17

Alrededor de media hora después del ataque de Sangradora, Wayne entró en el elegante cuarto de baño del gobernador. Solo que, en su cabeza, no era el cuarto de baño. Pero sabía que así lo llamaban aquí.

Porque, veréis, Wayne había descifrado el código.

Los ricos tenían un código. Era como un idioma nuevo que todos ellos conocían y utilizaban para desenmascarar a quienes no fuesen de los suyos.

La gente normal llamaba a las cosas por su nombre.

Uno preguntaba:

«¿Eso qué es, Kell?».

El otro respondía:

«¿Eso? El cagadero».

Y tú replicabas:

«¿Qué se hace ahí?».

Y te contestaban:

«Caray, Wayne, ahí es donde va uno a cagar».

Tenía todo el sentido del mundo. Pero los ricos empleaban otro término para referirse al cagadero. Para ellos era el «aseo» o el «cuarto de baño». Así, cuando alguien les preguntara por el cagadero, sabrían que debían oprimir a esa persona.

Wayne acabó de limpiarse y escupió el chicle al interior de la taza antes de tirar de la cadena. Resultaba agradable volver a llevar puesto su propio sombrero, con los bastones de duelo en la cintura. Se había pasado como dos horas con el atuendo y la falsa apariencia de uno de los guardias de Innate. Una experiencia horrorosa.

Se restregó la nariz goteante, se lavó las manos y se las secó con unas toallas que lucían las iniciales bordadas de Innate. ¿Tanto le preocupaba que la gente huyera corriendo de allí llevándose sus toallas? En fin, peor para él. A Wayne no le costaba nada conformarse con limpiarse la mugre en el nombre del gobernador. Se guardó la toalla en el bolsillo y dejó a cambio un puñado de pastillas de menta que había cogido del bar.

Una vez fuera de allí, se asomó a una habitación en la que el gobernador estaba celebrando una reunión con toda clase de personalidades importantes, de las que llamaban «aseo» al cagadero.

«A ver —se dijo—, que a lo mejor estoy yo equivocado. Quizá no se trate de ningún código. Lo que pasa es que deben de estar tan familiarizados con lo que les sale del culo que las palabras normales no les parecen suficientemente específicas». Más o menos como ocurría en Terris, cuyo idioma podía referirse al hierro hasta de siete formas distintas.

Asintió para sus adentros. Nueva teoría. A Wax esta le iba a encantar. Wayne se dirigió a la habitación de los divanes, donde habían tiroteado a los guardias. Allí encontró a Wax, con un sobre en las manos, en el que dejó caer algo pequeño y metálico. Lo selló y se lo dio a un joven mensajero perteneciente al servicio del gobernador.

—Date prisa —dijo Wax—. Aporrea la puerta. Despiértala si es necesario… y no te asustes si te insulta o amenaza con dispararte. No te hará daño.

El muchacho palideció, pero asintió con la cabeza.

—Dile que es urgente. —Wax levantó un dedo—. No permitas que lo deje a un lado y se olvide de él hasta mañana por la mañana. Quédate allí hasta que haya leído lo que he escrito, ¿entendido?

—Sí, señor.

—Buen chico. En marcha.

El joven se alejó corriendo. Wayne se acercó a Wax, cruzando la puerta abierta de la sala de seguridad. Ya habían retirado los cadáveres, aunque aún se veía la sangre.

—¿Ranette? —preguntó Wayne, esperanzado.

Wax asintió con la cabeza.

—Se me ha ocurrido algo que podría ayudarnos.

—Podría haberle llevado yo el mensaje, ¿sabes?

—A ti no se habría conformado con amenazarte.

—Pero eso es porque le gusto —sonrió Wayne. Habría agradecido cualquier excusa para ver a Ranette. Esta noche no dejaba de volverse cada vez más siniestra.

—Wayne… Sabes que en realidad no le gustas, ¿verdad?

—Eso dices tú siempre, pero es porque no ves la verdad, Wax.

—Intenta matarte.

—Para mantenerme con vida. Sabe que me dedico a una actividad peligrosa. Así, manteniéndome en guardia, se asegura de que no me ocurra ninguna desgracia. En cualquier caso, ¿era Marasi la que he visto ahí dentro, con el gobernador y toda esa gente tan importante?

