13

Wayne no se consideraba especialmente religioso. Opinaba que Armonía no debía de prestar mucha atención a los fulanos como él, por la misma razón que un maestro de la pintura tampoco debía de preguntarse muy a menudo qué habría hecho su madre con los monigotes que solía dibujar de pequeño.

Dicho lo cual, de vez en cuando le gustaba visitar el templo de la gente de a pie. Le hacía sentir mejor y se olvidaba de los problemas, siquiera por unos instantes. Por eso conocía el sitio al que Wax le había pedido que se acercase para echar un vistazo.

El santuario —un señorial edificio antiguo, achaparrado y tenaz— se agazapaba en la esquina de una intersección. Lo flanqueaban modernos bloques residenciales, algunos hasta de seis plantas de altura, pero el templo exudaba el aire de un anciano gruñón instalado en su sillón favorito, predispuesto a no levantar la mirada por encima de las rodillas de quien se le acercara. Tal y como cabía esperar, la puerta estaba abierta en actitud acogedora, bañada todavía de luz, pese a lo avanzado de la hora. Wayne recorrió la avenida con paso indolente y saludó con la cabeza al portero, uniformado con su gorra y su guardapolvo; empuñaba un bastón ceremonial en cuyo extremo parecían entreverse restos de pelo, restos seguramente de haber aporreado en la cabeza a algún alborotador.

Wayne se tocó el ala del sombrero a modo de saludo y recitó la consigna que habría de franquearle el acceso al lugar.

—Hola, Blue. ¿Estará muy aguada la cerveza esta noche?

—Procura no montar jaleo en la tasca, Wayne —entonó el hombre en respuesta—. A ver si se me van a hinchar las narices.

—¿«Narices»? —repitió Wayne mientras pasaba por su lado—. Bonito eufemismo, compañero. En fin, mientras las chicas no se confundan de parte del cuerpo con tanto cambio de nombre, quién soy yo para meter ahí la cuchara.

Concluidas así las tradicionales presentaciones de rigor, Wayne accedió en el templo propiamente dicho. Dentro había mujeres y hombres en actitud recogida, encorvados y absortos en la contemplación de los insondables entresijos del cosmere. Sus plegarias adoptaban la forma de murmullos que intercambiaban con sus amigos, y su incienso era el humo que exhalaban las cazoletas de sus pipas. Presidía el altar un retrato del Viejo Ladrian en persona, un hombre de oronda barriga que enarbolaba en alto una copa, como si quisiera llamar la atención.

Wayne se quedó en el umbral, con la cabeza respetuosamente agachada; mojó los dedos en el rastro de cerveza que goteaba en una mesa cercana y se ungió la frente y el ombligo, la señal de la lanza.

El olor lo marcaba como un peregrino en esa tierra santa, y se abrió paso entre los penitentes que buscaban perdón, camino del altar. Flotaba en el aire un ambiente extraño esa noche. Solemne. Sí, el templo era un lugar de recogimiento, pero también debería serlo de festividad. ¿Dónde estaban los himnos, entonados con voz pía y pastosa? ¿Dónde las risas, la gozosa algarabía de la celebración?

«Mala cosa», pensó mientras se sentaba en uno de los bancos, en este caso ante una burda mesa circular con escrituras grabadas en ella, desde «Mic es tonto de remate» a «Las salchichas son una porquería». Siempre le había gustado esa. Destilaba hondas connotaciones teológicas. Si lo que comían era basura, ¿no serían ellos basura a su vez, en última instancia? ¿Acaso podía uno ser algo cuando todo acababa? ¿O deberíamos ver la basura más bien como algo a lo que aspirar, puesto que el Dios del Más Allá la había creado igual que había creado todo lo demás?

Wayne se acomodó en su asiento, atrayendo unas cuantas miradas de las mesas cercanas. Cuando una lozana conventicalista de hábito vertiginosamente escotado pasó junto a él, cargada de jarras, la detuvo agarrándole el brazo.

Voyahh tommarrsh… —Parpadeó—. Tomarún güisshqui —declaró, al cabo, empleando el acento y el tono de quien ya llevaba toda la noche siendo suma y extraordinariamente pío.

La doncella sacudió la cabeza y prosiguió su camino. Los feligreses de las inmediaciones hicieron como si no hubieran visto nada. Wayne cerró los ojos y escuchó sus plegarias.

—Dejarán que nos muramos de hambre. Ya oíste al gobernador, Ren. Lo único que le importa es su herrumbrosa reputación.

—Íbamos a vivir como reyes. Armonía creó esta tierra para todos nosotros. Pero ¿podemos disfrutar de ella? No. Sus riquezas solo están ahí para que los nobles tengan ropajes cada vez más elegantes y casas cada vez más grandes.

