11
Caer era algo natural para un lanzamonedas. El violento instante de aceleración que encogía el estómago al tiempo que levantaba el ánimo. La caricia del aire. El helor de la niebla en la piel.
Al abrir los ojos vio un remolino blanco sobre fondo negro, con los vaporosos jirones danzando entusiasmados a su alrededor, incitantes. Todos los alomantes compartían un vínculo con la bruma, pero las demás variedades no experimentaban nunca el torrente de emoción que provocaba surcarla. Prácticamente fundirse con ella. En momentos así, Wax comprendía a la Guerrero de la Ascensión. Vin. Rara vez la llamaba alguien por su nombre hoy en día. Su título, al igual que el de los otros Preservadores, se utilizaba como símbolo de veneración.
La Histórica, una sección de las Palabras de Instauración, decía que Vin se había fusionado con las brumas. Les había abierto las puertas de su ser, transformándose en su guardiana al tiempo que ellas se convertían en su esencia. Mientras que el Superviviente velaba por todo el que afrontaba un desafío, Vin custodiaba a aquellos sobre los que se cernía la noche. En ocasiones, a Wax le parecía discernir su figura en los dibujos que formaba la niebla: cimbreña, con el cabello corto agitado por sus movimientos, ondeante el manto de bruma a su espalda.
Espejismos… ¿o no?
Wax apretó el gatillo de Vindicación. Cuando la bala se hubo incrustado en el suelo, empujó contra ella para frenar su descenso. Flexionó una rodilla al aterrizar en la calle, frente al recibidor del edificio. Junto a unos cuantos invitados que, inaccesibles al desaliento, esperaban aún con la esperanza de que les dejasen entrar en la fiesta.
—¿Dónde? —les preguntó Wax—. Ha caído alguien antes que yo. ¿Por dónde se ha ido?
Ni siquiera he asesinado aún a tu padre…
Herrumbres. ¿Se referiría al padre de Steris, quien pronto habría de convertirse en su suegro?
—No… no ha caído nadie —dijo un hombre trajeado de negro—. Solo eso. —Apuntó con el dedo a los restos de una silla destrozada.
A lo lejos, un motocarro cobró vida con un rugido y aceleró en medio de un chirrido ensordecedor.
«Sangradora podría ser una lanzamonedas ahora —pensó Wax mientras corría en dirección al sonido, esperando que se tratase de ella—. Pero, en tal caso, no necesitaría ningún motocarro». Quizás hubiera elegido el poder feruquímico de alterar su peso, para descender flotando sin más sostén que el del viento.
Se fijó en las líneas de acero sobre la marcha, atento al menor indicio de movimiento. El sentido de la vista natural resultaba poco práctico cuando había niebla, pero las líneas azules de la vista de acero la perforaban como flechas. No le costaría encontrar un motocarro que se alejase a gran velocidad, pero tampoco estaba seguro de que Sangradora viajara en su interior. Se concedió unos instantes para fijarse en los otros vehículos de los alrededores. Un carruaje se detuvo a una calle de distancia. Lo supo por el modo en que temblaron las líneas; serían las molduras de los arneses de los caballos. Varios paseantes caminaban plácidamente por el paseo de Tindwyl. Nada sospechoso.
Tomada su decisión, empujó contra unas farolas cercanas para impulsarse en pos del motocarro a la fuga. Rebotó de una lámpara en otra hasta salvar de un salto la azotea de un edificio en el preciso instante que un motor doblaba una esquina. Wax coronó la construcción como una exhalación de niebla arremolinada, rebasándola por unos palmos apenas. El grupo de niños que estaban jugando en la azotea lo vieron pasar con las mandíbulas desencajadas de asombro. Wax aterrizó en el extremo más lejano del tejado, desplegados a su alrededor los faldones de su gabán de bruma, y se arrojó al vacío cuando el motor pasó por debajo.
«Esto —pensó—, no va a salirte tan bien como te esperabas, Sangradora».
Wax aumentó su peso y empujó contra el motor desde lo alto.
