10

Wayne se giró al paso de la señorita de las salchichas. Su intención era agarrar otro puñado. En vez de eso, lo que se llevó fue un manotazo.

Parpadeó, asumiendo que los criados debían de haberse hartado por fin de que los ridiculizara con su superioridad estratégica. Pero el golpe no se lo había dado ninguno de ellos, sino una niña. Clavó la mirada en la jovencita mientras Marasi se apresuraba a acudir a su lado. Caray, pero si esta mocosa no podía tener más de quince años. ¡Y menudo guantazo le acababa de arrear!

—Usted —dijo la pequeña— es un monstruo.

—Me…

—¡Remmingtel Tarcsel! —lo atajó la muchacha—. ¿Cree usted que en esta fiesta hay alguien que haya oído ese nombre?

—Pues…

—No, nadie. He preguntado. Aquí están todos, utilizando las luces incandescentes de mi padre… que trabajó sin descanso durante años para crearlas… y nadie conoce su nombre. ¿Sabe por qué, míster Hanlanaze?

—Sospecho que no…

—Porque usted le robó sus diseños, y con ellos, la vida. Mi padre murió sin un recorte en el bolsillo, sumido en la precariedad y la depresión, por culpa de personas como usted. Da igual lo que afirme, míster Hanlanaze, usted no es un científico. Ni un inventor. Es un ladrón.

—Eso es cierto. Me…

—Me las pagará —siseó la pequeña, plantándose delante de él y lanzándole un directo a la barriga, justo casi donde Wayne había escondido los bastones de duelo—. Tengo planes. Y, a diferencia de mi padre, yo sí sé que en este mundo lo importante no es tener ideas, sino saber comercializarlas. Encontraré inversores y cambiaré esta ciudad. Y cuando usted se revuelque por el suelo llorando, en la ruina y desacreditado, recordará el nombre de mi padre y lo que le hizo.

La muchacha giró sobre los talones —cruzándole la cara con su larga melena, rubia y lacia, en el proceso— y se fue hecha una furia.

—¿Qué diablos ha sido eso? —musitó Wayne.

—El precio de usurpar identidades ajenas, supongo —dijo Marasi. ¡Sonriendo, la muy herrumbrosa de ella!

—Su padre. Ha dicho… que maté a su padre…

—Sí. Me da en la nariz que el pasado de Hanlanaze podría ser algo turbio.

Hanlanaze. Cierto. Hanlanaze. El profesor.

—He leído ya varios artículos de opinión firmados por ella —añadió Marasi—. Lástima, si es cierto que esos diseños fueron robados.

—Sí —dijo Wayne, masajeándose la mejilla—. Lástima. —Echó un vistazo a la bandeja de salchichitas que pasaba junto a él en esos momentos, pero no supo hallar la motivación necesaria para abalanzarse sobre ellas. Por el motivo que fuera, la diversión se había acabado.

En vez de eso, se propuso encontrar a Wax.

—Con permiso —se disculpó Wax ante Steris y el gobernador.

Los dos se quedaron mirando cómo se alejaba con la misma cara de pasmo. Era una falta de respeto, pero no le importaba. Llegó al centro de la sala impulsado por sus instintos, que lo alertaban a voces.

¡Desenfunda!

¡Va a producirse un tiroteo!

¡A cubierto!

Corre.

No hizo nada de eso, pero el tic que se había instalado en su ojo se negaba a remitir. Tras quemar el acero, un abanico de finas líneas azules translúcidas lo conectaban a las fuentes de metal más cercanas. Se había acostumbrado a no prestarles mucha atención.

Ahora, sin embargo, se concentró en ellas. Temblores, fluctuaciones; el ritmo y las pulsaciones de un centenar de personas distintas encerradas en la misma habitación. Bandejas de comida, joyas, anteojos. Remaches en las sillas y mesas. La cantidad de metal que enmarcaba la vida de todos los hombres y mujeres era extraordinaria. Si el ser humano había sido siempre la musculatura de la civilización, ahora el acero era su esqueleto.

Así que entiendes lo que soy, resonó la misma voz de antes dentro de su cabeza. Femenina, pero grave.

No, ¿qué eres?, proyectó Wax a su vez, a modo de prueba.

