15

Si algo había aprendido Wax durante su estancia en los Áridos era que todo era susceptible de comercializarse. Aún recordaba su sorpresa la primera vez que vio a alguien vendiendo agua. ¿Quién era capaz de sacar dinero de algo que caía literalmente del cielo?

Ahora, más de veinte años después, lo que le parecía asombroso era que nadie en toda Elendel hubiera ideado aún la manera de aplicarles un impuesto a las colectas pluviales. Y lo mismo, pero multiplicado por dos, valía para la alomancia, aunque entre los más conservadores ya hubieran comenzado a alzarse algunas voces en contra de la creciente comercialización de las artes metálicas. Los feruquimistas de alquiler eran aquí mucho más escasos que los alomantes, debido tal vez a la veneración que profesaba a sus poderes la tradición terrisana.

Wax subió los escalones de un edificio que, en solitario, señoreaba sobre la calle de uno de los barrios más bonitos de la ciudad, aunque este fuese el lado oscuro de la avenida, por así decirlo. La construcción, de dos plantas, tenía las persianas bajadas, si bien las luces del interior les prestaban un cálido resplandor. En el camino de entrada, a su derecha, aguardaba un coche negro aparcado; el escudo plateado que lucía en uno de sus laterales estaba cubierto de rasponazos.

El aplacimiento lo bañó como una ola en cuanto hubo llegado a la puerta. Una sensación de placidez y serenidad, como si le estuvieran anestesiando las emociones. Como si alguien intentara asfixiarlas empujando con un cojín contra ellas.

«Otro descuido —se reconvino—. Debería haberme puesto el sombrero». Su forro de aluminio podría servirle de ayuda en caso de que Sangradora tuviera acceso a una púa que le permitiese aplacar las emociones o inflamarlas a voluntad. En fin, tendría que ir a buscarlo más tarde. Empujó la puerta del edificio y entró en una habitación tenuemente iluminada por lámparas equipadas con fanales de color rojo. Varios hombres y mujeres languidecían recostados en los cojines que había desperdigados por el suelo, fumando puros o pipas de incienso, con la mirada perdida en el techo, pintado como una cristalera de relajante diseño abstracto.

La mayoría de los negocios habían cerrado ya, pero no los salones de aplacimiento. Visitarlos salía más caro que pasarse toda la noche en una taberna, pero sin efectos secundarios. O, para ser precisos, con otros efectos secundarios. Una mujer madura y corpulenta se acercó a él —tocada con un sombrero que, casi con toda seguridad, estaría revestido de aluminio—, probablemente para recaudar el precio de la entrada, pero Wax se limitó a mostrarle sus credenciales.

—Si crees que con eso puedes pasar gratis —dijo la dueña del establecimiento—, es que debes de ser nuevo en el cuerpo.

Wax respondió con una sonrisita adusta mientras guardaba la placa. El salón que regentaba la mujer era de segunda categoría. Aunque la actividad en sí no incumpliese ninguna ley —curiosamente, estaba permitido manipular las emociones de la gente siempre y cuando esta pagase por ello—, debía de estar acostumbrada a que los alguaciles se dejaran caer por allí de vez en cuando. Por una parte, este tipo de lugares solían atraer a quienes huían de algo; por otra, no era descabellado que los propietarios con menos escrúpulos se aprovecharan de sus clientes.

Ninguno de los presentes encajaba con la descripción de Chapaou, pero en los salones de aplacimiento acostumbraba a haber más de una habitación.

—Bajito —dijo Wax—, calvo. Se llama Chapaou, pero podría haber dado otro nombre.

La dueña del local asintió con la cabeza y, por señas, indicó a Wax que la siguiera mientras cruzaba la estancia, esquivando a las personas que haraganeaban recostadas en el suelo. El ambiente, lóbrego y cargado de humo, debería crisparle los nervios a Wax —esta clase de sitios eran terreno abonado para los accidentes o las emboscadas—, pero costaba sacudirse de encima el aplacimiento que flotaba en el aire, disolviendo las capas más superficiales de su inquietud para dejar al descubierto la sensación subyacente: su preocupación por Wayne y Marasi. Y, debajo de esta, una sorprendente frustración… rabia, incluso… dirigida contra Dios. Al cabo, también esas emociones se esfumaron aleteando, evanescentes, dejándolo hueco por dentro. No solo en calma, sino completamente vacío.

