Capítulo 13
Nina no se atrevía casi ni a respirar.
Los indios los rodearon, deslizándose de forma silenciosa sobre la tierra húmeda. Frente a ella, Chase gruñó. Aún oía a Castille, que se asfixiaba.
El indio que estaba más cerca se encontraba ahora a apenas tres metros, con una lanza de punta negra en la mano, preparado para atacar.
Nina miró el fusil de Kari… y apartó la mirada. Lentamente se quitó la mochila y la abrió.
—¿Qué haces? —murmuró Philby—. ¡Coge el fusil! ¡Van a matarnos!
No le hizo caso. Seguía con la mirada clavada en el hombre de la lanza, que ya estaba a menos de dos metros. Un par de pasos más y podría clavársela sin tan siquiera soltarla.
Tocó con los dedos la suave tela que envolvía la barra de metal. Sin dejar de mirar al indio, sacó el brazo del sextante de la mochila y le quitó la funda. Inclinando la cabeza en un gesto inconfundible de sumisión, alzó la barra de oricalco, a modo de ofrenda.
Silencio.
Alzó levemente la vista y vio que los pies del hombre se encontraban ahora a un metro. Tenía los dedos separados, observó la parte analítica de su cerebro en un gesto inútil. Si pensaba matarla, lo haría en pocos segundos…
Sin embargo, profirió un grito de emoción en un idioma del todo desconocido. Otro de los indios contestó; parecía desconcertado. Las lenguas variaban, pero los tonos emocionales eran una constante humana en todo el mundo.
Le arrancó la barra de las manos. Nina parpadeó al ver la punta de la lanza a tan solo unos centímetros de la cara. Los indios se aproximaron más y la obligaron a ponerse en pie. La rodeaban, como mínimo, doce hombres. También hicieron levantar a los demás miembros de la expedición. Kari dio un grito ahogado de dolor, todavía no podía enfocar la mirada, y Di Salvo profirió un gruñido agónico cuando los indios lo agarraron del brazo herido.
Nina se dio cuenta de que sabían lo que eran los fusiles. Estaba claro que habían tenido suficiente contacto con el mundo exterior para reconocer las armas modernas. Arramblaron con todos los fusiles y también las pistolas de Chase y Castille antes de quitarles las boleadoras.
—¡Nina! ¡Kari! —dijo Chase—. ¿Estáis bien? —Un indio le puso un cuchillo de obsidiana en el cuello. El inglés lo fulminó con la mirada, pero se calló.
—Kari está herida —respondió Nina.
—No, estoy bien —dijo Kari, aturdida—. ¿Qué ha pasado?
—Les he dado el artefacto.
Aquello hizo que Kari pudiera enfocar la vista de nuevo y miró con incredulidad a Nina.
—¿Qué?
—Creo que he salvado la vida de todos. Mira.
Kari le hizo caso y vio que uno de los indios sostenía el brazo del sextante a la luz y lo examinaba casi con veneración. Los demás lo observaban con igual asombro y lanzaban alguna que otra mirada de recelo a sus prisioneros mientras intercambiaban preguntas.
—Agnaldo —susurró Nina—, ¿puede entenderlos?
—No todo —gruñó Di Salvo, con la cara crispada por el dolor—. Saben lo que es, pero… No creo que ninguno de ellos lo haya visto antes.
—¿Puede hablar con ellos?
—Puedo intentarlo.
—Dígales… dígales que lo hemos traído para devolvérselo. Que lo hemos traído a la ciudad del dios del agua.
A pesar del dolor, Di Salvo la miró con incredulidad.
—¿Cómo voy a traducir todo eso?
—¡Usted hágalo! —le ordenó.
Kari y Chase la miraron con una mezcla de sorpresa y admiración cuando Di Salvo le hizo caso y empezó a hablar entrecortadamente. Los indios lo escucharon, con desconfianza, y desconcertados cuando el brasileño no era capaz de traducir algo correctamente, pero, al parecer, entendieron el mensaje. El hombre que tenía el artefacto respondió a Di Salvo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Nina.
—Creo que van a llevarnos a su aldea. Ha dicho algo sobre los ancianos de la tribu… No lo he entendido todo.
—¿No van a matarnos? —preguntó Philby—. ¡Oh, gracias a Dios!
—Bueno —respondió Nina en tono grave—, es una pena que Hamilton no haya tenido la misma suerte.
A Philby se le ensombreció el rostro.
