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Supongo que debería escribir una de estas cosas, decía el libro. Para que se sepa mi versión de la historia, no solo la que cuenten los historiadores por mí. Me extrañaría que dieran en el clavo, de todas formas. Y, la verdad, creo que preferiría que no lo hicieran.

Wax tamborileó con la punta del lápiz encima del libro. Transcurrido un instante, garabateó una nota para sí mismo en una página aparte.

—Estaba pensando en invitar a los hermanos Boris a la boda —anunció Steris desde su sillón, ubicado frente al que ocupaba Wax.

Este contestó con un gruñido y reanudó la lectura.

Sé que Saze no aprueba mis actos, continuaba el libro. Pero ¿qué esperaba que hiciera? Sabiendo lo que sé…

—Los hermanos Boris —insistió Steris—. Son conocidos tuyos, ¿verdad?

—Disparé a su padre —respondió Wax, sin levantar la cabeza—. Dos veces.

No podía dejar que muriera, añadía el libro. No habría estado bien. Supongo que ahora la hemalurgia es algo positivo. Ahora Saze está en ambos lados, ¿verdad? De Ruina ya no queda ni rastro.

—¿Cabe la posibilidad de que intenten matarte? —preguntó Steris.

—Boris Júnior juró beberse mi sangre —dijo Wax—. Boris Tercero… y sí, es hermano de Boris Júnior, a mí no me mires…, juró… ¿cómo era? ¿Comerse los dedos de mis pies? No es el tipo más listo del mundo.

Podemos utilizarla. Deberíamos. ¿O no?

—En tal caso —replicó Steris—, los pondré en la lista.

Wax suspiró y levantó la mirada del libro.

—Vas a invitar a mis enemigos declarados —dijo con aspereza— a nuestra boda.

—Tenemos que invitar a alguien. —Steris, que llevaba el pelo rubio recogido en un moño, estaba rodeada de los papeles que contenían sus preparativos nupciales, ordenados como acusados ante un tribunal. Su vestido azul con estampados florales era moderno, pero sin rayar ni por asomo en lo atrevido, y su recatado sombrero se aferraba a sus cabellos con tanta firmeza que parecía sujeto con clavos.

—Seguro que hay alternativas mejores que quienes desearían verme muerto —repuso Wax—. Por lo que tengo entendido, lo tradicional es invitar a la familia.

—En honor a la verdad —dijo Steris—, creo que a los miembros de tu familia que quedan también les gustaría verte muerto.

Ahí lo había pillado.

—Bueno, pero a los de la tuya no. Que yo sepa, al menos. Si necesitas rellenar algún hueco para la fiesta, envíales más invitaciones a ellos.

—Ya he invitado a todos los miembros de mi familia que dicta el decoro —replicó Steris—, y a todos mis conocidos merecedores de tal cortesía. —Estiró el brazo para coger una hoja de papel—. Tú, sin embargo, solo me has proporcionado dos nombres: el de Wayne y una tal Ranette, la cual, según tus propios apuntes, «probablemente» procuraría no pegarte ningún tiro en nuestra boda.

—Sumamente improbable, sí —corroboró Wax—. Hace años que no intenta eliminarme. O, por lo menos, no en serio.

Su prometida exhaló un suspiro y soltó la hoja.

—Steris… Lo siento, no pretendía frivolizar. Ranette se portará bien. Le tomamos mucho el pelo, pero es una buena amiga. Ella no va a estropear la ceremonia. Te lo prometo.

—Entonces, ¿quién?

—¿Perdona?

—Hace ya casi un año que nos conocemos, lord Waxillium —dijo Steris—. Puedo aceptar lo que eres, pero no soy ninguna ilusa. En nuestra boda va a pasar algo. Irrumpirá un villano pegando tiros a diestro y siniestro, o descubriremos que alguien ha plantado explosivos en el altar, o quizá surja un asesino de entre las sombras, sin previo aviso, para atentar contra tu vida. Algo, lo que sea. Tan solo intento evitar que me pille desprevenida.

—Lo dices en serio, ¿verdad? —Wax esbozó una sonrisa—. Es cierto que piensas invitar a alguno de mis enemigos, así estarás preparada cuando estalle la conmoción.

—Los he catalogado según su accesibilidad y el nivel de amenaza que representan —respondió Steris, barajando sus papeles.