Wax asintió.

—MeLaan y ella llegaron hace un rato. Aradel quiere declarar la ley marcial.

—¿Y tú no? —Wayne se sentó en uno de los bonitos divanes, el que tenía menos salpicaduras de sangre. La gente importante estaba celebrando una reunión. Creía saber lo que iba a pasar a continuación, y se proponía esperar para verlo.

Tras quedarse inmóvil en el sitio un momento, Wax sacudió la cabeza.

—Todo esto es obra de Sangradora, Wayne. Este era el resultado que buscaba. «Le arranco la lengua… le apuñalo los ojos…».

—A ver, que a mí me gustan los desmembramientos como al que más —dijo Wayne—, pero eso me parece un pelín violento para las horas que son.

—Lo escribió Sangradora en una pared, ahí abajo. Es como una especie de poema. Me dio la impresión de que no estaba acabado.

—Clavó al sacerdote a la pared por los ojos —observó Wayne.

—Y le arrancó la lengua a Winsting. —Wax rebuscó en su bolsillo, sacó algo y se lo lanzó a Wayne.

—¿Qué es esto? —preguntó el muchacho, haciéndolo girar entre los dedos. Parecía un trozo de madera pintada.

—Restos de la máscara del Tirador. La llevaba puesta Sangradora.

—¿Crees que era él todo este tiempo?

—Tal vez —respondió Wax—. Habría servido a sus fines, enardecer a los habitantes de los suburbios y recordarles el lujo en el que viven los nobles. Al eliminarlo, me gané la enemistad de las clases humildes.

—Detesto ser yo el que te lo diga, compañero, pero tampoco es que antes bebieran los vientos por ti ni nada por el estilo.

—En los Áridos soy un héroe.

—Eres un guripa —lo corrigió Wayne—. Y miembro de una casa noble, amigo. Por no mencionar el hecho de que puedes, ya sabes, volar. Esto no es Erosión. Aquí no puedes convencer a un fulano de que estás de su parte metiéndolo entre rejas y pasándote la noche jugando a las cartas con él hasta que te vea como a un tipo normal.

Wax exhaló un suspiro.

—Tienes razón, por supuesto.

—Suelo tenerla.

—Menos aquella vez, en el cumpleaños de Lessie.

—Siempre tienes que sacar eso a relucir, ¿no? —Wayne se recostó y bajó el ala de su sombrero hasta taparse los ojos—. Fue sin querer.

—Metiste dinamita en el horno, Wayne.

—Los regalos hay que esconderlos donde a nadie se le ocurriría buscarlos.

—Necesito recolocar todas las piezas —dijo Wax, empezando a caminar de un lado a otro—. Hacer un boceto. Ponerlo por escrito. Se nos está escapando algo muy importante.

Wayne asintió con la cabeza, aunque sin hacerle mucho caso. Wax se encargaría de averiguarlo todo. Él solo tenía que aprovechar para pegar una cabezadita, ahora que la ocasión era pro…

Oyó cómo chasqueaba un pestillo. Se echó el sombrero hacia atrás y se puso de pie un segundo después, corriendo hacia la puerta. Mascullando una maldición, Wax desenfundó una de sus pistolas y siguió a Wayne, que salió al pasillo como una exhalación e interceptó a una de las criadas, cargada con una bandeja repleta de canapés.

—¡Ajá! —dijo el muchacho—. ¡Creías que podías burlarme, a que sí!

La doncella observó, horrorizada, cómo Wayne hacía acopio de tres muestras de cada pieza que componía el surtido. Wax se detuvo en el umbral y bajó la pistola.

—Ay, por el amor de Armonía.

—Armonía que se busque la vida —dijo Wayne, metiéndose un pastelito en la boca. Mientras se volvía hacia Wax, la criada aprovechó para escabullirse, camino de la reunión.

Era exactamente lo que Wayne estaba esperando. En las reuniones que celebraba la gente importante siempre servían aperitivos. O «canapés», si conocías el código. Wayne se metió otro en la boca: almendra con manto de beicon caramelizado.