—Yo aún no cantaría victoria, profesor —añadió Chase—. Si no les gustamos a estos ancianos tribales, nos usarán a modo de señales de «prohibido el paso» en el río para sustituir a las antiguas.
Después de atarles las manos a la espalda a los prisioneros, los indios los condujeron selva adentro.
—No puedo creer que nos tendieran una emboscada como esa —les dijo Chase a Nina y a Kari, como si quisiera pedirles disculpas—. Nunca me habría ocurrido si aún estuviera en el SAS. Joder, debo de estar volviéndome tonto.
—No ha sido culpa tuya —Nina intentó consolarlo—. Esta gente vive aquí, conoce el terreno. Y está claro que se les da muy bien mantener a raya a los forasteros.
—¡Esa no es la cuestión! Nunca han logrado tenderle una emboscada al SAS en la selva.
—Nadie los vio, Edward —dijo Castille con voz aún áspera.
—Sí pero…
—Eddie —lo interrumpió Nina—, aún estamos vivos, y eso es lo importante. Si hubieras empezado a disparar, quizá habría más muertos. Quizá no habría supervivientes.
—El día aún no se ha acabado —le recordó él.
El sendero empezaba a subir y vieron una colina baja que asomaba sobre la gran extensión de la cuenca amazónica. Nina percibió más señales de presencia humana, otros senderos que se unían al suyo y que convergían en un punto.
La colina era cada vez más empinada, el camino subía en zigzag hacia la cima y había menos árboles.
—Cielo santo. —Nina dio un grito ahogado cuando alcanzaron la cima.
La colina no era muy alta, pero sí lo bastante para ofrecer una vista espectacular de lo que había más abajo. La vegetación dominaba el paisaje, atravesado por un brazo del río, pero entre los claros de los árboles vio las ruinas de unos edificios antiguos, los restos de lo que otrora debió de ser un gran asentamiento.
Sin embargo, había una construcción que no estaba en ruinas. Y era incapaz de apartar la vista de ella.
Desde el aire quedaba oculta bajo la exuberante vegetación de la selva, no debía de verse más que una sombra. Pero desde aquel ángulo, Nina podía ver claramente una estructura inquietante y amenazadora. Y enorme, de unos veinte metros de alto, ciento veinte de largo y más o menos la mitad de ancho.
«No —pensó—. Mide justo la mitad de ancho». Recordó una cita de Critias: «Aquí se encontraba el templo de Poseidón, que medía un estadio de largo, medio de ancho, tenía una altura proporcional y un extraño aspecto bárbaro». La construcción de piedra oscura que se alzaba ante ella encajaba con la descripción; a fin de cuentas, los antiguos griegos consideraban «bárbaro» todo aquello que no fuera griego. De hecho a Nina le recordaba más a la cultura inca o maya, con esos grandes bloques de piedra tallada y encajados con una precisión casi antinatural. En las esquinas se alzaban unas agujas, envueltas en un follaje que ocultaba aún más su forma. La parte inferior de los muros estaba escalonada como un zigurat, pero la curva de la cubierta parecía algo más moderna, como un hangar de aviones.
Estaba observando el templo de Poseidón, dios del mar.
O, más bien, una réplica. El original, según Platón, estaba revestido de metales preciosos, mientras que ese tan solo era de piedra en bruto, cubierta de musgo y enredaderas. También era más pequeño, no alcanzaba, ni por asomo, la longitud de un estadio griego, que era de ciento ochenta y cinco metros.
A no ser que hubiera tenido razón desde un principio, y un estadio atlante fuera más pequeño que el griego. Lo cual supondría una gran diferencia a la hora de buscar la isla…
Nina no pudo seguir pensando en ello ya que los indios empezaron a bajar la colina. Entonces vio que, a pesar de que la ciudad estaba en ruinas, no la habían abandonado. En el extremo más próximo del templo había un poblado de cabañas de madera y piedra. Contó quince estructuras circulares. O bien la tribu estaba distribuida en más de un emplazamiento, o eran muy pocos. No parecía que tuvieran una población superior a cien personas.
El grupo fue conducido hasta el poblado, junto al cual se alzaba, imponente, el templo. Empezaron a salir otros indios —jóvenes y ancianos, mujeres, niños— de las cabañas para verlos pasar. Sus ojos oscuros no podía ocultar sus recelos. Cerca de la base del muro del templo había una cabaña más grande que las demás.