—En esta ciudad tienen que cambiar las cosas. A mí no me falta el trabajo, como a esa gente de la fundición, pero Armonía…

—Turnos de dieciséis horas. Todas las mañanas salgo de casa antes de que se haya levantado la peque, y cuando vuelvo por la noche ya se ha acostado. La veo una vez a la semana, no más.

—Nos matamos a trabajar para que los mismos de siempre se queden con todo. El edificio en el que vivimos es propiedad suya. ¿No es el timo perfecto? Nos pasamos el día entero deslomándonos para ellos, y por la noche renunciamos a todo a cambio del privilegio de haber sobrevivido una jornada más para poder seguir trabajando.

Poderosas plegarias.

Con un repullo, Wayne se levantó de la mesa y se acercó al altar alargado, tras el cual resplandecía un estante cargado de botellas. Las lámparas eran de gas. Un templo de lo más tradicional, este. Se instaló frente al sagrario, entre un parroquiano con tirantes y otro con los brazos tan velludos que por sus venas debía de correr sangre de oso. Desde hacía no muchas generaciones.

—Whhiskey —saludó Wayne al sacerdote que presidía el altar.

El hombre le sirvió una jarra de agua en la que flotaba una rodaja de limón. Herrumbres. Quizás hubiera exagerado demasiado el acento. Wayne se repantigó y probó su bebida.

Aquí, en el altar, la gente no se quejaba. Todos se limitaban a contemplar el vacío, aferrados a sus copas. Wayne asintió con la cabeza. Sus plegarias eran silenciosas, de las que podían leerse en los ojos. Alargó el brazo, agarró la bebida del hombre que tenía más cerca y la olisqueó. Ron, a palo seco. ¿Dónde estaría la gracia?

Se volvió hacia Brazos de Oso, le arrebató la copa de entre los dedos a su vez y husmeó en su interior. Los dos hombres se giraron hacia él mientras apuraba el agua y utilizaba el recipiente, ya vacío, para combinar las bebidas en su interior. Añadió unas gotas de limón exprimido y una pizca de azúcar de detrás del altar, echó hielo a la mezcla, tapó la jarra con un posavasos y empezó a sacudirla como si su vida dependiera de ello. Quizá no anduviera tan desencaminado, puesto que el tipo de los felpudos por brazos acababa de ponerse de pie y estaba haciéndose crujir los nudillos.

Antes de que se pusiera a aporrearlo, Wayne deslizó una copa hacia cada uno de los hombres y se volvió a sentar, pensativo. El silencio reinaba en el altar cuando se detuvieron los cálices. Titubeantes, los feligreses recogieron sus bebidas y probaron un sorbo. Tirantes fue el primero.

—Hala —murmuró el hombre—. ¿Qué has hecho?

En lugar de responder, Wayne tamborileó sobre la mesa con un dedo mientras Brazos de Oso paladeaba el combinado a su vez, asintiendo con la cabeza en señal de aprobación. Codearse con tantas personas refinadas le había enseñado un par de cosas a Wayne, entre ellas que eran incapaces de hacer nada de forma normal. Su conducta era tan extraña, sospechaba, para que nadie pudiera confundirlos con la gente de a pie.

Pero sabían emborracharse. Eso había que reconocerlo.

El sacerdote se acercó para investigar a qué venía aquel alboroto, pero sus dos parroquianos tan solo querían más de lo que acababa de preparar Wayne. Tras escuchar sus explicaciones, el capellán asintió con la cabeza; debía de haber trabajado en alguna que otra fiesta de alto postín, o quizás entre sus clientes se contase algún que otro noble.

Wayne depositó algo encima del ara: dos casquillos de bala.

—¿Qué es esto? —preguntó el sacerdote, soltando la copa que estaba enjuagando—. ¿No será… aluminio?

Wayne se puso de pie, recogió unos cuantos enseres de detrás del altar y los amontonó en los brazos del sacerdote. Había hielo, por suerte, recibido en una remesa reciente. De un tiempo a esta parte era cada vez más barato, merced a las caravanas que bajaban de las montañas. El tipo contaba, además, con una bonita colección de licores de alta graduación y alguna que otra bebida no alcohólica. Suficiente como para que Wayne se las apañara.

Por señas, le indicó al hombre que lo siguiera y empezó a cruzar la sala, deteniéndose ante cada una de las mesas para retocar las bebidas posadas en ellas. Los que estaban tomando cerveza recibieron zumo o agua carbonatada, mezclada con esmero hasta obtenerse la transformación deseada. Siempre los dejaba con algo parecido a aquello con lo que habían empezado, pero nuevo. Fresco. En algunos añadía jengibre, que maridaba de fábula con el limón; en otros, algo amargo. Procuraba utilizar algo de cada mesa, y no le imprecaron más que en un par de ocasiones. Tardó un santiamén en convertir el templo en un lugar mucho más acogedor. Había conseguido atraer una pequeña multitud, incluso, para cuando hubo acabado.