No quiso aplastar al ocupante del vehículo; ignoraba si había capturado a la presa correcta. La presión meticulosamente calculada, sin embargo, reventó los neumáticos como si de tomates se tratara; a continuación, empujó contra el techo lo justo para deformar las puertas metálicas en sus armazones. Aunque Sangradora tuviera acceso a la velocidad aumentada, no saldría de allí fácilmente.
Wax aterrizó junto al motocarro, Vindicación en mano, y apuntó a través de la ventanilla al desconcertado conductor, que llevaba puesta una gorra de cochero. ¿Chóferes para motocarros? ¿Cuándo había empezado a pasar eso?
—¡Se ha ido! —dijo el hombre—. Hace dos calles. Me ordenó que siguiera conduciendo. ¡Ni siquiera me dejó frenar antes de apearse en marcha!
Wax se quedó inmóvil como una estatua, apuntando con la pistola a la frente del conductor. Quizá se tratase de Sangradora. Podía cambiar de rostro.
—P-por favor… —tartamudeó el conductor, sollozando—. Me…
«¡Maldición!». Wax necesitaba más información. «Armonía. ¿Es él?».
Recibió una vaga sensación de incertidumbre por toda respuesta. Armonía tampoco lo sabía.
Wax soltó un gruñido, pero decidió confiar en su instinto y apartó el cañón del atemorizado conductor.
—¿Dónde lo has dejado?
—En la calle Tage.
—Ve a la comisaría del cuarto octante —ordenó Wax—. Espérame allí, o a los alguaciles que envíe en representación mía. Querremos hacerte algunas preguntas. Si me convencen las respuestas, te pagaré un motor nuevo.
Wax se empujó por los aires hasta la esquina de Tage con Guillem, lo cual lo dejó al borde del laberinto de callejuelas industriales que comunicaba los almacenes con los muelles donde descargaban los barcos del canal. Activó su vista de acero, creó una burbuja y se adentró sigilosamente en la bruma, aunque sin hacerse ilusiones. Sería complicado encontrar a alguien allí, en la oscuridad.
Lo único que debía hacer Sangradora era buscar un escondrijo y quedarse en él, sin moverse. Sin embargo, muchos criminales tomaban la decisión equivocada en este tipo de situaciones. Costaba permanecer absolutamente inmóvil, sin manipular el metal, mientras un alomante merodeaba tras tu pista por los alrededores.
Wax persistió en su empeño y, mientras recorría uno de los lóbregos callejones, tanteó la cuerda que llevaba en la cintura; quería cerciorarse de que podría desenrollarla con rapidez en caso de que Sangradora fuese una lanzamonedas o una atraedora y él necesitara desembarazarse de sus metales. Pronto, las brumas que se cerraban a su paso hicieron que se sintiera como si caminase por un pasillo interminable cuyos extremos se desvanecían en la nada. También sobre su cabeza había tan solo oscuros remolinos de niebla. Wax se detuvo en una intersección desierta; en cada una de las cuatro esquinas, al fondo, se cernían otros tantos depósitos como leviatanes aletargados. Solo en uno de ellos había una farola adosada. Miró en rededor con su vista de acero, expectante, contando los latidos de su corazón.
Nada.
O bien el chófer de antes era Sangradora disfrazada, o su presa había conseguido burlarlo. Con un suspiro, Wax bajó la pistola.
La gigantesca puerta de uno de los almacenes se desplomó con estruendo en la calle. En el hueco apareció una docena de hombres. Sobrevino a Wax una oleada de alivio. No había perdido a su presa, tan solo lo habían conducido a una trampa.
Espera.
«Maldición», pensó Wax, levantando a Vindicación al tiempo que desenfundaba el Sterrion. Aprovechó la maniobra para empujar contra los hombres e impulsarse hacia atrás, hasta el parapeto de un edificio en construcción.
Los hombres abrieron fuego antes de que pudiera ponerse a cubierto. La burbuja de acero de Wax desvió varios de los proyectiles, que cortaron el aire, inofensivos, practicando surcos en la niebla. Una de las balas, sin embargo, le rozó el brazo.
Wax se quedó sin respiración cuando su empujón lo estampó contra un muro incompleto. Disparó contra el suelo, empujó contra la bala y dio un salto con voltereta hacia atrás. Su acción lo situó al amparo de la pared de ladrillos.
