Capítulo 27

Noruega

La belleza descarnada de Ravnsfjord se extendía a sus pies mientras el Gulfstream descendía, pero Nina apenas reparó en ella.

Tenía la cabeza en otra parte, no dejaba de pensar en lo que había ocurrido en los últimos días. A pesar de todos los esfuerzos de Kari por ayudarla, todavía sentía una honda tristeza, una gran sensación de pérdida. El dolor que había sentido de nuevo al ver los cuerpos de sus padres, la muerte de Chase… y la destrucción de la Atlántida, al final Qobras había eliminado hasta el último rastro de la civilización. Todo sepultado, irrecuperable, la búsqueda que había regido su existencia había hallado un súbito fin.

En cierto sentido, su vida, tal como la había conocido, se había acabado. Todo su mundo había cambiado.

—¿Estás bien? —le preguntó Kari.

—¿Hum? Sí, estoy bien. ¿Por qué?

—Pareces un poco… distante.

—¿De verdad? —Nina lo meditó—. Supongo que sí. Solo estaba pensando.

—¿En qué?

—En que encontré aquello que había estado buscando durante todos estos años, encontré la Atlántida… pero ahora ha desaparecido. Todo es distinto. Y no sé… No sé lo que voy a hacer ahora.

Kari sonrió.

—Lo que vas a hacer, doctora Nina Wilde, es ocupar tu lugar entre nosotros. Eres una de los nuestros. Y nosotros siempre cuidamos de los nuestros.

—No te he dado las gracias por todo eso. Por todo lo que has hecho.

—No tienes por qué darme las gracias. Y no has perdido la Atlántida.

—¿Cómo?

—Ahora podemos construir una nueva Atlántida. Ya no tenemos que mirar al pasado porque vamos a crear el futuro.

Nina enarcó una ceja.

—Solo por curiosidad, ¿cuándo vais a contarme cómo pensáis crear ese futuro? No entiendo cómo una muestra de ADN de hace más de once mil años puede cambiar el mundo.

—Lo hará, créeme. —Kari se le acercó—. Creo que ya estás preparada.

—¿Preparada para qué?

—Ha llegado el momento de que te enseñe lo que vamos a hacer. Cómo vamos a reconstruir el mundo.

El avión cambió de rumbo e inició el descenso hacia la larga pista de aterrizaje.

Chase lanzó una mirada de recelo a Starkman.

—¿Si hacía tanto tiempo que habíais planeado esta operación, por qué no la llevasteis a cabo antes? Le habríais ahorrado muchos problemas a todo el mundo.

—No estábamos seguros de lo que iba a hacer Frost. Y Giovanni no quería arriesgarse a lanzar un ataque a menos que fuera absolutamente necesario —le explicó Starkman—. Habría puesto al descubierto a la Hermandad y habría sido imposible mantener la organización en secreto.

—Creo que ha llegado el momento de dejar de esconderse.

Chase se levantó del asiento y se acercó a la bodega del avión para mirar por la ventanilla. El aparato, un Provider C-123 bimotor de carga, había cruzado la costa noruega unos minutos antes, y ahora se dirigía hacia el norte, sobre el paisaje nevado.

Sin embargo, dentro de poco iban a hacer un descenso súbito.

Chase miró a los ocupantes de la bodega. Doce hombres de Qobras, ahora de Starkman, todos miembros de la Hermandad, reunidos durante los cuatro días que tardaron los dos supervivientes de la Cima Dorada en regresar a Europa.

Tan solo esperaba que fueran suficientes.

—Far —dijo Kari, mientras entraba en el despacho de Frost, situado sobre el laboratorio biológico, acompañada de Nina. Frost estaba sentado al escritorio, frente al ventanal desde el que se podía apreciar todo Ravnsfjord—. Creo que ha llegado el momento. Nina está preparada.

La expresión de Frost dejaba entrever que no compartía del todo la opinión de su hija, pero no dijo nada.

—¿Qué quiere contarme? —preguntó la doctora—. ¿Cuál es ese gran secreto? Kari no ha querido decirme nada.

—El gran secreto, doctora Wilde… —dijo Frost. Kari lo miró—. Quiero decir, Nina. Si no te importa.

—Por supuesto que no —respondió ella, con una sonrisa.

Frost también sonrió y se puso en pie.

—El gran secreto, como dices, es que… bueno, hoy vamos a cambiar el mundo. Para siempre.

