5
Wayne se ajustó su sombrero de la suerte, un tocado de cochero; parecido a un bombín de ala ancha, solo que sin tres onzas de perifollos amontonadas en la parte de atrás. Asintió para sí mismo frente al espejo y se restregó la nariz. Mocos. Había empezado a almacenar salud el día antes, justo después de descubrir todos esos cadáveres.
Disponía ya de un bonito colchón de curación al que recurrir, oculto en sus brazaletes de mente de metal. De un tiempo a esta parte no había necesitado mucha, y los días de resaca siempre los sobrellevaba tan fastidiado como le era posible, puesto que iba a pasarlo fatal de todas maneras. Pero lo mal que pintaban ahora las cosas, con todas esas personas tan importantes asesinadas, lo había puesto sobre aviso. Pronto iba a necesitar curación. Le convenía expandir al máximo ese colchón.
Hoy se lo estaba tomando con calma, no obstante. Porque hoy era el día en que iba a necesitar una pizca de suerte. Se sentía tentado de llamarlo el peor día de su vida, pero sin duda eso sería una exageración. El peor día de su vida sería el día en que muriera.
«Aunque a lo mejor muero hoy», pensó mientras se abrochaba el cinturón, deslizaba los bastones de duelo en sus trabas y volvía a limpiarse la nariz con la mano. «Nunca se sabe». Todos morían, tarde o temprano. Siempre le había llamado la atención que tantas personas lo hicieran de viejas, cuando, por lógica, su avanzada edad daba fe de la práctica que tenían evitando palmarla.
Wayne deambuló por un pasillo alfombrado que olía a madera pulida y a criados con demasiado tiempo libre. La mansión era bonita, pero, la verdad, nadie debería vivir en un sitio tan grande; le recordaba a uno lo insignificante que era. Él sería feliz en unos confines mucho más reducidos y atestados. Así se sentiría como un rey, rodeado de cosas por todas partes.
Titubeó frente a la puerta del estudio de Wax. ¿Qué era eso que había encima del aparador, junto al marco? Un candelabro nuevo, de oro puro, con un tapete de encaje blanco debajo. Justo lo que necesitaba.
Metió la mano en el bolsillo. No había quien entendiera a los ricos. Ese candelabro debía de costar una fortuna, y Wax iba y lo dejaba abandonado por ahí, sin vigilancia. Wayne hurgó en otro bolsillo, buscando algo adecuado por lo que cambiarlo, y encontró un reloj.
«Anda, es verdad —pensó, sacudiéndolo y oyendo cómo traqueteaban los engranajes en su interior—. ¿Cuándo fue la última vez que dio bien la hora este trasto?». Levantó el candelabro, se guardó el mantelito de debajo y volvió a dejar el candelabro en su sitio, con el reloj de bolsillo colgando de él. Era un trato justo, en su opinión.
«Hacía tiempo que necesitaba cambiar de pañuelo», pensó, sonándose la nariz con el tapete. A continuación, abrió la puerta y entró.
Wax se hallaba frente a un atril, contemplando el enorme cuaderno de dibujo que había llenado de planes intrincados.
—Llevarás toda la noche en vela, ¿a que sí? —bostezó Wayne—. Herrumbres, compañero, contigo no hay manera de espabilarse.
—No entiendo qué relación guarda mi insomnio con tu holgazanería, Wayne.
—Me deja en mal lugar, eso es todo. —Wayne echó un vistazo por encima del hombro de Wax—. Para relajarse en condiciones se necesita compañía. Cuando uno se dedica a no hacer nada, es un vago; pero si los que no hacen nada son dos, ya se puede considerar una «pausa para el almuerzo».
Wax sacudió la cabeza mientras se dirigía a consultar unos documentos. Wayne se acercó e inspeccionó a su vez los papeles. Contenían largas listas de ideas, algunas de ellas conectadas con flechas, más un diagrama del modo en que habían caído los cadáveres del salón de baile y la sala de seguridad.
—Bueno, ¿y qué es todo esto? —preguntó Wayne, cogiendo un lapicero y dibujando con cuatro rayas un muñeco armado con una pistola que se dedicaba a disparar contra todos los cuerpos. Le temblaba un poco el pulso, pero, por lo demás, el monigote le había quedado de lo más apañado.
—La prueba de que hubo un mensajero de acero implicado —respondió Wax—. Fíjate en el patrón que siguen las muertes del salón de baile. Cuatro de los invitados más poderosos fueron asesinados con la misma pistola, los únicos que cayeron abatidos con ella…, la misma que se utilizó para eliminar a los guardias del exterior de la sala de seguridad. Me apuesto lo que sea a que los cuatro de arriba cayeron primero, muertos en un abrir y cerrar de ojos, tan deprisa que debió de sonar como una sola detonación prolongada. La cuestión es que, a juzgar por las heridas, cada uno de los disparos se realizó desde un emplazamiento distinto.
Wayne no sabía gran cosa de armas de fuego, de resultas de su incapacidad para empuñar una sin que su brazo imitara los vaivenes de un carricoche que circulara por una carretera llena de baches, pero le concedió el beneficio de la duda a Wax. Empezó a dibujar más monigotes, esta vez de mujeres desnudas, en el centro del diagrama, pero Wax le arrebató el lápiz de entre los dedos.
—¿Qué es eso? —preguntó el muchacho, señalando el centro del cuaderno, donde Wax había trazado un puñado de líneas rectas.
—Los movimientos del asesino me desconciertan —dijo Wax—. Las cuatro personas contra las que disparó en la fiesta cayeron enfrascadas en sendas conversaciones, sin relación aparente. Mira cómo se quedaron tendidas. Todas las demás víctimas sucumbieron al tiroteo generalizado, pero estas cuatro murieron cuando la fiesta aún seguía su curso. La cuestión es, ¿por qué disparó el asesino desde direcciones distintas? Veamos, por lo que he podido deducir, atacó en primer lugar desde aquí, matando a lady Lentin. La copa de esta recibió varios pisotones en el transcurso de los minutos siguientes. Pero, después, el asesino utilizó su velocidad para trasladarse rápidamente aquí y disparar en otra dirección. A continuación, volvió a cambiar de posición, aquí y aquí. ¿Por qué cuatro disparos, desde otros tantos sitios distintos?
—¿Con quién estaba cuando actuó?
—Con sus víctimas, evidentemente.
—No, lo que quiero decir es, ¿quién estaba a su lado cuando apretó el gatillo? No me refiero a las personas contra las que disparó, sino a las que tenía cerca cuando lo hizo.
—Ahh…
—Correcto. Me da la impresión de que su intención era alertarlos a todos. —Wayne sorbió por la nariz—. Conseguir que los invitados empezaran a dispararse unos a otros. ¿Lo ves? Es igual que cuando quieres empezar una pelea en el bar, le lanzas una botella al tipo que más rabia te dé y después te vuelves hacia la persona que tienes al lado y gritas: «¡Oye, ¿por qué le has lanzado una botella a ese buen hombre?! Herrumbres, con lo grande que es. Mira, ya viene a por ti, y…».
—Ya he captado el concepto —lo atajó Wax, desabrido. Tamborileó con los dedos sobre el cuaderno de dibujo—. Quizá tengas algo…
—Te aseguro que no es contagioso.
Wax sonrió mientras tomaba unos apuntes en el margen de la hoja.
—Así que el asesino quería sembrar el caos… Inició un tiroteo saltando por toda la sala, dando la impresión de que varias facciones habían empezado a agredirse entre sí. Debían de estar en tensión de antemano, suspicaces…
—Pues sí. Soy un genio.