Estos comenzaron a volar en pedazos ante el asalto de una nueva tanda de disparos mientras Wax soltaba una de las pistolas y se llevaba la mano izquierda a la cara interior del brazo derecho. Un estallido de sangre y dolor lo cegó momentáneamente. Los hombres redoblaron su asalto al otro lado del parapeto, y algunas de las balas no presentaban líneas azules. Munición de aluminio. Sangradora estaba mucho mejor preparada de lo que Wax se esperaba.
¿Por qué persistían en su ataque indiscriminado? ¿Intentarían derribar la pared con la fuerza de sus disparos? «No. Lo que intentan es acaparar mi atención para flanquearme».
Empuñó a Vindicación, sosteniéndose el brazo ensangrentado mientras levantaba el arma —¡dolía!— justo cuando un grupo de sombras, sin rastro de metal encima, se agazapaba al otro lado del edificio en obras. Wax eliminó a la primera de un tiro en la cabeza; a la segunda, de un balazo en el cuello. Aún quedaban tres más, que hincaron la rodilla en el suelo y esgrimieron las ballestas que portaban.
Algo tiró hacia atrás de una de ellas, que desapareció engullida por la bruma. Wax oyó un urk de dolor justo antes de abatir a la segunda. Al apuntar con el arma a la tercera descubrió que esta se había desplomado en el suelo y de su cabeza sobresalía algo que no alcanzó a distinguir. ¿Un cuchillo?
—¿Wayne? —preguntó Wax, apresurándose a recargar a Vindicación con los dedos manchados de sangre.
—No exactamente —respondió una voz femenina. De entre la niebla salió gateando una figura muy alta, sorteando un montón de ladrillos para llegar hasta él. Al acercarse, Wax distinguió unos ojos grandes, una cabellera negra como el carbón y un elegante vestido ceñido cuya parte inferior había desaparecido por debajo de las rodillas. La mujer de la fiesta que había coqueteado con él.
Wax hizo girar a Vindicación, recargó, se incorporó con un movimiento fluido y apuntó a la cabeza de la mujer. Al otro lado de la pared había cesado el martilleo de las balas contra los ladrillos. El silencio resultaba mucho más ominoso.
—Venga ya —dijo la mujer, aplastándose contra la pared junto a él—. ¿Por qué te habría salvado si quisiera hacerte daño?
«Porque podrías ser Sangradora», pensó Wax. Cualquiera podría serlo.
—Hmm… estás herido —observó la mujer—. ¿Es grave? Porque deberíamos empezar a correr ahora mismo, y rápido. Vendrán a la carga de un momento a otro.
«Maldición. No hay mucho donde elegir». Confiar en ella y posiblemente morir, o no confiar en ella y morir casi con toda seguridad.
—Ven. —Wax agarró a la mujer y la estrechó contra él. Apuntó al suelo con Vindicación.
—Tienen francotiradores apostados en cinco azoteas distintas, esperando a que te empujes hacia las brumas. Armados con balas de aluminio.
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo oí decir en voz baja a los tipos de las ballestas mientras se desplegaban para rodearte.
Wax soltó un gruñido.
—¿Quién eres? —preguntó, apretando los dientes.
—¿Importa eso en este preciso momento?
—No.
—¿Puedes moverte?
—Sí. No es tan grave como parece. —Wax se puso en marcha, con la mujer corriendo a su lado. La herida le producía un dolor de mil demonios, pero había algo en la niebla… Se sentía más fuerte con ella. No debería ser así —no era ningún brazo de peltre—, pero así era.
Lo cierto era que recibir un balazo era malo, pero no tanto como solía pintarlo la gente. El proyectil había traspasado limpiamente la piel y el músculo bajo su brazo, provocando que le costase levantarlo, pero no se desangraría. Las balas, por lo general, rara vez detenían a alguien por sí solas; lo más perjudicial era el pánico, el bloqueo resultante de haber recibido un disparo.
Los dos salieron en tromba por la parte trasera del edificio, pasando junto al hombre con el cuchillo en la cabeza. Sonaron gritos tras ellos, amortiguados por la bruma; algunos de sus perseguidores realizaron varios disparos a ciegas mientras intentaban entrar en el edificio.