—Eso es un reto bastante grande.

—Efectivamente, lo es. Pero se trata de un reto en el que he trabajado toda mi vida. Y gracias a ti, ahora podré hacerlo realidad. Tu descubrimiento de la Atlántida lo ha hecho posible.

—Pero todo se destruyó —dijo Nina—. Quizá podríamos recuperar algunas reliquias bajo los sedimentos de la Atlántida, pero las construcciones intactas que encontramos, todos los artefactos que contenían… han desaparecido.

—Eso no importa —dijo Frost.

—¿Ah, no? Pero…

—Las muestras de ADN que extraje de los cuerpos de los últimos monarcas valen mucho más que todo el oro u oricalco que había. Son lo que cambiará el mundo. Lo que lo salvará, incluso.

—¿Cómo? —preguntó Nina—. ¿Piensa usarlas para crear una vacuna o algo así?

—Algo así —contestó Frost, que sonrió de nuevo, esta vez con un aire de misterio—. Acompáñame y te lo mostraré. —Se levantó y cuando estaba a punto de dirigirse hacia Nina y Kari, sonó el intercomunicador. Claramente molesto por la interrupción, apretó un botón para contestar la llamada—. ¿Qué sucede?

—Señor —dijo Schenk—, la torre de control acaba de informarnos de que un avión ha solicitado permiso para realizar un aterrizaje de emergencia. Tienen un problema de motor y no pueden llegar a Bergen.

—¿Dónde están?

—A unos diez minutos, vienen del sur.

Frost apretó los labios.

—De acuerdo, dadles permiso para aterrizar. Pero… vigiladlos.

—Sí, señor. —Schenk cortó la comunicación.

—Lo siento —dijo Frost, que se acercó a Nina y Kari.

—No pasa nada —lo disculpó Nina—. Además, si va a salvar el mundo, puede empezar con un avión, ¿no?

—En efecto. —Frost sonrió—. Vamos, seguidme. Voy a mostrarte cómo.

—Nos han dado permiso para hacer el aterrizaje de emergencia —le dijo Starkman a Chase—. Diez minutos.

—¿Algún problema? —preguntó Chase.

—Los de control del tráfico aéreo de Noruega insisten en saber por qué no tienen nuestro plan de vuelo. El piloto está intentando ganar tiempo, pero creo que empiezan a sospechar.

—Mientras no nos envíen cazas, no importa. —Chase se volvió hacia los hombres de la cabina—. ¡Muy bien! ¡Diez minutos, muchachos! ¡Preparaos para saltar!

Frost condujo a ambas mujeres a la zona de contención. Pasaron por otra cámara estanca y siguieron adentrándose en las instalaciones.

—Por aquí —dijo él. La puerta que había al final del pasillo era de acero macizo y no podía verse la sala que había detrás, a diferencia de las puertas transparentes de aluminio de los demás laboratorios. Sobre el metal estaba pintado el logotipo de un tridente. Puso el pulgar sobre el lector biométrico y la pesada puerta se abrió—. Vosotras primero, por favor.

Nina no estaba segura de lo que veía cuando entró. Había unas cuantas máquinas de equipo científico que le sonaban vagamente, pero la mayoría le resultaban un misterio. Las hileras de superordenadores que había en la parte posterior del laboratorio eran fáciles de identificar, una serie de vitrinas altas conectadas a sistemas de refrigeración líquida. En una esquina del laboratorio había una cámara de aislamiento; tenía ventanas, pero estaban oscurecidas.

—Aquí —dijo Frost, con cierto aire de teatralidad— es donde se ha colmado la ambición de toda mi vida. Todo mi imperio empresarial ha estado al servicio de lo que se ha hecho en esta sala. Durante treinta años, he usado los recursos de la Fundación Frost para rastrear el mundo entero y poder identificar el linaje de todos los grupos de gente del planeta.

—¿En busca del gen atlante? —preguntó Nina.

—Exacto. Solo un uno por ciento de la población mundial posee lo que yo consideraría una forma «pura» del genoma; y nosotros pertenecemos a ese uno por ciento.

—Un uno por ciento de la población mundial… eso es, ¿cuánto, sesenta y cinco millones de personas?

—El equivalente a la población del Reino Unido, sí. Pero esas personas están repartidas por todo el planeta y pertenecen a todos los grupos étnicos. Luego están aquellos que poseen una forma «impura» de los marcadores genéticos, bien sea a causa de la dilución con el paso del tiempo debido al cruce con aquellos individuos que no lo poseen, o a una mutación natural. Estas personas constituyen un quince por ciento de la población.