—Si te has dado cuenta es porque el asesino obligó a los demás a hacer el trabajo sucio por él, tu especialidad.
—Lo dicho. Un genio. Bueno, ¿y cómo vas a encontrarlo?
—Pensaba enviarte a la Aldea a…
—Hoy no —se apresuró a interrumpirlo Wayne.
Wax se volvió hacia él, enarcando las cejas.
—Es el primer día del mes.
—Ah. Se me había olvidado. No es imprescindible que vayas todos los meses.
—Sí que lo es.
Wax se quedó observándolo, como si esperara un comentario añadido o alguna agudeza. Wayne no dijo nada. Esto iba en serio. Wax asintió con la cabeza, despacio.
—Entendido. Entonces, ¿por qué no te has ido ya?
—Bueno, ya sabes —respondió Wayne—. Como me gusta decir…
—¿«Saluda a cada nuevo día con una sonrisa, así no sospechará lo que planeas hacerle»?
—No, eso no, lo otro.
—¿«Ante la duda, compórtate con cada nueva mujer que conozcas como si tuviera un hermano mayor que fuese más fuerte que tú»?
—No, tamp… Espera, ¿yo he dicho eso?
—Sí. —Wax volvió a concentrarse en sus notas—. En un arrebato de galantería.
—Herrumbres. Debería apuntar estas cosas.
—Creo recordar que eso también te gusta decirlo a menudo. —Wax garabateó algo—. Por desgracia, antes tendrías que aprender a escribir.
—Oye, eso es injusto. —Wayne se acercó a la mesa de Wax y empezó a husmear en los cajones—. Sí que sé escribir… ¡Ya me sé cuatro letras, y una de ellas ni siquiera sale en mi nombre!
—¿No vas a contarme qué es eso que te gusta decir? —preguntó Wax, con una sonrisa.
Wayne encontró una botella en el último cajón y la levantó, soltando el tapete de encaje que había cogido antes para reemplazarla.
—Si debes acometer una tarea ingrata, pásate antes por el cuarto de Wax y llévate el ron.
—Creo que eso no lo habías dicho nunca.
—Acabo de hacerlo. —Wayne empinó la botella.
—Me… —Wax arrugó el entrecejo—. Me dejas sin palabras. —Exhaló un suspiro y soltó el lapicero—. Sin embargo, como veo que vas a estar indispuesto, supongo que seré yo el que tenga que ir a la Aldea.
—Lo siento. Sé que aborreces ese lugar.
—Sobreviviré —dijo Wax, haciendo una mueca.
—¿Te apetece escuchar un consejo?
—¿De ti? Probablemente, no. Pero, por favor, no te prives.
—Deberías pasarte por tu cuarto antes de salir —dijo Wayne, camino ya de la puerta—, y llevarte el ron.
—¿El mismo que me acabas de birlar?
Wayne titubeó antes de meter la mano en el bolsillo y sacar la botella.
—Ay, compañero. Te compadezco. Ya es mala pata. —Sacudió la cabeza. Pobrecito. Tiró de la puerta para cerrarla al salir, pegó otro trago de ron y prosiguió su camino, escaleras abajo, hasta abandonar la mansión.
Marasi se levantó el cuello de la chaqueta, agradeciendo la brisa marina que soplaba a su alrededor. Podía llegarse a pasar mucho calor con el uniforme, integral en esta ocasión, con una blusa blanca con botones y una falda marrón a juego con el abrigo.
Junto a ella, el vendedor de periódicos no estaba disfrutando tanto del viento. Masculló una maldición mientras dejaba caer un pesado pedazo de hierro —por su aspecto, el componente de un eje viejo— encima de su montón de pasquines. En la calle, el tráfico aminoró en un momento de congestión. Los conductores de motocarros y los cocheros se imprecaban a voces.
—Que Ruina se lleve a ese tal Tim Vashin —refunfuñó el vendedor, contemplando el atasco—. Y a sus máquinas.
—Él no tiene la culpa de nada —dijo Marasi, mientras hurgaba en su monedero.
—Claro que la tiene. Los motocarros estaban bien, nada que objetar a conducirlos por el campo o en una tarde de verano. ¡Pero ahora son tan baratos que todo el mundo quiere tener uno de esos herrumbrosos cacharros! Es imposible pasear dos manzanas a caballo sin que te atropellen media docena de veces.
Marasi dejó unas monedas a cambio del pasquín. El griterío amainó conforme se disolvía la congestión en la carretera y los caballos y las máquinas volvían a discurrir con normalidad sobre los adoquines. Levantó el periódico y empezó a ojear las noticias.
—Oiga —dijo el vendedor—. ¿No había venido usted ya por aquí?
—Necesitaba la edición vespertina —respondió Marasi, distraída, mientras se alejaba.
«¡Indignación en las calles!», rezaba el titular.
Un grito, como el chirrido de un amasijo metálico, resuena por toda Elendel cuando la ciudadanía toma las calles, indignada por la corrupción del gobernador. Una semana después de que este vetara la ley 775, el denominado manifiesto por los derechos de los trabajadores, su hermano, Winsting Innate, ha sido hallado sin vida tras un aparente encuentro con criminales reconocidos.
Winsting fue asesinado en su mansión, posiblemente víctima de la acción de los alguaciles contra los antedichos elementos delictivos. Entre los fallecidos se cuenta el célebre Dowser Maline, de quien se sospechaba desde hacía tiempo que dirigía las operaciones de contrabando de materias primas en la ciudad, en detrimento del esfuerzo de los honrados obreros. Aunque los alguaciles no asumen la responsabilidad por las muertes, las sospechas que rodean las misteriosas circunstancias en que estas se produjeron han provocado un clamor popular.
Marasi rebuscó en su bolso y sacó la edición matinal del mismo diario, en cuyo titular se podía leer: «¡Misterio en la mansión de lord Winsting!».
Los alguaciles han desvelado que lord Winsting, hermano del gobernador, fue encontrado en su mansión anoche, sin vida. Poco se sabe de las misteriosas circunstancias que rodean esta muerte, aunque se rumorea que ocurrió en presencia de varios miembros de la alta sociedad.
Todos los demás artículos del periódico eran idénticos en ambas ediciones, a excepción hecha del informe sobre las inundaciones del este, que contenía una línea extra con la actualización del número estimado de víctimas mortales. La historia de Winsting había sacado a otras dos de la página, en parte debido al tamaño del titular. El Diario de Elendel distaba de ser la fuente de información más fiable que había en la Cuenca, pero sabía cuál era su público. Las noticias que más ejemplares vendían eran las más sobrecogedoras y aquellas con las que todo el mundo podía mostrarse de acuerdo.
Marasi se detuvo en los escalones de la comisaría del cuarto octante. Las aceras eran un hervidero de personas atareadas, nerviosas, cabizbajas. Otros holgazaneaban en los alrededores, hombres cuyas chaquetas oscuras los señalaban como conductores de diligencias, con las manos hundidas en los bolsillos y la mirada velada por sus sombreros con visera.
«Desocupados —pensó Marasi—. Hay demasiados profesionales sin nada que hacer». Los motocarros y las luces eléctricas estaban alterando tan deprisa la vida de Elendel que la gente de a pie no tenía la menor oportunidad de mantener su ritmo. Personas cuyas familias llevaban tres generaciones desempeñando la misma labor de repente se encontraban sin empleo, y con las protestas de los trabajadores de las refinerías…
El gobernador había pronunciado recientemente varios discursos políticos ante esos hombres, arengas cargadas de promesas. Más líneas de diligencias, que llegarían adonde no podía ir el tren, para competir con los tendidos ferroviarios. Aranceles más elevados sobre los productos importados de Bilming. Propuestas sin fundamento, la mayoría, pero quienes comenzaban a perder la esperanza se aferraban a ellas. La muerte de Winsting podría volatilizar esas promesas. ¿Cómo reaccionaría la gente cuando empezara a preguntarse si el gobernador, Replar Innate, era tan corrupto como su hermano?