La mujer corría bien pese a llevar puesto un vestido. Se le había desgarrado la parte de abajo, sí, pero sus gráciles movimientos la impulsaban con sospechosa facilidad; no daba la impresión de estar sudando, ni respirando entrecortadamente siquiera.
Líneas azules. Al frente.
Wax agarró del brazo a Milan y tiró de ella hacia el interior de un callejón mientras un cuarteto de hombres salía de una calle transversal, pistolas en ristre.
—¡Herrumbres! —masculló Wax, asomándose por la esquina. El callejón en el que se encontraban desembocaba en una tapia. Los habían acorralado—. ¿Cuántos hombres tiene Sangradora? —preguntó tras proferir otra maldición, en voz baja.
—Esos no pueden ser esbirros de Sangradora —replicó Milan—. ¿Cómo habría reclutado semejante ejército? Hasta ahora siempre había actuado en solitario.
Wax la observó fijamente. ¿Hasta qué punto estaría informada de todo eso?
—No nos queda más remedio que luchar —dijo Milan, mientras las voces sonaban cada vez más cerca a su espalda. Se llevó una mano al pecho, donde su vestido dejaba al descubierto un escote considerable.
Waxillium había sido testigo de muchas cosas extrañas a lo largo de su vida. Había visitado campamentos de koloss en los Áridos, e incluso lo habían invitado a unirse a sus filas. Había visto al mismo Dios e incluso había hablado con Él, y había recibido un regalo personal de la Muerte. Pero nada de aquello lo había preparado para presenciar cómo el torso de aquella joven escultural se tornaba casi transparente por completo antes de que uno de los senos se desgajara y, en la abertura, apareciese la empuñadura de un pequeño revólver.
Milan cerró los dedos en torno a la culata y desenfundó el arma.
—Estos chismes son de lo más prácticos —comentó—. Cabe de todo dentro de ellos.
—Pero ¿¡quién eres tú!?
—MeLaan —respondió la mujer, incorporándose y empuñando el arma con las dos manos. En esta ocasión había utilizado una entonación ligeramente distinta para pronunciar su nombre—. El Padre te prometió ayuda. Aquí la tienes.
Una Inmortal Sin Rostro. En cuanto ella hubo dejado de hablar, Wax oyó un susurro en su mente. Puedes fiarte de ella. La voz de Armonía, acompañada de una sensación de infinitud, la misma visión que ya había tenido antes. Era toda la confirmación que necesitaba para creer que quien se alzaba ante él no era Sangradora.
Entornó los párpados de todas formas, con suspicacia.
—Espera. Me parece que te conozco.
La sonrisa de MeLaan se ensanchó.
—Habíamos coincidido una vez antes de esta noche. Me halaga que lo recuerdes. ¿Prefieres los de delante o los de detrás?
Se cernía sobre ellos casi una docena de perseguidores, cuatro de los cuales encabezaban el pelotón. Alguna vez tendría que aprender a fiarse de alguien.
—Los de detrás.
—Siempre tan caballeroso —ronroneó MeLaan—. A propósito, se supone que no debería matar a nadie. Me… esto… me parece que ya me he saltado esa norma esta noche. Si sobrevivimos, por casualidad, hazme un favor y no le cuentes a TenSoon que me he vuelto a cepillar a un puñado de gente. Se llevaría un disgusto.
—Cómo no. Cuenta con ello.
La mujer sonrió; quienquiera que fuese, esta faceta suya estaba en las antípodas de la actitud que había manifestado hasta entonces.
—A tu señal.
Wax se asomó a la esquina. Unas siluetas avanzaban en medio de la niebla tras ellos, acercándose a su posición. Si MeLaan estaba en lo cierto y esto no era obra de Sangradora, entonces quién…
Munición de aluminio. Francotiradores atentos a su vía de escape habitual.
Su tío. De alguna manera, Wax había caído en su trampa. Ay, Armonía… Como se hubieran aliado Sangradora y el Grupo…
Lanzó un casquillo de bala a un lado, contra la pared que tenía a su derecha, y la retuvo en el sitio con un suave empujón alomántico. Flexionó el brazo lastimado y levantó las pistolas.
—En marcha.