—Novecientos setenta y cinco millones —dijo Nina de inmediato.

Frost sonrió.

—Sin duda, es una de los nuestros. Uno de los rasgos del genoma atlante es una habilidad innata para los sistemas lógicos, como las matemáticas.

—Teniendo en cuenta lo que has averiguado —añadió Kari—, creemos que es casi seguro que los descendientes de los antiguos atlantes fueron los responsables absolutos del desarrollo de los sistemas numéricos y lingüísticos de todo el mundo.

—Incluso tras el hundimiento de la Atlántida, los supervivientes atlantes constituían la fuerza motriz de la civilización humana —dijo Frost—. Eran los líderes, los inventores, los descubridores. Concibieron los sistemas que permitieron a la humanidad prosperar y expandirse: el lenguaje, la agricultura, la medicina. Pero irónicamente… —se le ensombreció el rostro—, al hacerlo sembraron las semillas de su propia subyugación. Antes de que trajeran la civilización al mundo, la supervivencia de la raza humana estaba en manos de la selección natural. Los débiles perecían. Pero al reducir la amenaza de las fuerzas externas de la naturaleza, los atlantes posibilitaron que los débiles prosperaran.

—No creo que yo lo expresara de ese modo… —terció Nina.

—Yo sí —insistió Frost—. Y el proceso no ha hecho más que acelerarse y descontrolarse durante los últimos cincuenta años. Según las últimas previsiones, dentro de cuatro años, la población del planeta alcanzará los siete mil millones. Siete mil millones de personas. Es una cifra insostenible. Y el ochenta y cuatro por ciento de esas personas no poseen el genoma atlante. Eso significa que más de cuatro quintas partes de la población del mundo es inútil.

Nina se asustó ante la franqueza de sus palabras.

—¿A qué se refiere con inútil?

—Precisamente a eso. A que todos esos miles de millones de personas no aportan nada de valor a la humanidad. No innovan, no crean, ni tan siquiera piensan. Tan solo existen, prosperan y consumen.

—¿Cómo puede decir eso? —se quejó Nina—. Eso… eso es…

—Nina —dijo Frost y se le acercó—, fíjate en tu propio país. Es imposible que no te hayas dado cuenta. Estados Unidos está dominado por los indolentes, los estúpidos, las masas de obcecados ignorantes que solo saben consumir. Lo único que hace la democracia es perpetuar el sistema porque permite que las masas sigan el camino más fácil y rehúyan el trabajo, el pensamiento, de manera que no logran nada. Y aquellos que deberían sacarlos de ese estado se han corrompido por la codicia y lo único que quieren hacer es explotarlos… ¡por dinero! —Parecía que la palabra le daba asco—. ¡Ese no es el papel que debe desempeñar el líder! Los atlantes sabían que para que la sociedad avanzara, alguien tenía que guiarla, sin permitir que se regodeara en su codicia.

—Pero los atlantes cayeron en la misma trampa —le recordó Nina—. ¿Recuerda el Critias? «Parecían gloriosos y bienaventurados al mismo tiempo cuando, en realidad, estaban poseídos por la avaricia y la perversión». Y los dioses los destruyeron por ello.

—Un error que no se repetirá.

—¡Siempre se repetirá! Sea atlante o no, todo el mundo es humano. «La naturaleza humana se impuso», tal como dijo Platón.

—Aprenderemos del pasado.

—¿Cómo? —preguntó Nina—. ¿Qué va a hacer? ¿Cambiar el mundo con una muestra de ADN perteneciente a un cadáver de hace once mil años?

—¡Eso es justamente lo que vamos a hacer! —admitió Frost. Señaló las supercomputadoras—. Hasta ahora, estas máquinas han trabajado con simulaciones, han ofrecido un millón, miles de millones de variantes de lo mismo. Pero sin una muestra de ADN atlante puro y perfecto que pudiéramos usar como base, no había forma de saber cuál era la correcta. Incluso nuestro ADN ha cambiado, en cierta medida, con el tiempo, y somos lo más próximo a unos atlantes de pura raza que existe en el mundo moderno. Pero ahora… —Miró a la cámara con las ventanas oscurecidas—. Ahora sé exactamente cuáles han sido esos cambios. Y he podido tenerlos en cuenta.