«Amenaza con desatarse un incendio en la ciudad», pensó Marasi. Casi podía sentir el calor que emanaba de las páginas del periódico que tenía en las manos.
Se giró y entró en la comisaría, preocupada porque lord Winsting pudiera perjudicar a Elendel más muerto que en vida, lo cual no era moco de pavo.
Wax desmontó del carruaje e inclinó la cabeza en dirección al cochero, indicándole que regresara a casa en vez de esperar a su señor.
Se puso el sombrero forrado de aluminio, de ala ancha, al estilo de los Áridos, a juego con su guardapolvo, aunque debajo llevaba una camisa elegante y un pañuelo para el cuello. El sombrero y el gabán de bruma hacían que destacase como quien se presenta con una escopeta a un duelo a cuchillo. Las personas que pasaban por su lado eran obreros con gorras y tirantes, banqueros con chalecos y monóculos, alguaciles con cascos o bombines y abrigos de corte militar.
Nada de sombreros de los Áridos. Quizá Wayne llevara razón en ese aspecto; nunca se cansaba de subrayar lo importante que era un sombrero. Wax respiró hondo y se adentró en la Aldea.
En su día debía de haber sido tan solo otra calle más de la ciudad. Amplia, pero calle, al fin y al cabo. Después llegaron los árboles. Proliferaban aquí, abriéndose paso entre los adoquines, creando un tupido dosel de follaje que se extendía a lo largo de toda la avenida.
Era un lugar que daba la impresión de que no debería existir. No se trataba de un simple parque: esto era un auténtico bosque, ajeno a todo diseño y control, espontáneo y feral. No había coche ni motocarro capaz de entrar en la Aldea; aun sin los árboles, el terreno era demasiado escabroso, abrupto e irregular. Los edificios que flanqueaban la calle habían sido absorbidos y convertidos en propiedad de la Aldea. Wax no pudo por menos que preguntarse si sería este el aspecto que ofrecería toda Elendel sin la intervención de la mano del hombre. Armonía había imprimido una fecundidad asombrosa a la Cuenca; más que cultivar, aquí había que luchar para recoger la cosecha lo suficientemente aprisa.
Avanzó a largas zancadas, pertrechado como si se dirigiera a la guerra. Con Vindicación y su Sterrion en las caderas, una escopeta de cañones recortados en su funda sobre el muslo y el metal ardiendo en su interior. Se caló el ala del sombrero y entró en otro mundo.
Había niños jugando entre los árboles, vestidos con sencillas camisolas de color blanco. Los mayores lucían el tinningdar, una túnica terrisana con una V en la pechera. Estos lo observaban desde los escalones de los edificios en los que estaban sentados. Aquí el aire olía a… suavidad. Aire suave. Se trataba de una metáfora estúpida, pero, sin embargo, así era. La fragancia le recordaba a su madre.
Los murmullos brotaban alrededor de Wax, como capullos en primavera. Mantuvo la vista fija al frente mientras hollaba el terreno, excesivamente mullido. No había rejas en los accesos a la Aldea, pero nadie podía entrar ni salir sin que lo identificaran. Instantes después de su aparición, de hecho, una muchacha de largos cabellos dorados se le había adelantado corriendo con el cometido de difundir la noticia de su llegada.
«Aquí han encontrado la paz —pensó Wax—. Se la han ganado. No deberías mostrarte resentido con ellos por eso».
Tras un breve paseo, emergió de una arboleda para encontrarse con tres terrisanos que lo estaban esperando, con los brazos cruzados, todos ellos ataviados con el manto que los identificaba como brutos, feruquimistas capaces de incrementar su fuerza. Sus facciones eran lo suficientemente variadas como para que nadie pudiera pensar que estaban emparentados. Dos de ellos exhibían una altura que a menudo se veía en los descendientes de Terris, si bien había uno cuya tez parecía más oscura; algunos de los Originadores de la antigua Terris eran morenos de piel. El bronceado de Wax seguramente provenía del mismo linaje. Ninguno de los presentes, sin embargo, ostentaba los estilizados rasgos que describían los cuadros antiguos. Eso era un mito.
—¿Qué necesitas, forastero? —lo saludó uno de los hombres.
—Quiero hablar con el sínodo —respondió Wax.
—¿Eres alguacil? —preguntó su interlocutor mientras lo observaba de arriba abajo. Había niños escondidos tras los árboles cercanos, espiándolo.
—Algo por el estilo.
—Los terrisanos hacen cumplir la ley por sí mismos —dijo otro de los hombres—. Tenemos un acuerdo.
—Conozco el pacto —replicó Wax—. Solo necesito hablar con el sínodo, o al menos con la anciana Vwafendal.
—No deberías estar aquí, vigilante —dijo el portavoz de los terrisanos—. Me…
—No pasa nada, Razal —intervino una voz cansada desde las sombras que proyectaba un árbol próximo.
Los tres hombres se giraron y ensayaron una rápida reverencia ante la llegada de una terrisana entrada en años. Con el pelo blanco y de porte majestuoso, su piel era más oscura que la de Wax y caminaba con un bastón que no parecía necesitar. La mujer, Vwafendal, observó a Wax. Este descubrió que había empezado a sudar.
Razal, todavía inclinado, habló con voz obstinada.
—Hemos intentado expulsarlo, anciana.
—Tiene derecho a estar aquí —replicó Vwafendal—. Por sus venas corre tanta sangre de Terris como por las tuyas, más que por las de la mayoría.
El bruto terrisano se sobresaltó, enderezó la espalda y observó a Wax de reojo.
—¿Insinúas…?
—Sí —lo atajó Vwafendal, con aspecto cansado—. Es él. Mi nieto.
Wayne empinó la botella de ron y esperó a que cayeran en su lengua las últimas gotas antes de volver a guardarla en el bolsillo de su abrigo. Era buena. No debería costarle nada cambiarla por otra cosa.
Desmontó de un salto del bote del canal y se despidió con la mano de Red, el barquero. Un tipo majo. Le dejaba viajar a cambio de historias. Wayne escupió la moneda que llevaba guardada en la boca, contra la cara interior del carrillo, y se la lanzó a Red, que la atrapó al vuelo.
—¿Por qué está mojada? ¿Qué hacías, chuparla?
—¡Ningún alomante podrá empujar contra mi moneda si la escondo en la boca!
—Estás como una cuba, Wayne —se carcajeó Red mientras utilizaba la pértiga para separarse del embarcadero.
—No tanto como me gustaría. ¡El muy rácano de Wax ni siquiera había tenido la decencia de guardar una botella llena!
Red maniobró el bote para adentrarse en las aguas del canal, con la capa ondeando al viento. Wayne dio la espalda al poste que señalaba el amarradero y se enfrentó a la imagen más intimidante que podría echarse nadie a la cara. La Universidad de Elendel.
Había llegado el momento de las tres pruebas de Wayne.
Agarró la botella de ron, justo antes de recordar —ligeramente aturdido— que ya se lo había bebido todo.