Sin esperar a ver qué hacía MeLaan, Wax empujó contra el casquillo y salió como una exhalación a la calle, envuelto en un remolino de niebla. Los hombres abrieron fuego de inmediato. Wax aumentó su peso y empujó con todas sus fuerzas, liberando una ráfaga de energía alomántica que barrió varias de las armas, impulsándolas hacia atrás y deteniendo incluso algunas balas al vuelo. Los hombres gruñeron cuando su acción los lanzó por los aires.
Las armas de dos de ellos no se habían visto afectadas por el empujón, sin embargo. Wax disparó contra ellos primero. En cuanto se hubieron desplomado, sin darles tiempo a sus compañeros a recoger las pistolas de aluminio, redujo su peso de golpe y empujó contra los hombres que tenía a su espalda. Esperaba que su maniobra beneficiara a MeLaan.
El empujón lo depositó en medio de sus contrincantes. Al aterrizar, le propinó un puntapié a una de las pistolas de aluminio para enviarla a las brumas, apuntó con Vindicación hacia abajo y perforó la cabeza de uno de los matones, justo a la altura de la oreja. Los ecos de la detonación retumbaron en la oscuridad.
Wax siguió disparando, abatiendo adversarios a su alrededor mientras giraba en medio de la niebla. Algunos se abalanzaron sobre él esgrimiendo bastones de duelo; otros se quedaron atrás para armar sus ballestas. No había ningún alomante a la vista. Al amparo de la noche, el gabán de bruma por fin tendría ocasión de demostrar su valía. Mientras fintaba entre sus agresores —y aprovechaba, de paso, para alejar de una patada la otra pistola de aluminio que se había quedado abandonada en el suelo—, los faldones de su abrigo se arremolinaron en el aire, dando la impresión de fundirse con las brumas. Los hombres cargaron sobre su posición para descubrir que ya no estaba allí, confundidos por los volantes de tela que removían la niebla.
Se contorsionó entre dos de los matones, levantó una pistola a cada lado y apretó un gatillo con cada mano, enviándolos al suelo. A continuación, tras girarse en redondo, apuntó con ambos cañones al hombre que intentaba pillarlo desprevenido por la espalda.
«Descargadas, me temo». Apretó los gatillos de todas formas. Las dos pistolas emitieron sendos chasquidos.
El hombre, aterrado, trastabilló de espaldas, pero no tardó en reponerse.
—¡Se ha quedado sin munición! ¡Moveos! ¡Está indefenso! —Lo embistió como un toro.
Wax soltó las pistolas.
«¿Exactamente por qué pensarán que necesito armas para defenderme?».
Buscó bajo el abrigo y desenrolló la cuerda que llevaba en la cintura, soltándola y deslizándola entre los dedos. El garfio de Ranette golpeó el suelo con un tintineo.
El hombre que tenía delante titubeó al oír aquello, empuñando su bastón de duelo con manos temblorosas.
—Así —dijo Wax— es como se hacían antes las cosas.
Tiró de la cuerda, impulsando el extremo metálico por los aires, y empujó el garfio contra el pecho del hombre, dejando que la cuerda se escurriera entre sus dedos. El impacto se abrió paso entre varias costillas, destrozándolas; Wax tiró hacia atrás de la cuerda, tensándola y desviando la trayectoria del garfio en el aire. Un nuevo empujón y el metal alcanzó a otro hombre, que lo apuntaba en esos momentos con una ballesta.
Wax giró la cintura y se arrodilló, descargando un latigazo con la cuerda. Esta se retorció ante él, trazando un gran arco que agitó la bruma; soltó un poco más de cuerda, empujó, y el garfio pasó volando junto a otro de los hombres para impactar en el pecho de uno de sus compañeros. Wax tiró para enviar el extremo metálico hacia atrás, golpeando al hombre de antes en el muslo y haciéndole perder el equilibrio mientras se precipitaba sobre él armado con un bastón de duelo.
Detuvo el garfio con una mano y se dio la vuelta para empujarlo contra el hombro de un atacante emboscado, lo soltó de un tirón y lo arrojó directamente contra el rostro del hombre.
«Uno más», pensó mientras giraba sobre los talones con el garfio de nuevo en la mano, escudriñando los alrededores.