—¿En cuenta para qué? —preguntó Nina.

—Para hallar una forma de lograr que el mundo vuelva a ser como era, como debería haber sido siempre. Un mundo en el que los atlantes recuperen su lugar como los gobernantes legítimos de la humanidad para guiarla a nuevas cumbres sin que las masas improductivas e inútiles puedan frenar el avance. —Cruzó el laboratorio, seguido de Kari. Nina los acompañó, casi en contra de su voluntad, incapaz de asimilar lo que Frost estaba diciendo. ¿Había perdido la razón? ¡Parecía casi tan loco como Qobras!

—Esto —dijo Frost, y señaló una vitrina de cristal con un cierre hermético de goma—, es lo que el descubrimiento del verdadero ADN atlante me ha permitido crear. Es una de las variantes que habían creado los ordenadores, pero hasta ahora no había forma de saber que era la correcta.

Nina miró en el interior de la vitrina, donde había una hilera de cilindros de cristal y acero llenos de un líquido incoloro.

Estaba segura de que no era agua.

—¿Qué es? —preguntó con un deje de inquietud.

—Eso —respondió Frost— es lo que yo llamo el Tridente. El arma más poderosa de Poseidón. Cada uno de esos cilindros contiene un virus creado genéticamente en suspensión.

Nina se apartó del cristal.

—¿Qué?

—No es peligroso —le dijo Kari para tranquilizarla—. Como mínimo para nosotros.

—¿A qué te refieres con nosotros?

—A que somos inmunes —añadió Frost—, o más bien, a que el virus resulta inofensivo para nosotros. Ha sido creado para que no pueda atacar a los portadores de la secuencia genética única que contiene el ADN atlante, aunque la secuencia haya mutado. Pero para todo aquel que no posea esa secuencia de ADN… es cien por cien letal.

Nina se sintió como si le faltara el aire.

—Oh, Dios mío —exclamó con voz entrecortada—. ¿Estáis locos? No, no me respondáis, ¡estáis locos!

—No, Nina, escucha, por favor —le imploró Kari—. Sé que es difícil de aceptar, pero en el fondo, si eres capaz de ver más allá de las constricciones sociales, sabes que tenemos razón. El mundo es un caos, y no hace más que empeorar; la única forma de evitar una situación irreversible es que restauremos el gobierno de la élite atlante.

—¡Creer que un genocidio es algo malo no es una constricción social! —le espetó Nina—. ¿Me estás diciendo en serio que pensáis eliminar al ochenta y cuatro por ciento de la raza humana? ¡Eso son casi cinco mil quinientos millones de personas!

—Es necesario —dijo Frost—. Si no lo hacemos, la humanidad se ahogará en sus propios desechos. Los ineptos nos superarán en una proporción de varios centenares a uno, y consumirán todos los recursos hasta que se exterminen. De este modo, aquellos que sean aptos para gobernar podrán reconstruir el mundo para que sea el lugar que siempre debería haber sido. La Fundación Frost unirá a los supervivientes de todo el mundo.

Nina retrocedió lentamente.

—Y vosotros estaréis al frente, ¿no? Os habéis vuelto locos. ¡Estamos hablando de seres humanos, no de desechos! ¿Y cuándo planeáis poner en marcha vuestro pequeño apocalipsis?

Frost le lanzó una sonrisa forzada.

—No estoy planeando nada, doctora Wilde. Ya lo estoy haciendo.

Nina volvió a sentir que le faltaba el aire.

—¿Qué?

—En la pista al otro lado del fiordo hay un avión de carga, un Airbus 380. Despegará dentro de quince minutos; primero se dirigirá a París y luego a Washington. Durante el vuelo, liberará el virus Tridente sobre Europa, luego en la corriente del Atlántico norte y, para acabar, en la costa occidental de Estados Unidos. Según nuestros cálculos, dentro de un mes el virus habrá alcanzado todas las zonas pobladas del planeta. Y todo aquel que no tenga el genoma atlante, quedará infectado.

—¿Y luego qué? —susurró Nina.

—Y luego… —Frost se acercó a la cámara y activó un panel de control. Las ventanas negras se despolarizaron y se hicieron transparentes—. Esto es lo que ocurre.

Sin atreverse casi a mirar, Nina se acercó. Era una celda blanca y antiséptica, desnuda salvo por un inodoro de acero inoxidable y un camastro en el que yacía…

Se llevó las manos a la boca, horrorizada.

