Capítulo 11
Brasil
—Welcome to the jungle! —cantó Chase al bajar del avión.
A pesar de que había viajado por todo el mundo, a Nina los viajes al trópico siempre la trastornaban. No era el clima cálido de por sí lo que la molestaba, sino que le resultaba mucho más fácil acostumbrarse al calor seco de un desierto que pasar de la cabina con aire acondicionado de un avión al calor bochornoso de una selva tropical.
Además, era difícil adentrarse en una selva tropical. Tefé se encontraba en el corazón de la cuenca amazónica, la temperatura era superior a los veinticinco grados y la humedad hacía que la ropa se le pegara a la piel.
No obstante, iban a adentrarse más. Tras examinar mapas, fotos de satélite y las inspecciones aéreas de la zona, habían acotado la posible ubicación de la ciudad perdida en un área de casi trece kilómetros de diámetro, a casi doscientos kilómetros río arriba de Tefé. El poblado permanente más próximo se hallaba a más de cincuenta kilómetros de su objetivo, y no era más que una aldea. Nina había visto las fotografías aéreas, que tan solo mostraban una tupida alfombra de vegetación verde, rota únicamente por el curso serpenteante de los ríos.
Asimismo, esa bóveda que cubría la selva les había impuesto el modo de transporte. En helicóptero habrían alcanzado el destino, desde Tefé, en menos de noventa minutos (de hecho, Kristian Frost había contratado uno en caso de que se diera una emergencia que requiriera una evacuación rápida), pero el aparato no habría encontrado dónde aterrizar. Además, habrían tenido que bajar a todos los miembros de la expedición, y los pertrechos, con cuerdas, por lo que Chase, que se encargaba de la logística de la operación, decidió que era demasiado arriesgado, para alivio de Castille.
En lugar de eso, remontarían el río en barco.
Pero menudo barco, pensó Nina.
La expedición iba a estar formada por dos, pero el Nereida era, sin duda alguna, el más importante. Se trataba de un yate a motor Sunseeker Predator 108, pintado con tonos gris carbón y plata, y que lucía el logotipo Frost en el casco. Nina se quedó estupefacta cuando le dijeron que había llegado en avión a Brasil procedente de Europa, tras tres días de intensos preparativos para la expedición, que después lo habían transportado en el vientre de un inmenso avión, un Antonov An-225, hasta la ciudad de Manaos, donde remontó quinientos kilómetros río arriba hasta Tefé, para reunirse con sus pasajeros. Los recursos que Kristian Frost estaba dispuesto a invertir por la búsqueda de la Atlántida, por ella, la dejaron anonadada.
Aunque era una embarcación muy grande —debía de medir, desde la puntiaguda proa hasta popa, más de treinta metros de eslora—, iba a transportar a la expedición de forma rápida y cómoda hasta un punto situado a tan solo quince kilómetros de su destino, a pesar de los recodos y estrechamientos del río. Gracias a su poco calado, inferior a un metro veinte, y una serie de motores de maniobra situados en proa y popa, podía girar sobre sí mismo y navegar las vías fluviales más grandes con relativa facilidad.
En aquellas partes del río que el Nereida no pudiera salvar… Ahí era donde entraba en juego el segundo barco. La embarcación auxiliar del Nereida, que colgaba de una pequeña grúa en popa, era una Zodiac hinchable de cuatro metros y medio. Era la antítesis de la lujosa embarcación madre, pero si todo salía según lo planeado, solo la necesitarían para el último tramo del viaje.
La necesidad de un barco del tamaño del Nereida había surgido a causa del aumento de la expedición. Además de Philby, se habían unido cuatro personas más al equipo original de Nina, Kari, Chase y Castille. Dos de ellas formaban la tripulación del barco: el capitán, barbudo y corpulento, Augustine Pérez y su «primer oficial», cargo que usaban en broma, Julio Tanega, que sonreía con frecuencia y mostraba, no uno, sino dos dientes de oro.