El último de los hombres que quedaba en pie se arrojó al suelo, tanteando en busca de algo. Cuando levantó la cabeza, empuñaba una de las pistolas de aluminio perdidas.
—El Grupo te envía recuerdos, vigilan…
Dejó la frase inacabada, flotando en el aire, cuando la sombra que acababa de materializarse tras él le clavó un cuchillo en la espalda.
—Te daré un consejo, muchacho —dijo MeLaan—: ahórrate las frasecitas ingeniosas hasta que tu rival esté muerto. Así. ¿Ves qué fácil? —Le pegó una patada en la cara al cadáver.
Wax paseó la mirada sobre el grupo de hombres que se retorcían por los suelos, gimoteantes. Afianzó su presa sobre la cuerda. Los francotiradores apostados en los tejados podrían reajustar su posición y empezar a disparar en cualquier momento.
—Tenemos que darnos prisa. Creo que Sangradora va detrás de lord Harms, el padre de mi prometida.
—Maldición —dijo MeLaan—. ¿Quieres que intente subir ahí arriba y me encargue de los francotiradores?
—No hay tiempo —musitó Wax. Señaló calle abajo—. Tú ve por ahí, yo tomaré el otro camino. Cuando los hayas despistado, dirígete a la Copa del Consejero, una taberna que hay en el camino de Edden. Me reuniré allí contigo cuando haya visto a lord Harms. Cuando me dirija a ti, yo o alguien que diga ir en mi nombre, antes de nada pronuncia las palabras «pantalones todos amarillos».
—Cuenta con ello.
—Buena suerte.
—No soy yo la que necesita ayuda, vigilante —repuso MeLaan—. Prácticamente estoy hecha a prueba de balas. —Se cuadró en una especie de saludo burlón y se alejó corriendo calle abajo, hasta perderse de vista entre las brumas.
Wax recogió a Vindicación, pero no la devolvió a su funda. En vez de eso, agarró uno de los cadáveres que tenía más cerca, se lo cargó al hombro y le llenó un bolsillo de balas. A continuación, se quitó el cinto. Cabía la posibilidad de que esos francotiradores fueran nacidos del metal y estuvieran atentos a la aparición de líneas de metal en las brumas.
Por si acaso, levantó el cadáver sobre su cabeza y empujó, proyectándolo por los aires a través de la niebla. Después empujó sobre el cinto, enviándolo volando frente a él, calle abajo.
Por último, echó a correr detrás del cinturón, usando su alomancia para levantarlo e impulsarlo hacia delante de nuevo cada vez que empezaba a perder altura. Restalló un disparo en la noche, pero no pudo precisar su origen. Ignoraba si el francotirador intentaba acertarle al cadáver, al cinto o a él. Sonó otra detonación.
Salió del callejón sin aminorar la marcha, recogió el cinturón del suelo y saltó, salvando limpiamente la pasarela para sumergirse en la helada oscuridad del canal. Envuelto en las aguas tenebrosas, las pistolas lo remolcaron hacia el fondo mientras el gabán de bruma ondeaba a su espalda.
Agitó las piernas para impulsarse, buscando el lecho del canal. Al cabo, sumergido aún, empujó contra las argollas de amarre que había a ambos lados del embarcadero, tras él. Casi todo el mundo, incluso los pistoleros más avezados, subestimaban el poder amortiguador de un buen palmo de agua. Wax surcaba las aguas como un pez que nadara a favor de la corriente, sin dejar de empujar contra todas las argollas que le salían al paso, ateniéndose al centro del canal y sin romper la superficie. Rozó la quilla de un bote con la cabeza, pero siguió empujando, rezando para no estrellarse contra nada en las profundidades.
Para cuando se le hubo agotado el aliento debía de haber recorrido ya varias manzanas. Salió a la superficie de golpe y, tosiendo, braceó hasta la orilla del canal y se izó a pulso a lo alto de la pasarela. Le temblaban las piernas cuando se puso de pie, pero nadie disparó contra él, lo cual era buena señal.
Se detuvo lo imprescindible para recuperar el aliento y aplicarse un torniquete improvisado en el brazo antes de elevarse una vez más por los aires, surcando el cielo en dirección a la mansión de los Harms.