—Jonathan…

Philby tenía la vista fija en el techo, la mirada perdida y el blanco de los ojos teñido de rojo a causa de los vasos sanguíneos rotos. Empapado en sudor, la piel había adquirido un tono cenizo y apenas movía el pecho cada vez que inspiraba aire trabajosamente.

—Se infectó ayer —dijo Frost, con un deje espeluznantemente impasible—. El virus Tridente ataca el sistema nervioso autónomo y provoca insuficiencia de todos los órganos. Si sigue el curso tal como han predicho las simulaciones, morirá dentro de seis horas.

—Oh, Dios mío… —Nina se dio la vuelta, asqueada—. No puede dejarlo morir así. Por favor, ha demostrado su teoría; dele el antídoto, la vacuna, lo que sea.

—No hay vacuna —dijo Frost—. Eso iría en contra de nuestro objetivo. Cuando se libere el virus, cumplirá con su cometido. La única cura es la muerte.

—Nina —dijo Kari en voz baja—, le hemos dado su merecido. Nos traicionó, y también a ti. Vendió a tus padres a Qobras. E iba a hacer lo mismo contigo. No era tu amigo, tan solo cuidó de ti porque se sentía culpable.

—Nadie merece eso —contestó Nina. Kari se le acercó para ponerle una mano en el hombro, pero la doctora se la apartó, furiosa—. No me toques.

—Nina…

Se volvió hacia ellos, hecha una furia.

—¿Creíais que iba a tomar parte en este… este genocidio? ¡Dios mío! ¡Esto es una locura! ¡Sería el mayor acto de… de maldad de la historia de la humanidad! ¿Qué tipo de persona creéis que soy?

—¡Una de los nuestros! —insistió Kari.

—¡No! ¡No soy como vosotros! ¡No pienso formar parte de esto!

—Es una pena. —Frost la miró con frialdad—. Porque es una situación en que estás con nosotros… o estás en contra de nosotros.

—¡Tiene toda la razón, estoy en contra!

—Entonces morirás. —Frost se llevó la mano a la chaqueta.

Nina tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba y la acción transcurría a cámara lenta al ver que Frost sacaba una pistola plateada. El cañón refulgente se detuvo frente a ella; el agujero negro de la boca la apuntaba al pecho. Quería volverse y echar a correr, pero el miedo y la incredulidad conspiraron para detenerla y le paralizaron las piernas. Vio cómo se le tensaban los tendones del dorso de la mano a Frost, mientras movía el dedo, a punto de apretar el gatillo…

Far! ¡No!

Kari empujó a su padre en el momento en que disparó. La bala pasó rozando junto a Nina e impactó en la pared que había tras ella. Intentó gritar, pero solo pudo dar un grito ahogado.

Frost adoptó una expresión de ira contenida a duras penas, mientras Kari le suplicaba en noruego. Al final logró aplacarlo. Un poco.

—Mi hija acaba de salvarte la vida, doctora Wilde —le dijo—. Por ahora.

—Nina, por favor —dijo Kari, atropelladamente—. Sé que estás abrumada por todo lo ocurrido, pero escúchame, por favor. Te conozco, sé que eres una de los nuestros, que piensas como nosotros. ¿Es que no lo ves? Podrás tener lo que quieras, tenerlo todo si te unes a nosotros. Por favor, intenta ser racional.

—¿Que sea racional? —exclamó entrecortadamente—. Estáis planeando exterminar a gran parte de la raza humana, ¿y me pides que sea racional?

—Esto es inútil —dijo Frost—. Debería haber sabido que reaccionaría así cuando se negó a matar a Qobras. Su sociedad le ha lavado el cerebro. Nunca se dejará convencer.

—Puedo hacerla cambiar de opinión —insistió Kari, con un deje de desesperación—. Sé que lo lograré.

—De acuerdo —accedió su padre—. Tienes tiempo hasta que lancemos la primera carga del virus. Si entonces aún se niega a cambiar de opinión… tendrás que matarla.

Kari dio un grito ahogado.

—No, far, no puedo.

—Sí. —Frost adoptó un semblante serio—. Lo harás. ¿Me entiendes?

Kari agachó la cabeza.

—Sí, far.

—Muy bien. Entonces llévala al avión.

Kari lo miró, confundida.

—¿Al avión?