El tercer miembro era Agnaldo di Salvo, un brasileño de espaldas anchas y complexión fuerte, que tenía el aire de un hombre al que pocas cosas lo sorprendían y nada le daba miedo. Kari lo había presentado como su guía en la zona, pero Di Salvo, cuando se lo preguntó Nina, se definió como «rastreador de indios». La doctora, sin embargo, se sintió algo intimidada para ahondar en la diferencia entre ambas cosas. Para su sorpresa, Chase y Castille parecían conocerlo bastante bien.
Además de Di Salvo, y sin gozar de toda su aprobación, había otro estadounidense, un chico alto y delgado como un junco, un licenciado de San Francisco llamado Hamilton Pendry. Era un ecólogo que estudiaba los efectos de la explotación comercial de las selvas tropicales sobre la población indígena, y también era el sobrino de un congresista demócrata que había convencido al gobierno brasileño de que permitiera que acompañara a uno de sus expertos en la selva. Parecía que a Di Salvo le había tocado bailar con la más fea. Puesto que los Frost habían exigido explícitamente que Di Salvo formara parte de la expedición, ahora también tenían que cargar con Hamilton, aunque no le habían contado la naturaleza exacta de la misión. Y menos mal, pensó Nina; aquel joven greñudo parecía sincero en su entusiasmo por la causa de los indios nativos y por la conservación de su entorno, ¡pero joder, podría estarse calladito durante cinco minutos!
Chase contaba con que se les uniera otra persona, pero a Nina enseguida le quedó claro por qué al final no iba a poder hacerlo. Resultó que cuando vieron a su amiga María Chascarillo, en el puerto, era tan guapa como Shala… y estaba igual de embarazada que la iraní.
—¡Os juro que es una coincidencia! —les dijo a Nina y Castille, con una sonrisa, mientras le daba un abrazo a María.
—Claro, te creemos —dijo Nina—. ¿Verdad, Hugo?
—Ah, por supuesto —contestó Castille, que estaba comiendo un plátano.
A pesar de que Chase se llevó una pequeña desilusión por el hecho de que María no pudiera acompañarlos en la expedición, se le alegró la cara cuando abrió una de las cajas que le había llevado su amiga. Nina no vio el contenido, pero se lo imaginó fácilmente.
—¿Armas? —preguntó cuando María se había ido.
—Y algún juguete más —contestó él, con alegría—. En Irán nos pillaron desprevenidos y no quiero que eso vuelva a ocurrir. Además, por lo que ha dicho Agnaldo sobre la gente de aquí, tal vez necesitemos algo para asustarlos.
—¿Qué ha dicho Agnaldo sobre ellos?
—Bueno, no ha conocido a los nativos en persona, solo ha oído historias. Porque la gente que los ha conocido… no acostumbra a volver a casa para contarlo.
—¿Cómo? —Nina sacudió la cabeza—. No, eso suena a película de Indiana Jones. Todo ese rollo de las «tribus perdidas de la selva» ya no existe. Estamos en el siglo XXI.
—Quizá usted sí —terció Di Salvo, que apareció súbitamente tras la doctora como un fantasma y la hizo estremecer. Para ser un hombre tan grande tenía la asombrosa habilidad de pasar desapercibido—. Pero ellos no. Le sonará a cuento, pero cada año docenas de personas, leñadores, prospectores, incluso turistas, son asesinados por tribus indias en la profundidad de la selva. Eso hace que mi trabajo sea más duro. —Aguzó los ojos e inspeccionó el muelle, donde había varias personas que los observaban con recelo. No era extraño, pensó Nina; en comparación con las barquitas destartaladas amarradas en el puerto, las líneas futuristas y brillantes del Nereida lo convertían casi en un ovni—. Esa gente odia a los indios nativos porque las tierras tribales están protegidas por ley, de modo que pueden verse privados de su medio de vida si alguien descubre una nueva tribu. Y tampoco ayuda el hecho de que se haya extendido la creencia de que los indios matan a los intrusos con total impunidad. Así que también me odian, porque mi trabajo consiste en encontrar indios.