Nada le apetecía más que instalarse en uno de aquellos cojines, cerrar los ojos y exhalar un hondo suspiro de relajación. Sangradora podía esperar. Seguro que no intentaba matar a nadie más esa noche. Además, ¿qué más daba que lo hiciera? Lo más probable era que, de todas formas, Wax no llegase a tiempo para impedírselo.

Descubrió que aborrecía esa sensación. Estas emociones eran suyas: formaban parte integral de su ser. Eliminarlas no lo alegraba ni le ayudaba a olvidar nada. Tan solo le revolvía el estómago.

Apretó el paso, en un intento por animar a la dueña del establecimiento a darse prisa mientras salían de la sala de los cojines y se adentraban en un largo pasillo. Pasaron por delante de varias habitaciones más: una sala completamente blanca, con gente sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. Otra sumida en la oscuridad, sin el menor atisbo de luz, apenas visibles sus ocupantes. Había incluso un cuarto con árboles pintados en las paredes, con el suelo cubierto de paja, a semejanza de las cabañas en las que se reunían los terrisanos. En esta vio a un solo hombre, sentado en la única silla que había, con los ojos cerrados.

La propietaria condujo a Wax a la planta de arriba. Quizás el ocupante de la habitación terrisana fuese uno de los aplacadores; era de esperar que el salón contase al menos con uno, en alguna parte, proyectando una pequeña burbuja de aplacimiento. En teoría, las paredes de este tipo de establecimientos deberían estar revestidas de aluminio, a fin de que las emanaciones de alomancia emocional no se propagaran por todo el vecindario, pero el cumplimiento de esta normativa no se regulaba de forma estricta.

Ya en el segundo piso, la mujer lo llevó a una habitación de reducidas dimensiones, sin más decoración que el diván de relajación que ocupaba el centro de la estancia. Chapaou no estaba tumbado en él, sino deambulando de un lado a otro frente a los postigos cerrados de la ventana que había al fondo, para visible contrariedad de la masajista que, cruzada de brazos, lo observaba a escasa distancia. Sentado en una silla, junto a la pared, había un anciano. Las redomas metálicas que llevaba en el bolsillo —visibles para Wax en forma de finas líneas difusas que apuntaban a las motas en suspensión— lo delataban como alomante.

Wax arqueó una ceja. Chapaou había pagado por un pase privado. ¿De dónde habría sacado el dinero? El cochero se detuvo de repente y lo miró. Sus ojos se posaron en las pistolas que colgaban sobre las caderas de Wax. A continuación, el hombre se desplomó, cayendo de rodillas al suelo, y se echó a llorar.

Las articulaciones del veterano aplacador emitieron un sonoro chasquido cuando se puso en pie.

—He hecho lo que he podido, ama Halex —dijo, dirigiéndose a la dueña del establecimiento—. Pero este hombre no necesita alomancia, sino atención médica.

—Todo suyo —sentenció el ama Halex, volviéndose hacia Wax—. Lléveselo de aquí. Está molestando a mis empleados.

Wax cruzó el cuarto y se arrodilló junto a Chapaou. El hombrecillo no dejaba de temblar, abrazado a sus piernas.

—Chapaou —dijo Wax—. Mírame.

El cochero se volvió hacia él.

—¿Cómo se llama tu perro?

—Mi… Hace años que no tengo ningún perro. Murió.

Tendría que conformarse con eso. No se trataba de Sangradora disfrazada, a menos que se le hubiera ocurrido interrogar acerca de sus mascotas a un cochero al azar antes de asesinarlo y suplantar su identidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Wax—. ¿Qué haces aquí?

—Olvidar lo que he visto.

—El aplacimiento no funciona así. No te borra los recuerdos.

—Pero debería hacerme sentir mejor, ¿no?

—Depende de las emociones que sientas —dijo Wax—, y de la habilidad del aplacador. —Le apoyó una mano en el hombro—. ¿Qué has visto, Chapaou?

El hombre parpadeó, con los ojos enrojecidos.

—Me he visto… a mí mismo.

