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Era evidente que Sangradora había practicado el uso de los metales. Sabía empujar contra los pestillos y las farolas que pasaban para ajustar la trayectoria. Sabía dejarse caer muy bajo antes de apoyarse en el metal de un motocarro aparcado para conferirse velocidad lateral en lugar de volver a empujarse hacia arriba. Era diestra.

Wax era mucho más que diestro. La seguía como una sombra, nunca a más de medio salto de distancia. Percibía un frenesí cada vez mayor en los movimientos del kandra, que se empujaba con los metales encendidos para intentar ponerse fuera de su alcance.

Al principio se lo permitió, con la intención de que se le agotase el acero. Recorrían la ciudad a saltos, dos corrientes de aire entre la bruma que se elevaban por encima de las calles atestadas de alborotadores enfurecidos; que dejaban atrás los vecindarios de clase media con sus postigos cerrados y sus luces apagadas; que sobrevolaban las fincas de los ricos, donde el personal de seguridad mantenía una guardia tensa ante las puertas, esperando que aquella noche infernal llegase a su fin.

En aquellos vuelos, Wax confirmó que Sangradora no había sido el Tirador. Parecía llevar una de sus máscaras (y ya lo había hecho antes), a juzgar por el rápido vistazo que le había podido echar al pasar junto a un edificio en llamas que iluminaba la noche, pero solo lo hacía para confundirlo y desesperarlo. El Tirador siempre buscaba el interior de los edificios en su huida para intentar prepararle una emboscada. Ella se mantenía en los espacios abiertos, como si los cerrados la asustasen. No huía hacia los rascacielos, no buscaba el confinamiento ni las estrecheces de los suburbios. No, ella se encaminaba directamente hacia el este de la mansión del gobernador, hacia la libertad de las afueras.

Allí no habría tanto metal, lo que a ella le dificultaría la huida, pero también reduciría parte de la ventaja de él y eso no podía permitirlo.

Wax redobló sus esfuerzos al dejar atrás un tren nocturno. Se adelantó a un giro de su presa, que la alejaba del tren en dirección a un distrito industrial, y atajó hacia un lado, ganando unos segundos. Mientras ella saltaba por encima de un edificio achaparrado en llamas, dejando atrás a unos manifestantes que le lanzaban piedras desde abajo, Wax, surgió al otro lado gracias a un giro muy preciso con el que acortaba entre el edificio incendiado y el contiguo. Atravesó por entre el humo ardiente y apareció, con el arma desenfundada, justo en el instante en que ella aterrizaba tras realizar un arco más elegante.

Al verlo se le escapó una maldición. Se lanzó calle abajo, utilizando todas las luces que dejaba atrás para empujar, incrementando su velocidad. Lo hizo con destreza, pero Wax tenía una ventaja. Redujo su peso, llenando su mente de metal. Su velocidad aumentó, como siempre ocurría, aunque el cambio era sutil. Conseguía un repunte si reducía su peso estando en movimiento. No sabía bien por qué.

En una persecución como aquella, en la que se aprovechaba cada farola al pasar, las pequeñas ventajas eran esenciales. Cada atajo en una esquina, cada arco juzgado con acierto, cada uso de un impulso extra en el vuelo tras aterrizar un momento lo acercaba más a ella. Así llegó el momento, cuando se acercaban a los límites de la ciudad, en que ella miró hacia atrás y se lo encontró a punto de sujetarla por los talones.

Soltó un grito, una exclamación femenina de sorpresa. Se lanzó hacia un lado, pasando por encima del río, y logró aterrizar, sujetándose a uno de los cables de apoyo, en la parte del Pontoriente destinada a la carretera.

Wax aterrizó con elegancia ante ella, el arma desenfundada.

—No puedes escapar de mí, Sangradora. Déjame que te quite el punzón y te lleve presa. Tal vez alguien encuentre un día la forma de sanar tu locura.

—¿Y volver a ser una esclava? —susurró tras la máscara roja y blanca—. ¿Tú te pondrías los grilletes?

—Si hubiera hecho las cosas horribles que has hecho tú, entonces sí. Pediría que me detuvieran.

—¿Y qué pasa con el dios a quien sirves? ¿Cuándo aceptará Armonía sus castigos? Por la gente que deja morir. Por la gente que muere por su voluntad.

Wax levantó el arma, pero Sangradora se lanzó hacia arriba.

Él siguió su trayectoria con el arma, pero saltaba adelante y atrás contra las vigas de apoyo del inmenso puente, y decidió no disparar. En lugar de ello se elevó con un empujón, ascendiendo hasta llegar a la parte más alta de una de las torres de suspensión del puente, el gabán agitándose a su alrededor. Sangradora lo estaba esperando allí, sobre el pináculo, vestida con camisa roja y pantalones, la capa suelta aleteaba a su alrededor.