—¡Esto es un escándalo! —chilló Hamilton. A diferencia de Di Salvo, Nina oyó el chacoloteo de sus sandalias por la cubierta—. No debería ser necesario confirmar la existencia de una tribu antes de proteger un área. ¡Toda esta región debería estar protegida! ¡La tala de árboles, la minería y la cría de ganado están destruyendo la selva! ¡Están quemando miles de hectáreas a diario para crear ranchos! ¡Es como si vendieras tus pulmones a cambio de un puñado de dólares para comprarte una hamburguesa!
Chase le lanzó una mirada fugaz a Nina antes de adoptar un semblante muy serio.
—Sí, todo eso de la quema de árboles es terrible, ¿verdad? Es una pena.
—¡Ya lo creo! —Hamilton agitó los brazos, repletos de pulseras de la amistad—. Es que es… ¡increíble!
—Quiero decir —prosiguió Chase—, con una sola caoba se podrían hacer docenas de asientos de váter. Yo tengo uno en casa. ¿Alguna vez has probado un asiento de caoba? Es el lugar más cómodo para aliviarte mientras lees el periódico. Agradable y cálido.
Hamilton lo miró, boquiabierto.
—Eso… ¡es un escándalo! —balbució al final—. Es la típica ceguera de la cultura dominante e indiferente que, que, que… —Su voz se fue desvaneciendo y miró a Chase antes de volverse e irse. Nina, que por lo general era bastante ecologista, no pudo evitar sonreír mientras Di Salvo estallaba en carcajadas.
—Eddie —dijo—, has hecho en cinco minutos lo que yo no he podido en cinco días, ¡has logrado que se calle! Eres un hombre con muchos talentos.
—Bueno… sí, tienes razón. —Se acarició las solapas de la chaqueta, en un gesto de inmodestia.
—Qué malo eres —le dijo Nina, que no había parado de sonreír.
—¡Anda ya! Si parece que lleve un cartel en el pecho que dice «tomadme el pelo, por favor».
Kari salió del camarote principal a la cubierta de popa.
—¿Está todo listo? —preguntó—. El capitán Pérez quiere saber cuándo podemos soltar amarras.
—Ya hemos subido todo el equipo a bordo —dijo Chase—. Solo falta el baúl de Nina lleno de ropa nueva de París.
—Solo es una maleta y ya está en mi camarote —replicó Nina, que le hizo un mohín.
Kari miró hacia el muelle, satisfecha de que lo hubieran subido todo a bordo.
—Pues si ya estamos listos, no hay motivo para esperar. Cuanto antes partamos, antes llegaremos. Voy a decirle a Julio que suelte amarras. —Entró de nuevo en el camarote.
—Un viaje por el Amazonas —dijo Chase, mientras se dirigía a la otra punta del barco para observar el ancho río—. Hace tiempo que no hago algo así.
—Bueno, técnicamente será un crucero por el Tefé —lo corrigió Nina. La ciudad de Tefé se encontraba a orillas del río del que había tomado su nombre junto antes de su confluencia con el Amazonas, en el extremo oriental de un ancho lago que medía más de cincuenta kilómetros de largo.
—Muy bien, doctora Listilla. Me da igual con tal de que no tenga que pelearme con cocodrilos esta vez. —Cogió una de las cajas y se dirigió al interior del barco.
Nina se rió.
—Sí, claro. ¿Pelearte con cocodrilos? ¡Ya!
—Tienes toda la razón, doctora —dijo Castille mientras cogía la segunda caja y seguía a Chase—. Eran caimanes.
—¿Caimanes? —preguntó Nina—. Pero son casi lo mismo… ¡Eh! —Se fue corriendo en busca de Castille.