El grupo lo jaleó cuando se sentó frente a una mujer despampanante, alta y muy guapa, de ojos enormes y dedos estilizados. La bebida que le preparó no era nada del otro mundo, en realidad —ginebra con lima, más algo de agua carbonatada y un toque de azúcar—, pero el ingrediente secreto… en fin, eso sí que era especial. En la fiesta, esa misma noche, había encontrado una bolsita llena de polvos azules. Se la había quedado a cambio de un puñado de arena.

Disolvió disimuladamente los polvos en la bebida con un juego de dedos, la agitó y, por último, añadió un chorro de lima. Mientras deslizaba la copa frente a la mujer, el líquido azul se arremolinó, fluctuante, y se oscureció hasta adquirir un oscuro tono violáceo por el que discurrían hebras de distintos colores, como jirones de niebla a punto de condensarse.

Los curiosos que los rodeaban enmudecieron de asombro, y la mujer lo felicitó con una sonrisa. Wayne le devolvió el gesto. Estaba comprometido, sí, pero necesitaba seguir practicando el arte de la seducción, so pena de que Ranette dejara de interesarse por él.

En ese instante, sin embargo, las mejillas de la mujer se tornaron azules, primero, y después violáceas, tal y como acababa de suceder con la bebida. Wayne se apartó de la mesa de un salto. La piel de la desconocida recuperó la normalidad. Aceptó la bebida con una sonrisita enigmática y probó un sorbo.

—Está rico —dijo—, pero prefiero las cosas con un poco más de pegada.

En el templo, los demás feligreses comenzaban a volver a sus bancos. Se lo habían pasado bien con el espectáculo, pero les apetecía disfrutar del licor. Nadie parecía haberse percatado de lo que acababa de suceder con la piel de la mujer. Quizás a Wayne le hubiera engañado la vista. Titubeante, regresó a su asiento y miró a la mujer a los ojos, los cuales —tan claros como la luz del día— cambiaron del azul al violeta, y de nuevo al azul.

—Caray, que me aspen —murmuró Wayne—. Eres la inmortal esa, ¿verdad?

—La misma. —La mujer bebió un trago y le tendió la mano para que se la estrechara—. Me llamo MeLaan. Waxillium me pidió que dijera «pantalones todos amarillos» para demostrarlo. Has obrado un milagro aquí, esta noche. Cuando llegué, temía que el sitio fuese a saltar por los aires, con tanta rabia contenida como flotaba en el aire. Es muy posible que hayas evitado un disturbio.

—Solo es una taberna —replicó Wayne, sacudiendo la cabeza mientras se repantigaba en la silla—. Una de cientos. Como sea cierto que se está fraguando un disturbio, sospecho que ninguna bebida de chicas podrá detenerlo.

—Supongo que en eso llevas razón.

—Lo que estaría bien —añadió Wayne— es que la ciudad entera acabase como una cuba.

—O, no sé, que se aprobaran unos derechos laborales que reduzcan las jornadas de los trabajadores, mejoren sus condiciones y garanticen un salario mínimo digno.

—Ya, vale. Eso también. Pero si pudiera conseguir que todo el mundo se emborrachara, imagínate la felicidad que se respiraría en esta ciudad.

—Mientras consigas emborracharme a mí antes, me parece estupendo. —Le tendió la copa—. Ten la bondad de llenársela a esta damisela.

Wayne frunció el ceño.

—No, aquí hay algo que no encaja. ¿Tú no eras una especie de semidiosa o algo por el estilo? Deberías aleccionarme.

—Escucha, oh, mortal —entonó MeLaan, agitando su copa—, vierte en el ánfora de tu deidad otro dulce amanecer azulado… con extra de ginebra… y gozarás de mi bendición eterna.

—Eso está en mi mano, seguro —dijo Wayne—. Diablos, a ver si al final voy a ser más devoto de lo que pensaba.

La semidiosa inmortal pegó un largo trago de cerveza y descargó la jarra de golpe contra la mesa, sonriendo de oreja a oreja como una niña de cuatro años a la que hubieran sobornado con galletas para delatar a su hermana. Wax la observó mientras ella, a su vez, miraba a Wayne a los ojos y soltaba un eructo capaz de despertar a los muertos. El muchacho asintió con la cabeza en señal de aprobación, mostrándose impresionado. A continuación, empinó su jarra y replicó el eructo de MeLaan, imprimiéndole fácilmente el doble de extensión y sonoridad.

—¿Cómo lo haces? —preguntó ella.

—Años de práctica y experiencia —fue la respuesta de Wayne.

