Capítulo 3
Noruega
—Mire esto, doctora —dijo Chase—. Es bonito, ¿verdad?
—Sin duda —admitió Nina mientras observaba el paisaje descarnado y bello que se extendía a sus pies.
La casa y la oficina central de Kristian Frost se encontraban en Ravnsfjord, a cinco kilómetros de la costa noruega, al sur de Bergen. El fiordo que daba nombre a la zona partía en dos su vasta propiedad. En el lado sur había un complejo de edificios de oficinas que, a pesar de ser de un diseño ultramoderno, se ajustaban a la perfección al entorno. Una carretera unía las oficinas con el estilizado puente de arco que cruzaba el fiordo. Nina se dio cuenta de que había otro edificio que dominaba el puente, toda la zona en realidad; era un edificio grande y elegante, cuyos colores y líneas se fundían con el acantilado en el que se alzaba.
—Ésa es la casa de Frost —le dijo Chase.
—¿Eso es una casa? —Nina dio un grito de sorpresa—. ¡Cielo santo, es enorme! ¡Creía que era otro edificio de oficinas!
—Un poco más grande que su piso, ¿no?
—Solo un poquito. —El avión, un Gulfstream V con los colores corporativos de Frost, se ladeó para cruzar el fiordo. Nina vio otro grupo de edificios ultramodernos al este de la casa, a los pies de un precipicio, y entonces, en el lado norte apareció su destino, un aeropuerto privado—. ¿Todo esto pertenece a Kristian Frost?
—Más o menos, sí. Dirige sus negocios desde este complejo, casi nunca sale de aquí. Supongo que no le gusta viajar.
Nina echó un último vistazo por la ventanilla antes de recostarse. El Gulfstream iba a hacer el descenso final.
—Es un lugar precioso para vivir, sin duda. Aunque un poco aislado.
—Bueno, cuando eres multimillonario, supongo que el mundo va a ti. Como hacemos nosotros.
El avión aterrizó y se dirigió hasta la pequeña terminal. Nina se abrigó bien al bajar a la pista.
—¿Mucho frío? —preguntó Chase.
—¿Me toma el pelo? Estoy acostumbrada a los inviernos de Nueva York. ¡Esto no es nada! —En realidad, se estaba congelando a pesar de que no soplaba el gélido viento de la costa, pero ahora que había abierto la bocaza tenía que apechugar con ello.
—Bueno, dentro de poco estaremos en un lugar más cálido. —Nina miró a Chase reclamando una explicación, pero él se limitó a sonreír—. Ahí está nuestro coche.
Junto al avión se detuvo un jeep Grand Cherokee, del que bajó un hombre con el pelo rubio rapado, el cuello ancho y unos músculos que estaban a punto de reventar las costuras de su traje oscuro hecho a medida para saludarlos.
—Doctora Wilde —dijo con acento alemán—. Soy Josef Schenk, el jefe de seguridad del señor Frost aquí en Ravnsfjord. —Le tendió la mano y Nina se la estrechó. A pesar de que no se la apretó, se dio cuenta de que si hubiera querido habría podido triturarle hasta la última falange—. Encantado de conocerla.
—Gracias —respondió Nina. Se fijó en que Chase y Schenk se observaban de reojo, casi como si fueran unos boxeadores antes de un combate. Tenían una complexión parecida; se preguntó si también tenían unos antecedentes militares parecidos, o si habían sido rivales.
—Joe —dijo Chase.
—Señor Chase —contestó Schenk, antes de abrir la puerta trasera del jeep—. Por favor, doctora Wilde. La llevaré a ver al señor Frost.
Nina subió al coche. Chase la siguió después de pronunciar un «gracias» ligeramente sarcástico y cerró la puerta. Schenk lo miró fijamente antes de dar la vuelta al coche para ponerse al volante.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Nina.
—Es un hombre de la casa —le explicó Chase rápidamente, mientras Schenk no podía oírlos—. No le gustan los independientes, cree que voy a timar a su jefe.