—Espera. —Wax se levantó, se acercó a ella y se agachó para inspeccionar los documentos por encima de su hombro. Cada una de las hojas contenía una pormenorizada semblanza biográfica—. Ape Manton… los chicos de Dashir… ¡Herrumbres! Rick Extraño. Ya me había olvidado de él. ¿De dónde has sacado estos nombres?

—Tus hazañas son de dominio público —dijo Steris—, y la gente se muestra cada vez más interesada por ellas.

—¿Cuánto tiempo has dedicado a esta tarea? —se interesó Wax mientras ojeaba el montón de papeles.

—Mi objetivo era ser minuciosa. Este tipo de cosas me ayudan a pensar. Además, quería saber a qué has dedicado tu vida.

En cierto modo, era un detalle adorable. A la siempre extraña manera de Steris.

—Invita a Douglas Venture —sugirió Wax—. Se le podría considerar un amigo, más o menos, pese a su nula tolerancia al alcohol. Con él puedes estar segura de que se armará una buena en la fiesta.

—Excelente. ¿Y las otras treinta y siete sillas de tu sección?

—Invita a los representantes de los estibadores y las costureras de mi casa. Y a los comisarios generales de las distintas jurisdicciones. Será un gesto de cortesía.

—De acuerdo.

—Si quieres que te siga echando una mano con los preparativos…

—No, aunque necesito que firmes la carta para el padre Demoux, en la que le pregunto si accedería a oficiar la ceremonia. Por lo demás, sabré apañármelas sola; esta es la actividad perfecta para mantenerme ocupada. Dicho lo cual, algún día me gustaría saber de qué va ese librito que hojeas tan a menudo.

—Pues…

Oyeron cómo se abría de golpe la puerta principal de la mansión, en la planta de abajo, y el golpeteo de unas botas recias que subían los escalones. Instantes después, la puerta del estudio corrió la misma suerte que la de la entrada, precediendo la arrolladora entrada de Wayne en la habitación. Tras él se encontraba Darriance, el mayordomo de la casa, con gesto apesadumbrado.

Nervudo y de mediana estatura, Wayne tenía las facciones redondeadas, sin sombra de barba, y —como de costumbre— lucía su antiguo atuendo de los Áridos, a pesar de que Steris se había tomado la molestia de enviarle ropa nueva hasta en tres ocasiones.

—Wayne —dijo Wax—, deberías probar a tocar el timbre algún día.

—Nah, eso solo sirve para alertar al mayordomo.

—Precisamente.

—Sabandijas rastreras —masculló Wayne, cerrándole la puerta en las narices a Darriance—. No puede uno fiarse de ellos. Mira, Wax, tenemos que salir ya. ¡El Tirador ha dado señales de vida!

«¡Por fin!», pensó Wax.

—Deja que coja el abrigo.

Wayne asintió y le lanzó una miradita de soslayo a Steris.

—Hola, locuela —dijo, saludándola con una inclinación de cabeza.

—Hola, cretino —dijo ella a su vez, devolviéndole el gesto.

Wax se abrochó el cinto por encima de su elegante traje de ciudad, con chaleco y pañuelo, y se echó el gabán por encima.

—En marcha —dijo, mientras comprobaba la munición.

Wayne abrió la puerta de un empujón y bajó en tromba por las escaleras. Wax se acercó al asiento de Steris.

—Me…

—Todo el mundo necesita un hobby —lo interrumpió ella, antes de coger otra hoja de papel para inspeccionarla—. Acepto el tuyo, lord Waxillium, pero procura que no te peguen ningún tiro en la cara. Esta tarde hemos quedado con el artista que va a pintar nuestros retratos de compromiso.

—Lo tendré muy presente.

—Y échale un ojo a mi hermana ahí fuera —añadió Steris.

—Esta persecución será peligrosa —dijo Wax, mientras apretaba el paso camino de la puerta—. Me extrañaría que Marasi quisiera verse implicada.

—Si en verdad piensas eso, es como para poner tus dotes de investigación en entredicho. Marasi hará lo imposible por verse implicada, precisamente porque de una persecución peligrosa se trata.

Wax se detuvo en la puerta y la observó de reojo. Steris levantó la cabeza para sostenerle la mirada. Flotaba en el aire la sensación de que su despedida debería contener algo más. Buenos deseos, tal vez. Cariño.

También Steris parecía notarlo, pero ninguno de los dos dijo nada. La suya era una relación de conveniencia. Eso era todo.