Aradel no estaba en su despacho, por supuesto. Ese lugar tan solo existía, según sus propias palabras, «para que los nobles tengan donde sentarse cuando vienen a presentarme sus lamentaciones».

Marasi lo encontró en la azotea de la comisaría, escuchando las exposiciones de dos lanzamonedas del distrito a los que había ordenado peinar la ciudad. La muchacha se quedó esperando diplomáticamente, en compañía de MeLaan y varios tenientes, y pudo escuchar la mayor parte del último informe. Miles de personas aún en las calles, señor. Están congregándose en las tabernas. No vuelven a sus hogares…

Aradel escuchaba los informes con una bota apoyada encima del murete que rodeaba la azotea. La bruma se arremolinaba en torno a cada uno de los lanzamonedas, formando un vórtice inconfundible, en respuesta al uso de la alomancia. Al cabo, el comisario les dio permiso para retirarse. No eran alguaciles propiamente dichos, sino más bien agentes a sueldo. Leales tan solo a sus respectivas casas. O, en algunos casos, a sus libros de cuentas.

Cuando se hubieron marchado —arrojándose al vacío desde lo alto del edificio—, el comisario se volvió hacia los expectantes tenientes.

—Decidles a los hombres que se preparen para desalojar las tabernas —anunció.

—¿Señor? —preguntó una de las mujeres.

—Vamos a cerrarlas todas —continuó Aradel, apuntando con el dedo—. Primero las de los paseos marítimos, después seguiremos con las de las calles más pequeñas. No podremos empezar hasta que el gobernador me haya autorizado a declarar la ley marcial en el octante, pero quiero que los alguaciles estén preparados para actuar en cuanto les dé la señal.

Los tenientes se alejaron corriendo, dispuestos a cumplir con sus órdenes. Aradel lanzó una mirada de reojo a Marasi, a la que le pareció vislumbrar una sombra de su antepasado, un soldado cuya muerte lo había transformado en mártir en tiempos de la Guerrero Ascendente. En otra época, ¿habría sido general de campo este hombre, en vez de agente de policía?

—¿Qué tiene para mí, teniente Colms? —dijo Aradel, indicándole por señas que se acercara. MeLaan se quedó atrás, junto al hueco de la escalera, con las manos en los bolsillos del pantalón.

—A nuestra asesina, señor. —Marasi le entregó la carpeta—. Escapó de su propia tumba después de que la ejecutaran, acusada de haber provocado las inundaciones del este. Encontraron sus huesos no muy lejos del cementerio, días más tarde, y se dictaminó que alguien debía de haber profanado la sepultura. Al fin y al cabo, ¿quién iba a imaginarse que una Inmortal Sin Rostro había ocupado el cuerpo de un saboteador asesino?

Aradel, que estaba conteniendo el aliento, lo expulsó con un siseo. En el paseo marítimo, a su espalda, pese a lo intempestivo de la hora, deambulaban algunas sombras bajo las farolas.

—Entonces, ¿todo esto es obra suya?

—Con el debido permiso, señor —respondió Marasi—, yo le echaría la culpa a las deplorables condiciones laborales que imperan en la actualidad. Dicho lo cual, es indudable que Sangradora está añadiendo leña a la hoguera. Desde el primer momento, su intención era empujar la ciudad al borde del abismo.

—Ruina… —murmuró el comisario—. En vista de lo cual, es como si el hecho de que el gobernador sea un corrupto o no careciera de importancia, ¿verdad?

—Supongo que dependerá de a quién se lo pregunte.

Se oyeron gritos procedentes de abajo, en la calle; un grupo de hombres caminaban siguiendo el canal, hablando a voces airadas. Marasi no acertó a distinguir sus palabras, tan solo el tono acalorado de su conversación.

—Sigo necesitando pruebas —dijo Aradel—. No pretendo restar importancia a su investigación, teniente. Pero tampoco voy a dejarme asustar por ningún espectro de la bruma a menos que lo vea con mis propios ojos. Eso vale también para el gobernador. Mantenga los ojos abiertos. Si encuentra algo concreto, lo utilizaremos cuando se hayan calmado las aguas. Y quiero algo que me demuestre de una vez por todas que esa asesina sobrenatural existe.