—¿Y va a hacerlo? —Nina no pudo evitar preguntarlo.
—Soy un profesional —respondió Chase, absolutamente serio por un instante—. Siempre cumplo con mi trabajo.
Schenk subió al todoterreno y se pusieron en marcha. Nina vio varios hangares en el extremo occidental de la pista de aterrizaje. Delante del más grande había un avión enorme; tenía el logotipo corporativo de Frost —el contorno de un tridente dentro de la «O» del nombre— pintado a medias en el costado, mientras unas figuras pequeñas encaramadas a una grúa de plataforma lo acababan.
—¡Vaya! Ese sí que es un avión grande.
—Un avión de carga Airbus A380 —dijo Schenk—. La última incorporación a la flota del señor Frost.
Nina miró hacia la larga pista de aterrizaje. Unas montañas de laderas abruptas se alzaban en el lejano extremo oriental.
—¡Espero que tenga unos buenos frenos! Esas montañas están un poco cerca.
—Solo puede despegar en dirección oeste. No es muy práctico pero, por suerte, cuando entre en servicio pasará más tiempo volando por todo el mundo que aquí.
El jeep abandonó el aeropuerto y cruzó el puente. Nina creyó que se dirigiría hacia el oeste, en dirección a las oficinas, pero tomaron una carretera en zigzag que conducía a la casa del acantilado. De cerca, sus líneas elegantes y limpias resultaban aún más sorprendentes.
Schenk aparcó fuera y acompañó a Nina y a Chase a la casa.
—Por aquí.
Nina quedó impresionada por la sala en la que entraron. La pared más alejada tenía forma curva, era una ventana gigante que iba de lado a lado y mostraba una vista espléndida, desde las montañas que rodeaban el aeropuerto hasta el fiordo y los edificios de oficinas que había más abajo y, a lo lejos, el mar del Norte.
Sin embargo, la vista no era lo único impresionante de aquella sala. Era una combinación de salón lujoso y galería de arte. Una escultura de Henry Moore, un Picasso en una hornacina para protegerlo de la luz solar directa, un Paul Klee… y varias obras más que no reconoció de inmediato, pero de cuyo valor no le cabía la más mínima duda.
—Es una casa increíble —comentó, sobrecogida.
—Gracias —dijo una voz nueva, femenina. Nina se volvió y vio a una mujer alta, rubia y deslumbrantemente bella que entró en la sala; lucía una melena brillante que le caía por debajo de los hombros. Debía de tener la edad de Nina, quizá un poco más joven; su porte majestuoso contrastaba con su ropa moderna: una camiseta blanca y ajustada que acababa justo encima del estómago y mostraba unos abdominales perfectos, unos pantalones de cuero negro también ajustados y unas botas de tacón alto. Nina la miró de arriba abajo mientras se acercaba a ella, como si no supiera reaccionar.
—Doctora Wilde —dijo Schenk—, esta es Kari Frost, la hija del señor Frost.
—Encantada de conocerla —dijo Nina, que le tendió la mano. Kari se la estrechó con firmeza. Chase intentó disimular que le estaba dando un buen repaso.
—Lo mismo digo, doctora Wilde —contestó Kari—. Señor Chase, he oído que se requirieron sus servicios en Nueva York.
—Sí, podríamos decirlo así. ¡Hicieron bien en contratarme! —Le lanzó una mirada engreída a Schenk, que frunció el ceño.
—Me alegro de que le guste la casa —le dijo Kari a Nina.
—La diseñé yo. La arquitectura es una de mis… bueno, diría que aficiones, pero eso sería una inmodestia por mi parte. Soy licenciada en arquitectura. —Hablaba un inglés perfecto y apenas tenía acento.
—Es preciosa —concedió Nina.
—Gracias.
El nombre de Kari le resultaba conocido a Nina, pero no recordaba por qué.