—Herrumbre y Ruina —murmuró. Tal vez no debería habérsela pimplado entera. Por otra parte, así era más fácil olvidarse de los mocos. Bebido en condiciones, podría encajar uno o dos puñetazos en la cara sin inmutarse, como si lo envolviese un aura de invencibilidad. Un aura estúpida, vale, pero Wayne no era de los que se ponían exquisitos con esas cosas.
Se acercó a las puertas de la universidad con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Sobre el dintel, en alto imperial, las letras cinceladas rezaban: siempre saciando esa sed de saber. Profundas palabras. Había oído que podían interpretarse como: «El conocimiento es el eterno deseo del alma con hambre». Cuando el alma de Wayne tenía hambre, el cuerpo le pedía matarla con bollos, pero este sitio estaba repleto de gente muy lista, y los cerebritos tenían sus manías.
Había dos hombres apoyados indolentemente en las puertas, embozados en sendos abrigos negros. Wayne titubeó. Conque esta vez lo estaban esperando en la entrada, ¿eh? La primera de las tres pruebas se cernía sobre él. Herrumbrosamente maravilloso.
En fin, fiel a la naturaleza de los grandes héroes que protagonizaban todas las leyendas, se proponía hacer cuanto estuviera en su mano para evitar esa prueba en particular. Wayne saltó a un lado para ponerse a cubierto antes de que los dos hombres lo divisaran y siguió la pared. Pared que rodeaba toda la universidad, como si esta fuese una especie de búnker. ¿Temerían acaso que se pudiera escapar todo su conocimiento, escurriéndose como el agua de las orejas de un nadador?
Wayne estiró el cuello, buscando una vía de acceso. Habían tapiado el boquete por el que se había colado la última vez. Y habían talado el árbol al que se había encaramado en una ocasión anterior. ¡Mecachis, qué avispados que eran! Decidió cumplir con otra tradición asentada entre los héroes que se enfrentaban a alguna gran prueba. Empezó a pensar cómo podría hacer trampas.
Encontró a Luces en una esquina cercana. El joven lucía un bombín y una pajarita, pero a su camisa le habían arrancado las mangas. Era el líder de una de las pandillas callejeras más importantes de la zona, aunque nunca se pasaba con las puñaladas cuando atracaba a alguien y se mostraba cortés con la gente a la que extorsionaba. Le faltaba poco para ser un ciudadano ejemplar.
—Hola, Luces —lo saludó Wayne.
Luces le lanzó una mirada.
—¿Vienes de guripa hoy, Wayne?
—No.
—Ah, bien. —Luces se sentó en unos escalones y sacó algo de uno de sus bolsillos; una cajita metálica.
—Vaya, vaya —dijo Wayne, restregándose la nariz—. ¿Y eso qué es?
—Chicle.
—¿Chicle?
—Sí, es para mascar. —Luces le ofreció un trozo. Estaba enrollado como una pelota, era blando al tacto y estaba recubierto de un fino polvillo.
Wayne observó al muchacho con suspicacia, pero decidió probarlo. Masticó un momento.
—Sabe bien —dijo, y se lo tragó.
Luces se echó a reír.
—¡No se traga, Wayne! Solo se mastica.
—¿Y dónde está la gracia?
—En que es agradable. —Luces le lanzó otra pelotita.
Wayne se la metió en la boca y preguntó:
—¿Cómo van las cosas con los Remendones?
Los Remendones eran la banda rival de la zona. Luces y sus compañeros iban por ahí sin mangas. Los Remendones se paseaban descalzos. A los chicos de la calle, muchos de los cuales eran hijos de sin techo, les parecía la cosa más normal del mundo. A Wayne le gustaba mantener el contacto con ellos. Eran buena gente. Él había sido igual en su día.
Hasta que la vida lo condujo en la dirección equivocada. A los chicos como esos les venía bien que alguien les indicara cuál era la dirección adecuada.
—Bueno, ya sabes —respondió Luces—. Es un tira y afloja.
—No iréis a meteros en líos, ¿o sí?
—¡Dijiste que hoy no venías de guripa!
—Y no vengo —replicó Wayne, adoptando por instinto la jerga de Luces—. Te lo pido como amigo.
Luces arrugó el entrecejo y apartó la mirada, pero su respuesta, cuando por fin la musitó, sonó sincera.
—No somos tontos, Wayne. Mantendremos la cabeza fría. Tú ya lo sabes.
—Bien.
Luces volvió a observarlo de reojo mientras Wayne se sentaba.
—¿Has traído el dinero que me debes?
—¿Te debía dinero?
—Lo de las cartas —dijo Luces—. ¿Hace dos semanas? Herrumbres, Wayne, ¿has bebido? ¡Pero si todavía no es ni mediodía!
—He bebido —dijo Wayne, sorbiendo por la nariz— porque estoy investigando estados alternativos a la sobriedad. ¿Cuánto te debo?
Luces no respondió de inmediato.
—Veinte.
—Bueno, veamos. —Wayne rebuscó en su bolsillo—. Recuerdo con toda claridad que te pedí cinco prestados. —Sacó un billete. De cincuenta.
Luces arqueó una ceja.
—Deduzco que quieres algo de mí.
—Necesito entrar en la universidad.
—Las puertas están abiertas.
—No puedo acceder por ahí. Me conocen.
Luces asintió con la cabeza. Esa era una queja habitual en su mundo.
—¿Qué necesitas de mí?
Instantes después, una figura ataviada con el abrigo, el sombrero y los bastones de duelo de Wayne intentó cruzar las puertas principales de la universidad. Al ver a los dos hombres vestidos de negro, giró sobre los talones y emprendió la huida, perseguido por ellos.
Wayne se ajustó los anteojos mientras los veía alejarse. Sacudió la cabeza. ¡Rufianes intentando colarse en la universidad! Escandaloso. Traspuso las puertas con un montón de libros bajo el brazo y luciendo una pajarita. Otro de esos hombres —apostado en un lugar más recogido, atento a cómo sus compañeros perseguían a Luces— apenas si le prestó atención a Wayne.
Anteojos. Eran algo así como un sombrero para la gente lista. Wayne se desembarazó de los libros en el interior de la plaza, pasó junto a una fuente con una estatua de una señora indecorosamente vestida —solo se entretuvo un momento— y encaminó sus pasos hacia la Sala de Pashadon, el dormitorio femenino. El edificio se parecía un montón a una cárcel: tres plantas de pequeñas ventanas, arquitectura de piedra y rejas de hierro que parecían decir: «Alejaos, chicos, si valoráis vuestras partes nobles».
Se abrió paso a través de las puertas principales, donde se preparó para la segunda de sus tres pruebas: la Tirana de Pashadon. Estaba sentada a su mesa, una mujer con la constitución de un buey y las facciones a juego. Incluso su cabello se rizaba como dos cuernos. Era una institución en la universidad, o eso le habían contado a Wayne. Quizá viniera con los candelabros y los divanes.
Levantó la cabeza tras su escritorio, en la entrada, y se puso en pie de un salto, desafiante.
—¡Tú!
—Hola —saludó Wayne.
—¿¡Cómo has burlado la seguridad del campus!?
—Les lancé una pelota —dijo Wayne, guardándose los anteojos en el bolsillo—. A casi todos los perros les encanta tener algo detrás de lo que correr.
La tirana rodeó pesadamente su lado del escritorio. Era como ver un carguero intentando navegar por los canales de la ciudad. Lucía un sombrero diminuto, en un intento por estar a la moda. Le gustaba considerarse parte de la alta sociedad de Elendel, y más o menos lo era. Del mismo modo que los bloques de granito que componían los escalones de la mansión del gobernador formaban parte del gobierno civil.