—Lo entiendo, señor. —Marasi inclinó la cabeza en dirección a MeLaan, iluminada por las lámparas que colgaban de sus ganchos junto a la puerta de la escalera—. Por eso he venido a verlo con pruebas. Pero sería aconsejable que pudiéramos seguir hablando en privado.

Aradel echó el cuerpo lentamente hacia atrás, bajando el pie del parapeto en el que estaba apoyado. Miró de reojo a Marasi, que asintió con la cabeza.

—Abajo —ordenó el comisario a los dos alguaciles que todavía lo acompañaban. Novatos, encargados de mensajería. Los jóvenes cabos obedecieron y se perdieron de vista al instante. Aradel cubrió la distancia que lo separaba de MeLaan, carraspeó y dijo—: Espero que mis preguntas no le parezcan ofensivas, esto… Su Gracia.

—La curiosidad nunca ofende cuando es sincera, humano —repuso MeLaan—, pues su función es la de desentrañar la verdad. Y el camino que conduce a ella se compone de preguntas directas. —La piel del kandra vibró, tornándose transparente como antes, pero recubriéndose también de una pátina caleidoscópica. Extendió las manos a los costados y, de alguna manera, su blusa se abrió y se deslizó por sus hombros, exponiendo un torso translúcido en cuyo interior, a la luz de las lámparas, relucía un esqueleto esmeralda.

Marasi parpadeó. Caray, eso sí que no se lo esperaba. Junto a ella, Aradel boqueó bruscamente y pareció dejar de respirar por completo, hipnotizado ante aquella revelación. MeLaan ladeó la cabeza —transparente ya por completo— y, observando al comisario con actitud maternal, susurró:

—Habla.

—¿Qué…? —Aradel se aclaró la garganta—. ¿Qué hay de cierto en las palabras de la alguacil Colms? ¿Es cierto que quien está detrás de todo esto podría ser de los vuestros?

—Paalm es un alma descarriada —respondió MeLaan—, torturada por una mente rota y un espíritu retorcido. Sí, es de los nuestros, humano. Vuestra tarea no es sencilla, pero os ayudaremos en este momento de desesperación.

—Estupendo —dijo Aradel—. Supongo… supongo que esa es toda la confirmación que necesitaba. —Titubeó—. ¿Podría, por casualidad, hablarle bien de mí a Armonía?

—La bondad de tus palabras se refleja en tus actos, humano. Tu Dios está al corriente de todo. Ve y protege esta ciudad. Teme, no por ti, sino por tu prójimo.

—Claro, sí. Enseguida. A menos que desee añadir algo más…

—Roncas —dijo MeLaan— muy fuerte.

—Que… ¿qué?

—Suena como cien koloss enfurecidos —declamó el kandra— que cabalgaran a lomos de una avalancha de rocas. El clamor se diría casi capaz de despertar a los muertos.

—Ya… —musitó Aradel.

—Parte ya, humano.

—A sus órdenes. Teniente Colms, un momento. —El comisario se despidió de MeLaan con una inclinación de cabeza y se hizo a un lado, rodeándola, incapaz de apartar la mirada de ella. A Marasi le ocurría lo mismo. MeLaan resultaba impresionante de por sí, aun cuando no se volvía transparente y se quedaba medio desnuda. El kandra la animó a irse con un ademán. No hacía falta que volviera a por ella.

Cuando habían recorrido ya la mitad de las escaleras, Aradel dejó escapar un hondo resoplido.

—Bueno, eso sí que ha sido extraño.

—Se lo advertí —observó Marasi.

—Cierto. Lo de los ronquidos… una metáfora, supongo. Pero ¿de qué? ¿Llamamos demasiado la atención los alguaciles, tal vez? —El comisario asintió con la cabeza para sí—. Nuestro deber es servir a la gente, en teoría, pero todas esas denuncias sobre la brutalidad policial, todos esos agentes que se dedican a mangonear a los ciudadanos como señoritos de noble cuna… Sí, ahora lo veo. Se impone realizar algún que otro cambio. ¿Cree usted también que se refería a eso?

—Pues —respondió precavidamente Marasi—, la verdad, no lo sé. Conocerla en persona suele afectarlo a uno de la forma más drástica.

