25
Al ver la cara de Lessie, Wax lanzó un gruñido gutural, primario. El sonido de un hombre que encaja un puñetazo bien dado directo al estómago. Apuntaba a Sangradora con el arma, pero le temblaba la mano y se le nublaba la vista.
«No es ella. No es ella».
—Otra vez con las armas. —La voz de Sangradora era suave. ¡Herrumbres! Era la voz de Lessie—. Dependes demasiado de ellas, Wax. Eres un lanzamonedas, ¿cuántas veces tengo que decírtelo?
—¿Has desenterrado su cadáver? —preguntó Wax, con una súplica en la voz. Le costaba ver—. Monstruo. ¿¡Has desenterrado su cadáver!?
—Ojalá no me hubiera visto obligada a hacerlo —dijo Les… Sangradora—. Pero las emociones fuertes nos liberan de él, Wax. Es la única forma.
Miraba la pistola con desprecio. Claro, era una kandra. Wax tenía que obligarse a recordarlo. Para ella las armas no significaban nada.
Lessie… ¿Cuántas veces habría soñado con volver a oír aquella voz? Había llorado, deseando poder hablarle de su amor una vez más. Explicarle el agujero, grande como la herida de un disparo de recortada, que su muerte le había dejado en el corazón.
Disculparse.
«Armonía. No puedo volver a dispararle».
Al final, Sangradora se le había adelantado.
—Me preocupaba usar el cuerpo de Tan —dijo Lessie, dando un paso en su dirección—, me preocupaba que te dieras cuenta de quién era en realidad.
—Tú no eres Lessie.
Ella sonrió.
—Sí, supongo que es verdad. Nunca fui Lessie, siempre Paalm, el kandra. Pero me gustaría haber sido ella. ¿Eso cuenta?
Herrumbres… El lenguaje corporal de Lessie lo clavaba. MeLaan había dicho que era buena, ¡pero aquello era tan real, tan creíble! Wax se dio cuenta de que estaba bajando el arma. Deseando. Deseando…
—¿Armonía? —suplicó.
Pero no llevaba puesto el pendiente.
Marasi y Reddi dieron un rodeo, avanzando un bloque de edificios más de la cuenta antes de volver sobre sus pasos hasta el carruaje sospechoso. No había podido reunir una brigada tan numerosa como ella habría querido. Y no solo por temor a que el aplacador detectase sus movimientos: Reddi tampoco quería mermar demasiado los efectivos que quedaban controlando la multitud.
Los proyectores de voz amplificaban la de MeLaan de forma que Marasi seguía oyéndola incluso mientras su equipo de once alguaciles se posicionaba en un extremo del callejón en el que se encontraba el carruaje. ¿Cuánto tardaría el Grupo en darse cuenta? Marasi había conservado la parte inicial del discurso para que no sonase demasiado diferente de las palabras de Innate, pero su intervención daría un giro muy pronto.
Reddi se quitó el casco de alguacil (el de Marasi le aplastaba el pelo con su peso incómodo) y a continuación les hizo un gesto a los demás en la oscuridad. Al quitarse el casco de aluminio sintió el toque del aplacador con más fuerza que antes, cuando estaba entre la multitud. Era cierto que la fuente se encontraba en el carruaje.
Volvió a ponerse el casco. La comisaría disponía solo de una docena, todos ellos donados por Waxillium. Reddi tenía la influencia justa para solicitar la brigada que los utilizaba. Se ajustó su casco y se llevó la mano al costado para sacar un bastón de duelo grueso, semejante a una porra larga con un pomo en un extremo. Los demás hicieron lo mismo. Nada de disparos tan cerca de una aglomeración de civiles.
—Entramos rápido y en silencio —susurró Reddi al equipo—. Quiera Armonía que no tengan un lanzamonedas con ellos. No os saquéis los cascos. No quiero que ninguno de vosotros caiga bajo el control de ese aplacador.
Marasi enarcó una ceja. Los aplacadores no podían controlar a nadie, aunque muchos tenían esa idea equivocada. Tampoco ayudaba a erradicarla que las Palabras de Instauración mencionasen vagamente que era posible controlar a los kandra y los koloss con el uso de la alomancia, pero entonces Marasi ya sabía que aquello solo era posible con quien llevase punzones de hemalurgia.