—¿Está su papi por aquí? —preguntó Chase, con los pulgares en el bolsillo de la chaqueta.
A Kari pareció no hacerle mucha gracia la confianza que se había tomado Chase.
—No, está en el laboratorio biológico. He venido para llevarles junto a él.
Entonces Nina recordó dónde la había visto.
—Perdone por preguntar, pero… ¿no salió usted en las noticias el año pasado, en África? ¿La ayuda médica en Etiopía?
—Sí, fui yo —respondió Kari—. Ayudé a organizarlo.
—La señorita Frost no se limita a ayudar —añadió Schenk—. Está al frente de los programas médicos de la Fundación Frost de todo el mundo. No creo que haya ningún país que no haya visitado en los últimos cinco años.
—Es una buena forma de acumular millas de viaje —dijo Chase, en broma.
—Trabaja en programas de erradicación de enfermedades, ¿verdad? —preguntó Nina.
—Sí. La Fundación Frost hace todo lo que puede para intentar que el mundo sea un lugar mejor. Es un objetivo ambicioso, lo admito, pero estoy convencida de que podemos lograrlo.
—Espero que así sea —añadió Nina.
—Gracias —contestó Kari, que señaló hacia la puerta—. Si me sigue, la acompañaré para que conozca a mi padre.
Kari los condujo a una planta inferior, hasta un garaje enorme que había bajo la casa. Nina se quedó asombrada por lo que vio allí dentro; el aparcamiento estaba lleno de motocicletas y coches deportivos caros, desde modelos clásicos hasta las últimas novedades italianas.
—Es mi colección personal —dijo Kari—. A mi padre no le hace mucha gracia, pero adoro la libertad y la excitación que proporcionan la velocidad.
—Bonitos coches —dijo Chase mientras admiraba primero un Ferrari escarlata F430 Spider descapotable, y luego la moto que estaba aparcada al lado, una máquina de líneas estilizadas de color azul y plata.
—Suzuki GSX-R1000 —le dijo Kari, con un claro tono de orgullo, la primera muestra de verdadera emoción de la que hacía gala—. El modelo de serie más rápido del mundo. Una de mis favoritas. Tengo planeado correr con ella en alguna carrera dentro de poco… si mi agenda me lo permite. Pero eso depende de la doctora Wilde.
—¿A qué se refiere? —preguntó Nina. Kari le lanzó una mirada enigmática y los condujo hasta una limusina Mercedes.
Schenk se puso al volante y los llevó hasta los edificios de estilo futurista que había al este de la casa que Nina había visto desde el avión. A medida que se acercaban, vio el complejo, que estaba formado por dos secciones: las estructuras de dos pisos interconectadas a nivel de suelo cerca del fiordo, y otras secciones situadas encima, construidas en el propio acantilado.
—Es nuestro laboratorio biológico —le explicó Kari—. La sección subterránea alberga el área de contención, donde hay muestras que son peligrosas en potencia, de modo que todo el laboratorio puede sellarse en caso de emergencia. —Señaló la estructura de forma curva que sobresalía de la pared del acantilado—. Ahí arriba es donde se encuentra la oficina de mi padre.
—¿Su padre trabaja justo encima del área de contención? —preguntó Nina, con un deje de nerviosismo. La idea de entrar en un edificio atestado de virus y enfermedades contagiosas le ponía la piel de gallina.
—Fue idea suya, para demostrar la confianza que tenía en el diseño de las instalaciones. Además, le gusta vigilar de cerca nuestros progresos.
Descendieron por una rampa y entraron en el aparcamiento que había bajo el edificio principal. Salieron del coche y tomaron un ascensor que los dejó en el vestíbulo de la planta baja. Los tres guardas de seguridad uniformados que estaban sentados tras un mostrador en forma de herradura, de acero negro y mármol, saludaron con la cabeza a Kari, en un gesto de respeto. Tras el mostrador había unas puertas que conducían a un pasillo alto con el techo de cristal, a través del cual Nina pudo ver las oficinas de Frost. Un lugar donde reinaba el ajetreo.