—Muy cierto. —Aradel titubeó en los escalones, girándose como si anhelara regresar a la azotea. Se contuvo—. La incógnita que mencionaba antes sigue sin resolver. Nos enfrentamos a una asesina inmortal que podría estar intentando derrocar al gobierno. Por Conservación, ¿cómo combatir algo así?

—No será necesario —dijo Marasi—. Lord Waxillium se hará cargo del kandra. Deberíamos concentrarnos en evitar que la ciudad salte por los aires.

Aradel asintió con la cabeza.

—Necesito que me haga un favor.

—¿Señor? —Aún estaban en el hueco de la escalera, iluminados por la solitaria lámpara eléctrica que brillaba sobre sus cabezas.

—Acaba de mencionar a lord Ladrian —dijo Aradel—. Parece confiar en usted, teniente.

—Nos hemos vuelto buenos amigos en el transcurso del último año.

—Es impredecible, teniente —le advirtió el comisario—. Valoro el trabajo que hace, pero sus métodos… digamos que no me importaría disponer de algo más de información sobre qué hace y cuándo lo hace.

—Está pidiéndome que lo espíe.

Aradel se encogió de hombros. Cualquier otro se habría mostrado azorado ante semejante franqueza, pero a él no parecía importarle.

—No voy a mentirle, Colms. Creo que puede ser una baza importante para este departamento, en más de un sentido. Mi objetivo es garantizar que se cumpla la ley en el octante, y me sentiré endiabladamente mejor si sé a qué se dedica lord Ladrian. Siquiera para tener preparadas a tiempo las órdenes de registro oportunas… y las disculpas, cuando sea preciso.

—Ya veo —dijo Marasi.

Aradel esperaba algo más. La muchacha prácticamente podía escuchar el mensaje implícito en sus palabras. Es usted alguacil, teniente. Este es su trabajo. Haga lo que se le ordene.

—También podría preguntárselo a él, sin más. Le han dado una placa. Técnicamente, está bajo su jurisdicción.

—¿Cree que no lo he intentado? Siempre promete presentarme un informe. Con suerte, este consiste en una nota con el paradero de un sospechoso al que ha dejado colgando por los tobillos… ¿Se acuerda de esa? O en la somera descripción de una fiesta a la que piensa asistir para perseguir a algún sospechoso, pidiéndome que le preste recursos. No quiero que se convierta usted en su carabina, pero, la verdad, sería maravilloso disponer de un poco más de información.

Marasi exhaló un suspiro.

—Le presentaré un parte todas las semanas. Antes, cuando haya alguna investigación en curso, como ahora. Pero también lo informaré a él de mis intenciones.

—Bien. Fabuloso. —Aradel reanudó el descenso de las escaleras, caminando a buen ritmo y hablando casi igual de deprisa—. Vaya a ver al gobernador y dígale que necesito su autorización para implantar la ley marcial esta misma noche, a fin de cerrar las tabernas. Sugiérale que redacte una para cada distrito. Después busque a su amigo, Ladrian, y cuénteme todo lo que haya averiguado acerca de esa inmortal que se cree que puede destruir nuestra ciudad.

Una vez en la planta baja, salió a la cámara central como una apisonadora, exigiendo a gritos que se presentaran ante él todos los alguaciles que hubieran respondido a la llamada para realizar el turno extra de esa noche. Marasi lo siguió, pero más despacio; se sentía como si le hubieran colocado sendas férulas de cien kilos en las piernas.

Puede ser una baza importante para este departamento, en más de un sentido…

Llegó al nivel inferior y salió de la comisaría por la puerta de atrás. Siempre había sabido que su relación con Waxillium le había ayudado a conseguir este puesto. Si no se hubiera sumado a la cacería de Miles Cienvidas, jamás habría adquirido la reputación necesaria. Dicho lo cual, también siempre había dado por sentado que sus conocimientos de los índices de criminalidad a lo largo de la historia, sus cartas de recomendación y sus entrevistas habrían desempeñado un papel mucho más importante.

¿Sería realmente así? ¿Le habría dado Aradel el puesto a ella, en vez de a alguien como Reddi, porque conocía a Waxillium? ¿Acaso su expediente académico no contaba para nada?

Se quedó con la espalda apoyada en la pared, esperando a MeLaan. Herrumbres… ¿Por qué tenía que girar siempre todo alrededor de Waxillium? Como cabía esperar, pensar así solo consiguió que se sintiera como una chiquilla, celosa porque alguien tenía más canicas que ella.

