezó de repente, sacudiendo las trenzas, y metió las manos en los bolsillos de su delantal.
—Agente —dijo.
—Cinco es más bien tirando a alto, ¿no le parece? —preguntó Marasi, cogiendo una manzana—. Ni que estuvieran bañadas en atium.
—¿He hecho algo malo?
—Tiene derecho a fijar los precios que quiera. Me extraña, eso sí, que parezca usted saber algo que todos los demás ignoramos.
La mujer no dijo nada.
—¿Va a retrasarse algún cargamento? —insistió Marasi—. ¿Se ha estropeado alguna cosecha?
La mujer exhaló un suspiro.
—Sí, pero no de manzanas, agente. Los cargamentos de cereales del este. Sencillamente no van a llegar. Las inundaciones han arrasado los cultivos.
—Un poquito pronto para empezar a especular con los precios, ¿no cree?
—Con el debido respeto, agente, pero ¿sabe usted lo que se come en esta ciudad? Estamos a un cargamento fallido de la inanición, como se lo digo.
Marasi volvió a observar de reojo la hilera de puestos. Los alimentos estaban vendiéndose aprisa, casi todos ellos —según pudo ver— al mismo grupo de personas. Especuladores que hacían acopio de fruta y sacos de grano. La ciudad no estaba tan al borde de la inanición como aseguraba la propietaria del carro —había reservas de emergencia a las que se podría recurrir—, pero las malas noticias volaban más deprisa que la brisa apacible. Además, siempre cabía la posibilidad de que la mujer estuviera en lo cierto y consiguiera vender sus manzanas a precio de oro antes de que se apaciguaran los ánimos, en cuestión de unos días.
Marasi sacudió la cabeza, soltó la manzana y reemprendió la marcha en dirección a su destino. Aquí siempre había aglomeraciones, paseantes a orillas del canal, vehículos en las calles intentando abrirse paso hasta el anillo que rodeaba el Eje. La afluencia de gente era aún mayor hoy; la multitud que atraía el discurso estaba provocando embotellamientos añadidos en el tráfico habitual. Aun estirando el cuello para ver mejor en medio de la muchedumbre, Marasi hubo de esforzarse para distinguir las gigantescas estatuas de la Guerrero Ascendente y su marido en el Campo del Renacimiento.
Se reunió con otro grupo de alguaciles que acababa de llegar, con instrucciones de Aradel; sus vehículos tirados por caballos no habían podido competir con la velocidad del motocarro de Marasi. Juntos, emprendieron la marcha en dirección a la mansión del ejecutivo. Al gobernador le gustaba dirigirse a la ciudadanía desde su escalinata, en el segundo octante, a escasas calles de distancia del Eje.
No tardaron en llegar a la enorme plaza que había frente a la mansión. Transitar por aquí era más complicado, pero, por suerte, los alguaciles de este octante ya habían hecho acto de presencia para acordonar varias zonas cerca del frente y los laterales. Una de ellas contenía las gradas desde las que los nobles y los dignatarios se disponían a escuchar el discurso. En otra, desde los escalones de los Archivos Nacionales, un grupo de alguaciles del segundo octante vigilaba que ningún carterista estuviera haciendo de las suyas entre la multitud. También había más agentes entre el público, fácilmente reconocibles por los penachos azules de sus sombreros.
Marasi y el teniente Javies, al mando del equipo de campo, se dirigieron a los Archivos Nacionales, donde sus compañeros del segundo octante les franquearon el paso. Dirigía allí las operaciones un alguacil veterano, con bigote, cuyo casco —que llevaba bajo el brazo— lucía las dos plumas que lo identificaban como capitán. Al ver a Marasi, Javies y el resto del equipo, al hombre se le iluminó la cara.
—¡Ah, conque Aradel me ha enviado refuerzos, después de todo! —exclamó—. Herrumbrosamente maravilloso. Chicos, vosotros iréis a controlar el flanco oriental de la plaza, en la calle Longard. Se están congregando los trabajadores de la fundición, y tienen cara de pocos amigos. Este no es lugar indicado para montar un piquete, me parece a mí. A lo mejor ver a unos cuantos alguaciles uniformados les baja los humos.
—Señor —se cuadró Javies—. La muchedumbre presiona contra la escalinata de la mansión. Con el debido respeto, señor, ¿no preferiría que subiéramos ahí?