—¿Está rico? —preguntó Wax.

—Sabe como a algodón de azúcar —respondió Wayne, extasiado— y a bebé.

—Eso podrías habértelo ahorrado. —Wax volvió a enfundar la pistola—. Voy a tener que salir de nuevo, a ver si consigo desentrañar el plan de Sangradora. Eso significa que te toca quedarte para proteger al gobernador otra vez.

Wayne asintió con la cabeza.

—Haré lo que pueda, compañero, pero muy alto veo yo ese listón.

—Ya he pedido refuerzos —dijo Wax, encaminando sus pasos al cagadero de las señoras. Llamó a la puerta con los nudillos.

—¡Que todavía me estoy cambiando! —atronó al otro lado la voz de MeLaan.

—¿Te falta mucho?

La puerta se entreabrió una rendija, a la que se asomó un rostro femenino que no se parecía en nada al del kandra.

—No —respondió la desconocida, con la voz de MeLaan—. El pelo de esta chica era un auténtico rollo. —La mujer volvió a cerrar la puerta.

—Me suena esa cara —dijo Wayne, cruzado de brazos y apoyado en la pared.

—Una de las guardias. Fue de las primeras en recibir un balazo.

—Ah, ya. —Wayne tenía un mal presentimiento—. ¿No fue de las que intenté salvar?

—Falleció poco después. MeLaan se dejará el brazo en cabestrillo… ahí fue donde la bala impactó primero, antes de alojarse en el pulmón de la mujer. Se unirá a la escolta del gobernador y, con suerte, Sangradora estará tan ocupada buscándonos a ti y a mí que no se fijará en ella.

—Espero que sepas valorar este sacrificio —sonó la voz del kandra en el interior del cagadero—. Detesto ser tan bajita. Aparte, esta chica sabía horrible. Demasiado flaca y correosa. —De nuevo se abrió un resquicio en la puerta, revelando el mismo rostro de antes—. Para la próxima, elige un cuerpo más sedentario, ¿quieres? Con un toque añejo para potenciar su sa…

Dejó la frase inacabada flotando en el aire, mirando alternativamente a Wayne y a Wax, intentando dilucidar a qué venían aquellas caras de espanto.

—Ah, claro. Mortales. Siempre se me olvida lo remilgados que sois.

—Por favor —dijo Wax, con voz compungida—, muestra un poco de respeto por la difunta. Ya me resulta complicado dejar que utilices así su cadáver.

MeLaan puso los ojos en blanco. Herrumbres, qué extraño era verla comportándose igual que antes, solo que en un cuerpo completamente distinto.

—Si no lo hago yo, niños, lo harán los gusanos. ¿No creéis que preferiría desaparecer toda de golpe, consumida en menos de media hora, en vez de quedarse así tumbada, fundiéndose con el suelo a lo largo de…?

—No hace falta que lo describas con tanto lujo de detalles, MeLaan —la atajó Wax, con voz grave.

—Vale, vale. Ya casi he terminado; solo tengo que ponerme la ropa. ¿Cómo está el pelo?

—Bien —respondió Wayne—. Aunque me parece que se te ha olvidado una ceja.

MeLaan se palpó el rostro.

—Diablos —masculló—. Esto es lo que pasa cuando me metéis tanta prisa. —Volvió a desaparecer en el cuarto.

—Hablando de prisa —dijo Wax, a través de la puerta—, ¿es esto más o menos lo que puedo esperar de Sangradora? ¿Alrededor de media hora para cambiar de cuerpo?

Wayne asintió con la cabeza. Eso sí que sería útil saberlo.

—No, por desgracia —sonó en el interior la voz de MeLaan, amortiguada. Seguía siendo la misma que tenía con el otro cuerpo. ¿No iba a cambiarla también?—. Paalm pertenece a una generación anterior, tiene mucha práctica. No creo que haya nadie tan veloz como TenSoon, claro, pero Paalm será rápida… sobre todo si cambia a un cuerpo que haya utilizado ya antes. Sé de veteranos como ella que son capaces de cambiar de cuerpo en menos de diez minutos, y con los ojos cerrados.