—Mi existencia abarca más de medio milenio —dijo MeLaan—. Estoy segura de que poseo más experiencia que tú.

—Pero careces de la voluntad necesaria, no obstante —repuso Wayne, amonestándola con el dedo—. Querer es poder. —Apuró el resto de la cerveza y soltó un eructo sostenido, interminable.

Marasi, sentada junto a Wax en el reservado de la taberna, asistía a la conversación con espanto indisimulado. Wax le había permitido conducir hasta allí, tan solo para que él pudiera volver a vendarse la herida y comprobar cuál era su estado. Los analgésicos estaban surtiendo efecto, al menos. Apenas si notaba el dolor.

Tras el breve trayecto, Marasi y él se habían encontrado con estos dos en medio de su… ¿concurso de eructos? Wax no estaba seguro de que se tratase de ninguna competición, parecía más bien una muestra de admiración mutua, como dos virtuosos que intentaran halagarse el uno al otro tocando sus temas preferidos.

MeLaan se acabó la cerveza y, con gesto melodramático, extendió una mano. La palma de esta se desgajó, formando unos labios, los cuales soltaron un suave eructito.

—Eso es trampa —protestó Wayne.

—Me limito a usar los dones que me otorgó Padre —se defendió MeLaan—. No me digas que tú no eructarías con otras partes del cuerpo si pudieras.

—Pues, ahora que lo mencionas, la verdad es que me salen unos ruidos superinteresantes del…

Wax se aclaró la garganta.

—No es por desviar la conversación sobre qué partes del cuerpo de Wayne pueden emitir más o menos sonidos, pero debo confesar que no sois como esperaba, Vuestra Gracia.

—Por todos los demonios —dijo MeLaan—. No me llames así.

—Eres sierva de Armonía —insistió Wax.

—Pertenezco a una de las últimas generaciones. En términos kandra, sigo siendo prácticamente una niña.

—Viviste el Catacendro en persona. Conociste a los Originadores.

—Me pasé el Catacendro bajo tierra —dijo MeLaan—. Era una adolescente, no llegué a verlo todo cubierto de ceniza. No hace falta que os sintáis intimidados por mí, de verdad.

—Tienes más de seiscientos años —intervino Marasi.

—Como el polvo. —MeLaan se inclinó hacia delante—. Mirad, estoy aquí para ayudar. Si queréis hacerle la pelota a alguien, puedo pedirle que venga a VenDell, o a cualquier otro de los realmente antiguos. Les encanta. Yo solo quiero detener y ayudar a Paalm.

Wax se acodó en la mesa. Por el modo en que MeLaan sonreía a la gente que pasaba por su lado o tamborileaba con el dedo al compás de la canción tabernaria que estaba entonando un grupo de borrachos en el rincón, se notaba que le caían bien los seres humanos. Le gustaba estar allí, rodeada de ellos. No se mostraba altanera, como cabría esperar, ni reservada. Ni siquiera parecía tan rara, salvando el hecho de que le acabase de salir una boca en la mano.

—Fuiste tú la que me trajo el pendiente —dijo Wax, acariciando el pincho diminuto que le perforaba el lóbulo de la oreja—. Hace ya tantos años.

La sonrisa de MeLaan se ensanchó.

—Llevaba puesto el mismo cuerpo, pero, aun así, me sorprende que lo recuerdes.

—¿Y de quién es dicho cuerpo, por cierto? —preguntó Marasi—. ¿De dónde has sacado estos huesos?

—Los hice yo —respondió MeLaan, levantando la barbilla. Su rostro se volvió transparente de improviso, revelando el cráneo que había debajo: de cristal tallado y de un vívido color esmeralda—. Prefiero los Cuerpos Verdaderos, aunque puedo adoptar más formas, si es preciso. Os lo advierto, no obstante: pese a ser un kandra, como imitadora dejo mucho que desear.

—¿Y nuestro objetivo? —preguntó Wayne, que había empezado a construir algo parecido a una casa con los finos posavasos de madera diseminados por toda la taberna, equilibrándolos de costado.

—¿Paalm? —Las facciones de MeLaan recuperaron la normalidad—. Era una de las mejores. De todos los kandra que conozco, solo TenSoon la supera.

—Pero cabe esperar que se muestre errática —dijo Wax—. Ha enloquecido. Eso debería ayudarnos a desenmascararla, ¿verdad?, por mucho que se disfrace.

—Es posible —repuso con una mueca MeLaan. Cogió unos cuantos posavasos y empezó a levantar una torre a su vez—. Paalm es buena, y la imitación… en fin, para nosotros es algo innato, sobre todo para los kandra más antiguos, los que estaban en activo durante los últimos días del Imperio Final. Algunos de ellos carecen incluso de personalidad propia; no saben vivir si no es bajo la apariencia de otra persona.