—Esa es la jurisdicción de los guardias del gobernador, teniente —dijo el veterano capitán—. Nos echan para atrás cada vez que intentamos poner un pie en los terrenos de la mansión. Malditos gorilas pescuezos de peltre. Nunca nos avisan con tiempo cuando al gobernador le da por dirigirse a la ciudadanía, pero después nos cargan a nosotros con el mochuelo de evitar que las aguas se salgan de madre.
Javies se despidió, tocándose el ala del sombrero con los dedos, y se fue con su equipo.
—Señor —dijo Marasi, que se había quedado atrás—. El comisario general Aradel me ha pedido que le presente un informe detallado del discurso. ¿Cree que podría escucharlo desde las gradas?
—Mala suerte —replicó el capitán—. Hasta la última sobrina y niñera de un noble ya ha reservado su sitio; me arrancarán la piel a tiras como mande allí a alguien más.
—Gracias de todas formas, señor. A ver si consigo abrirme paso hasta la primera fila. —Marasi empezó a alejarse.
—Espera, alguacil —la detuvo el anciano—. ¿Te conozco de algo?
Marasi volvió la vista atrás, ruborizándose.
—Me…
—¡La hija de lord Harms! —exclamó el veterano capitán—. La bastarda. ¡Eso es! Bueno, no te pongas colorada, chiquilla. No lo decía como un insulto. Es lo que eres y ya está, no tiene mayor importancia. Me cae bien tu padre. Se le daban fatal las cartas, lo justo como para que jugar contra él tuviera su gracia, pero procuraba no apostar en exceso y así no me remordía la conciencia cuando ganaba.
—Señor. —La noticia de sus orígenes, antaño discreta, ya había corrido como la pólvora entre las altas esferas. Era innegable que codearse con Waxillium, el cual no dejaba indiferente a nadie, tenía sus inconvenientes. Y las incendiarias misivas de su madre no estaban del todo injustificadas.
Marasi comenzaba a aceptar lo que era. Eso no significaba que le hiciera gracia que se lo restregasen por la cara. Los ancianos oficiales de noble linaje como este, sin embargo…, en fin, provenían de una época en la que pensaban que podían decir lo primero que se les pasara por la cabeza, sobre todo a sus subordinados.
—Queda un hueco donde los reporteros, pequeña Harms —señaló el hombre, apuntando con el dedo—. Allí arriba, en la cara norte. Como mirador deja bastante que desear, puesto que te encontrarás escalones en medio, pero lo podrás escuchar todo. Cuando llegues al cordón, dile al alguacil Wells que vas por indicación mía, y saluda a tu padre de mi parte.
Marasi se cuadró, debatiéndose aún entre una mezcla de vergüenza e indignación. Los comentarios del hombre no pretendían ser hirientes, pero, Herrumbre y Ruina, se había pasado la mayor parte de su vida como un despojo barrido bajo la alfombra, esforzándose sin nada más que un puñado de monedas en su haber, con su padre negándose a reconocerla públicamente. Entre los alguaciles, al menos, ¿no podría destacar por sus logros profesionales en vez de por las circunstancias que rodeaban su nacimiento?
No podía dejar escapar la oportunidad de conseguir un sitio mejor, en cualquier caso, de modo que empezó a rodear la plaza en dirección a la zona especificada por el veterano.
«¿Qué ha sido eso?», pensó Wax, girándose sobre los talones y desviando su atención del grupo de mendigos a los que estaba interrogando.
—¿Wax? —lo llamó Wayne, dando la espalda a otro corrillo—. ¿Qué…?
Sin hacerle caso, Wax se abrió paso a empujones entre la multitud, hacia aquello que le había parecido ver. Una cara.
«No puede ser».
Sus frenéticos movimientos suscitaron gritos airados en algunas personas, pero solo expresiones furibundas en otras. Los días en que un noble, incluso un alomante, podía imponer su voluntad con una simple mirada comenzaban a tocar a su fin. Al cabo, Wax encontró un hueco despejado y escudriñó los alrededores. «¿Dónde?». Febril, forzando al máximo los sentidos, dejó caer un casquillo de bala y empujó contra él, elevándose tres metros por los aires de inmediato. Describió un giro completo, sin dejar de buscar, desplegados por la maniobra los faldones de su gabán de bruma.