Wax aterrizo y apuntó.

Sangradora se quitó la máscara.

Llevaba la cara de Lessie.

Marasi no les contó la verdad sobre Innate a los demás alguaciles, ni siquiera a Aradel. ¿Qué les iba a decir? ¿«Lo siento, pero el hombre al que hemos estado protegiendo en realidad era el asesino. ¡Ah! Y la ciudad lleva a cargo de una kandra demente ni se sabe cuánto»? No tardaría en escribir un informe, cuando supiera explicar todo aquello, pero, por el momento, le faltaba el tiempo. Tenía que salvar a la ciudad.

Pese a todo, sintió una punzada de remordimiento al ver pasar al comisario Aradel por delante de la tribuna improvisada en la escalinata principal, donde ella se encontraba. El lord alto comisario tenía todo el aspecto de encontrarse mal. Lo había metido en un buen dilema: el pensar que el gobernador era un maleante lo perturbaba en lo más profundo de su ser.

No lejos de allí, MeLaan subió al estrado para dirigirse a la multitud. Pese a sus críticas a sus propias limitaciones, la imitación del gobernador era excelente, al menos en opinión de Marasi.

Se hizo el silencio entre la masa. A Marasi le extrañó. ¿Había sido cosa de los hombres de Aradel? No… los alguaciles formaban una barrera sólida entre el gentío y la mansión, pero no hacían nada para apaciguar al público.

Qué raro… Aunque se oía algún abucheo, casi todo el mundo guardaba silencio y observaba entre las brumas, que parecían haberse espesado, ahora que se habían dispuesto luces alrededor de toda la plaza. Los alborotadores querían escuchar lo que tenía que decirles el gobernador. Bueno, ¿no sería lo lógico?

Marasi percibía el ambiente de curiosidad hostil. Ella misma sentía cierta calma. Era posible que el discurso de MeLaan funcionase. Todo iba bien. ¿Por qué se había preocupado tanto? Si…

¡Herrumbres! La estaban aplacando.

Se espabiló al instante, sintiendo la tensión de repente. Sabía de multitudes, había estudiado sus dinámicas. Era su especialidad y se daba cuenta de que, a todas luces, allí había algo que no cuadraba. Pero ¿quién los estaba aplacando? ¿Por qué? ¿Cómo?

«Elegante», pensó. Waxillium había dicho que el Grupo estaba implicado. Su tío tenía contactos con alomantes y cierta inclinación por ver cumplidos los planes de Sangradora. El discurso que Marasi había escrito para MeLaan era irrelevante: cuando los hombres del Grupo descubrieran que «el gobernador» se estaba desviando del guion se encargarían de llevar a la turba al paroxismo.

De pronto, Marasi se puso frenética, sin tiempo para escuchar el inicio del discurso de MeLaan. ¿Podía llegar hasta Aradel? No; estaba en el herrumbroso escenario, al lado de MeLaan. Wayne, poniendo cara de coraje pese a su herida, los sobrevolaba a ambos, dispuesto a echar una mano en caso de necesidad.

Marasi tenía que actuar rápido y sin alboroto para no alertar al Grupo. Vio a Reddi junto a la base de la escalinata, observando a la multitud con los brazos cruzados. Llegó hasta él a toda prisa y lo agarró del brazo.

—Reddi, hay un aplacador entre la gente, no sé dónde.

—¿Cómo? —le preguntó, mirándola con aire ausente—. ¿Qué?

—Hay un aplacador —repitió—. Nos están mitigando las emociones. Seguramente también tengan un encendedor preparado para agitar a las masas cuando escuchen el discurso.

—No sea tonta —bostezó Reddi—. Todo va bien, teniente.

—Reddi —dijo ella, sujetándolo con más fuerza—, ¿cómo se siente?

—Bien.

—¿No lo estoy molestando? —insistió—. ¿No lo enfurece que me hayan dado el cargo que le correspondía a usted? ¿No está celoso?

Se la quedó mirando, ladeó la cabeza y luego siseó, bajito.

—Maldita sea, tiene razón. Normalmente la odio, pero ahora mismo solo me desagrada un poquito. Están jugando con mis emociones —titubeó—. No se ofenda.

—No podría aunque quisiera —replicó Marasi—. Me cuesta sentir cualquier emoción intensa o urgente. Pero Reddi, tenemos que neutralizarlos.

—Iré a buscar a la brigada —dijo—, pero ¿cómo vamos a encontrarlos? Podrían estar en cualquier parte.

—No. —Marasi escrutó la multitud. Sus ojos dieron con un carruaje aparcado discretamente en un pequeño callejón—. En cualquier parte, no. No quieren mezclarse con la muchedumbre que pretenden convertir en una turba asesina. Es demasiado peligroso. Venga.