—¿Cuánta gente trabaja ahí? —preguntó.
—Depende —respondió Kari—, pero, por lo general, hay unos cincuenta o sesenta investigadores, además del personal de seguridad.
Nina vio otro puesto de seguridad al final del pasillo, junto a las grandes puertas de cristal y acero.
—Tienen, esto… muchas medidas de seguridad, ¿no?
—La necesitamos —contestó Kari con total naturalidad—. Algunas de las muestras con las que trabajamos podrían utilizarse en atentados bioterroristas si cayeran en las manos equivocadas. Y, por desgracia, la Fundación Frost tiene enemigos. Algunos de los cuales ya ha conocido.
—Tranquila, doctora —intervino Chase—, me encargaré de que no le pase nada.
Al ver la señal de riesgo biológico Nina aminoró la marcha.
—¿Está… está convencida de que es seguro?
—Completamente —la tranquilizó Kari—. Estas puertas forman parte de una cámara estanca. Están fabricadas con cerámica de nitruro de aluminio: un aluminio transparente, equivalente a un blindaje de sesenta centímetros. Prácticamente irrompible. Para que algo entre o salga de la zona de contención, ya sea microbio o persona, requiere nuestro permiso.
—¡Me alegra oírlo!
Kari habló con los guardas y las puertas estancas se abrieron con un silbido. El grupo pasó y esperó a que las puertas interiores se abrieran. La zona de contención que había tras ellas tenía un diseño puramente funcional, de un modo casi descarnado.
Las paredes estaban cubiertas de azulejos blancos, el suelo era de goma antideslizante para que fuera más fácil limpiarlo. Unas luces fluorescentes iluminaban hasta el último rincón con un brillo uniforme, y Nina también vio el destello violáceo de las lámparas ultravioleta, que conferían un tono fantasmagórico al aire esterilizado.
Una vez dentro, Kari los condujo a un ascensor que los llevó hasta la oficina de Frost. Nada más entrar, Nina tuvo la sensación de que la habían transportado de nuevo a la casa ya que el diseño era muy parecido. Incluso podía verla por las ventanas, encaramada al peñasco.
Pero no era la vista, ni la arquitectura, ni las obras de arte lo que más le llamaban la atención. Era el hombre que los esperaba.
Kristian Frost era incluso más imponente y atractivo en persona que en las fotografías. Debía de medir más de un metro ochenta, aún mantenía un tono muscular impresionante a pesar de que tenía sesenta años, y el jersey de cuello alto azul marino que llevaba le confería un aspecto de pescador rudo más que de hombre de negocios multimillonario. Tenía el pelo y la barba canos, pero los ojos aún desprendían una energía juvenil y transmitían una mirada de honda inteligencia.
—Doctora Wilde —la saludó y le tomó la mano. Nina se quedó un poco desconcertada cuando, en lugar de estrechársela, inclinó la cabeza para besársela. De haberse tratado de otro hombre le habría parecido un gesto ridículo, pero al provenir de él le resultó de lo más apropiado—. Bienvenida a Ravnsfjord.
—Señor Frost… —contestó ella.
—¡Por favor! Llámeme Kristian. —No tenía un inglés tan depurado como el de su hija y la forma en que pronunciaba las erres revelaba sus orígenes escandinavos—. Me alegro mucho de conocerla. Y también me alegro mucho de poder conocerla. Fue un gran acierto contratar al señor Chase.
—Entonces, supongo que debería darle las gracias por haberme salvado la vida.
Frost sonrió de oreja a oreja.
—Encantado de haberla ayudado.
—Pero… ¿por qué iba a querer matarme alguien? ¿De qué va todo eso?
—Por favor, siéntese e intentaré explicárselo —dijo Frost, que la acompañó a un sofá. Nina y Kari tomaron asiento, cada una en un lado—. Me temo que sus teorías sobre la Atlántida la han convertido en objetivo de un hombre llamado Giovanni Qobras.