—Lo dices como si esa idea te pareciera inquietante —replicó con curiosidad Wax.

—Soy joven —dijo MeLaan, encogiéndose de hombros—. Nunca tuve que trabajar a las órdenes del lord Legislador. Siempre he estado al servicio de Armonía, que, por lo general, parece un tipo decente.

Curiosa manera de referirse a una divinidad. Wax miró de reojo a Marasi, que se limitó a enarcar una ceja y encogerse de hombros. A su alrededor, las conversaciones de los clientes de la taberna formaban un murmullo ronco, cargado de vitalidad y entusiasmo. Wax y los demás se habían instalado en un compartimento algo apartado del resto. La cálida luz de gas era más acogedora, de alguna manera, más animada que la iluminación eléctrica de la mansión.

—De acuerdo —le dijo Wax a MeLaan—. Hablemos de lo que puede hacer Sangradora. Y de cómo matarla.

—No hace falta matarla —se apresuró a matizar MeLaan, que estaba construyendo la segunda planta de su torre. Lanzó una miradita de soslayo a Wayne, el cual ya había terminado el tercer nivel de su construcción—. Bastaría con quitarle el punzón que le queda, con lo que básicamente la dejaríais inmovilizada. Está desorientada; podremos encargarnos de ella cuando la tengamos bajo nuestra custodia.

—¿«Desorientada»? —dijo Wax—. Asesinó a un sacerdote clavándolo a la pared por los ojos.

La sonrisa de MeLaan se borró de sus labios.

—Solo tiene una púa. No piensa con claridad.

—Ya —insistió Wax—, pero la otra se la quitó por voluntad propia, ¿no?

—Eso creemos —reconoció MeLaan—. Somos más débiles que otras criaturas hemalúrgicas. Basta con dos púas para someternos. Así que eliminó una.

—Quería libertad para asesinar. No está «desorientada», MeLaan. Es una psicópata con un potencial devastador. Dime cómo puedo acabar con ella.

MeLaan exhaló un suspiro.

—El ácido funciona, pero es muy poco práctico. Si le aplastas el esqueleto, le costará moverse, así que esa podría ser una opción. Las balas no servirán de nada, como tampoco casi cualquier otra forma de daño físico. La púa es la clave. Extraedla y revertirá a su estado original. Será lo más eficaz.

—Su estado original —repitió Marasi—. Un espectro de la bruma.

MeLaan asintió con la cabeza.

Wax tamborileó con los dedos encima de la mesa, pensativo.

—Para sacarle el punzón, seguramente antes tendría que inmovilizarla. Pero, si ya está maniatada, ¿de qué serviría extraer esa púa?

—Waxillium —dijo MeLaan, inclinándose hacia delante—, ¿eres consciente de la amenaza a la que te enfrentas? Paalm fue adiestrada por los antiguos y sirvió al mando del lord Legislador en persona. A sus órdenes sofocó rebeliones y arrasó reinos enteros, y está íntimamente familiarizada con los entresijos de la hemalurgia. Según tus propias palabras, ha aprendido a utilizar los punzones para conferirse la habilidad de practicar tanto la alomancia como la feruquimia… algo que creíamos que era imposible. Si la capturas, lo más probable es que no consigas retenerla por mucho tiempo. Extrae esa púa.

Wax sintió un escalofrío.

—Vale —dijo—. Lo haré.

—Herrumbres —musitó Marasi—. Pensaba que no querías intimidarnos.

—¿Yo? —dijo el kandra—. Pero si soy inofensiva. —Llamó por señas a la camarera y señaló su jarra—. Estoy mucho menos loca que Paalm.

—Estupendo. —Wax miró a Wayne de reojo—. Pareces preocupado.

—¿Quién, yo? —El muchacho completó el cuarto nivel de su torre—. Perdona. Estaba pensando en cuál sería la mejor manera de conseguir que todos los habitantes de la ciudad se emborracharan.

—Me… No voy ni a preguntar. —Al ver que todos estaban jugando con los posavasos, Wax agarró unos cuantos cuando una de las posaderas soltó otro puñado encima de la mesa y empezó a construir su propia torre—. Bueno, lo de extraer el punzón. ¿Cómo?

—Lo más fácil sería avisarme —dijo MeLaan—. Yo puedo quitárselo. Pero si no estoy disponible, no me esperéis. Partidle los huesos, empezad a sacárselos y, tarde o temprano, encontraréis la púa. No apto para estómagos sensibles, eso sí.

«Genial».

—¿Existe alguna manera de distinguir a los kandra? ¿Marcas de heridas? ¿Muestras de sangre?

MeLaan rebuscó en uno de sus bolsillos.