—Pero ¿no les pasa factura? —preguntó Wayne—. Quiero decir… yo una vez tuve que zamparme veinte salchichas para ganar una apuesta. Me embolsé cinco billetes, pero también me tiré luego una hora retorciéndome por el suelo, gimiendo como aquel que se sienta en el trono e intenta hacer pasar un mango a través de su delicada rosquilla, no sé si me explico.

Wax reprimió apenas un gruñido, pero poco después MeLaan abrió la puerta de nuevo, y en esta ocasión iba vestida con un traje negro, como los demás guardaespaldas. También tenía una sonrisa en los labios.

—Qué lindo eres —le dijo a Wayne—. ¿Cómo ha quedado la ceja?

—Esto… bien. —¿«Lindo»?—. Pero estoy comprometido.

—En respuesta a tu pregunta —dijo MeLaan—, sí que nos pasa factura, pero no por la razón que sugieres. Podemos acelerar el proceso de consumición y eliminar cualquier exceso igual de deprisa, lo que hace que transformarse cerca de un retrete, como aquí, resulte de lo más práctico. Lo complicado es memorizar las pautas musculares a medida que las digieres. Bueno, eso y lo de los pelos. Los humanos estáis prácticamente cubiertos de ellos. Por suerte, cuando de cambios improvisados como este se trata, se puede prescindir del vello corporal que oculta la ropa.

—Entonces… espera. —Wayne se acarició la barbilla—. ¿Insinúas que podemos saber si alguien es un kandra…?

—¿Fijándoos en si tiene vello en los brazos y en las piernas? Podría funcionar, sí, pero solo si tuvo que cambiarse apresuradamente.

—Brazos y piernas, sí —dijo Wayne—. Claro. Justo en lo que yo estaba pensando, en el vello de esos sitios.

—Es la parte que más cuesta que salga bien cuando el tiempo apremia —continuó MeLaan—. No podemos generar pelo, así que tenemos que utilizar el vuestro y colocar cada hebra en su poro. En los brazos y en las piernas hay miles de esas cosas. Es una lata. Mucho peor que cualquier bulto en la cabeza o qué sé yo.

—MeLaan —dijo Wax, rebuscando en el bolsillo de su abrigo para enseñarle una cosa—. ¿Reconoces esto?

—No tengo muchas referencias a las que recurrir, jefe, pero yo diría que es un frasco de cristal vacío.

—Llévalo adentro y apaga las luces. —Wax le lanzó la redoma mientras Wayne daba un paso adelante, esforzándose por echar un vistazo. Aquello parecía interesante.

MeLaan se retiró; un segundo más tarde, volvió a abrir la puerta de un empujón. Agarró a Wax por las solapas de su gabán de bruma, imponente aún, de alguna manera, a pesar de que ahora era más baja que cualquiera de ellos.

—¿De dónde has sacado esto?

—Estaba adherido a la ropa de Sangradora —respondió Wax—. La que se puso cuando suplantó al sacerdote.

—Esto es marchitaventura, un hongo bioluminiscente. Solo crece en un sitio.

—¿Dónde? —preguntó Wax.

—En la Tierra Natal de los kandra.

Wax pareció desinflarse.

—Vaya. Entonces, sería lógico suponer que se habrá ido allí, ¿no?

—No —replicó MeLaan—. Los kandra ya no están atrapados allí. Nos mezclamos con la sociedad…, tenemos hogares, vida propia. Si nos apetece reunirnos con otros de nuestra especie, los citamos en alguna taberna. La Tierra Natal es un monumento. Un lugar sagrado. Un repositorio de reliquias. El hecho de que haya estado allí recientemente, portando la apariencia de una de sus víctimas… —MeLaan soltó a Wax con un estremecimiento—. Es nauseabundo.

—Debería ir a echar un vistazo. Quizás haya establecido allí su guarida.

MeLaan se cruzó de brazos mientras lo recorría con la mirada de pies a cabeza.

—A Armonía le parece bien —anunció, al cabo—. Puedes acceder allí a través de las tumbas; busca el signo del atium y utiliza tus otros ojos. No usamos esa entrada muy a menudo, pero a ti probablemente te resulte más fácil. Procura no romper nada, vigilante.