—Tú —repitió, clavando un dedo en el pecho de Wayne—. Pensaba que te había dicho que no volvieras a aparecer por aquí.
—Pensaba que no te había hecho caso.
—¿Estás borracho? —La mujer le olisqueó el aliento.
—No —dijo Wayne—. Si lo estuviera, no me parecerías tan fea.
La mujer le dio la espalda con un resoplido.
—Tu atrevimiento me parece increíble.
—¿En serio? Porque estoy seguro de que ya he sido igual de atrevido antes. Todos los meses, de hecho. Por consiguiente, debería parecerte de lo más creíble, viniendo de mí.
—No pienso dejarte pasar. Esta vez, no. Eres una sabandija.
Wayne suspiró. En las historias, los héroes nunca tenían que enfrentarse dos veces a la misma bestia. Se le antojaba injusto que él debiera vérselas con esta todos los meses.
—Mira, solo quiero ver cómo está.
—Está bien.
—Tengo dinero —dijo Wayne—. Para ella.
—Puedes dejárselo aquí. Alteras a la muchacha, bellaco.
Wayne dio un paso adelante y cerró los dedos sobre el hombro de la tirana.
—Preferiría no tener que hacer esto.
La mujer lo miró. Y, para sorpresa de Wayne, hizo crujir los nudillos. «Caray». El muchacho se apresuró a meter la mano en el bolsillo y sacó un trozo de cartulina.
—Una entrada —explicó atropelladamente— para dos para la fiesta de primavera y discurso del gobernador que tendrá lugar durante una velada en el ático de lady ZoBell esta noche. Esta invitación de aquí no está a ningún nombre en concreto. Quien la presente podrá pasar.
Los ojos de la tirana se abrieron de par en par.
—¿A quién se la has robado?
—Por favor —dijo Wayne—. Llegó a mi casa.
Lo cual era rigurosamente cierto. Iba dirigida a Wax y Steris, pero estos eran tan importantes que las invitaciones que les enviaban no especificaban su nombre, para que pudieran delegar en algún emisario si lo deseaban. Cuando de alguien tan célebre como Wax se trataba, incluso conseguir que un pariente o un amigo suyo asistiera a tu fiesta podía resultar ventajoso.
La tirana no era ni lo uno ni lo otro, pero Wayne supuso que Wax se alegraría de no tener que ir a la condenada fiesta, de todas formas. Además, le había dejado una hoja muy bonita a cambio. Herrumbrosamente preciosa, era esa hoja.
Al ver que la tirana titubeaba, Wayne agitó la invitación ante ella.
—Supongo —empezó la mujer— que podría dejarte pasar una última vez. Sin embargo, los varones que no guarden ningún parentesco no pueden acceder a la sala de visitas.
—Soy prácticamente de la familia —replicó Wayne.
En ese sitio estaban obsesionados con mantener separados a los chicos y las chicas, lo cual le resultaba curioso. Con toda la gente tan lista que había en los alrededores, ¿no debería haber descubierto ya alguien que lo que querían los chicos y las chicas era estar juntos?
La tirana le franqueó el acceso a la sala de visitas y encargó a una de las muchachas de su mesa que fuese a buscar a Allriandre. Wayne se sentó, pero era incapaz de dejar de tamborilear con los dedos. Lo habían despojado de todas sus armas, el dinero para los sobornos e incluso el sombrero. Se sentía prácticamente desnudo, pero había conseguido llegar a la última prueba.
Allriandre llegó instantes después. Traía refuerzos con ella, en forma de otras dos jovencitas más o menos de su edad, al filo de la veintena. «Chica lista», pensó Wayne, orgulloso. Se levantó.
—Madame Penfor dice que estás borracho —declaró a modo de saludo Allriandre, sin moverse de la puerta.
Wayne sondeó su mente de metal para extraer una dosis de curación. En un abrir y cerrar de ojos, su organismo consumió todas las impurezas y restañó sus lesiones. Reaccionaba ante el alcohol como si fuese veneno, lo cual daba fe de que uno no siempre se podía fiar de su cuerpo, pero hoy no se quejó. También le quitó los mocos, por el momento, aunque esos regresarían. Por alguna razón, era difícil curar las enfermedades con una mente de metal.
En cualquier caso, la sobriedad cayó sobre él como un ladrillazo. Respiró hondo, sintiéndose aún más desnudo que antes.
—Es solo que me gusta tomarle el pelo —dijo Wayne, ya sin rastro de pastosidad en la lengua, concentrados sus ojos.
Allriandre lo sometió a un intenso escrutinio. Asintió con la cabeza, pero no entró en la sala.
—Te he traído la asignación mensual. —Wayne sacó un sobre y lo dejó encima de la superficie de cristal de la mesita de centro que había a su lado. Enderezó los hombros y se rebulló en el sitio, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro.
—¿Es él de verdad? —le preguntó a Allriandre una de las muchachas—. Dicen que va con Disparo al Amanecer. De los Áridos.
—El mismo —respondió Allriandre, sin dejar de mirar a Wayne—. No quiero tu dinero.
—Tu mamá me encargó que te lo diera.
—No es necesario que lo traigas en persona.
—Sí que lo es —replicó Wayne en voz baja.
Se quedaron callados, inmóviles. Al cabo, Wayne se aclaró la garganta.
—¿Cómo van los estudios? ¿Te tratan bien aquí? ¿Te hace falta alguna cosa?
Allriandre metió la mano en el bolso y sacó un camafeo de gran tamaño, que abrió para desvelar el evanotipo, asombrosamente nítido, de un hombre bigotudo con un brillo especial en la mirada. Poseía unas facciones alargadas y amables, y comenzaba a ralearle el cabello. Su padre.
Se lo enseñaba a Wayne cada vez que venía.
—Cuéntame lo que hiciste —dijo. Esa voz… podría haber sido la que utilizara el mismísimo invierno.
—No…
—Que me lo cuentes.
La tercera prueba.
—Maté a tu padre —dijo Wayne, en voz baja, contemplando la imagen—. Lo asalté en un callejón para quitarle la cartera. Disparé a un hombre que valía más que yo, y por eso no merezco vivir.
—Sabes que no estás perdonado.
—Lo sé.
—Ni lo estarás nunca.
—Lo sé.
—Entonces, aceptaré tu dinero manchado de sangre —dijo Allriandre—. Mis estudios van bien, si tanto te interesa saberlo. Estoy pensando en meterme en derecho.
Wayne esperaba que, algún día, podría mirar a la muchacha a los ojos y ver en ellos alguna emoción. Odio, quizá. Lo que fuera antes que ese vacío.
—Lárgate.
Wayne agachó la cabeza y se fue.
No debería haber ninguna cabaña de troncos con el techo de paja en plena Elendel y, sin embargo, allí estaba. Wax se inclinó para entrar, abrumado por la impresión de estar retrocediendo en el tiempo siglos enteros. Olía a pieles y cuero viejo.
El apacible clima de Elendel evitaría que alguna vez fuera necesaria la enorme fosa para fogatas que había en el centro. Hoy se había encendido en ella un pequeño fuego sobre el que burbujeaba un cazo de agua para el té. Sin embargo, las piedras chamuscadas denotaban que, en ocasiones, se utilizaba la fosa en todo su esplendor. Esta, las pieles, las pinturas de estilo antiguo de la pared —de vientos y lluvia congelada y diminutas figuras representadas con sencillos trazos inclinados—… fragmentos todo ello de un mito.
La Vieja Terris. Un legendario dominio de nieve y hielo, poblado por bestias de blanco pelaje y espíritus que acechaban en las tormentas heladas. Durante los primeros días posteriores al Catacendro, los refugiados de Terris, puesto que ya no quedaba ningún guardián, habían plasmado por escrito los recuerdos de su tierra natal.