—Cuando cambiamos de forma, encajamos en ese cuerpo y somos esa persona. Sangramos si nos cortan, y si nos arrancáis un dedo, nuestras huellas dactilares seguirán siendo la del ser al que estemos imitando. Incluso a otro kandra le costaría detectar a un duplicado. ¿No has leído la Histórica?

—Varias veces —dijo Wax—, pero las secciones que hablan sobre los kandra son bastante aburridas.

—Sospecho que debería sentirme ofendida por eso.

—Eso es porque no has bebido lo suficiente —terció Wayne. Cinco pisos. Wax sacudió la cabeza y se concentró en la construcción de su segundo nivel.

—En cualquier caso —continuó MeLaan—, localizar a otros kandra antes era un problema. Así que decidimos hacer algo al respecto, por si las moscas. Los más dotados para la ciencia de entre nosotros desarrollaron esto.

Deslizó algo encima de la mesa. Un par de agujas, aproximadamente tan largas como ancha es la palma de la mano de una persona, acopladas a unas jeringas metálicas. Wax cogió una.

—Inyéctale eso a un kandra —explicó MeLaan—, y el líquido de su interior provocará que su forma se tambalee durante unos instantes. La piel se transparenta fugazmente, desvelando quién es en realidad.

—Chachi —dijo Wayne.

—Solo hay un problema —continuó MeLaan—. Si pincháis con esto a alguien que no sea un kandra, morirá.

—Qué inoportuno —dijo Marasi, examinando la otra.

—Pues sí. Estamos puliendo esa parte. Esto es como último recurso, evidentemente, pero la dejará incapacitada un momento. Si queréis descubrir a Paalm antes de utilizar el suero, podéis probar a pillarla en una mentira. No poseerá los recuerdos de la persona a la que esté imitando. Y a la inversa, si veis que alguien que no sea un nacido del metal utiliza alguna habilidad, eso también lo delatará.

—Sospecho —dijo Wax— que si emplea sus poderes en mi presencia, puedo darme por muerto.

El grupo guardó silencio. Wax recogió las dos jeringuillas y las guardó en la bolsa de su canana. Marasi garabateó algo en una libreta, transcribiendo la conversación; tendría que pedirle una copia. La camarera dejó otra ronda encima de la mesa, sin pedirles ningún pago a cambio. ¿Qué habría hecho Wayne aquí antes de que ellos llegaran? A Wax le daba miedo preguntarlo.

«¿De qué sirve esto?», pensó, frustrado, dejando que su torre de posavasos se desmoronara. ¿Un arma que solo podría utilizar cuando supiera sin sombra de duda quién era el impostor? Se le antojaba insuficiente. Sangradora podía ser cualquiera. Sangradora podía manifestar todos los poderes. Sangradora era anciana, brillante y artera…

—Tiene un plan —dijo Wax—. No está «loca», sin más. Hay algo más.

—Sigues empeñado en cargártela —suspiró MeLaan.

—Si no me deja otra alternativa. ¿Por qué dudas tanto? Pensaba que los kandra, más que nadie, estarían decididos a resolver este problema por todos los medios.

—No es un «problema» —dijo MeLaan—. Es una persona. Sí. Quiero detenerla. Es imprescindible pararle los pies. Pero… —Se recostó contra el respaldo de la silla y le dio un golpecito con el dedo a su pequeña torre de posavasos para derribarla—. Quedamos muy pocos. Diablos, nunca fuimos más de quinientos o seiscientos, y perdimos a muchos en los días previos a la Ascensión Final. Imagínate que toda tu especie consistiera en trescientos individuos, vigilante. Quizá tú también dudarías un poco más antes de eliminar a uno de ellos.

—La especie a la que pertenezca uno es irrelevante —se encrespó Wax—. Me da igual que quedéis trescientos o tres. Cuando uno de los vuestros empieza a clavar a la gente a la pared en mi ciudad, me…

—Wax —lo interrumpió Wayne, cuya torre de posavasos presumía ya de ir por la sexta planta—. Controla esa taquicardia, compañero.

Wax respiró hondo.

—Lo siento —dijo.

—¿A qué viene eso de la taquicardia? —preguntó Marasi, utilizando el lapicero para apuntar a Wayne, primero, y después a Wax.

—A veces —le explicó el muchacho—, a Wax se le olvida que es una persona y empieza a comportarse como si fuese una roca.

—Cosas de Wayne —dijo Wax, cogiendo unos cuantos posavasos y empezando otra torre—. En su idioma, significa que debería mostrar más empatía.

—Reconoce que a veces te vuelves un poco obsesivo.

—Dijo el que una vez se propuso coleccionar ochenta botellas de cerveza distintas.

—Ah, sí. —El recuerdo dibujó una sonrisa beatífica en los labios del joven—. Aunque aquello lo hice más que nada por fastidiarte, ¿sabes?