El Nereida alcanzó el extremo sudoeste del lago en poco menos de una hora, a una buena velocidad, pero sin llegar a poner a prueba la resistencia de los motores, antes de reducir la marcha a un ritmo más apropiado para navegar el río que se unía a la gran masa de agua. A partir de ahí, el Tefé se convertía en una serie constante de curvas ondulantes, cuyos tramos rectos no superaban unos pocos centenares de metros. En algunos lugares el Tefé alcanzaba más de sesenta metros de ancho, mientras que en otros las orillas estaban separadas por menos de quince metros. Con una manga de seis metros, el Nereida no corría peligro de embarrancar, pero los árboles que se alzaban a ambos lados del río eran tan altos que, en ocasiones, formaban casi un túnel de follaje sobre la embarcación.
Llegó el anochecer y Nina se dirigió a la cubierta de proa para ver el sol entre los árboles. En el ecuador el día se convertía en noche a una velocidad casi pasmosa. Kari se le había adelantado, ya estaba apoyada en la barandilla.
—Hola.
—¡Hola! —dijo Kari, contenta de verla—. ¿Dónde has estado? Apenas te he visto desde que partimos.
—Quería ver las fotos de satélite una vez más.
—¿Y has encontrado algo?
Nina negó con la cabeza, mientras se sentaba en una de las tumbonas de cubierta.
—Si hay algo, está absolutamente oculto bajo la bóveda de árboles. Necesitaríamos un radar para poder ver lo que hay debajo. Supongo que tu padre no podría conseguir uno, ¿no?
—Pues, de hecho, lo sugirió. Pero habríamos tardado más en esperar a que un satélite alcanzara la órbita adecuada que yendo a comprobarlo en persona, así que… —Se sentó junto a Nina y señaló hacia la selva—. ¿Has visto eso? O sea, ¿te has fijado bien? Es extraordinario. Hay semejante diversidad, tantos tipos de vida distintos. Y lo único que quiere hacer la gente es arrasarlo todo para consumirlo.
—Lo sé. Hamilton es un poco pesado, pero tiene razón. —Nina se recostó y miró hacia la puesta de sol—. Estaba pensando en lo que dijiste en París, eso de que había demasiada gente en el mundo. Es verdad, ¿no? Todos peleándonos por los mismos recursos, creyendo que tenemos más derecho a existir que el prójimo. —Suspiró—. Es una pena que no podamos hacer demasiado.
Kari esbozó una sonrisa.
—¿Quién sabe? Tal vez en el futuro seamos capaces de cambiar las cosas para mejor.
—No lo sé. Teniendo en cuenta cómo es la naturaleza humana, no sé cómo podríamos lograrlo. Además, no creo que yo sea de ese tipo de personas capaces de cambiar el mundo.
—Lo serás —le aseguró Kari, que le puso una mano en el brazo—. Cuando descubras la Atlántida —aclaró, al ver la mirada de confusión de Nina—. Eso cambiará el mundo. No hay mucha gente que pueda reescribir la historia humana de un golpe.
—¡No soy solo yo! Tú formas parte de esto tanto como yo. Aún más. De no ser por ti, no estaría aquí. Gracias a ti y a los recursos de tu padre todo esto es posible.
Kari sacudió la cabeza.
—No, no. El dinero no sirve de nada sin un objetivo. Mi padre y yo creemos a pies juntillas en los proyectos en los que invertimos dinero. Y tú también. Creo… —Se detuvo para encontrar las palabras adecuadas—. Creo que tenemos mucho en común.
—Bueno, eso si no tenemos en cuenta los miles de millones de dólares…
—No lo sé… ¡creo que descubrir la Atlántida nos reportará mucho!
El zumbido de los motores se detuvo. El avance constante del Nereida río arriba aminoró, el incesante batir del agua bajo la proa dio lugar al suave embate de las olas contra el casco.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Nina—. ¿Algo va mal?
—Al contrario —respondió Kari—. Navegar por un río como este de noche, sobre todo con un barco tan grande, puede ser arriesgado. El capitán Pérez es precavido. —En ese instante se oyó un traqueteo bajo cubierta, seguido del ruido del ancla al caer al agua—. Además, creo que la cena también está lista. Ya verás qué banquete. Julio es un cocinero excelente.