La nutrida afluencia de personas que atestaban el Paseo de Tindwyl proseguía su marcha hacia el Eje, cerca del cual el gobernador, al parecer, se disponía a pronunciar un discurso. «Esa es una multitud peligrosa», detectó una parte de él. Había demasiados hombres embozados en abrigos tan curtidos como la expresión que portaban. El conflicto laboral estaba convirtiéndose en un problema cada vez mayor. La mitad de la ciudad trabajaba un número excesivo de horas a cambio de un salario insuficiente. La otra mitad sencillamente no tenía trabajo. Extraña dicotomía.
No dejaba de ver cada vez a más gente holgazaneando por las esquinas. Ahora, esas mismas personas convergían en tromba. La afluencia no tardaría en desbordarse y convertirse en un rápido arrollador, como un auténtico río mal contenido por las rocas. Wax aterrizó con el corazón martilleando en su pecho como un tambor durante un desfile. Esta vez no le cabía la menor duda. Había visto a Sangriento Tan en medio de aquel tropel de personas. Apenas un atisbo de un rostro familiar, el enterrador asesino, la última persona a la que Wax había dado caza en los Áridos antes de venir a Elendel.
El responsable de la muerte de Lessie.
—¿Wax? —Wayne llegó corriendo a su lado—. Wax, ¿estás bien? Tienes cara de haberte comido un huevo encontrado en la cuneta.
—No es nada —respondió Wax.
—Ah. Entonces, esa expresión… Será que estabas pensando en tu inminente boda con Steris, supongo.
Wax suspiró y le volvió la espalda al gentío. «Imaginaciones mías. Lo habré soñado».
—Te agradecería que dejases a Steris en paz. No es tan mala como la pintas, ni de lejos.
—Lo mismo dijiste de aquella yegua que compraste una vez… ¿Recuerdas, la que solo me mordía a mí?
—Rosalinda tenía buen gusto. ¿Has averiguado algo?
Wayne asintió con la cabeza mientras abría la marcha, alejándose de la muchedumbre.
—Doña Mensajera de Acero vive en los alrededores —dijo—. Trabaja llevándole las cuentas a un joyero cuya tienda está calle abajo. Hace una semana que no pisa el trabajo, sin embargo. El joyero ha enviado a alguien a su apartamento, pero no le abrieron la puerta.
—¿Tienes la dirección?
—Pues claro que sí. —Wayne adoptó una expresión ofendida mientras metía las manos en los bolsillos de su guardapolvo—. También he encontrado un reloj nuevo. —El instrumento que sacó era de oro macizo, con incrustaciones opalinas en la tapa.
Wax suspiró. Tras un breve desvío para devolverle el reloj de bolsillo al joyero (Wayne alegó haber pensado que estaba disponible para cambiarlo por cualquier otra cosa, tras verlo encima del mostrador sin más protección que la vitrina que lo rodeaba), emprendieron el ascenso de la carretera que conducía al distrito de Bournton.
Se trataba de un barrio elegante, lo cual significaba que también le faltaba personalidad. No había ropa tendida enfrente de los edificios, ni gente sentada en los zaguanes de sus casas. En vez de eso, la calle estaba ribeteada de residencias de color blanco e hileras de edificios de apartamentos con puntiagudas rejas de hierro por toda decoración en las ventanas más altas. Consultaron la dirección con uno de los vendedores de periódicos de la zona y, al cabo, se encontraron ante el bloque de pisos en cuestión.
—Algún día me gustaría vivir en un sitio tan bonito como este —declaró Wayne, con expresión soñadora.
—Wayne, ya vives en una mansión.
—Pero no es bonita, sino opulenta. La diferencia es considerable.
—¿En qué sentido?
—Tiene que ver, sobre todo, con la clase de vasos que se utilizan para beber y el tipo de cuadros que se pueden colgar en las paredes —le explicó Wayne, con gesto indignado—. Ya deberías saber estas cosas, Wax, ahora que te sale el dinero por las orejas y esas cosas.
—Wayne, tú también te volviste rico tras recibir la recompensa por el caso de los desvanecedores.
Wayne se encogió de hombros. No había tocado su parte, consistente principalmente en aluminio recuperado de manos de Miles y su banda. Wax se adelantó para subir por la escalera que discurría por el exterior del edificio. Idashwy vivía arriba del todo, en un pequeño apartamento ubicado en la parte de atrás, sin más vistas que las paredes de los demás edificios. Wax sacó a Vindicación de su funda, llamó con los nudillos y se situó junto a la puerta, por si acaso a alguien se le ocurría acribillarla a balazos.
No obtuvo respuesta.