—¿Y quién es? —preguntó Nina.
—Un loco —respondió Kari.
—Ah. —«No solo un asesino, sino un asesino loco. Genial.»— Qobras y sus discípulos —dijo Frost—, que se hacen llamar la Hermandad, creen lo mismo que yo y que usted. Si algo tenemos en común es que creemos que la leyenda de la Atlántida es cierta. Yo he estado convencido de ello toda la vida, y he invertido una parte importante de mi fortuna para intentar demostrarlo. —Se acercó a la ventana. A lo lejos, el mar destellaba como si estuviera formado por diminutos diamantes—. Por desgracia, con escaso éxito. Como sabe, no existe demasiada información con la que podamos trabajar… y la que tenemos está sujeta a excesivas interpretaciones.
—Cuénteme —le pidió Nina—, ¿qué pretende ese tal Qobras?
Frost se volvió hacia ella.
—Usted y yo queremos encontrar la Atlántida para traer de vuelta al mundo esta antigua maravilla. Qobras, sin embargo… —se le ensombreció el rostro— quiere mantenerla oculta, para proteger el secreto en beneficio propio. Y está dispuesto a recurrir al asesinato para hacerlo. Quizá su nueva teoría sobre el emplazamiento de la Atlántida no haya convencido al comité de su universidad, pero, sin duda, lo convenció a él. Cree que ha hallado la pista correcta, al igual que yo, por cierto, y quiere impedir que lo demuestre.
—Un momento —lo interrumpió Nina—. ¿Cómo conoce mi teoría?
—La Fundación Frost tiene amigos en el ámbito académico de todo el mundo. Saben que cualquier nueva idea sobre el emplazamiento de la Atlántida me interesa, por lo que me mantienen informado. Y sus ideas… —Sonrió—. Voy a ir al grano. Estoy dispuesto a financiar una expedición de reconocimiento para poner a prueba su teoría.
Nina apenas pudo contener la emoción.
—¿De verdad?
—No le quepa la menor duda. Con una condición. —A Nina se le borró la sonrisa y Frost sonrió—. No es nada malo, se lo prometo. Pero el golfo de Cádiz es muy grande y, a pesar de que poseo muchos recursos, estos no son infinitos. Me gustaría que restringiera la búsqueda, que eligiera algún punto concreto.
—Pero ese es el problema —dijo Nina—. Disponemos de tan poca información que no sé cómo limitar la búsqueda.
—Quizá haya más información de la que usted cree. —Nina lo miró, intrigada—. Se lo explicaré más tarde. Pero por ahora… ¿está interesada?
—¿Que si estoy interesada? —exclamó—. ¡Por supuesto!
Frost se aproximó a ella y le tendió la mano derecha. Ella titubeó y, luego, se la estrechó.
—Fantástico —dijo él—. Doctora Wilde, juntos encontraremos la Atlántida.
El objeto brillante colgaba en el espacio, sin que le afectara la gravedad.
Nina lo miró, presa del asombro. Hasta entonces nunca había visto un holograma, ni tan siquiera se había imaginado que fueran posibles más allá de los reinos de la ciencia ficción o de las películas.
—¿Qué es? —preguntó al final, y apartó la mirada a regañadientes del holograma para dirigirse al resto de personas que había en la sala a oscuras.
—Es algo que podría ayudarla a limitar la búsqueda —respondió Frost—. O, como mínimo, es lo que afirma el hombre que quiere vendérmelo.
—¿Vendérselo? —Nina se volvió hacia el holograma. La proyección, que flotaba sobre un pedestal cilíndrico en el que las luces de colores titilaban más rápido de lo que podían percibir sus ojos, era, en teoría, de tamaño natural, medía poco menos de treinta centímetros de largo y unos cinco de ancho. Una barra de metal plana cuyo extremo inferior era redondo, mientras que el superior era recto, del que sobresalía una especie de nudo circular. Era de un color casi dorado, con un matiz rojo poco habitual…
Como su colgante.