—El piloto te dirá cuánto falta para el primer ataque con el virus. Supongo que querrás darle hasta el último segundo para que tome la decisión adecuada. —Kari asintió—. De este modo, ambas sabréis cuánto tiempo le queda. Si se niega a cambiar de opinión, mátala y lanza el cuerpo al mar.

Sin dejar de apuntar a Nina, se acercó a un teléfono y marcó un número.

—Seguridad, aquí Frost. Envíen a dos hombres al laboratorio Tridente para que acompañen a mi hija y a la doctora Wilde al aeródromo. La doctora está arrestada, quiero que la esposen. Si intenta escapar, mátenla. —Miró a Kari—. Aunque mi hija les diga que no lo hagan. Acaten mis órdenes. —Colgó el aparato.

—¿Se supone que debo estarle agradecida por eso? —gruñó Nina.

—Deberías estarle agradecida a Kari. Muy agradecida. Gracias a ella sigues con vida.

Se abrió la puerta y entraron dos guardas uniformados, con las armas en las manos. Nina no opuso resistencia alguna salvo una mirada preñada de odio cuando le esposaron las muñecas a la espalda.

—Baja en París y toma uno de los aviones de la compañía para volver a casa —le ordenó Frost a Kari cuando se iban—. ¿Doctora Wilde?

—¿Qué? —le espetó ella.

—Espero que seas sensata y que acompañes a mi hija en el vuelo de regreso.

Nina no dijo nada y la puerta se cerró tras ella.

Chase miró por la ventana de la cabina. Estaban a punto de llegar a Ravnsfjord.

Se fue corriendo a la bodega.

—¡Una última cosa! —le dijo a Starkman mientras enganchaba el cordón de apertura del paracaídas en el raíl del techo—. Algunas de esas personas son civiles. El hecho de que trabajen para Frost no las convierte en objetivos, ¡dispara solo a los que te ataquen!

—Siempre has sido un buen chico, ¿verdad, Eddie? —contestó Starkman.

—No me gusta matar a nadie que no lo merezca.

—¿Y si nos topamos con los abogados de la compañía?

—Es tentador… ¡pero no! ¡Vamos, preparaos todos!

Chase apretó el botón para bajar la rampa posterior del Provider. El avión descendía rápidamente. Una ráfaga de viento gélido se coló en el interior del aparato, junto con el estruendo ensordecedor de los motores. Pasaron por encima de los edificios de oficinas; se aproximaban a la casa de los Frost que, encaramada al peñasco, dominaba todas las instalaciones. Más allá se encontraba el laboratorio biológico.

El avión pasó a tan solo treinta metros de la casa, pero el terreno descendía abruptamente de inmediato. Para funcionar bien, los paracaídas necesitaban de una altura mínima de setenta y cinco metros, condiciones que se daban en la extensión entre la casa y el laboratorio…

—¡Saltad!

Chase se lanzó. El paracaídas salió de la mochila cuando el cordón de apertura se tensó. A una altura tan baja, si el paracaídas no funcionaba a la perfección, se estamparía contra el suelo antes de poder reaccionar.

Se precipitaba hacia la hierba, la nieve y las rocas. Vio que un coche se dirigía hacia el puente por el fiordo…

La deceleración tiró bruscamente de él cuando el paracaídas se abrió y tensó el arnés alrededor del pecho.

Se agarró…

¡Flop!

Fue un aterrizaje brusco ya que el paracaídas apenas había tenido tiempo de frenarlo a una velocidad soportable. Intentó no hacer caso del dolor y echó un vistazo alrededor. Empezaron a llegar los demás paracaidistas, que aterrizaron con la misma violencia que él. Chase esperaba que los hombres de Starkman supieran lo que hacían. Si alguien se hacía daño en el aterrizaje estaba jodido porque no tenían tiempo ni personal para transportar a heridos.

Tras lanzar a sus ocupantes, el C-123 cambió bruscamente de rumbo y empezó a ganar altura.

Una flecha de humo surcó el fiordo, la estela de un misil antiaéreo Stinger…

¡Y explotó!

Un ala saltó en pedazos, envuelta en una nube de combustible, y el Provider se precipitó en el valle. Chocó contra la pared rocosa y estalló en una bola de fuego estruendosa.

—¡Joder! —gritó Starkman.

—¡Parece que nos dan la bienvenida! —gritó Chase, que ya se había quitado el paracaídas. Cogió su arma, un subfusil UMP-45 Heckler & Koch—. ¡Muy bien! ¡Vamos a freír a Frost!