—Colms —le dijo Reddi, todavía en voz baja—, quédese en la retaguardia. No es agente de campo, no quiero que resulte herida, o peor, que estropee la misión.
—Como desee.
Reddi contó despacio. Al llegar a diez, todo el grupo entró en el brumoso callejón. Marasi se quedó cerca de la entrada, paseándose con las manos agarradas a la espalda. Casi inmediatamente después de meterse en el callejón los alguaciles se detuvieron. Un grupo de hombres vestidos de oscuro salió en tropel por una puerta, bloqueándoles el acceso al pequeño carruaje.
A Marasi se le salía el corazón por la boca mientras ambos grupos se estudiaban mutuamente. Al menos aquello demostraba que tenía razón en lo del carruaje. Algunos de los recién llegados llevaban armas, pero uno de los hombres de oscuro ladró una palabra y todos las guardaron.
«No quieren apartar la atención de la multitud del discurso —pensó Marasi—. Todavía piensan que lo que está diciendo el gobernador se ajusta a sus planes».
Que aquella pelea se llevase a cabo en silencio beneficiaba a ambos lados. Los dos grupos esperaron en tensión hasta que Reddi blandió su bastón de duelo.
Las dos fuerzas chocaron entre sí.
Sangradora se acercó más a Wax entre las brumas. En lo alto de aquella elevada plataforma, de aquella torre del puente, no parecía existir nada más. Era como si se encontrasen en una minúscula isla de acero que surgía del mar. Alrededor, todo era gris, la oscuridad se extendía por toda la inmensidad del cielo.
—Tal vez debí haber acudido a ti —dijo la voz de Lessie— para que me ayudases. Pero él vigilaba. Vigila siempre. Me alegro de que te hayas quitado el pendiente. Al menos mis palabras han significado algo para ti.
—Para —susurró Wax—. Por favor.
—¿Que pare de qué? —Lessie estaba ya a solo unos centímetros de él—. ¿Que pare de andar? ¿Que pare de hablar? ¿Que deje de quererte? Mi vida habría sido mucho más sencilla si hubiera sido capaz de hacerlo.
Wax le echó la mano abierta y la agarró por el cuello, con el pulgar siguiendo la línea de la mandíbula. Ella buscó sus ojos y él vio pena en los de ella.
—Tal vez la razón por la que no vine a buscarte no tenga nada que ver con Armonía. Sabía que te dolería. Lo siento.
«No», pensó Wax.
—Voy a tener que hacer algo contigo —siguió ella—. Encontrar la forma de mantenerte a salvo sin que te interpongas en mi camino. Es posible que tenga que hacerte daño, Wax. Por tu bien.
«No, esto no es real».
—Sigo sin saber qué hacer con Wayne —dijo—. No fui capaz de matarlo, pobre idiota. Te ha seguido hasta aquí para ayudarte en la ciudad. Eso me enternece, pero sigue perteneciendo a Armonía, así que seguramente estaría mejor muerto que como está ahora.
«¡NO!».
Wax la empujó de espaldas y volvió a sacar a Vindicación. Sin embargo, el arma saltó de entre sus dedos, empujada por Sangradora, y se perdió entre la niebla, dando tumbos.
Wax gruñó, cargando con el hombro, intentando tirarla de la torre. Ella lo agarró en el momento en que la golpeaba, desequilibrándolos a los dos.
Mientras caían juntos, ella levantó su pistola de aluminio y le pegó un tiro en la pierna.
El grito de Wax resonó mientras caían entre las brumas desde la torre. Un empujón desesperado contra el puente que tenía debajo redujo su velocidad, pero le falló la pierna al aterrizar y gritó, desplomándose sobre una rodilla.
«El arma. Busca el arma».
Había caído por allí. Herrumbres. ¿Seguiría funcionando después de semejante caída? No había oído el golpe. ¿Se habría hundido en las aguas del río?
El pesado aterrizaje de Sangradora cayó cerca. Se giró hacia él, iluminada por las estridentes luces eléctricas que bordeaban la carretera del puente. No circulaba ningún carruaje ni motocarro y, a su espalda, una luz mayor se cernía sobre la ciudad. Una luz roja y violenta que parecía quemar las brumas.