—Haré lo que pueda —dijo Wax, girándose al tiempo que se asomaba un sirviente desde el pasillo, antes de acercarse con una bandejita de plata encima de la cual había una tarjeta.

—¿Lord Ladrian? —preguntó el hombre, ofreciéndole la bandeja—. Su coche está aquí.

—¿Coche? —se extrañó Wayne. Cuando estaba de cacería, Wax por lo general se ponía en plan «sobrevolar la ciudad como un buitre al acecho». ¿Para qué necesitaría un carruaje?

Wax recogió la tarjeta de la bandeja, asintió con la cabeza y respiró hondo.

—Gracias. —Se volvió hacia Wayne y MeLaan—. Mantened con vida al gobernador. Os avisaré si averiguo algo.

—¿Qué hay en el coche? —quiso saber Wayne.

—Envié una nota poco después de llegar aquí, a la mansión. Hay una persona en esta ciudad que podría tener alguna idea sobre lo que se propone hacer Sangradora. —Wax había adoptado una expresión torva mientras hablaba.

«Ah, claro», pensó Wayne. Le dio una palmadita en el hombro a Wax. Esta no iba a ser una reunión agradable.

—¿Quién? —preguntó MeLaan, cuya mirada no dejaba de alternar entre ambos—. ¿A qué te refieres?

—¿Has oído hablar —dijo Wax— de una organización llamada el Grupo?

Wax encontró a su tío esperándolo plácidamente en el interior del carruaje. Sin guardaespaldas. El conductor ni siquiera le pidió que le entregase las armas cuando se detuvo ante la puerta. Contactar con su tío había sido fácil; la agenda enumeraba varias de las cajas de seguridad de Edwarn, contratadas bajo seudónimo. Tras algunas semanas de montar guardia sobre una de ellas, Wax había encontrado dentro una carta, sugiriéndole que probara otra cosa.

Había respondido dejando su propia misiva. Después de aquello, se entabló una especie de correspondencia. Los mensajes nunca contenían ninguna información práctica, y Wax se había vuelto loco intentando averiguar cómo llegaban allí. Edwarn, por su parte, siempre parecía conocer el momento exacto en el que recibía alguna nota de Wax.

Se armó de valor y montó en el carruaje. Edwarn era un hombre fornido, caracterizado por una barbita recortada con meticulosa precisión, un elegante traje hecho a medida y un pañuelo para el cuello tan fino y estrecho que colgaba fláccido, como una pajarita desanudada al término de una noche muy larga. Sus manos reposaban con indolencia en la ornamentada cabeza de su bastón, con las facciones iluminadas por una amplia sonrisa.

—¡Sobrino! —exclamó mientras Wax se acomodaba en su asiento—. No te imaginas lo que me alegré al recibir tu nota, y con la promesa de que no ibas a intentar arrestarme. ¡Qué pintoresco! No pude por menos de acudir de inmediato. Me temo que últimamente nos hemos vuelto un poquito distantes.

—¿Distantes? Casi consigues que me maten.

—¡Y tú intentaste devolverme el favor! —dijo Edwarn, golpeando el techo con el bastón para que el carruaje se pusiera en marcha—. Míranos ahora, sin embargo, aquí sentados, vivos y gozando de buena salud. No veo por qué no íbamos a poder tratarnos con cordialidad. Somos rivales, cierto, pero también somos familia.

—Eres un delincuente, tío. Teniendo en cuenta las cosas que has hecho, disculpa si mi empatía familiar deja un poco que desear.

Edwarn exhaló un suspiro mientras extraía la pipa de su bolsillo.

—¿No puedes al menos esforzarte por ser agradable?

—Lo intentaré. —Lo cierto era que Wax necesitaba la información que pudiera poseer este hombre. Sería desaconsejable predisponerlo en su contra.

Circularon en silencio un momento, mientras Edwarn encendía la pipa y Wax intentaba imponer algo de orden en sus pensamientos. ¿Cómo abordar este tema?