Sin darse cuenta, se acarició el trozo de metal que le colgaba del cuello mientras se inclinaba hacia el holograma y daba la vuelta alrededor del pedestal para ver el otro lado. Para su decepción, no encontró nada, salvo una inversión extraña, que desafiaba toda perspectiva, de su cara, a través de la cual veía a Frost, Kari y Chase.
—La persona que pretende vendérnoslo solo nos ha dado una pequeña muestra —dijo Kari—. Afirma que en la parte delantera de ese artefacto hay una serie de marcas que podrían resultarnos útiles, pero no nos dejará verlas hasta que le paguemos.
—¿Cuánto pide? —preguntó Chase.
—Diez millones de dólares.
—Joder. Eso es mucho por una regla.
—Podría valer más que eso —dijo Nina. Aunque sabía que no había nada, no pudo evitar alargar un dedo para tocar la imagen. La punta de la uña atravesó el holograma, y parte de la imagen desapareció cuando su dedo obstruyó los rayos láser que la generaban—. Es oricalco, ¿verdad?
—Eso parece. —Frost le mostró una pequeña bandeja de cristal en la que había una pieza de metal del mismo color que la barra—. Aparte del holograma, también nos mandó una muestra. Dice que la cortó del artefacto, de un costado. —Nina vio una pequeña mella en un lado del holograma—. Lo he sometido a una prueba metalúrgica. Es una aleación de oro y bronce, pero con unos niveles de carbón y azufre muy altos, lo que explicaría su color.
—¿Positivo en vulcanismo?
—Sí.
—Eso encajaría con lo que Platón dijo sobre el oricalco en Critias —Nina se emocionó al darse cuenta de lo que eso implicaba.
—Un momento, ¿qué? —preguntó Chase—. Lo siento, pero cuando alguien dice vulcanismo, pienso en el señor Spock.
—Según Platón, el oricalco, un metal muy poco común, se extrajo de la Atlántida —le explicó Nina—. Pero en la tabla periódica no hay lugar para elementos desconocidos, lo que significa que tuvo que ser una aleación de otros metales. Sin embargo, las aleaciones no se extraen de las minas, sino que se hacen; a menos que estas se formaran por algún proceso natural. La actividad volcánica podría haber provocado que los depósitos de oro y cobre se fundieran y dieran lugar a una sustancia nueva, y si este proceso creó una cantidad lo suficientemente grande, entonces es posible que se extrajera de la roca.
—Los atlantes usaron el oricalco para cubrir los muros de su ciudadela —dijo Kari—. Lo consideraban algo casi tan valioso como el oro, debido a la gran proporción que contenía de este metal precioso, pero un objeto como este valdría mucho más que su peso. Si es verdadero, sería el primer artefacto atlante descubierto jamás, una prueba de que la Atlántida existió.
Frost le hizo un gesto con la cabeza a Schenk, que encendió las luces. El holograma se desvaneció y perdió su ilusión de solidez.
—Entonces, ¿dónde está? ¿Quién lo tiene? —preguntó Nina.
—El vendedor se llama Yuri Volgan —dijo Frost—. Era uno de los hombres de Qobras. Al parecer, quiere abandonar la Hermandad, y también quiere tener suficiente dinero para huir de la organización. Espera obtenerlo gracias a la venta de este artefacto. Nos envió el fragmento de oricalco y el holograma mediante un intermediario, un iraní llamado Failak Hayyar.
Nina frunció el ceño.
—Me suena ese nombre.
—No me sorprende. Vende objetos persas antiguos que no deberían estar a la venta.
—Un ladrón de tumbas —dijo con reprobación.