—Me tomas el pelo.

Wayne sacudió la cabeza.

—Llegó un momento en el que ya no podía ni ver aquellas herrumbrosas botellas, pero todas las mañanas te deshacías en juramentos cuando tropezabas con otra caja de ellas, y se te pone una voz tan melodiosa cuando maldices…

—¿Sabéis? —MeLaan pegó un trago de cerveza—. Vosotros dos sí que no sois para nada como dan a entender las historias.

—Dímelo a mí —convino Marasi.

—Para empezar —añadió el kandra—, ignoraba que Wayne el Niño tuviera tanto talento para erigir estructuras con posavasos.

—Ha hecho trampa —protestó Wax—. Los de la base están pegados con lo que sea esa cosa que le ha dado por mascar a todas horas.

Marasi y MeLaan se volvieron al unísono hacia Wayne, que esbozó una sonrisa de oreja a oreja mientras levantaba su torre. Solo los niveles superiores se desmoronaron, desvelando que los tres primeros estaban, en efecto, unidos entre sí.

—Wayne —dijo Marasi, patidifusa—. ¿Tanto te importa impresionarnos?

—No se trata de impresionar a nadie —le explicó Wax—. La competición no consistía en ver qué altura alcanzaban las torres… sino en que yo me diera cuenta de que nos estaba engañando. Siempre hace trampas, de un modo u otro. Volviendo a lo de antes, MeLaan, tu amiguita kandra desbocada está tramando algo. Como su plan coja velocidad, nos apisonará y arrasará la ciudad.

—Estoy de acuerdo —dijo MeLaan—. ¿Qué vamos a hacer?

—Ser más listos que ella. Necesito conocer sus fines. ¿Por qué hace esto? ¿Qué la impulsó a arrancarse el punzón?

—Ojalá lo supiera. Nosotros también hemos intentado averiguarlo.

—Háblame de ella, entonces —dijo Wax, tamborileando con los dedos sobre su vaso de chupito vacío—. ¿Cómo es? ¿Cuáles son sus pasiones?

—Paalm era la pizarra en blanco definitiva —comenzó MeLaan—. Un kandra a la antigua usanza. Como decía antes, ha pasado tanto tiempo embarcada en una u otra misión que, al final, apenas si le queda personalidad propia. Eso le planteó serios problemas cuando llegó el amanecer de un nuevo mundo. A los de las antiguas generaciones les gusta pasar todo el tiempo posible en la Tierra Natal, solo se van cuando los obligan sus órdenes. Pero Paalm, no. Era uno de los kandra reservados específicamente para cumplir la voluntad del lord Legislador. —Titubeó antes de continuar—. Él podría haberle enseñado cosas. Cosas que a los demás no nos ha contado nadie. Creo que, en ocasiones, su señor podría haberle ordenado incluso que suplantara a algún inquisidor para actuar como topo entre ellos.

»Fuera como fuese, jamás habría conseguido hacerse pasar por uno de los inquisidores sin poseer un dominio más que aceptable de la alomancia y la feruquimia. Por tanto, quizá sea ese el origen de sus conocimientos. Era leal al lord Legislador, y cuando este desapareció, se convirtió en leal a Armonía. Fanáticamente leal. Insistía en llevar a cabo una misión tras otra y no pasaba nada de tiempo con el resto de nosotros. Era muy reservada. Siempre estaba metida en su papel. Hasta que…

—Hasta que le dio por cometer una carnicería indiscriminada —murmuró Wayne—. Es lo que pasa siempre con los más calladitos. Bueno, y con los psicópatas. Con ellos también pasa a menudo.

«Bueno, ¿qué puede extraerse de esto? —pensó Wax, abandonando su pequeña torre con tres plantas de altura—. ¿Cómo abordaría este caso si me enfrentara a cualquier otro delincuente?».

MeLaan se quedó recostada un momento, como si estuviera absorta en sus pensamientos, y lanzó un posavasos contra la torre de Wax, que se desmoronó. Soltó un gruñido.

—¿Qué? —dijo Wax.

—Sentía curiosidad por saber si tú también estabas haciendo trampas.

—Wax nunca hace trampas —replicó Wayne, con media cara hundida en su jarra. Wax no había conseguido averiguar todavía cómo se las apañaba para beber y hablar al mismo tiempo, sin atragantarse.

—Eso es incorrecto. Sí que las hago, pero rara vez. Por eso nadie se lo espera. —El vigilante se puso de pie—. ¿Se te ocurre alguna razón por la que Sangradora haya escogido ensañarse con el gobernador en particular?

MeLaan negó con la cabeza.

—¿Alguno de los otros kandra la conoce mejor que tú?

—Quizás entre los antiguos… Intentaré que uno de ellos hable contigo.