Nina comprobó que Kari no bromeaba. Creía que las provisiones del barco serían una mezcla de bocadillos y alubias en conserva, pero Julio había logrado sacarle todo el provecho a la pequeña cocina del barco y les había preparado un banquete compuesto por una sopa de verduras frescas, cerdo asado gratinado con salsa de oporto y, de postre, una mousse de chocolate. De hecho, le gustó más esa comida que la que había probado en los restaurantes carísimos de París a los que la había llevado Kari.
Una vez saciado el apetito, y algo amodorrada por el vino, se fue a la cubierta trasera para escapar de la discusión cada vez más politizada entre Hamilton, Di Salvo y Philby y para respirar un poco de aire fresco. Las tenues luces del barco le permitían ver los árboles de la orilla y, al mismo tiempo, distinguir la silueta de la bóveda de la selva que resaltaba en el brillante cielo nocturno.
Le dio un sorbo más a la copa de vino y miró las estrellas. Por muchas incomodidades que planteara el estar ahí en medio de la selva, lejos de la civilización, el hecho de poder apreciar toda la belleza y majestuosidad del cielo era…
—Joder, estoy a punto de reventar —dijo Chase, que se sentó junto a ella, seguido de Castille, que mordisqueaba una guayaba—. ¿Qué haces, Doc? ¿Has venido aquí a acabar de digerir la cena a solas?
—No —respondió ella—. Quería mirar las estrellas.
Chase alzó la vista.
—Ah, sí, no está mal.
—¿Solo se te ocurre decir eso? —le espetó Nina—. Estás en mitad de la selva amazónica, con un cielo increíble, ¿y lo único que te viene a la cabeza es «no está mal»?
—¿Qué esperabas? —preguntó Castille—. Es inglés, si le pides que te haga un pareado es capaz de coger y construir un chalet.
—En realidad, he dicho que no estaba mal porque los he visto mejores —le replicó Chase, con un tono algo ofendido por primera vez—. En Argelia. En el desierto de Erg. No había ni un rayo de luz en ochenta kilómetros a la redonda, y el aire era tan limpio que podía ver todas las estrellas del cielo. Hasta me alejé del campamento y me quedé sentado en una roca durante media hora mirando hacia arriba. Fue increíble.
—¿De verdad? —A Nina nunca le había parecido que Chase fuera de los que les gustaba mirar las estrellas.
—¿Y cuándo has estado tú en Argelia? —preguntó Castille con recelo.
—Hace cuatro años. Ya sabes, cuando tuve unas palabras con ese traficante de armas. Fekkesh, o como se llamara.
—¡Ah! Entonces fue eso lo que le ocurrió. ¿Llegaron a encontrar su…?
—Así que, Doc —Chase se apresuró a interrumpir a su amigo—, sé apreciar un cielo bonito tanto como el que más. He estado en todo el mundo y reconozco la belleza natural cuando la veo.
Miró a Nina a los ojos mientras hablaba. Ella desvió la mirada hacia el río, con la esperanza de que Chase no se hubiera dado cuenta de que se había sonrojado.
—Lo siento, no quería decir que fueras una especie de, bueno…
—¿Bárbaro maleducado, grosero y vulgar de Yorkshire?
—¡Nunca he dicho «bárbaro»!
Chase se rió.
—Observa. —Estiró el brazo tras ella para abrir una caja que había en cubierta y la rozó al sacar una linterna—. Dame eso, Hugo.
—¡Eh! —se quejó Castille cuando le arrancó la guayaba de las manos. Chase lanzó la fruta al agua, que apenas hizo ruido. De repente se oyeron más salpicaduras en la oscuridad.
—¿Lo ves? —le preguntó Chase a Nina. Se arrimó de nuevo a la doctora mientras iluminaba el agua oscura. De pronto, como surgidos de la nada, aparecieron docenas de ojos amarillos resplandecientes como gemas que los observaban desde el río.
—¿Qué son? —preguntó Nina, cuando un par de ojos parpadeó. Ella dio un grito ahogado y se arrimó junto a Chase instintivamente.