Wax echó la cabeza hacia atrás, trasegó un chupito de whiskey en el que flotaban copos metálicos, cruzó la puerta corriendo y saltó por la balaustrada. Aminoró su caída empujando contra las incrustaciones plateadas del suelo de mármol del recibidor; sus botas aterrizaron sobre la roca con un golpe seco. Cuando Darriance le hubo abierto la puerta principal, salió a la calle de un salto para reunirse con Wayne junto a la diligencia que habría de transportarlos a…

Wax se quedó petrificado en la escalinata.

—¿Qué diablos es eso?

—¡Un motocarro! —exclamó Wayne, sentado en la parte de atrás del vehículo.

Con un gemido, Wax se apresuró a terminar de bajar por los escalones y se acercó al vehículo. Al volante del artefacto se encontraba Marasi, ataviada con un elegante vestido de color lavanda, cubierto de encajes. Parecía mucho más joven que su hermanastra Steris, pese a mediar tan solo cinco años entre ambas.

Ahora era alguacil, en teoría. Asistente del comisario general de este octante. A Wax nunca había llegado a explicarle del todo por qué renunció a su carrera como procuradora para unirse al cuerpo de alguaciles, pero al menos estaba contratada como ayudante y analista, no como agente de campo. Su papel no debería exponerla a demasiados peligros.

A pesar de lo cual, hela allí. Un destello de impaciencia brillaba en sus ojos cuando se volvió hacia él.

—¿No piensas montar?

—¿Qué haces tú aquí? —quiso saber Wax mientras abría la puerta a regañadientes y subía al vehículo.

—Conducir. ¿Preferirías que se encargara Wayne?

—Preferiría estar en un carro enganchado a un buen tiro de caballos.

—No seas tan anticuado —lo reconvino Marasi, al tiempo que movía un pie y provocaba que el endiablado armatoste se encabritara—. El Tirador ha atracado el Primera Unión, tal y como dedujiste que haría.

Wax se sujetó con fuerza. Creía que el Tirador intentaría asaltar el banco hacía tres días. Cuando no pasó nada, dio por sentado que el hombre debía de haberse refugiado en los Áridos.

—El capitán Reddi sospecha que el Tirador se dirige a su guarida del séptimo octante —informó Marasi, maniobrando el volante para esquivar un coche de caballos.

—Reddi se equivoca —dijo Wax—. Pon rumbo a las Evasiones.

Marasi no opuso objeción. El motocarro avanzó dando tumbos y trompicones hasta que llegaron a la nueva sección de adoquines, donde el vehículo aceleró aprovechando la uniformidad del terreno. Se trataba de uno de los últimos modelos, cuyas virtudes no dejaban de enumerarse en los pasquines, dotado de neumáticos de goma y con motor de gasolina.

La ciudad entera estaba experimentando una transformación para amoldarse a ellos. «Cuántas molestias, tan solo para que la gente pueda conducir estos artefactos», pensó Wax, desabrido. A los caballos les daba igual lo liso que estuviera el terreno. No obstante, hubo de reconocer que el vehículo reaccionó asombrosamente bien cuando Marasi decidió tomar una curva a toda velocidad.

Pero seguía siendo una abominable herramienta de destrucción carente de vida.

—No deberías haber venido —dijo Wax, aferrándose al interior de la máquina mientras Marasi doblaba otra esquina.

La mujer no apartó la vista de la calzada. En la parte de atrás, Wayne, que había asomado medio cuerpo por la ventanilla, se sujetaba el sombrero en la cabeza con una mano mientras sonreía de oreja a oreja.

—Eres abogada —insistió Wax—. Deberías estar en el juzgado, no persiguiendo asesinos.

—He demostrado más de una vez que sé defenderme. Nunca te habías quejado.

—En todas las ocasiones anteriores, pensé que cada una de ellas constituía una excepción. Sin embargo, aquí estás de nuevo.

Marasi operó la palanca que tenía a su derecha, para cambiar la marcha del motor o algo por el estilo. Wax nunca había conseguido entender los entresijos de ese mecanismo. La mujer aceleró mientras rodeaba un grupo de caballos, provocando que uno de los jinetes les lanzara una retahíla de improperios a su paso. La fuerza del movimiento empujó a Wax contra el lateral del vehículo. Se le escapó un gruñido.