Wax se sentó junto a la fogata de su abuela. Había quienes decían que la Vieja Terris aguardaba a esta gente, oculta en algún lugar en este nuevo mundo diseñado por Armonía. Para los fieles, bien pudiera tratarse del paraíso; un paraíso congelado y hostil. Vivir en una tierra de exuberancia natural, con frutos en abundancia, donde apenas si se requería cultivar la tierra, podía distorsionar la perspectiva de uno.
La abuela V se acomodó frente a él, pero no avivó el fuego.
—¿Te has quitado las pistolas antes de entrar en la Aldea esta vez?
—No.
—Qué insolente eres —resopló la anciana—. En tu prolongada ausencia, a menudo me he preguntado si los Áridos habrían conseguido atemperar tu carácter.
—Me han vuelto más terco, lo único.
—Una tierra de muerte y calor —dijo la abuela V. Estrujó un puñado de hierbas, cuyos fragmentos cayeron en un colador para el té sobre su taza. Vertió agua hirviendo encima de ellos y bajó la tapa con una mano sarmentosa—. Todo cuanto te rodea apesta a muerte, Asinthew.
—Ese no es el nombre que me puso mi padre.
—Tu padre no tenía derecho. Te exigiría que soltaras las armas, pero no serviría de nada. Seguirías siendo capaz de matar con una moneda, o con un botón, o con este cazo.
—La alomancia no es tan perversa como la pintas, abuela.
—Ningún poder lo es, por sí solo. Es en su combinación donde reside el peligro. Tú no tienes la culpa de que tu naturaleza sea así, pero no puedo por menos de verla como una señal. Otro tirano que se cierne sobre nuestro futuro, demasiado poderoso. Ese camino conduce a la muerte.
Sentado en esa cabaña, envuelto en la fragancia del té de la abuela, los recuerdos agarraron a Wax por las solapas y lo arrojaron de bruces contra su pasado. Un joven que nunca había sabido decidir lo que era. ¿Alomante o feruquimista, noble de la ciudad o humilde terrisano? Su padre y su tío tiraban de él en una dirección; su abuela, en la otra.
—Un feruquimista asesinó anoche a varias personas en el cuarto octante, abuela —dijo Wax—. Era un mensajero de acero. Sé que sigues la pista de todos los que poseen sangre feruquímica en la ciudad. Necesito una lista de nombres.
La abuela V removió el té.
—Has visitado la Aldea en… ¿qué, apenas tres ocasiones desde que volviste a la ciudad? Casi dos años, y antes de hoy solo has sacado tiempo otras tantas veces para tu abuela.
—¿Puedes culparme por ello, sabiendo cómo suelen terminar estas reuniones? Con franqueza, abuela, sé lo que piensas de mí. Así que, ¿para qué torturarnos?
—Te aferras a la imagen de mí que tenías hace dos años, muchacho. La gente cambia. Hasta yo. —La anciana probó un sorbo de té, añadió más hierbas al colador y volvió a sumergirlo en el agua. No se lo tomaría hasta que no estuviera en su punto—. Pero alguien como tú, no, al parecer.
—¿Intentas provocarme, abuela?
—No. Se me dan mejor los insultos que eso. No has cambiado nada. Sigues sin saber quién eres.
La misma discusión de siempre. Le había dicho lo mismo las dos ocasiones anteriores que se habían visto en el último par de años.
—No pienso empezar a vestirme con mantos de Terris, hablar como si estuviera afónico ni ir por ahí citando proverbios.
—Prefieres ir por ahí pegando tiros.
Wax respiró hondo. En el aire flotaba una mezcla de olores. ¿Del té? La fragancia le recordaba a la hierba recién cortada. Al césped de los jardines de su padre, en los que, sentado, escuchaba cómo discutían él y su abuela.
Había vivido aquí, en la Aldea, un solo año. Su padre no había accedido a prolongar esa estancia. Incluso esa concesión fue sorprendente; el tío Edwarn quería que Wax y su hermana se mantuvieran lejos de allí. Antes de que su heredero oficial, el difunto Hinston Ladrian, naciera cuando Wax contaba dieciocho años, Edwarn básicamente se había apropiado de los hijos de su hermano y había intentado criarlos. Incluso ahora, en su cabeza, a Wax le costaba distinguir la voluntad de sus padres de la de Edwarn.
Un año entre estos árboles. A Wax le habían prohibido practicar la alomancia durante su estancia en la Aldea, pero aprendió algo mucho más importante. Que, incluso en la idílica Terris, existían los criminales.
—Solo he sabido realmente quién soy —dijo Wax, levantando la cabeza para mirar a su abuela a los ojos— cuando me he puesto el gabán de bruma, me he ceñido las pistolas a la cintura y he dado caza a personas que se habían vuelto rabiosas.
—No te debería definir lo que haces, sino lo que eres.
—Somos aquello que hacemos.
—¿Has venido en busca de un feruquimista asesino? Solo necesitas mirarte al espejo, muchacho. Si un hombre es lo que hace… piensa en todo lo que has hecho tú.
—Nunca he matado a nadie que no se lo mereciera.
—¿Pues estar absolutamente seguro de eso?
—No, pero sí razonablemente seguro. Si he cometido errores, pagaré algún día por ellos. Así no conseguirás distraerme, abuela. Luchar no está reñido con las tradiciones de Terris. También Armonía mataba.
—Solo exterminaba monstruos y bestias. Nunca a los suyos.
Wax dejó escapar una exhalación. ¿Otra vez esto? «Herrumbres. Debería haber obligado a Wayne a venir en mi lugar. Él le cae bien, o eso dice».
Percibió una nueva vaharada aromática. Flores machacadas. En la penumbra que reinaba en la cámara, volvió a recordarse, en pie, entre los árboles de la Aldea de Terris. Con el rostro vuelto hacia arriba, contemplando una ventana rota, sintiendo la bala que sostenía en la mano.
Y sonrió. Antes, esa imagen le reportaba dolor; el dolor de la soledad. Ahora solo veía a un vigilante en ciernes, y recordaba la sensación de finalidad que lo había embargado.
Wax se incorporó y recogió su sombrero, envuelto en el vuelo de los faldones de su gabán de bruma. Sospechaba que la fragancia que flotaba en el aire, los recuerdos, eran obra de su abuela. ¿Quién sabía lo que le habría echado a ese té?
—Voy a dar caza a un asesino —dijo—. Si debo hacerlo sin tu ayuda, si vuelve a matar antes de que lo detenga, en parte será culpa tuya. A ver lo bien que consigues dormir por las noches entonces, abuela.
—¿Lo matarás? —preguntó la anciana—. ¿Apuntarás a su pecho cuando dispares, en vez de a su pierna? La gente muere a tu alrededor. No lo niegues.
—No lo hago. Nadie debería apretar el gatillo si no está dispuesto a matar. Y, si mi rival está armado, apuntaré al pecho. Así, cuando la gente muere a mi alrededor, sé que se lo merece.
La abuela V clavó la mirada en el cazo.
—La persona que buscas se llama Idashwy. Y no es ningún hombre.
—¿Mensajera de acero?
—Sí. No es una asesina.
—Pero…
—Es la única mensajera de acero que conozco que podría estar implicada en algo así. Desapareció hace aproximadamente un mes, cuando su conducta se había vuelto… muy errática. Afirmaba estar recibiendo las visitas del espíritu de su difunto hermano.