—Cocodrilos —respondió él—. O quizá caimanes, nunca recuerdo cuál es la diferencia. —Levantó un brazo para señalarlos y abrazó a Nina con el otro. La doctora dio un grito ahogado—. ¿Ves cómo nadan lentamente bajo la superficie del agua, haciendo como si no se movieran? He visto a esos cabrones muy de cerca. Son muy pacientes. Esperan cuanto haga falta hasta que tienen la presa a tiro, y entonces…
Nina empezaba a ponerse nerviosa con aquellos ojos que la observaban tan fríamente.
—¿Estamos a salvo?
—Mientras no aprendan a subir por la escalera de cubierta, sí. Pero seguramente hay muchos más al otro lado. Me ha parecido que tenía que enseñártelos por si acaso querías darte un chapuzón a medianoche.
—No creo —replicó Nina y se apartó de él.
Chase enfocó la linterna hacia la parte trasera del barco, donde aparecieron más ojos siniestros que los observaban.
—Aunque no hubiera cocodrilos, no recomendaría bañarse. Es probable que haya pirañas y también está ese pequeño cabrón que se te mete por la polla si te pones a mear en el agua.
—No pensaba hacerlo.
—Ya lo sé, tienes demasiada clase, supongo. —Chase apagó la linterna y se tiró un estruendoso pedo—. Ah, ya estoy mucho mejor. Tenía ganas desde que nos hemos tomado el primer plato.
—¡Cielos! —exclamó Nina, con cara de asco.
—¡Es mejor que vaya a comprobar que no se ha escapado nada! —Le dio la linterna y regresó a la cabina principal.
Nina dio un resoplido.
—Cielos, ¿pero qué le pasa?
—Es su forma de ser —dijo Castille, apoyado en la barandilla.
—Pues preferiría que se comportara de otro modo. ¿Por qué tiene que ser tan… ordinario?
Para su sorpresa, Castille casi suspiró.
—Me temo que se trata de un mecanismo de defensa. Intenta no intimar mucho con sus clientes. Sobre todo cuando son… bueno… —Le hizo un gesto con la cabeza—. Mujeres atractivas. Pero no ha sido siempre así. Cuando lo conocí, en el SAS, siempre era… ¿Cómo se dice?
—¿Educado?
—Caballeroso.
—¿Entonces qué ocurrió? —preguntó Nina.
Castille puso cara de pena.
—No soy yo quien debería decirlo.
—¡Pues has empezado tú! ¿Qué pasó?
—Ah, no debería decir nada… Prométeme que no le dirás que te lo he contado. —Nina asintió—. En una ocasión… se enamoró de una mujer a la que debía proteger.
—¿Y qué sucedió? —Nina creía que ya lo sabía—. ¿Acaso… murió?
Castille dio un gruñido.
—¡Claro que no! Edward no es tan incompetente. No, se casó con ella.
—¿Ha estado casado? —No se le había pasado por la cabeza esa posibilidad.
—Sí, pero… no duró mucho. Eran muy diferentes y ella no lo trató bien. Y luego, ella, ah… —Miró hacia el camarote y bajó la voz—. Tuvo una aventura. Con… Jason Starkman.
—¡¿Qué?! —exclamó Nina—. ¿Me estás diciendo que es el mismo tipo que intentó…?
Castille asintió.
—Los tres trabajábamos en operaciones conjuntas de la OTAN. Jason era su amigo, seguramente su mejor amigo por entonces. Luego se esfumó y empezó a trabajar para Qobras, por un motivo incomprensible, y luego Edward se enteró de todo… No fue una buena época para él. Creía que lo habían traicionado todos aquellos en los que confiaba.
—Salvo tú.
—Ah, si Edward no confiaba en mí, ¿quién iba a evitar que se metiera en líos? —El ambiente de intimidad se acabó; estaba claro que Castille no pensaba regresar al tema.
Nina miró de nuevo hacia el río, esta vez consciente de que la estaban observando, y la idea le dio escalofríos. Tras acabar el vino, volvió a la seguridad del camarote.