—¿Y a ti qué mosca te ha picado últimamente? —inquirió Marasi—. Te quejas del motocarro, de mi presencia…, del té del desayuno, que esta mañana estaba demasiado caliente. Cualquiera diría que lamentas con toda tu alma haber tomado una decisión espantosa que podría afectar a toda tu vida, o algo por el estilo. Me pregunto de qué podría tratarse.

Wax mantuvo la mirada fija al frente. En la parte de atrás, Wayne regresó al interior del vehículo y arqueó las cejas; Wax podía verle la cara en el espejo.

—No le falta razón, compañero —dijo el muchacho.

—No me estás ayudando.

—Tampoco era mi intención —replicó Wayne—. Por suerte, sé a qué «decisión espantosa que podría afectar a toda tu vida» se refiere. En serio, deberías haberte comprado el sombrero que vimos la semana pasada. Poseo un quinto sentido para ese tipo de cosas.

—¿«Quinto»? —se extrañó Marasi.

—Pues sí, porque resulta que tengo menos olfato que una saca de alubias. Me…

—Ahí —los atajó Wax, inclinándose hacia delante mientras escudriñaba a través del panel de cristal que coronaba el salpicadero del motocarro. De una de las calles laterales surgió una figura de un salto, planeó por los aires, aterrizó en la calzada y emprendió la carrera por delante de ellos.

—Tenías razón —dijo Marasi—. ¿Cómo lo supiste?

—A Tira le gusta dejarse ver. —Wax desenfundó a Vindicación—. Se las da de forajido caballeroso. Mantén estable este armatoste, si puedes.

La respuesta de Marasi se vio interrumpida cuando Wax abrió la puerta de improviso y saltó a la calle. Disparó y empujó contra la bala, impulsándose hacia arriba. Otro empujón, en esta ocasión contra un carruaje con el que se cruzaron, dejó el vehículo tambaleándose y propulsó a Wax a un costado, de modo que, al descender, aterrizó en el techo de madera del motocarro de Marasi.

Se agarró al borde del techo con una mano, levantando el revólver junto a la cabeza, con los faldones de su gabán de bruma ondeando al viento tras él. Al frente, Tira brincaba por la carretera en una serie de pulsos de acero. En su interior, Wax sintió la reconfortante combustión del metal.

Salió despedido de lo alto del vehículo y sobrevoló la carretera. Tira, aficionado a cometer sus atracos a plena luz del día, siempre escapaba por las vías más transitadas que podía encontrar. Le gustaba llamar la atención. Debía de considerarse invencible. La alomancia podía inspirarle esos sentimientos a uno.

Wax avanzaba encadenando un salto tras otro, dejando atrás motocarros y diligencias a sus pies, y viviendas a los costados. El viento en la cara, la altura y la perspectiva contribuían a despejar su mente, le aclaraban las ideas y sosegaban sus emociones con más eficacia que el contacto de cualquier aplacador. Disueltas sus preocupaciones, por ahora, toda su concentración se volcó en la persecución.

El Tirador vestía de rojo, con el rostro cubierto por una vieja máscara de buscavidas: negra con colmillos blancos, como los demonios que surgían de la Profundidad en los cuentos populares. Y estaba relacionado con el Grupo, según la agenda que Wax le había sustraído a su tío. Después de tantos meses, la utilidad de aquella libreta empezaba a mermar, pero aún contenía un puñado de joyas que podían aprovecharse.

Tira se empujó en dirección al distrito industrial. Wax lo siguió rebotando de motocarro en motocarro, sin posarse nunca en el suelo, sobrevolando el aire al atardecer. La seguridad que lo embargaba cuando surcaba el cielo era asombrosa, en comparación con lo atrapado que se sentía en el interior de aquellas espantosas cajas motorizadas.

En el aire, Tira se giró en redondo y soltó un puñado de algo que Wax no llegó a distinguir. Con una maldición, empujó contra una farola y se impulsó a un costado de golpe. Una lluvia de monedas cayó sobre el motocarro que circulaba a sus pies, impactando en el capó y el volante. El vehículo se desvió bruscamente en dirección al canal.

«Herrumbre y Ruina», pensó Wax, irritado, mientras se empujaba de regreso al vehículo. En un abrir y cerrar de ojos, sondeó su mente de metal para multiplicar por veinte su peso y aterrizó en el techo del coche.

Con fuerza.