MeLaan apareció caminando con parsimonia por el callejón instantes después, agitando la niebla a su paso.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué tal lo he hecho?

—¿«Os ayudaremos en este momento de desesperación»?

—Bueno, es lo que él esperaba escuchar.

—Pero no lo que esperaba escuchar yo.

MeLaan aspiró con fuerza por la nariz.

—Puedo ponerme de lo más divina cuando me empeño. He tenido tiempo de sobra para ensayar.

—Entonces, ¿por qué no representas el mismo papel con nosotros?

—¿Cómo sabes que no estoy representando un papel? —MeLaan miró a Marasi a los ojos—. Quizá mi deber, como sierva de Armonía, consista en enseñar a la gente lo que necesita ver, aquello que más la reconforte.

Sobrevino a Marasi un escalofrío, de repente. No por las miradas de MeLaan, sino por sus ojos, que se habían desdibujado hasta volverse delicadamente translúcidos. ¿Un recordatorio, quizá?

De improviso, el kandra echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse a mandíbula batiente.

—Que no, niña, solo estaba herrumbrándote el pelo. Si no os muestro esa faceta mía es porque me cuesta demasiado aguantarme la risa con tanta palabrería y grandilocuencia.

—¿De ahí el comentario sobre los ronquidos?

—Claro. Tuve que ir a verlo cuando Armonía empezó a buscar a Paalm. Ronca como una locomotora, en serio. En fin, ¿adónde vamos ahora?

—A la mansión del gobernador —respondió Marasi.

—Pues en marcha —dijo MeLaan, encaminando sus largas zancadas hacia la boca del callejón.

—Nos detuvimos —estaba diciendo Chapaou, encorvado junto a su carruaje en medio de las brumas, frente al salón de aplacimiento—. Llevaba un rato oyendo ruidos procedentes del interior del vehículo. No me había gustado cómo salió de aquella iglesia, con las manos enteras teñidas de rojo.

Wax se arrodilló detrás del carruaje, escuchando mientras, con cuidado, desenrollaba un fardo de tela negra. Aunque la lámpara que colgaba del lateral del vehículo le proporcionaba algo de claridad, también convertía la niebla en un enjambre de destellos. Todavía notaba el toque del aplacador del edificio cercano, pero ya era mucho menos pronunciado. Volvía a ser el mismo de siempre, o casi. Esto tenía sus ventajas y sus inconvenientes, puesto que nada pudo amortiguar la sensación de repugnancia que le sobrevino al desenvolver la maza que había introducido los clavos en el cuerpo del padre Bin.

—No debería haberme asomado —continuó Chapaou—. Me ordenó que no mirara, ¿sabes? Pero no pude evitarlo. Así que me giré sin hacer ruido y escudriñé por la mirilla de los cocheros, la que utilizamos para comprobar que ningún pasajero esté dedicándose a destrozar la tapicería o quién sabe qué.

»Descubrí que no transportaba a ningún hombre, sino a un monstruo. Un espectro de la bruma, con los huesos y los tendones expuestos, todo músculos tirantes y dientes desnudos. Me miró, sonriendo de oreja a oreja, y se acercó a la abertura. Pegó aquel ojo sin párpado a la rendija y… cambió. ¡Cambió! Su cara empezó a cubrirse de piel, como la mía. Como una versión rota y deformada de la mía.

Se rindió al llanto de nuevo. Wax extrajo los huesos del fardo, pertenecientes al cadáver del caminante al que Sangradora había suplantado para asesinar al padre Bin. Pálidos, pelados, y debajo, otro bulto de tela. ¿Hábitos caminantes? Sí, los colores encajaban.

—Las manos enteras de rojo… —murmuró Chapaou.

—¿Huiste, después de aquello? —preguntó Wax, mientras ordenaba minuciosamente los huesos.

—No, aceleré. Hice restallar la fusta sobre los caballos para que apretaran el paso, con aquel engendro demoníaco en mi coche. Un conductor digno del mismísimo Ojos de Hierro. ¿De qué habría servido intentar escapar? Ya tenía mi alma. Armonía… aún tiene mi alma.