—Bonita puerta —musitó Wayne—. Me gusta la madera. —Le pegó una patada.
Wax niveló la pistola y Wayne entró agazapado, deslizándose contra la pared a fin de evitar que la claridad recortara su silueta. Tras encontrar un interruptor, instantes después, encendió las luces eléctricas de la habitación.
Wax levantó la pistola junto a su cabeza, apuntando al techo, y entró. El apartamento no era gran cosa. El montón de mantas dobladas que había en un rincón debía de hacer las veces de cama. Su vista de acero no detectó ningún trozo de metal en movimiento. Todo estaba en silencio y en calma.
Wax se asomó al aseo mientras Wayne se acercaba a la otra habitación del apartamento, una cocina. Tuberías en el cuarto de baño, electricidad… Sí que era un sitio elegante. La mayoría de los terrisanos preferían llevar una vida sencilla. ¿Qué la habría empujado a pagar por algo como eso?
—Ay, rayos —dijo Wayne desde la cocina—. Menuda gracia.
Wax encaminó sus pasos hacia la voz, sin enfundar la pistola, y se asomó a la cocina. Esta era apenas lo bastante grande como para que cupiera una persona tumbada en el suelo, como evidenciaba el cadáver bañado de sangre que yacía allí, con un gigantesco boquete en el pecho y la mirada vidriosa perdida en el aire.
—Me parece que vamos a necesitar a otro sospechoso principal, Wax —dijo Wayne—. Se ve que este le ha cogido cariño a su condición de fiambre.
La posición de Marasi durante el discurso resultó ser tal y como le habían prometido: encajonada en la estrecha brecha en la multitud que formaban los escalones laterales del patio delantero de la mansión. A su alrededor, los representantes de la prensa, lapiceros y libretas en ristre, aguardaban dispuestos a anotar aquellas citas entresacadas del mensaje del gobernador que pudieran constituir los titulares más suculentos. Marasi era la única alguacil entre ellos, y sus galones de teniente no contribuyeron a granjearle el cariño de los periodistas.
Entorpecía su vista, además de la posición de la amplia escalinata de piedra, la guardia del gobernador; una hilera de mujeres y hombres con sombreros y uniformes oscuros que, plantados con las manos enlazadas a la espalda, se distribuían a lo largo del graderío. Tan solo un par de dibujantes, ubicados en un extremo del cúmulo de reporteros, disfrutaban de algo parecido a una vista privilegiada de la plataforma del gobernador, erigida sobre los escalones.
A Marasi no le importaba. No necesitaba ver a Innate para digerir y regurgitar sus palabras. Además, esta posición le confería una vista inmejorable de la masa de espectadores, que para ella revestía mayor interés. Había hombres manchados de hollín, empleados de las factorías. Mujeres cansadas que, con la llegada de la electricidad, ahora podían verse obligadas a trabajar muchas más horas, hasta bien entrada la noche, con la amenaza del despido encadenándolas a sus telares. Sin embargo, había esperanza en sus ojos. La esperanza de que el gobernador tuviera aliento que ofrecerles, la promesa de que la creciente tensión que atenazaba la ciudad pronto tocaría a su fin.
«Las Reglas de Mirabell», pensó Marasi, asintiendo para sí con la cabeza. Mirabell había sido una estadista y psicóloga del siglo III que había analizado el porqué de que algunas personas trabajaran con más empeño que otras. Sus investigaciones arrojaron el resultado de que uno tenía más probabilidades de esmerarse si se implicaba en su labor, si se sentía dueño de lo que hacía y podía constatar que importaba. Los estudios que llevó a cabo, a título personal, demostraron que la criminalidad descendía cuando la gente se identificaba con su comunidad y se consideraba una pieza relevante de ella.
Ahí radicaba el problema, puesto que la sociedad moderna estaba socavando esos conceptos. La vida daba la impresión de ser menos estable ahora, cuando ya no era tan infrecuente que uno se mudara y cambiara de empleo varias veces en el transcurso de los años; prácticas casi inexistentes hacía un siglo, impuestas por el progreso. En la actualidad, Elendel sencillamente necesitaba menos cocheros y más mecánicos de motocarros.
Había que adaptarse. Moverse. Cambiar. Todo lo cual era positivo, pero también podía poner en peligro la identidad, la conexión y la motivación de uno. Los guardias del gobernador observaban a la multitud con hostilidad, mascullando invectivas contra los bellacos, como si para ellos los asistentes fuesen poco menos que malhechores mal contenidos en busca de la menor excusa para rebelarse y saquearlo todo.