El impacto aplastó contra el suelo la parte frontal del vehículo, deteniéndolo en seco antes de que cayera al canal. Las ruedas salieron disparadas en todas direcciones. Entrevió a sus aturdidos ocupantes —uno de ellos tenía la frente cubierta de sangre— antes de liberar su mente de metal, elevarse con un empujón y reemprender la persecución. La figura embozada de rojo del atracador se recortaba en las alturas, con uno de los rascacielos más pequeños de la ciudad como telón de fondo. Wax acertó a atisbar a Tira, justo antes de que este se empujara para colarse por una de las ventanas de la última planta del edificio, y se propulsó por los aires a su vez. Como una mancha borrosa, las ventanas se sucedieron ante sus ojos a una velocidad vertiginosa.

A su alrededor se extendía la ciudad de Elendel, envuelta en el humo que expulsaban los cientos de chimeneas de sus fábricas, refinerías y hogares. Se acercó a la ventana que estaba a la izquierda de la que había utilizado Tira y, tras posarse con delicadeza en la cornisa de piedra, lanzó una moneda hacia el marco por el que se había colado su objetivo.

Rebotó en el cristal. Una lluvia de balas atravesó la ventana. Al mismo tiempo, Wax aumentó su peso e irrumpió en el edificio, a una habitación de distancia de Tira. Mientras patinaba sobre los cristales rotos, apuntó con Vindicación hacia la pared de madera que lo separaba del forajido.

A su alrededor se extendieron varias líneas azules translúcidas, que, apuntando en mil direcciones distintas, pusieron de manifiesto distintos trocitos metálicos. Los clavos del escritorio que tenía a su espalda, tras el que se acobardaba un hombre trajeado. Los cables de las paredes, unidos a las lámparas apagadas.

Unas cuantas de esas líneas señalaban a la habitación del otro lado de la pared. Esas eran las más tenues; algo obstaculizaba los sentidos alománticos de Wax. Una de ellas sufrió un estremecimiento, no obstante, cuando alguien giró sobre los talones en el cuarto adyacente. Se levantó una pistola.

Wax giró el tambor de Vindicación hasta encajarlo en su sitio.

Munición mataneblinos.

Disparó y empujó, encendiendo el metal para impulsar la bala hacia delante con todas sus fuerzas. Atravesó la pared como si estuviera hecha de papel.

El metal de la habitación contigua cayó al suelo. Wax pegó un salto, incrementando todavía su peso, y se arrojó contra el tabique, agrietándolo. Otra embestida con el hombro bastó para derribar las delgadas planchas de madera; irrumpió en el cuarto de al lado, revólver en ristre, buscando a su objetivo.

Tan solo encontró una mancha de sangre y una pistola abandonada. La habitación era algún tipo de oficina. Había varias personas tumbadas bocabajo en el suelo, temblando. Una mujer levantó el dedo y apuntó con él en dirección a una puerta. Wax asintió con la cabeza, pegó la espalda a la pared y se asomó al otro lado.

Un archivador surcó el pasillo, volando hacia él. Wax se apresuró a apartarse para dejarlo pasar; cuando se hubo estrellado contra el muro del fondo, cruzó la puerta de un salto y apuntó.

De improviso, su revólver dio un brinco hacia atrás. Lo agarró con las dos manos, sujetándolo con firmeza, pero un segundo empujón sacó la otra pistola de la funda que llevaba al costado. Sus pies empezaron a resbalar, el arma tiraba de él hacia atrás, y se le escapó un gruñido; terminó soltando a Vindicación, al final. El revólver rodó por el pasillo hasta impactar en la pared del fondo, junto al archivador.

En el otro extremo del pasillo se hallaba Tira, perfilado por las delicadas luces eléctricas de la pared. Oculto tras la máscara blanca y negra, sangraba por una herida en el hombro.

—En esta ciudad hay mil criminales peores que yo —protestó una voz amortiguada tras la máscara—, pero te has empeñado en darme caza a mí, vigilante. ¿Por qué? Soy un héroe del pueblo.

—Dejaste de ser un héroe hace semanas —dijo Wax mientras avanzaba con paso largo, envuelto en el susurro de su gabán de bruma—. Cuando mataste a aquella niña.

—No fue culpa mía.

—Tú apretaste el gatillo, Tira. Quizá no apuntases a la pequeña, pero el arma la disparaste tú.

El ladrón dio un paso atrás. La saca que colgaba de su hombro mostraba un desgarrón, practicado por el proyectil de Wax o por algún fragmento de metralla, por el que escapaban billetes de banco. Ninguna moneda contra la que Wax pudiera empujar.