—Bien. Pero antes quiero que vigiléis al gobernador, los tres.

—Antes de personarme en la comisaría —dijo Marasi—, quiero acabar unos asuntos pendientes.

—De acuerdo. Wayne, dirígete primero a la mansión del gobernador.

—Me dio esquinazo la última vez.

—No volverá a hacerlo —le aseguró Wax—. Lo he convencido para que escuche, aunque necesitaremos que se reúna con MeLaan lo antes posible.

—Vale, está bien —dijo Wayne—. Tampoco es que tuviera otros planes para esta noche, como, no sé, dormir ni nada de eso.

—Me temo que el sueño va a convertirse en un bien escaso a partir de ahora.

—¿Quieres que lo acompañe, Disparo al Amanecer? —preguntó MeLaan.

—Depende. Marasi, ¿quieres refuerzos?

—Sí, por favor —respondió la muchacha.

—Vigílala —dijo Wax, inclinando la cabeza en dirección a Marasi—. Tampoco estaría de más que Aradel entreviese tu verdadera naturaleza. Ya va siendo hora de que sepa a qué nos enfrentamos.

—Ya presiente algo —observó Marasi—. Aunque estoy segura de que agradecería cualquier prueba para respaldarlo.

Wax soltó un gruñido. Él no le había ordenado que hiciera eso.

—Date prisa con los recados —le pidió—. Y reúnete con el gobernador. Quiero más de un par de ojos pendientes de él. Y, antes de que nos separemos, intercambiaremos una contraseña por cada pareja, individual y desconocida para los demás, para que podamos identificarnos los unos a los otros. He hecho lo mismo con el gobernador y su personal de confianza. —Armonía, esto iba a ser una pesadilla.

—Vigilar al gobernador no será suficiente, Wax. —Marasi se levantó de la mesa—. Tú mismo lo has dicho. No se muestra muy participativo. ¿Qué más podríamos hacer?

—Ya se me ocurrirá algo.

Cuando todos se hubieron puesto de pie, Wax agarró a Wayne por el brazo y se lo llevó a rastras hasta la barra, para cerciorarse de que no hubiera ninguna cuenta pendiente con el dueño del local. Le sorprendió comprobar que Wayne había pagado todo cuanto le correspondía. Camino de la puerta, Wax le explicó a su amigo la idea que se le había ocurrido para proteger al gobernador.

Se dirigieron a la entrada de la taberna, donde MeLaan los esperaba mientras Marasi arrancaba su mole de motocarro. Wayne se alejó en busca de un carricoche que lo llevara a la mansión del gobernador, y Wax tomó al kandra del brazo.

—Odio esto —murmuró, bajando la voz para evitar que lo oyera el portero—. Ser incapaz de confiar en las personas en las que siempre debería poder hacerlo. Tener que poner incluso mis propias decisiones en tela de juicio.

—Ya… Pero saldrás de esta. Él no habría apelado a ti sin motivo. —MeLaan se acercó un poco más. Herrumbres, sí que era atractiva; por otra parte, dadas las circunstancias, lo extraño sería que no lo fuera—. Tú y yo no somos los únicos que andamos tras el rastro de Paalm, vigilante. Todos los kandra de la ciudad le siguen la pista. La cuestión es que sospecho que no todos mis hermanos y hermanas van a sernos de ayuda. Se muestran reacios a lastimar a los otros, sobre todo después de lo que TenSoon se vio obligado a hacer durante la Insigne Duplicidad. Además, aparte de eso, forman un grupo… heterogéneo.

—Son los siervos de Dios.

—Sí, y han tenido siglos y más siglos para refinar sus excentricidades. Envejecer no lo suele volver más normal a uno, permite que te lo diga. No pensamos como asesinos. Nuestro contacto con Armonía ha sido demasiado estrecho. Nos desconciertan las acciones de Paalm. Atentan contra todo aquello en lo que hemos creído y por lo que hemos vivido durante siglos. Me extrañaría que consiguiéramos encontrarla a tiempo. Pero tú… tú sí que puedes.

—Porque pienso como un asesino.

—No es lo…

—No te preocupes —dijo Wax, soltándole el brazo—. Soy lo que soy. —Descolgó su gabán de bruma del perchero que había junto a la puerta y se lo puso antes de salir a la noche—. Gracias, por cierto —añadió.

—¿Por?

Wax se dio un golpecito con el dedo en el lóbulo de la oreja, perforado por su pendiente.

—Por esto.

—Hice de chica de los recados, nada más.

—No importa. Era lo que necesitaba. Cuando lo necesitaba. —Wax soltó un casquillo de bala, que empezó a rodar por el suelo. Le puso un pie encima para detenerlo—. Os veré a todos en la mansión del gobernador.