—Lo era, aunque estoy convencido de que hace años que no se mancha las manos. Amasó su fortuna vendiendo los tesoros de su país a coleccionistas privados del extranjero. Es tan rico que ha logrado sobornar a los funcionarios del gobierno iraní para obtener cierto grado de inmunidad.
—Además, delata a sus rivales —añadió Chase—, los vende a la policía para que vayan a por ellos y no se metan con él. No lo he conocido en persona, pero conozco a gente que lo ha tratado. No es un tipo muy querido, pero si vende esto, a buen seguro cree que es verdadero. Tal vez sea un hijo de puta, pero es un hijo de puta que se preocupa por su reputación.
—Tiene suficientes recursos para encargarse de la venta de este artefacto y para proteger a Volgan de Qobras —dijo Frost—. Por eso opino que es verdadero, pero no pienso darle diez millones de dólares sin alguna prueba. Y ahí es donde entra en juego usted.
Nina parpadeó.
—¿Yo?
—Quiero que lo examine y que decida si es lo que Volgan afirma que es.
—¿Quiere que vaya a Irán? —Tragó saliva—. ¿Al mismo Irán que forma parte del Eje del Mal y que odia a Estados Unidos?
Chase se rió.
—La acompañaré para protegerla. Unos cuantos colegas y yo. No tiene de qué preocuparse.
—¿Ha estado antes en Irán?
Chase puso cara de despistado.
—Oficialmente no…
—El señor Chase y sus socios cuidarán de usted —dijo Frost—. Y Kari también la acompañará, en representación mía.
—¿Pero qué le hace pensar que podré decir si este artefacto es verdadero o no? —preguntó Nina, que señaló el holograma espectral.
—Es una experta en idiomas antiguos, ¿no es así? —preguntó Kari.
—Yo no diría experta. He estudiado la materia, puedo diferenciar el fenicio del numida, pero no soy una especialista.
—Por lo que he oído, es más buena de lo que afirma. Tal vez incluso mejor que su madre. —Nina miró fijamente a Frost, sorprendida—. Conocía a sus padres; de hecho, financié la expedición al Tíbet en la que… —Hizo una pausa y apartó la mirada—. Una gran tragedia. Una gran pérdida.
—No me dijeron que la había financiado —dijo Nina.
—Fue a petición mía. Ahora que sabe de lo que es capaz Qobras, entenderá por qué le doy tanta importancia a la seguridad. Qobras hará lo que sea con tal de detener a todo aquel que intente encontrar la Atlántida, y tiene muchos recursos… y algunos amigos muy poderosos en todo el mundo.
—¿Como quién?
—Seguramente es mejor que no lo sepa. Pero en cuanto al artefacto, si lo que dice Yuri Volgan es cierto, debería ser capaz de decirnos si es auténtico leyendo el título.
—Imagíneselo —prosiguió Frost, con un tono algo teatral—, ¡tendría en las manos un objeto de la Atlántida!
—Si es verdadero.
—Usted es la persona más cualificada del mundo para decirlo.
Nina meditó sobre lo que acababa de oír. No le atraía la idea de ir a un país que era abiertamente hostil a los occidentales, y a los estadounidenses en concreto, pero había formado parte de expediciones a países poco amistosos, y, en este caso, la posible recompensa sobrepasaba con creces el valor de todo lo que había descubierto con anterioridad.
Además, tal como había dicho Frost, no iba a ir sola.
Por otra parte, ¿qué iba a hacer si rechazaba esa oferta? ¿Regresar a Nueva York, donde acababan de rechazar su proyecto… y donde tendría que andarse todo el día con cien ojos por si los hombres de Qobras volvían a ir a por ella?
—De acuerdo —decidió—, lo haré. ¿Cuándo nos vamos?
Frost sonrió.
—Cuando esté lista.
—Me gusta su forma de pensar —dijo Nina, que le devolvió la sonrisa—. El hecho de que la Atlántida haya esperado once mil años, no significa que nosotros debamos esperar más.
—Entonces —dijo Kari—, pongámonos manos a la obra.