—No —dijo Wax—. Es una impostora, Chapaou, una farsante. ¿Dices que viste una versión deformada de tu rostro? —Según MeLaan, los kandra más antiguos a menudo eran capaces de imitar aproximadamente una cara sin contar con los huesos adecuados, pero el resultado siempre era incompleto.

—Sí. —El hombre se replegó sobre sí mismo en el callejón, furtivo—. Sé lo que estás pensando, vigilante. Que fui yo el que mató al sacerdote esa noche, ¿verdad? Que me volví loco y lo asesiné, que las manos manchadas de sangre eran las mías. Debería haberme suicidado, podría haber saltado desde aquel puente…

—No —lo interrumpió Wax—. Te ha engañado una embaucadora, Chapaou. No fuiste tú.

El hombre se limitó a sollozar por toda respuesta.

Wax continuó ordenando metódicamente las pruebas, aunque una parte de él se preguntaba de qué serviría. ¿Tenía sentido el trabajo de detective convencional en la lucha contra una criatura como esta? ¿Cómo se combatía la mitología con un microscopio? Armonía… ¿Y si encontraba alguna pista? ¿Y si conseguía encontrarla? ¿Sería capaz de derrotar a algo así?

Se quedó contemplando los huesos, sin parpadear, y sacudió la cabeza. Le pediría a un equipo de criminalística que examinara todo esto. Él necesitaba llegar a la mansión del gobernador y comprobar que a este no le hubiera ocurrido nada.

«Espera», pensó. Se inclinó hacia delante. Ahí, en el dobladillo del manto. ¿Qué era eso? Tapó la lámpara con una mano para reducir el brillo, provocando que Chapaou soltara un gemido y se encogiera un poco más.

Atenuado el resplandor, Wax pudo verlo mejor. La esquina del borde del manto relucía con una suave luz azul, fácil de pasar por alto. Estiró el brazo, tocó la sustancia y la frotó entre los dedos. ¿Algún tipo de polvo? Pero ¿qué clase de polvo emitía su propia luz, por tenue que fuera?

—¿Te llamó la atención algún destello extraño, Chapaou? —preguntó, volviéndose hacia el cochero. Tuvo que descubrir la lámpara para conseguir que reaccionara. Así y todo, la única respuesta que obtuvo fue una desconcertada negativa con la cabeza—. ¿Adónde llevaste el carruaje? —insistió Wax.

—A la plaza de Lestib —murmuró Chapaou—. Donde me habían encargado que dejase a la criatura. Después cerré los ojos con fuerza y esperé. La… la cosa se encaramó al pescante antes de irse. Sus manos en mis hombros, su cabeza junto a la mía, nuestras mejillas tocándose… Podía sentir la sangre, aunque no me manchó la camisa. Me… me susurró algo, vigilante. «Te liberaré». Cuando volví a abrir los ojos ya se había marchado, dejando esos huesos en el habitáculo de los pasajeros junto con un montoncito de monedas. Pensé que me había vuelto loco de remate.

Wax apuró una redoma extra de metales para reponer sus reservas, secó bien el envase y tomó una muestra del polvo. La plaza de Lestib, llamada así en honor del lord Nacido de la Bruma. Se hallaba preocupantemente cerca de la mansión del gobernador.

—No te preocupes. Ando tras la pista de esa criatura. Me propongo detenerla.

—Dijo que me liberaría —repitió Chapaou—. Si no estoy loco, eso significa… significa que esa cosa era real.

—Lo es.

—Sinceramente, señor, preferiría estar loco.

—Eh —dijo Wax, levantándose y empujando al cochero hacia su carruaje—. De todas formas, lo más probable es que esa criatura no quisiera matarte.

—¿Lo más probable?

—Es imposible saberlo con certeza. —Wax comprobó su munición—. Pero apostaría a que no… al menos, no más de lo que quiere matar al resto de la ciudad. A lo mejor. Todavía no sé muy bien a qué juega.

Chapaou parecía mareado. Maldición. Estaba seguro de que conseguiría reconfortarlo con esa última parte.

—Vete a casa. —Wax le lanzó un puñado de billetes—. O busca un hotel. Duerme un poco. No va a volver a por ti.

Sangradora tenía presas más importantes que cazar.