Armonía ha hablado contigo. Lo sé.

Eres un koloss, dijo Wax, empleando el término equivocado a propósito.

Bailas al son de Armonía, replicó la voz. Saltas y te contoneas a su antojo, sin importarte que, como deidad, deje tanto que desear.

Wax no se atrevería a jurarlo —resultaba imposible saberlo con seguridad—, pero no parecía que Sangradora pudiera leerle la mente. El kandra solo podía enviar pensamientos. ¿Qué había dicho Armonía? ¿Que Conservación le había conferido la facultad de escuchar, y Ruina la de comunicarse?

Wax se paseó despacio por la sala, atento a esas líneas. Sangradora no llevaría nada de metal encima. Quienes eran metálicamente conscientes se mostraban más precavidos con ese tipo de cosas. Los guardaespaldas del gobernador, por ejemplo. La mitad de ellos portaba armas de fuego; los demás, únicamente bastones de duelo.

¿Cómo lo soportas, Wax?, preguntó Sangradora. Vivir entre ellos tiene que ser como hacerlo sumergido hasta las rodillas en un agua inmunda.

—¿Por qué mataste a Winsting? —preguntó Wax, en voz alta.

Lo maté porque debía morir. Lo maté porque nadie más estaba dispuesto a hacerlo.

—Así que eres una heroína. —Wax describió una vuelta completa sin moverse del sitio. «Está cerca —pensó—. Observándome. ¿Quién? ¿Cuál de todos ellos?».

Y si creía averiguarlo… ¿se atrevería a ser el primero en disparar?

El rayo que se abate sobre la tierra no es ningún héroe, dijo Sangradora. Los terremotos no son héroes. Son cosas que ocurren, sin más.

Wax reanudó su deambular por la sala. Quizá Sangradora intentase seguirlo. Dejó los brazos colgando a los lados, con una moneda apretada en cada puño. Nada de pistolas, aún. Eso desataría una estampida.

—¿Por qué el gobernador? —preguntó—. Es un buen hombre.

Los buenos hombres no existen, replicó Sangradora. El libre albedrío es una ilusión, vigilante. Están quienes fueron creados para ser egoístas y quienes lo fueron para ser generosos. Eso no los convierte ni en malvados ni en bondadosos, como tampoco se aplican esos calificativos al fiero león y al manso conejo.

—Has comparado a la gente con un agua inmunda.

El agua inmunda no es malvada. Eso no significa que sea deseable nadar en ella.

En su mente, la voz de Sangradora parecía estar adoptando cada vez más carácter a medida que hablaba. Delicada, provocadora, morosa. Como la de Sangriento Tan.

«Alguien más nos mueve…».

—¿Y tú? —preguntó Wax—. ¿Cuál eres tú? ¿El león o el conejo?

El cirujano.

Lo seguía la mujer escultural vestida de rojo. Procuraba pasar inadvertida revoloteando de corrillo en corrillo, cruzando unas pocas palabras con todos ellos, pero se movía en paralelo a Wax. No era la única. Un hombrecillo menudo, uniformado como uno de los criados, portando una bandeja de aperitivos. Parecía estar haciendo su ronda, pero los demás sirvientes se movían en el sentido de las agujas del reloj. Al contrario que Wax.

¿Se hallaban lo bastante cerca como para escuchar lo que decía? No si sus sentidos fuesen normales. Quizá Sangradora pudiera quemar el estaño. Quizá fuera ese el poder que había decidido utilizar esa noche.

Tú también eres un cirujano, continuó Sangradora. Te llaman señor, te sonríen, pero no eres uno de ellos. Ojalá pudieras ser realmente libre. Ojalá…

—Yo acato la ley —susurró Wax—. ¿A qué obedeces tú?

Sangradora no respondió a eso. Quizás el susurro le hubiera resultado inaudible.

El gobernador es un corrupto. Se ha pasado años encubriendo a su hermano, aunque, en realidad, más le valdría haberse encubierto mejor a sí mismo.

Wax miró a un lado. Llegado ese punto, había rodeado prácticamente toda la sala; volvía a encontrarse cerca del punto de partida. El criado llevaba siguiéndolo desde el principio.