Estas personas, por el contrario, lo que buscaban era estabilidad, algo que les permitiera sustentar a sus comunidades o forjar otras nuevas. Los levantamientos populares rara vez nacían de la codicia; antes bien, con frecuencia eran fruto de la frustración y la falta de esperanza.
El gobernador salió de la mansión, haciendo así acto de presencia por fin. Marasi acertó a verlo como pudo entre las piernas de los guardias. Innate era alto y apuesto, al contrario que su hermano, quien siempre le había parecido regordete a Marasi. Con las mejillas rasuradas, el cabello entrecano ondulado y un elegante par de anteojos, Innate se había convertido en el primer gobernador en posar con gafas para su retrato oficial.
¿Lo entendería? ¿Sabría cómo apaciguar a estas personas? Era un corrupto, cierto, pero la suya era una corrupción discreta: pequeños favores destinados a engrosar sus arcas o las de sus amistades. Cabía por entero la posibilidad de que le importasen los habitantes de su ciudad, sin que por ello quisiera dejar de lucrarse. Subió al estrado, donde una mujer diminuta con un vestido verde correteaba sin cesar de un lado a otro, ajustando unos instrumentos abocinados, como conos gigantes, cuya parte más ancha apuntaba a los asistentes. Marasi pensó que le sonaba esa chica, poco más que una niña, de largos cabellos dorados y facciones estilizadas. ¿Dónde la había visto antes?
Tras hacer memoria durante unos instantes, se arrimó a una de las reporteras para leer sus notas por encima del hombro. Un día ventoso… blablablá… aire de violento suspense, a saber a qué querría referirse con eso… ¡Ahí! Con la meticulosa asistencia de miss Sophi Tarcsel, la hija del inventor.
Sophi Tarcsel. Había dado mucho que hablar con los artículos de opinión que le habían publicado en algunos pasquines, todos ellos relacionados con su padre, se suponía que un gran inventor… aunque Marasi nunca hubiera oído hablar de él ni hubiese visto siquiera su nombre antes de leer esos reportajes.
—Pueblo de Elendel —comenzó a decir el gobernador Innate, y a Marasi le sorprendió el modo en que resonaba su voz por toda la plaza, alta y clara. Algo relacionado con aquellos aparatos, al parecer—. Los periódicos quieren haceros creer que esta noche nos encontramos al borde de la crisis, pero ese riesgo es inexistente, os lo aseguro. Mi hermano no era ningún criminal, como lo están retratando.
«Ay, Innate —pensó Marasi, suspirando para sus adentros mientras escribía—. No han venido por eso». Nadie estaba allí para seguir oyendo hablar de Winsting. ¿Qué pasaba con los problemas reales de la ciudad?
—No toleraré que se difame la personalidad de mi querido hermano —prosiguió Innate—. Era una buena persona, un hombre de estado y un filántropo. Quizás hayáis olvidado el proyecto de renovación del Eje que abanderó hace apenas tres años, pero yo no…
Continuó en esa línea. Marasi siguió tomando apuntes cumplidamente para el comisario Aradel, pero sin dejar de menear la cabeza. El objetivo de Innate era comprensible. Aspiraba a salvaguardar la reputación de su familia a los ojos de la nobleza y los inversores más importantes, y quizá también, de paso, aplacar las iras de la población en la medida de lo posible. No iba a dar resultado. En realidad, a la ciudadanía Winsting le importaba un comino. Eran la corrupción, tan arraigada, y la sensación de impotencia las que estaban destruyendo la ciudad.
Conforme avanzaba el discurso, prolijo en explicaciones sobre lo buen hombre que había sido Winsting, Marasi se deslizó hacia el lateral en un intento por obtener una vista mejor. ¿Cómo estaría respondiendo Innate a la multitud? Era un líder carismático; lo denotaba incluso su forma de hablar. Quizá su oratoria estuviera surtiendo algún efecto positivo por sí sola, aunque el mensaje careciera de substancia.
—Se ordenará a los alguaciles que realicen una investigación concienzuda —estaba diciendo Innate—. No me convence su hipótesis, según la cual mi hermano habría sido asesinado. Mis fuentes sugieren que todo esto podría ser el resultado de una operación mal ejecutada, en la que se habría intentado utilizar a mi hermano como cebo voluntario para capturar a varios criminales. Si eso resulta ser cierto, si pusieron en peligro a mi hermano y ahora lo están encubriendo, los responsables pagarán por ello.