—Hace una noche peligrosa —observó Edwarn, inclinando la cabeza en dirección a la ventana mientras pasaban junto a un grupo de personas que, lámparas y antorchas en mano, escuchaban las arengas de una mujer encaramada a lo alto de una pila de cajas. La oradora estaba lanzando a las brumas una sarta de airadas soflamas que Wax no acertó a distinguir. Herrumbres, la turba estaba muy cerca de la mansión del gobernador. Esperaba que Innate y los alguaciles pudieran evitar que la situación se descontrolara.

—Me pregunto —dijo Edwarn, chupando su pipa— si aquella noche, hace ya tanto tiempo, sería como esta… la noche en que se puso en juego el Gambito del Superviviente. La caída de un régimen. El comienzo de un nuevo mundo.

—No pensarás en serio que esto es comparable. El reinado del lord Legislador se sustentaba sobre los pilares del terror y la opresión. Estas personas están molestas, sí, pero las cosas han cambiado mucho desde entonces.

—¿Cambiado? —Edwarn dejó que el humo escapara en volutas entre sus labios mientras hablaba—. Es posible. Pero las emociones humanas siguen siendo las mismas. Se diría que, no importa lo bonito que sea el cajón, mete a un hombre dentro y se rebelará. Protestará. Luchará.

—Y tú estás de parte de la gente de a pie —dijo Wax, desabrido.

—En realidad, no. Lo que quiero es poder. Riqueza. Influencia. Igual que los integrantes de la banda del Superviviente, de hecho.

—Eran héroes.

—Y ladrones.

—Eran lo que tenían que ser.

—¿Y el propio Kelsier? —preguntó Edwarn—. ¿En los años previos a su jugada maestra? ¿Qué me dices de la Guerrero de la Ascensión, viviendo en la calle, estafando a nobles y sacerdotes para subsistir? ¿Has leído las Palabras de Instauración, sobrino? La Histórica describe sus metas sin medias tintas. El Superviviente no aspiraba únicamente a derrocar al lord Legislador; quería apropiarse de toda la fortuna del imperio. Quería gobernar el mundo que surgiera de entre los escombros de la caída del lord Legislador. Quería poder. Riqueza. Influencia.

—No pienso seguir por ese camino, tío.

—¿No te has preguntado nunca —musitó Edwarn, desoyendo las objeciones de Wax— si congeniarías con ellos? Si hubieras vivido por aquel entonces, ¿qué habrías visto? ¿Un hatajo de bellacos? ¿De forajidos? ¿Habrías esposado a la Guerrero de la Ascensión y la habrías metido entre rejas? La ley no es algo sagrado, hijo. Solo es un reflejo de los ideales de quienes tienen la suerte de estar al mando.

—No conozco a ningún alguacil —replicó Wax— que piense que la ley es perfecta ni que los tribunales son infalibles. Pero es lo mejor que podemos obtener en estos momentos, y no pienso abrazar la idea de que tú seas una especie de justiciero de incógnito. Ni por un puñetero segundo. Estás podrido hasta el tuétano, tío.

—Qué agradable —dijo Edwarn—. ¿Así me agradeces que haya aceptado tu invitación? ¿Con insultos y desaires? Después a la gente le extraña que nuestra casa se haya convertido en un hazmerreír. Tengo entendido que te invitan a las fiestas tan solo para ver cómo te pavoneas.

—Me puse en contacto contigo —masculló Wax, rechinando los dientes— porque sospecho que podríamos tener un enemigo en común. Sé que quieres gobernar sobre esta ciudad. Pues bien, necesito que entres en razón. He hablado con esta criatura. Como no la detengamos, quizá te quedes sin ciudad sobre la que gobernar.

En lugar de responder, Edwarn se limitó a sostener su pipa en la mano y contemplar la niebla que se arremolinaba en la oscuridad tras el cristal de la ventana del carruaje.

—¿Sabes algo? —preguntó Wax, prácticamente implorante—. Estoy seguro de que el Grupo ha seguido el desarrollo de los acontecimientos con sumo interés. Tu último intento por asesinarme… Dime que solo intentabas aprovechar la ocasión. Dime que no te has aliado con ella. Quiere arrasarlo todo, tío. Ayúdame a pararle los pies.