Tira lo fulminó con la mirada a través de la máscara, apenas visibles sus ojos a la luz eléctrica; a continuación, con un gruñido, se hizo a un lado de un salto y, sujetándose el hombro lastimado con una mano, entró corriendo en otra habitación.

Wax se impulsó contra el archivador que tenía a su espalda, abalanzándose por el pasillo a toda velocidad. Frenó con un resbalón y empujó contra la lámpara del fondo, doblándola contra la pared y entrando en el cuarto detrás de Tira.

La ventana estaba abierta. Wax agarró un puñado de estilográficas que encontró en un bote encima del escritorio antes de saltar por la ventana, a doce pisos de altura. Una estela de billetes aleteaba en el aire, señalando la trayectoria de la caída del Tirador. Wax incrementó su peso en un intento por precipitar el descenso, pero no tenía nada contra lo que empujar y la resistencia del aire limitaba la eficacia del lastre añadido. Tira llegó al suelo antes que él, a pesar de todo, con un fuerte impacto, y apartó de un empujón la moneda que había utilizado para frenarse.

Un par de estilográficas —con la punta metálica— soltadas a tiempo bastaron, por los pelos, para amortiguar la caída de Wax.

Tira se alejó de un salto, empleando esas mismas puntas para ganar altura y sobrevolar unas cuantas farolas. No llevaba nada de metal en el cuerpo, que Wax detectara, pero se movía mucho más despacio que antes y estaba dejando un rastro de sangre.

Wax lo siguió. El Tirador se dirigiría a Evasiones, una barriada cuyos habitantes aún estaban dispuestos a ofrecerle refugio. Les traía sin cuidado que sus tropelías hubieran adquirido un tinte violento; celebraban que robase a quienes se lo merecían.

«No puedo permitir que se ponga a salvo», pensó Wax, empujándose por encima de una farola y empujando contra ella a continuación para ganar velocidad. Le pisaba los talones a su presa, que no dejaba de mirar atrás por encima del hombro, desesperado. ¿Cómo detenerlo? Wax levantó una de las estilográficas y sopesó cuán arriesgado sería intentar golpear a Tira en la pierna. No deseaba asestarle un golpe letal. Ese hombre sabía algo.

Ya se divisaban los suburbios frente a ellos.

«Un bote más». Wax cerró los dedos con fuerza alrededor de la pluma. Las calles habían comenzado a llenarse de curiosos, atentos a la persecución de los alomantes. No podía arriesgarse a que alguien resultase herido. Debía…

Le pareció reconocer una de aquellas caras.

Wax perdió el control de su empujón. Conmocionado por lo que acababa de ver, evitó a duras penas romperse todos los huesos al golpear la calzada y rodar por los adoquines. Se detuvo con el cuerpo enredado en los faldones de su gabán de bruma.

Se incorporó a cuatro patas.

«No. Imposible. NO».

Cruzó la calle tambaleándose, ajeno al caballo que estuvo a punto de arrollarlo. El jinete le lanzó una invectiva mientras Wax escudriñaba los rostros que se alineaban en la orilla de la carretera.

«Esa cara… ¡Esa cara!».

La última vez que había visto a su propietario fue cuando le metió una bala entre las cejas. Sangriento Tan.

El asesino de Lessie.

—¡Había aquí un hombre! —se desgañitó Wax, abriéndose paso a empujones entre la multitud—. Con los dedos muy largos y el pelo ralo. Cadavérico. ¿Lo habéis visto? ¿Alguien lo ha visto?

La gente lo miraba como si le faltase un tornillo. Quizá fuera así. Wax se llevó una mano a la sien.

—¿Lord Waxillium?

Se giró sobre los talones. Marasi, que había detenido el motocarro cerca de allí, desmontó al mismo tiempo que Wayne. ¿En serio había sido capaz de seguirlo durante toda la persecución? No… no, le había dicho cuál sospechaba que sería el destino de Tira.

—Wax, compañero —empezó Wayne—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Te derribó en pleno vuelo?

—Algo así —musitó Wax mientras, con disimulo, echaba un último vistazo a su alrededor.

«Herrumbres —pensó—. El estrés acumulado comienza a pasarme factura».

—Así que ha conseguido escapar —resopló Marasi, cruzándose de brazos, con gesto de contrariedad.

—No —dijo Wax—, todavía no. Está dejando un rastro de sangre y dinero. Podemos seguirlo. En marcha.