Al mirar hacia la ciudad vio oscuridad y paz. Pero Elendel ardía por dentro.
Marasi se mantenía en los márgenes del campo de batalla.
Era un campo de batalla minúsculo, cierto, pero la ferocidad del conflicto la impresionaba. Se creía capaz, por primera vez, de imaginar lo que habría sido vivir durante la Guerra de Ceniza, tanto tiempo atrás.
Aunque, sin duda, entonces las guerras habían sido más planificadas, más deliberadas. No como aquel batiburrillo de figuras que se golpeaban entre sí, rompiéndose huesos, maldiciendo, arrollando a los caídos. Aquellos hombres, que eran sus compañeros, luchaban con todas sus fuerzas para abrirse paso a través de los matones del Grupo. Los habían obligado a pasar toda la noche observando sin hacer nada, sintiéndose impotentes al ver la ciudad venirse abajo ante sus ojos, al ver que la situación empeoraba por momentos.
Al menos aquella batalla podían lucharla y la luchaban con ahínco. Abrían cabezas, derribaban contrincantes, resoplaban en aquel callejón sucio y oscuro, esforzándose en llegar al carruaje. Por suerte, las tropas del Grupo no parecían contar con lanzamonedas ni brazos de peltre.
A sus hombres seguían superándolos en número y, pese a su determinación, no hacían grandes avances. Fuera del callejón, la multitud comenzaba a inquietarse. El discurso del kandra había llegado a las palabras que Marasi había escrito para ella, palabras que prometían reformas sociales, una nueva legislación que reduciría la jornada laboral y mejoraría las condiciones de las fábricas. Desafortunadamente, lo que Marasi había logrado llegar a oír en el eco de la voz de MeLaan tenía un tinte desesperado. Sonaba falso, artificial.
No era culpa de MeLaan. Ya había dicho que no tenía tiempo suficiente para preparar una imitación convincente y ni siquiera era su especialidad, para empezar. Herrumbres. El gentío comenzó a gritar, maldiciendo las mentiras del gobernador. La voz de MeLaan vaciló. ¿Aquello lo estaba causando el encendedor, agitando a la turba para provocar un tumulto? ¿O la gente estaba tan indignada que se sobreponía a la alomancia?
Fuera como fuese, Marasi no podía menos que desesperarse al ver a sus hombres pelear y caer, al pueblo a punto de amotinarse. Caminó por un lateral del callejón, con la esperanza de revertir la situación si lograba llegar hasta el carruaje. Por desgracia, el callejón era tan estrecho que los combatientes lo llenaban por completo. La mitad de sus hombres ya había caído. Los que seguían peleando parecían espectros que se movían y se ondulaban entre las brumas. Sombras intentando consumir otras sombras.
Nadie parecía prestarle demasiada atención en ninguno de los dos bandos. Le pasaba con frecuencia. Durante la mayor parte de su vida, su padre había deseado que desapareciese. A los miembros de la alta sociedad se les daba de maravilla fingir que no existía. Incluso Waxillium parecía olvidarse de su presencia en ocasiones.
Pues bien, sería invisible. Inspiró hondo y se metió en el medio de la pelea. Al pasar cerca de dos hombres que forcejeaban se lanzó hacia ellos como si tratase de ayudar, y luego se arrojó hacia un lado como si la hubieran golpeado. La interpretación había sido buena, en su opinión.
Oyó a Reddi maldecirla desde algún punto del callejón, pero no acudió nadie a su rescate. Todos siguieron intentando matarse mutuamente con gran ahínco, así que Marasi se escabulló reptando por el suelo, arrastrándose entre las sombras hasta acercarse al carruaje.
Había dos guardias vigilándolo. Diablos. Necesitaba librarse de ellos, pero ¿cómo?
Volvió la vista hacia la pelea. Se había desplazado hacia la boca del callejón, pues los alguaciles se veían obligados a retroceder por la presión de los números. Seguramente se habían alejado lo suficiente para que Marasi pudiera intentar algo desesperado del todo.
Utilizó su alomancia.
Durante un breve instante lanzó una burbuja de velocidad que la rodeó solo a ella y a los dos guardas. Apagó sus metales enseguida. En el exterior no habían transcurrido más que segundos.