Edwarn se quedó pensativo un momento, degustando su pipa.

—¿Eres consciente de lo que has conseguido con tu exagerada campaña contra nosotros, sobrino? —preguntó, al cabo de unos instantes—. Las personalidades más influyentes de media ciudad están demasiado aterradas como para colaborar con el Grupo; temen que te presentes en su puerta y cosas a sus madres a tiros. El dinero que has incautado hasta la fecha no nos va a dejar en la ruina, pero algunos de nuestros miembros están muy, pero que muy molestos.

—Me alegro —dijo Wax.

—Porque eres un ignorante —escupió Edwarn—. Entre los miembros del Grupo, destaco por moderado. Siempre me he pronunciado en contra de actuar por impulso, de la violencia. Cuanto más nos presionas, sin embargo, más se debilita mi influencia y con más insistencia se alzan las voces que exigen venganza. A cualquier precio.

—Ay, Armonía —musitó Wax—. Sí que te has aliado con ella.

—Intentamos capear el temporal, eso es todo. Personalmente, me encantaría ver cómo te cargas a esa criatura. Eso podría desequilibrar a algunos de mis rivales y me permitiría plantear alguna medida más audaz ante el Grupo. Pero no pienso ayudarte, sobrino. Quizás esto sea lo que necesitamos.

—¿Cómo puedes hacer algo así? ¿Te vas a quedar de brazos cruzados mientras la ciudad es pasto de las llamas?

—La ceniza es un fertilizante de primera.

—A menos que forme un manto tan grueso que lo sofoque todo.

Los labios de Edwarn se tensaron hasta formar una apretada línea.

—Eres tan miope como santurrón. Siempre lo fuiste, incluso de niño. Pero te sigo queriendo, sobrino. Considera como una muestra de afecto el que no te haya matado de verdad. No pierdo la esperanza de que, algún día, veas que no somos el enemigo. Únicamente somos los ladrones y los bellacos de nuestra época, a los que tarde o temprano se ensalzará como héroes. Los hombres y mujeres que cambiarán el mundo porque… ¿cuáles fueron tus palabras? Esto es lo que necesitamos hacer para sobrevivir.

—¿Y mi hermana? —preguntó Wax—. ¿Mantenerla cautiva también forma parte de lo que necesitáis hacer para sobrevivir?

—De hecho, sí —respondió Edwarn, sosteniéndole la mirada—. Porque no me cabe la menor duda de que, algún día, me veré obligado a usarla contra ti. Elimíname, Waxillium, y tu hermana puede darse por muerta.

Volvió a golpear el techo, bajo el pescante del conductor. El carruaje aminoró hasta detenerse.

—Márchate, vamos. Sigue representando tu papel de soldadito de juguete y finge que no habrías aniquilado a toda la banda del Superviviente, de haber vivido en tiempos del lord Legislador. Sigue haciendo como si te hubieras ido a los Áridos buscando justicia y no porque te diste cuenta de que la vida en la ciudad era demasiado dura para ti.

Permanecieron sentados en silencio durante unos instantes en el interior del carruaje inmóvil. Wax no hizo el menor ademán, aunque los ojos de Edwarn se posaron en el bulto de su hombro como si esperara que fuese a desenfundar de un momento a otro. Podría hacerlo. Podría descerrajarle un tiro a este hombre ahora mismo; no sería la primera promesa que rompía, y ante personas mucho más íntegras que su tío.

Elimíname, y tu hermana puede darse por muerta…

Wax abrió la puerta de una patada.

—Ahora voy a ocuparme del kandra, tío, pero ten por seguro que no pienso olvidarme de ti. Algún día me encontrarás detrás de ti por sorpresa, con el cañón de mi pistola apoyado en tu nuca, y te asaltará la escalofriante certeza de que ya no te queda nada con lo que protegerte de mí.

—¡Ardo en deseos de que llegue ese día! Pero, si no hemos vuelto a vernos antes de que llegue el verano, no dejes de acudir a la cena de Nochenvela. Habrá cerdo relleno, en tu honor.

Con un gruñido ininteligible, Wax se apeó del coche y cerró dando un portazo.