Marasi se echó más hacia el costado, pero le tapó la vista uno de los guardias, que se colocó delante de ella. Irritada, la muchacha volvió a cambiarse de sitio, y el guardia se movió a su vez. Si no hubiera estado de espaldas a ella, Marasi habría pensado que lo hacía a propósito.
—En cuanto a las inundaciones del este, enviaremos ayuda. Auxiliaremos a los amigos y a los familiares que tengáis allí. Nos solidarizamos con ellos frente a esta catástrofe.
«Mala cosa —apuntó Marasi—. La gente no quiere oír que se va a mandar ayuda fuera de la ciudad, da igual lo necesaria que sea, no mientras la situación continúe empeorando aquí cada vez más…». Se movió de nuevo. Aradel le había pedido que juzgara la reacción del público, pero para ello necesitaba una atalaya mejor.
Su constante ir y venir le granjeó un exabrupto por parte de uno de los reporteros, molesto con ella, pero al final consiguió colocarse donde podía ver bien a Innate en su podio. El gobernador se enfrascó en una interminable diatriba contra la prensa. Quizás eso explicara la irascibilidad del periodista. Sin duda ella se…
Marasi frunció el ceño. El guardia que antes siguiera sus movimientos y le bloqueara la vista había regresado, y la muchacha detectó que lucía una expresión muy extraña, como un rictus de dolor. Estaba susurrando algo…, sus labios se movían, al menos. Nadie más parecía haberse percatado de ello, absortos como estaban todos en el discurso.
De modo que Marasi fue la primera en lanzar un grito cuando el guardia sacó un revólver de debajo de su abrigo y apuntó con él al gobernador.
Wayne se paseó por la habitación de la difunta. Demasiado limpia. Un cuarto habitado debería ostentar una saludable cantidad de desorden. Doña Mensajera de Acero no pasaba mucho tiempo allí.
En la estancia contigua, Wax continuaba inspeccionando el cadáver. Wayne había optado por dejarlo a su aire; no le interesaba en absoluto toquetear los higadillos de un fiambre, por mucho que Wax se empeñase en que era importante. En vez de eso, el muchacho buscaba algo más interesante: indicios de vida. Su primer hallazgo consistió en un pequeño alijo de botellas, guardadas en el armario que había debajo del lavabo en el cuarto de baño. Contenían distintos tipos de alcohol de alta graduación, y todas ellas se veían empezadas. Menos una, que estaba vacía. Wayne la olisqueó. Vino dulce.
«Menuda sorpresa», pensó. Agarró la botella de whiskey y le pegó un buen trago. Puaj. Demasiado fuerte, y demasiado caliente. Bebió un poco más mientras deambulaba por la habitación principal. Estos vecindarios tan coquetos eran demasiado tranquilos. Deberían oírse voces en la calle. Era lo que se esperaba de la ciudad. Echó un vistazo al baúl que había junto al catre y encontró en su interior tres conjuntos, todos ellos limpios y escrupulosamente doblados. La túnica terrisana estaba en el fondo. Sus arrugas tenían ya tiempo; no se las ponía a menudo. Las otras dos prendas eran de diseño moderno, más atrevida la de arriba del todo que la de debajo.
Empinó la botella de nuevo y regresó a la cocina, donde estaba el cadáver. Wax, que se había quitado el sombrero y el abrigo, estaba de rodillas junto al cadáver en chaleco y pantalones.
—Veo que ya has encontrado el alcohol —dijo—. Qué raro.
Wayne sonrió de oreja a oreja y le tendió la botella a Wax, que probó un sorbo.
—Puaj —observó mientras se la devolvía—. Este asesinato me desconcierta, Wayne.
—Seguro que ella estaría de acuerdo.
—Demasiados interrogantes. ¿Por qué se fue de la Aldea? ¿Por qué eligió este sitio para vivir? No da la impresión de ser muy terrisano.
—Bueno —replicó Wayne—. Te puedo decir qué hacía aquí.
—¿Y bien?
—Imagínate que eres una cuarentona recluida de Terris. La posibilidad de convertirte en una joven alocada ya queda muy lejos, y empiezas a arrepentirte de no haber hecho algo más atrevido con tu vida.
—Los terrisanos no son alocados —dijo Wax, tomando apuntes en una libreta mientras inspeccionaba las heridas de la mujer—. Ni atrevidos. Son gente tranquila.