Me queda mucho por hacer, dijo Sangradora. Necesito liberar a todos los habitantes de esta ciudad. La mano de Armonía aplasta esta sociedad, asfixiándola. Asegura no interferir, pero nos mueve como a fichas sobre un tablero de juego.

—¿Por eso quieres matar al gobernador? ¿Crees que, de alguna manera, con eso conseguirás liberar a los habitantes de esta ciudad?

Sí, así es, respondió Sangradora. Aunque, por supuesto, todavía no puedo matarlo, Wax. Ni siquiera he asesinado aún a tu padre.

A Wax se le heló la sangre en las venas. Pero si su padre ya estaba muerto. Se giró sobre los talones de repente, con la mano en la culata de su pistola, y miró al criado a los ojos. El hombre se quedó paralizado, con la mirada desorbitada.

Y echó a correr.

Mascullando una maldición, Wax emprendió la persecución y arrojó una moneda delante de él. Mientras giraba en el aire, el camarero se puso a cubierto tras un grupo de gente. Wax rechinó los dientes y dejó que la moneda cayera al suelo sin empujar contra ella. Desenfundó a Vindicación. Los invitados a la fiesta prorrumpieron en gritos de preocupación. El sirviente continuó escondiéndose detrás de los distintos corrillos, esquivando a Wax.

Por suerte, el hombre —o la mujer, o lo que fuera— no había previsto la llegada de Wayne, que apareció entre dos mujeres rollizas que sostenían sendas copas de vino y se abalanzó sobre el camarero. Los dos rodaron por el suelo en un remolino de brazos y piernas. Wax aminoró el paso, levantó la pistola y apuntó. No podía concederle a Sangradora la menor oportunidad de poner en práctica ni su alomancia ni su feruquimia, sobre todo si se había equivocado al conjeturar que estaba quemando estaño en estos momentos. Una bala en la cabeza no mataría al kandra, dedujo, pero debería frenarlo. Tan solo debía cerciorarse de que no lastimaba a Wayne en el…

Sangradora y Wayne quedaron sepultados bajo un alud de escoltas del gobernador. Wax maldijo y se lanzó hacia delante, con Vindicación levantada junto a su cabeza y los faldones del gabán de bruma ondeando a su espalda. Saltó por encima de los atemorizados invitados —empujando contra algunas de las tachuelas del suelo para ganar altura— y aterrizó junto al grupo de forcejeantes guardaespaldas.

Wayne, disfrazado con una barba postiza y maldiciendo como un estibador con dolor de cabeza, pataleaba sujeto por cinco empleados de seguridad distintos.

—¡Soltadlo! —ordenó Wax—. Es mi ayudante. ¿Dónde está el otro?

Los guardias se separaron, tambaleándose; todos menos uno, que se quedó tendido en el suelo. Desangrándose por la herida que presentaba en el vientre.

Wax levantó la cabeza de golpe y divisó a un hombre a no mucha distancia, con el uniforme de los camareros, que se abría paso a empujones hacia la pared exterior de la sala. Levantó a Vindicación y apuntó.

Quiero que sepas, dijo Sangradora, que lamenté el fallecimiento de tu amada. Detesté que fuera imprescindible.

La mano de Wax se quedó paralizada. Lessie. Muerta.

«¡Maldición! ¡Ya lo he superado!». Apretó el gatillo de todas formas, pero Sangradora lo esquivó deslizándose por el suelo. La bala practicó un boquete en la ventana, sobre la cabeza del hombre.

Sangradora arrojó una silla contra la ventana resquebrajada para terminar de romperla y, cuando Wax disparó de nuevo, la atravesó de un salto.

Más de veinte plantas de altura.

Wax cargó en dirección a la ventana con un bramido, pero Wayne lo interceptó agarrándolo del brazo.

—Me sujetaré bien, compañero. Vamos allá.

—Tú quédate —dijo Wax, obligándose a imponer orden en la caótica vorágine de sus pensamientos—. Protege al gobernador. Podría tratarse de una distracción, como el atentado de esta mañana.

Sin darle tiempo a protestar a Wayne, Wax se zafó de su presa y, de un salto, se arrojó a los brazos de la bruma que flotaba en el aire.