—Están llamando a los ancianos —dijo Di Salvo, que escuchaba el vehemente parloteo de los indios. Alguien corrió la piel animal que cubría la entrada de la cabaña y aparecieron tres hombres. Ancianos, con la cara llena de arrugas bajo las cintas del pelo adornadas con plumas, pero aún fuertes y llenos de vitalidad.
—Es increíble —susurró Kari, más para sí que para Nina—. La genética… Con una población tan pequeña y aislada, lo más probable seria que la endogamia hubiera causado una serie de anormalidades genéticas. Pero no hay ni rastro de ellas. Un genoma superior… Ojalá pudiera obtener una muestra de ADN para que la Fundación pudiera analizarlo.
—Antes de pedirles una muestra de sangre es mejor que los convenzamos de que no nos empalen, ¿eh? —dijo Chase.
Los indios dispusieron al grupo en fila a empujones, frente a los ancianos, que los observaban con un gélido desdén mientras escuchaban al jefe de la partida de caza. Sin embargo, les cambió el rostro en cuanto el cazador les mostró el artefacto atlante. Sobrecogimiento… mezclado con ira.
De pronto uno de los ancianos formuló una pregunta y el cazador señaló a Nina. El viejo se le acercó y frunció el ceño mientras le examinaba la cara de cerca. Nina intentó disimular el miedo que se había apoderado de ella. Al cabo de unos instantes angustiosos, el hombre emitió un gruñido desdeñoso y dirigió la atención a Kari. La expresión adusta de su rostro se tornó en fascinación cuando se quedó ensimismado en sus ojos azules y le acarició su pelo rubio. Ella enarcó una ceja, pero se mantuvo en actitud sumisa.
Entonces se volvió de nuevo hacia Nina y preguntó algo. La doctora miró a Di Salvo.
—Está preguntando sobre el artefacto —le dijo Di Salvo—. Creo que quiere saber dónde lo encontró.
—¿Eso cree? —preguntó ella con un tono varias octavas más agudo—. ¡Si no acierto en la respuesta, podría matarme!
—¡Dígale lo que sabe y ya está! Haré todo lo posible por traducir fielmente. El dialecto es muy similar al de las tribus que viven más al norte.
—¡Similar no significa que sea idéntico! —señaló Nina. El anciano aún la observaba con frialdad—. ¡Vale, vale! Dígale que se lo cogimos a un ladrón en otro país y que seguimos el mapa que tiene grabado para devolvérselo a su pueblo.
Di Salvo empezó a traducir.
—¿Estás segura que es de aquí? —preguntó Chase en voz baja.
—Tiene que serlo. Saben lo que es.
El anciano habló de nuevo y Di Salvo lo escuchó con atención antes de traducir.
—Dice que los hombres blancos lo robaron en la época de su bisabuelo. Castigaron a algunos de los blancos, pero los demás huyeron.
—La expedición nazi —dijo Kari—. Tuvieron que ser ellos.
Chase hizo una mueca.
—Un palo por el culo, eso sí que es un castigo.
Di Salvo parecía confundido.
—Ahora pregunta por… No lo entiendo. Quiere saber si la señorita Frost es una de… ¿las antepasadas?
Kari y Nina se miraron.
—Pregúntele a qué se refiere —dijo Nina.
—A los antepasados que construyeron el templo —añadió Di Salvo—. Dice que tenían el pelo como… oro blanco.
—Dígales que por eso hemos venido aquí —le ordenó Kari, que recuperó el tono de autoridad—. Para averiguarlo.
—¿Está segura de que es una buena idea? —murmuró Chase—. ¡Si creen que miente, la empalarán antes que a nadie!
El anciano habló de nuevo y los otros dos se añadieron a la conversación. Di Salvo tuvo que esforzarse para seguir el hilo.
—Dice que el artefacto, lo llaman el «dedo que señala», debe regresar a su hogar en el templo. Y quieren que lo haga usted, señorita Frost.
—¿Yo? —Kari se mordió un labio.
—Dice que si lo devuelve a su lugar demostrará si es de verdad una de las antepasadas… no, una hija de los antepasados.
—¿Y qué pasa si no lo es? —preguntó Nina.
Chase carraspeó y señaló con la cabeza las afiladas armas que aún los apuntaban.
—Venga, Doc. No nos entretengamos.
—Oh…
Di Salvo prosiguió.