—¿No somos terrisanos nosotros?
—Somos la excepción que confirma la regla.
—Todo el mundo es una excepción que confirma alguna regla, Wax. Esta mujer salió de la Aldea y se encontró con que ahí fuera había todo un mundo nuevo esperándola. Seguro que tenía una vena aventurera.
Whiskey.
—Cierto —admitió Wax—. No la conocía bien, pero sé que de joven le daba por escaparse de la Aldea. Hace mucho.
—Y continuó haciéndolo —explicó Wayne—. Comprensible, si tenemos en cuenta que la Aldea es tan aburrida que dejaría dormido a un escriba. Rayos, pero si hasta Steris aborrecería ese sitio.
—Wayne…
—Nuestra damisela —dijo Wayne, agitando la botella en dirección al cadáver— al principio procuró mantenerse fiel a su naturaleza conservadora y se colocó de oficinista, una ocupación aceptablemente terrisana. Se convenció de que merecía la pena invertir en un apartamento bonito, donde estaría a salvo de los supuestos horrores de los barrios más humildes. Cosas sencillas.
»Pero luego algún compañero de la joyería la invitaría a salir, y probó la bebida. Le gustó. Quizá reavivara el recuerdo de los tragos que había tomado a escondidas cuando era joven. Quería más, así que se compró un caótico surtido de mejunjes de alta graduación, con la intención de probarlos todos. Su preferido era el vino dulce, por cierto.
—Lógico —dijo Wax.
—Ahora la encontramos vestida de forma cada vez más desenfadada, enseñando más carne y pasando casi todas las noches fuera de casa. Unos cuantos meses más y se habría convertido en la chica perfecta con la que pasar un buen rato.
Whiskey.
—No le dieron unos cuantos meses más —dijo Wax, en voz baja. Sacó algo del bolsillo y se lo tendió a Wayne. Un volumen de pequeñas dimensiones, con tapas de cuero—. Échale un vistazo a esto.
Wayne lo cogió y empezó a hojearlo.
—¿Qué es?
—El libro que me regaló la Muerte.
El grito de Marasi se perdió en medio del clamor general cuando el gobernador hubo concluido el discurso. Diplomáticos aplausos por parte de la nobleza, abucheos e invectivas de la mayoría de los trabajadores. El tumulto ahogó su voz como un chapoteo engullido por el romper de las olas.
Rebuscó en el bolso mientras el guardia del abrigo oscuro apuntaba con su pistola al gobernador. No. No le daría tiempo a sacar el arma. Tendría que hacer otra cosa.
Se abalanzó sobre el hombre y aminoró el tiempo.
Portaba metal en su interior esta vez; se había asegurado de ello, tras el apuro de esa mañana. Su alomancia creó una burbuja de tiempo extraordinariamente ralentizado que la envolvió a ella, al asesino en potencia y a unos cuantos espectadores.
Se abrazó a las piernas del hombre, pero la burbuja de velocidad hizo casi todo el trabajo, apresándolo dentro al tiempo que todas las personas que estaban fuera se transformaban en una mancha borrosa. El guardia apretó el gatillo, y el estampido de la detonación se mezcló con la extraña amalgama de sonidos de fuera, distorsionados en el interior de la esfera. Otro de los escoltas, atrapado a su vez en la burbuja, profirió un grito, alarmado.
La trayectoria del proyectil se desvió al traspasar el perímetro de la burbuja de velocidad, del que salió disparada por encima de la mancha borrosa de la multitud mientras el gobernador se desvanecía, supuso que arrastrado a toda prisa lejos de allí. Puesto que el salto de Marasi carecía del ímpetu necesario para derribar al asesino en potencia, la muchacha se quedó medio tumbada encima de los escalones, abrazada a las piernas del hombre y sintiéndose como una mema, hasta que otro de los guardias cargó contra su compañero, ya con más fuerza, y precipitó su caída.
Marasi dejó que la burbuja de velocidad se disolviera y retrocedió de un brinco, bañada por el repentino rugido de la multitud. El cautivo forcejeó, desgañitándose, mientras los demás guardias se amontonaban encima de él.
—Así que, básicamente, con esta… hemalurgia —dijo Wax—, se pueden crear nacidos del metal.