—Idashwy —murmuró Wax, utilizando la pronunciación terrisana. «Ai-dash-güii». Las sílabas le dejaron un regusto pastoso en la boca, otro recordatorio de su estancia en la Aldea. La lengua de Terris había estado muerta una vez, pero constaba en los archivos de Armonía, y ahora muchos terrisanos aprendían a hablarla desde pequeños—. Juraría que me suena ese nombre.
—La conociste —dijo la abuela V—, hace tiempo. Estabas con ella aquella noche, de hecho, antes de…
«Ah, sí». Esbelta, con el cabello dorado, tímida y de pocas palabras. «Ignoraba que fuese feruquimista».
—Ni siquiera tienes la decencia de mostrarte avergonzado —lo reprendió la abuela V.
—No me avergüenzo de nada —replicó Wax—. Ódiame si quieres, abuela, pero venir a vivir contigo me cambió la vida, como siempre prometiste que ocurriría. Que la transformación no fuese la que esperabas no es ninguna vergüenza.
—Tan solo… intenta traerla de vuelta, Asinthew. No es ninguna asesina. Se siente confusa.
—Como todos. —Wax salió de la cabaña. En el exterior lo aguardaban los tres hombres de antes, cuyas torvas miradas rezumaban desaprobación. Wax inclinó el ala del sombrero en su dirección, soltó una moneda y se impulsó por los aires, entre dos árboles, atravesando el frondoso dosel hacia el cielo.
Marasi sentía el mismo alfilerazo de trepidación cada vez que entraba en las instalaciones de la comisaría.
Era una trepidación fruto de sus expectativas frustradas, de un futuro denegado. Aunque esta sala no tuviera el aspecto que ella se había imaginado —como centro logístico y administrativo de los alguaciles del octante, parecía más un conjunto de oficinas que otra cosa—, el mero hecho de estar aquí la emocionaba.
Esta no era la vida que debería llevar. Se había criado leyendo historias de los Áridos, de vigilantes y forajidos. Soñaba con revólveres de seis balas y diligencias. Incluso había aprendido a montar a caballo y a disparar con el rifle. Pero, al final, la realidad se había cruzado en su camino.
Había nacido rodeada de privilegios. Era ilegítima, cierto, pero el generoso estipendio de su padre les había procurado un bonito hogar a su madre y a ella. El dinero necesario para su educación nunca había supuesto ningún problema. Con ese tipo de promesas —y con el empeño de su madre porque Marasi ingresara en la alta sociedad y le demostrara su valía a su padre—, decantarse por una profesión tan modesta como la de alguacil era algo impensable.
Sin embargo, aquí estaba. Era maravilloso.
Recorrió la sala, repleta de personas sentadas ante sus escritorios. Aunque había una cárcel adosada al edificio, esta disponía de su propia entrada, y Marasi rara vez la visitaba. Muchos de los alguaciles con los que se cruzó mientras atravesaba la cámara principal eran de los que pasaban la mayor parte del tiempo detrás de una mesa. Su propio puesto ocupaba un cómodo rincón junto al despacho del capitán, el cual parecía un trastero; Aradel rara vez se dejaba ver por allí. Prefería deambular por la cámara principal como un león enjaulado, siempre en movimiento.
Marasi dejó el bolso encima de su escritorio, junto a un montón de denuncias recopiladas a lo largo del último año; dedicaba su tiempo libre a intentar evaluar hasta qué punto los delitos de poca monta de una región presagiaban crímenes de mayor importancia. Mejor eso que leer las cartas de su madre, diplomáticamente enfadadas, ocultas debajo. Se asomó al despacho del capitán y vio su chaleco tirado encima de la mesa, justo al lado de la pila de partidas de gastos que debería estar aprobando. Marasi sonrió y sacudió la cabeza. Tras sacar el reloj del bolsillo del chaleco de Aradel, emprendió la búsqueda.
Las oficinas eran un hervidero de actividad, pero el bullicio distaba de alcanzar los niveles de la sede de la fiscalía. En el transcurso de las prácticas que había realizado allí, bajo la supervisión de Daius, siempre le había parecido que todo el mundo estaba de los nervios. La gente trabajaba de día y de noche, y cada vez que se ofertaba algún caso nuevo, los procuradores más jóvenes se abalanzaban sobre el tablón de anuncios en una avalancha de papeles, abrigos y faldas, esforzándose por ver antes que nadie quién había publicado el caso y cuántos ayudantes necesitaba.
Abundaban las oportunidades de adquirir prestigio, e incluso de enriquecerse. Sin embargo, nunca había podido librarse de la impresión de que, en realidad, nadie hacía nada. Los casos que podrían marcar alguna diferencia languidecían porque carecían de la notoriedad necesaria, mientras que todo lo que estuviera relacionado con algún noble prominente recibía prioridad absoluta. Si había prisa era, más que por solucionar los problemas de la ciudad, por garantizar que los procuradores más veteranos vieran que le ponías mucho más entusiasmo que tus colegas.
Seguiría allí todavía, probablemente, si no hubiera conocido a Waxillium. Habría hecho lo que quería su madre, la cual aspiraba a resarcirse por mediación de Marasi. Demostrar, tal vez, que podría haberse casado con lord Harms si hubiera estado escrito en las cartas, pese a sus humildes orígenes. Marasi sacudió la cabeza. Quería a su madre, pero esta sencillamente tenía demasiado tiempo libre.
Las oficinas de los alguaciles eran muy distintas de las de los procuradores. Aquí se respiraba una genuina atmósfera de determinación, pero calculada, contemplativa incluso. Los alguaciles se retrepaban en sus sillas mientras describían a sus compañeros las pruebas que estaban examinando, buscando ayuda con algún caso. Los agentes más jóvenes deambulaban por la sala llevando tazas de café, recogiendo archivos o haciendo cualquier otro recado. La competitividad que exudaban los procuradores era mucho menos acusada aquí, quizá debido a que había mucho menos prestigio —y riqueza— en juego.
Encontró a Aradel remangado y con un pie encima de una silla, incordiando a la teniente Caberel.
—No, no —estaba diciendo el comisario—. Hazme caso, necesitamos más gente en las calles. Junto a los pubs, por la noche, donde se congregan los obreros de la fundición cuando se disuelve el piquete. De nada sirve vigilarlos durante el día.
Caberel asintió plácidamente con la cabeza, pero puso los ojos en blanco para Marasi al ver que estaba acercándose. Era cierto que Aradel acostumbraba a controlarlo todo en exceso, hasta el último detalle, pero por lo menos se tomaba las cosas en serio. Marasi sabía, por experiencia, que casi todos lo estimaban, con caritas de exasperación o sin ellas.
Cogió una taza de té de la bandeja de un cabo que deambulaba por allí, repartiéndolas entre las mesas. El muchacho prosiguió su camino sin dejar de mirar al frente, pero Marasi prácticamente sintió cómo la golpeaba con su rencor. En fin, ella no tenía la culpa de haber aterrizado en este puesto, con el rango de teniente, sin necesidad de pasar antes por el servicio de cafetería.
«Vale —reconoció para sus adentros mientras probaba el té y se situaba junto a Aradel—. A lo mejor sí que hay un poquito de competitividad también por aquí».
—¿Te encargarás de esto, entonces? —preguntó Aradel.
—Cuente con ello, señor —respondió Caberel, una de las pocas personas de la oficina que trataban a Marasi con un mínimo de respeto. Quizá porque ambas eran mujeres.
Había menos féminas en la comisaría que en el gremio de los procuradores. Podría pensarse que esto se debía a que la violencia no interesaba a las damas, pero, tras haber desempeñado ambos oficios, Marasi creía saber qué profesión era la más encarnizada. Y no se trataba de aquella en la que sus representantes portaban armas de fuego.