—Quieren que entre en el templo y se enfrente… a tres retos. El reto de la fuerza, el reto de la destreza y el reto de… de la mente, creo.
Nina hizo una mueca.
—¡Otra vez! ¡Creer que no es lo mismo que saber!
—Si supera todos los retos, habrá demostrado que es digna de entrar en el templo. Si pierde… —Di Salvo frunció la boca—. Lo que ha dicho Eddie hace un instante. Pero a todos.
Chase hizo un gesto de dolor.
—¿Alguien más se está acojonando?
Kari respiró hondo.
—Dígales que acepto el reto.
—¿Que vas a hacer qué? —chilló Nina.
—¿De verdad? —preguntó Di Salvo, asombrado.
—Sí. Pero dígales que quiero que me acompañen mis amigos. —Señaló a Chase y a Nina.
—De puta madre —exclamó Chase mientras Di Salvo trasladaba su petición.
—¿Estás loca? —murmuró Nina.
—Estarás más a salvo ahí dentro que aquí fuera —respondió Kari—. Dentro del templo como mínimo tendremos una oportunidad. Además, no sé leer su lengua y sospecho que voy a necesitar a alguien que sí pueda, y no creo que el profesor Philby esté a la altura de los retos.
Por un instante el profesor Philby hizo el amago de ofenderse.
—Bueno, de hecho, creo que…
El anciano lo interrumpió y uno de los cazadores le golpeó en la espalda a modo de advertencia. Di Salvo siguió traduciendo.
—Dice que sí —añadió, sorprendido—. Los retos son para dos personas, pero como es una mujer, le permite contar con más ayuda.
Kari asintió.
—Hum. Nunca creí que lo diría, pero viva el sexismo.
—Tienen tiempo hasta el anochecer. Si no han regresado por entonces, los demás serán… —Di Salvo palideció— ajusticiados. Y ustedes también, si regresan con vida.
Castille miró al cielo.
—Solo falta una hora para la puesta de sol. Quizá menos.
—En tal caso —dijo Kari, que le lanzó una mirada imperiosa al anciano—, es mejor que nos pongamos en marcha, ¿no? Dígale que nos suelten para que podamos empezar. Y pregúntele qué podemos llevarnos. —Miró las mochilas de la expedición, que estaban amontonadas junto a ellos.
—Explosivos, cuerdas, una palanca o dos… —sugirió Chase en voz baja.
Los cazadores les desataron las muñecas.
—Dice que lo único que pueden llevarse es la ropa y antorchas —respondió Di Salvo—. Eso es todo lo que necesitará si es digna del reto.
—Me parece que esto no es buena idea —le dijo Nina a Kari, mientras se frotaba los brazos.
—Entonces ayúdame a sacar el máximo partido —replicó Kari.
—¿Cómo puedes mantener la calma?
—Es que no estoy calmada, sino aterrada. Pero no pienso dejar que esta gente me vea así. Y tú tampoco deberías. —Kari agarró a Nina de los hombros—. Sé que puedes hacerlo, Nina. Confía en mí.
A pesar de que la sensación de miedo iba en aumento, la fe que Kari había mostrado en ella le infundió ánimos.
—De acuerdo, lo haré. Pero si nos matan…
—No pasará.
Nina soltó una risa nerviosa.
—¿Me lo prometes?
Kari asintió.
—Te lo prometo.
—El sol se pondrá dentro de cincuenta y ocho minutos —dijo Chase, que miró el reloj—. Así que si ya habéis acabado con todo ese rollo peliculero y sentimentaloide de mujeres, es mejor que empecéis a pensar a lo Tomb Raider.
Uno de los hombres de la tribu salió de una cabaña con varios troncos largos, con la punta empapada en algo que parecía alquitrán.
—Antorchas, ¿eh? Creo que nosotros tenemos algo mejor.
—Chase alzó ambas manos, lanzó una mirada inquisitiva a las mochilas y, muy lentamente, se dirigió hacia ellas. De pronto, los arcos crujieron cuando los cazadores lo apuntaron. —Vale, soy yo, inofensivo, ¿veis esta gran sonrisa de amigo…?
Empapado en sudor, y no solo a causa del calor, se agachó junto a las mochilas. Consciente de que un movimiento en falso podía desembocar en una muerte rápida y dolorosa, sacó lentamente una linterna Led de la mochila.