Wayne sorbió por la nariz mientras echaba un somero vistazo a las páginas del libro; en sus mejillas comenzaba a formarse una especie de sarpullido. «Está almacenando salud», pensó Wax. Era habitual que a Wayne le salieran extrañas erupciones en la piel cuando hacía eso. Se habían sentado en la habitación principal del apartamento de Idashwy, lejos del cadáver, al que habían tapado con una sábana. Tan solo habían interrumpido brevemente la inspección de la vivienda para pedirle al vendedor de periódicos que fuese a avisar a los alguaciles de la zona.
Wax rechinó los dientes. La herida de Idashwy… era tal y como se describía en el libro. Alguien había matado a esa mujer atravesándole el pecho con un arma punzante, arrebatándole su talento feruquímico en el proceso. El volumen describía el proceso como la acción de «arrancarle a alguien un trozo de su alma». Valiéndose del punzón, uno podía injertar esa porción de alma ajena en la propia, apropiándose así de los poderes del fallecido.
En la antigüedad, los inquisidores traspasaban el cuerpo de la víctima con el punzón y, sin detenerse, lo clavaban directamente en el cuerpo de quien fuese a recibir sus poderes. Así lograban que no se perdiera ni un ápice de energía. Al parecer, recubriendo de sangre el punzón recién creado se podía obtener un resultado similar.
«Lo sabía —pensó Wax—. Ojos de Hierro sabía que algo así iba a pasar». El lord Nacido de la Bruma había escrito ese libro hacía tiempo, para que quedara constancia del arte que se denominaba hemalurgia. En él, Lestibournes tildaba de crimen que las Palabras de Instauración, los mismísimos archivos de Armonía, omitieran toda referencia a aquella práctica arcana.
—Entonces —dijo Wayne—, ¿nuestro asesino sabe hemalurgia?
—Sí —respondió Wax—. Utilizó un punzón para robar el talento feruquímico de Idashwy y, a continuación, se valió de su nueva habilidad para atentar contra lord Winsting y sus invitados. Debemos asumir que nuestro objetivo podría tener muchos más poderes a su disposición: cualquier combinación de habilidades alománticas y feruquímicas… o todas.
Wayne emitió un silbidito.
—¿Has averiguado algo más mientras registrabas el cuarto? —preguntó Wax.
—Poca cosa.
—Entiendo cuál fue el móvil en este caso —dijo Wax, lanzando una mirada de soslayo en dirección a la cocina—, pero todavía ignoro qué podría haber motivado el asesinato de Winsting. O, mejor dicho…, en fin, se me ocurren demasiadas teorías. Me falta el incentivo correcto, eso es todo.
—¿Qué has encontrado en los bolsillos del fiambre?
Wax no contestó de inmediato.
—¿No le has registrado los bolsillos? —preguntó Wayne, consternado—. ¡Wax, eres el peor saqueador de tumbas del mundo!
—Me distrajo el modo en que se produjo la muerte —se justificó Wax, levantándose—. Habría terminado haciéndolo tarde o temprano.
El término «distracción», en realidad, se quedaba corto para describir las emociones que lo atenazaban: la profunda conmoción, el abatimiento. Durante meses, aquel libro no había suscitado en él nada más que un moderado interés académico; ahora, sin embargo, de golpe y porrazo, su contenido había cesado de ser una mera sucesión de palabras sobre la página para transformarse en el móvil de un asesinato.
«Esto nos queda muy grande —pensó Wax mientras regresaba a la cocina—. Nos estamos metiendo en el terreno de las deidades. Armonía, Ojos de Hierro, el lord Nacido de la Bruma…».
Wayne apartó la sábana, dejando al descubierto el boquete que lucía la mujer en el pecho; justo a la altura del esternón. ¿Quién sabría hacer algo así? ¿A quién permitiría Armonía que supiera hacer algo así?
—Aquí —dijo Wayne, que había empezado a hurgar en los bolsillos de la falda de la mujer. Sacó un pliegue de papel. Lo desdobló y se le escapó un gruñido—. Vaya. Es para ti.
A Wax le pegó un vuelco el estómago. Wayne dio la vuelta a la hoja, despacio. Estaba cubierta de números y operaciones aritméticas; alguien la había arrancado de un libro de cuentas. Garabateada encima, con una caligrafía distinta, se veía una frase; una frase que le resultaba familiar. Las mismas palabras que había pronunciado Sangriento Tan justo antes de empujar a Lessie para interponerla en la trayectoria de la bala de Wax, convirtiéndolo así en el artífice de la muerte de su amada.
«Alguien más nos mueve, vigilante».