Aun así, resultaba desconcertante. Las brumas parecían pasar a su alrededor con súbita velocidad y los combatientes se movían dando bandazos. Los dos guardias dieron un respingo, sorprendidos, mirando a su alrededor. Marasi les ofreció su mejor imitación de un cadáver.
Luego volvió a encender su alomancia.
—¡Ruina! —exclamó uno de los guardias—. ¿Has visto eso?
—Traen a un nacido del metal con ellos —replicó el otro. Ambos sonaban muy nerviosos.
Marasi les dio otra descarga de tiempo distorsionado. Los dos guardias se enzarzaron en un debate frenético y entre susurros, para acabar llamando a la puerta del carruaje y hablando a través de la ventana. Marasi esperó, sudando, con los nervios a flor de piel. A sus hombres no les quedaba mucho tiempo…
Los dos guardias echaron a correr por el callejón, dejando desprotegido el carruaje para llevar órdenes a los combatientes de que estuvieran prevenidos de la presencia de un nacido del metal. Marasi se puso en pie y se escabulló por detrás del carruaje, que no tenía conductor, abrió la puerta, se coló dentro y se sentó.
Sentada en el asiento había una mujer regordeta, ataviada con un lujoso vestido con tres capas de seda. Junto a ella estaba sentado un hombre que apoyaba una mano en la muñeca de ella, con los ojos cerrados y un traje muy elegante y moderno. El arma corta con la que les apuntaba Marasi, sin embargo, era de lo más tradicional. Y muy funcional también.
La mujer pestañeó, perdiendo la concentración, para mirar a Marasi con cara de horror. Le dio un codazo al hombre, que abrió los ojos, sobresaltado. Una aplacadora y un encendedor, aventuró Marasi.
—Tengo la teoría —les dijo— de que una dama no debería verse obligada jamás a recurrir a algo tan bárbaro como la violencia para conseguir sus objetivos. ¿No están de acuerdo?
Ambos asintieron al instante.
—Así es. Una auténtica dama solo utiliza la amenaza de la violencia. Es mucho más civilizado —continuó, mientras amartillaba la pistola— que esos cabezas de peltre del callejón paren al instante de vapulear a mis amigos. Luego hablaremos de qué hacer con ese gentío…
—¡Basta, Wax! —gritó Sangradora—. ¡Deja de obedecerle!
Allí estaba. ¡Vindicación! Descubrió la pistola cerca de Sangradora, asomando de un sumidero del borde de la carretera.
Wax saltó a por ella, se dolió al rodar sobre su brazo herido, y se lanzó hacia delante de un empujón. Sangradora lo apuntó con su arma, pero no disparó. Tal vez, en el fondo, una parte de aquella criatura había adoptado los sentimientos del cuerpo que ocupaba. Tal vez ya no lograba diferenciar entre su mente y su cara.
Wax recuperó a Vindicación de un manotazo.
—Por favor —susurró Sangradora—. Escucha.
—Te equivocas sobre mí. —Wax hizo girar el tambor y palpó el gatillo con la esperanza de que la pistola todavía funcionase. Miró a Sangradora y apuntó.
Al mirarla a los ojos, vio a Lessie. El estómago se le encogió de nuevo.
—¿En qué me equivoco?
Herrumbres, estaba llorando.
—No soy las manos de Armonía —susurró Wax—. Soy su espada.
Disparó.
Sangradora no esquivó el tiro. ¿Por qué iba a hacerlo? Las armas apenas la incomodaban. Aquel disparo le dio en medio de la frente. Aunque el impacto le sacudió la cabeza, no cayó ni se movió apenas.
Se lo quedó mirando con una gotita de sangre resbalando junto al puente de la nariz hasta los labios. Y entonces abrió unos ojos como platos.
El arma se le cayó de los dedos temblorosos.
«Somos más débiles que otras criaturas hemalúrgicas», había dicho MeLaan. Wax se levantó con esfuerzo, apoyándose en la pared del muro. «Solo hacen falta dos punzones para controlarnos».
—¡No! —aulló Sangradora, cayendo de rodillas—. ¡NO!
Un punzón le otorgaba sabiduría. El segundo, implantado en su cráneo en forma de bala forjada a partir del pendiente de Wax, le permitía a Armonía volver a controlarla.