—Bien, bien —dijo Aradel—. Tengo una reunión con el capitán Reddi dentro de… —Se palpó el bolsillo.
Marasi le tendió su reloj, que Aradel agarró y utilizó para consultar la hora.
—… quince minutos. Ja. Más de lo que me esperaba. ¿De dónde has sacado ese té, Colms?
—¿Quiere que le traiga una taza?
—No, no. Puedo hacerlo yo solo. —Aradel se puso en marcha y, tras inclinar la cabeza en dirección a Caberel, Marasi salió corriendo tras él.
—Señor —dijo—, ¿ha visto los periódicos de la tarde?
Aradel extendió una mano, en la que Marasi depositó el pasquín. El comisario se acercó el fajo de papeles a la cara, y a punto estuvo de arrollar a tres alguaciles distintos camino de la lumbre y del té.
—Mala cosa —masculló—. Esperaba que lo utilizaran en nuestra contra.
—¿En nuestra contra, señor? —se sorprendió Marasi.
—Claro. Un noble muerto, los alguaciles que escatiman detalles con la prensa… Según se desprende de esto, parece que empezaron a achacar la muerte a los alguaciles, pero después se lo pensaron mejor. Al final, el tono es más de indignación contra Winsting que contra nosotros.
—¿Y eso es peor que acusarnos a nosotros de encubrir la verdad?
—Mucho peor, teniente —dijo Aradel, con una mueca, mientras buscaba una taza—. La gente está acostumbrada a odiar a los guripas. Somos un imán para eso, como un pararrayos. Mejor nosotros que el gobernador.
—A menos que el gobernador se lo merezca, señor.
—Peligrosas palabras, teniente —repuso Aradel, utilizando la jarra de gran tamaño que descansaba encima de la estufa de carbón para llenarse su taza—. Además de sumamente fuera de lugar.
—Ya sabe que se rumorea que es un corrupto —protestó en voz baja Marasi.
—Lo único que sé es que estamos al servicio de la ciudadanía. Ahí fuera hay gente de sobra con la disposición y la talla moral necesarias para controlar lo que haga el gobierno. Nuestro cometido es velar por la paz.
Marasi frunció el ceño, pero no dijo nada. El gobernador Innate era un corrupto, estaba segura casi por completo de ello. Eran demasiadas las casualidades, las pequeñas irregularidades que rodeaban sus decisiones políticas. Nada demasiado flagrante, de ninguna manera, pero las pautas eran la especialidad de Marasi, y su pasión.
No es que se hubiera propuesto descubrir que el líder de Elendel intercambiaba favores con la elite de la ciudad, pero, una vez detectados los indicios, se había sentido obligada a seguir escarbando. Sobre su mesa, precavidamente oculto bajo un montón de informes anodinos, yacía una libreta en la que había reunido toda la información. Nada concreto, pero la imagen que bosquejaba se le antojaba evidente… aunque comprendía que a cualquier otro le pareciera de lo más inocente.
Aradel la estaba observando.
—¿Discrepa usted de mi opinión, teniente?
—No se cambia el mundo evitando las preguntas difíciles, señor.
—En tal caso, siéntase libre de preguntar lo que quiera. En su cabeza, teniente, y no en voz alta… y menos fuera de esta comisaría. No sería de rigor que las personas para las que trabajamos pensaran que intentamos socavar su autoridad.
—Tiene gracia, señor —dijo Marasi—. Creía que trabajábamos para la ciudadanía, no para sus líderes.
Aradel se quedó petrificado, con la taza de té humeando a medio camino de los labios.
—Supongo que me está bien empleado. —Pegó un trago y sacudió la cabeza. El calor no consiguió que se inmutara. Entre el personal de la oficina corría la sospecha de que debía de haberse abrasado las papilas gustativas hacía años—. En marcha.
Mientras atravesaban la sala en dirección al despacho de Aradel se cruzaron con el capitán Reddi, que estaba sentado a su mesa. El hombre, alto y desgarbado, se levantó, pero Aradel le indicó por señas que volviera a sentarse y sacó su reloj de bolsillo.
—Todavía me quedan… cinco minutos antes de tener que lidiar contigo, Reddi.
Marasi le dirigió una sonrisita contrita. Por toda respuesta, el capitán arrugó el entrecejo.
—Algún día —se lamentó la muchacha— averiguaré por qué me odia ese hombre.
—¿Hmmm? Ah, porque le robó el trabajo —replicó Aradel.
A Marasi se le enredaron los pies y tropezó con el escritorio del teniente Ahlstrom.
—¿Cómo? —preguntó, apretando el paso para alcanzar a Aradel—. ¿Señor?
—Reddi iba a ser mi asistente —le explicó el comisario cuando llegaron a su despacho—. Tenía todas las papeletas para entrar en el puesto. Me disponía ya a contratarlo, de hecho, cuando recibí su solicitud.
Las mejillas de Marasi se volvieron incandescentes.
—¿Por qué querría Reddi ser su asistente, señor? Es agente de campo, un detective ya veterano.
—Todo el mundo piensa que para ascender hay que pasar más tiempo en la oficina y menos en la calle —dijo Aradel—. Tradición estúpida donde las haya, aunque en los demás octantes la respeten. No quiero que mis mejores hombres y mujeres se apoltronen detrás del escritorio. Lo que quiero es que la posición de asistente sirva para exprimir el potencial de alguien prometedor, y no para que a un alguacil de probada experiencia le salgan raíces.
Sus palabras consiguieron que muchas piezas encajaran por fin para Marasi. La hostilidad que percibía en los demás no se debía a que se hubiera saltado los rangos inferiores; muchos agentes con títulos nobiliarios lo hacían. Se debía a que habían cerrado filas para apoyar a Reddi, su amigo, víctima de una injusticia.
—Entonces… —Marasi respiró hondo y pugnó por no sucumbir a un ataque de pánico—. Entonces, ¿considera usted que yo soy alguien prometedor?
—Por supuesto que sí. De lo contrario, ¿por qué la habría contratado? —El cabo Maindew pasó junto a ellos en ese momento e hizo ademán de cuadrarse; Aradel le tiró el periódico a la cara—. Nada de saludos formales entre estas cuatro paredes, Maindew. Si tienes que pegarte en la frente cada vez que te cruces conmigo, te acabarás dejando inconsciente tú solo.
Miró de reojo a Marasi mientras Maindew musitaba una disculpa y se apresuraba a alejarse.
—Tiene algo, Colms —le dijo Aradel—. Algo ajeno a la impecable brillantez de su solicitud. No me interesan sus notas, ni lo que pensaran de usted los lenguas de cinc de la fiscalía. Las palabras que escribió acerca de cambiar la ciudad eran sensatas. Me impresionaron.
—Me… Gracias por el cumplido, señor.
—No me gustan las lisonjas, Colms. Pero sí la verdad. —El comisario apuntó con el dedo hacia la puerta—. Ese pasquín decía que el gobernador planea dirigirse a la ciudad esta misma tarde. Seguro que los alguaciles del segundo octante nos piden ayuda para controlar el gentío; siempre lo hacen. Así que voy a enviar una patrulla de agentes de calle. Acompáñelos, abra bien los oídos e infórmeme de todo lo que diga el gobernador Innate. Y fíjese en la reacción de la multitud.
—Sí, señor —respondió Marasi, conteniéndose para no cuadrarse antes de recoger el bolso y salir corriendo a cumplir con sus órdenes.