—¿Lo veis? No es una pistola. Solo una linterna, lo cual se ajusta a vuestras reglas, ¿verdad? Agnaldo, recuérdales que lo dicen sus reglas. —Encendió la linterna y primero la enfocó en él para enseñarles lo que hacía, y luego a los cazadores. Algunos de ellos retrocedieron, asustados, parpadeando debido a la luz resplandeciente, sin embargo, para su gran alivio, ninguno disparó. Uno de los hombres se le acercó y pasó la mano por delante de la lente, sorprendido de que no desprendiera calor. Le dijo algo a los ancianos, que meditaron antes de darle una respuesta a Di Salvo.
—Os la dejan usar —le dijo el brasileño a Chase.
—Muy bien. Ahora, en cuanto a los explosivos…
—Se nos acaba el tiempo —dijo Kari. Se acercó al anciano y le tendió una mano. Algo desconcertado, el hombre depositó la barra de metal en la palma de la mano—. Muy bien. Nina, señor Chase, vámonos.
—Hasta pronto —dijo Castille mientras acompañaban al trío a la entrada—. Por favor.
El oscuro pasillo medía menos de un metro ochenta de alto. Nina y Chase pasaban fácilmente, pero Kari casi tocaba con la cabeza en el techo, por lo que tuvo que agacharla para no rozar el musgo y las enredaderas. La temperatura y la humedad descendían rápidamente a medida que avanzaban.
Nina vio algo en una pared gracias a la linterna de Chase.
—Eddie, espera. Ilumina aquí.
La luz les mostró una larga línea de símbolos grabados en la piedra. Le resultaban familiares.
—Es la misma lengua del artefacto —confirmó Nina—. Dice… creo que es una descripción sobre la construcción del templo. —Se acercó más. Entre los caracteres glozel y olmeca había algo nuevo: grupos de líneas y cabríos—. Creo que son números. Podrían ser fechas o quizá…
—Lo siento, Nina, pero no tenemos tiempo —le recordó Kari—. Tendrán que esperar a que volvamos. —Desilusionada, Nina los siguió.
Al cabo de unos diez metros, el pasillo torcía a la izquierda. Desconfiado, Chase iluminó las paredes y el techo.
—¿Qué ocurre, señor Chase? —preguntó Kari.
—No sé usted, pero esta cosa de los «tres retos» me da muy malas vibraciones. Solo quiero comprobar que no haya alguna trampa.
—Eddie —dijo Nina con un suspiro—, ya te he dicho que aunque hubiera alguna, habría dejado de funcionar hace siglos.
—¿Ah, sí? —Chase dirigió la linterna hacia la entrada—. ¿Y si nuestros amigos, los de las plumas, las han arreglado? De lo contrario, esto no sería un reto, ¿verdad?
—Ah. —A Nina se le hizo un nudo en el estómago cuando se dio cuenta de que tal vez tenía razón—. Entonces… seamos precavidos.
El pasillo parecía seguro, por lo que se pusieron en marcha de nuevo. Enseguida llegó otro giro.
—¿Creéis que es el reto de la fuerza? —preguntó Chase cuando se detuvieron ante la entrada de una pequeña sala.
Era un poco más ancha que el pasillo, alrededor de dos metros y medio. En la pared de la derecha había un bloque de piedra rectangular que cruzaba la sala a la altura de la rodilla, como un banco. A los pies de la piedra había otro pasillo, de algo más de un metro de ancho. En el otro extremo del banco, había una rama gruesa envuelta en una enredadera, que desaparecía por un agujero de la pared, y que tenía una rama más pequeña en la punta que le daba forma de «T». Aparte de eso, la sala estaba vacía.
Chase alzó una mano para que ambas mujeres se quedaran quietas mientras él avanzaba con cuidado. Enfocó el pasillo estrecho.
—¿Qué ve? —preguntó Kari.
—Una pequeña carrera de obstáculos. El pasillo mide unos seis metros de largo, pero hay unas barras que cuelgan del techo, por lo que hay que retorcerse para pasar entre ellas. —Hizo una mueca—. Barras con pinchos. Supongo que no son para bailar.
—¿Y la cosa de madera? —preguntó Nina, señalando el banco.
—¿Eso? ¡En mi gimnasio hay algo así! —Chase asintió para que se acercaran y se sentó en el banco, bajo la barra—. Supongo que hay que levantarla como si hicieras pesas, y si eres lo bastante fuerte, abre una salida. —Vio que había una hendidura en el techo que encajaba con la forma del banco, pero no le encontró ningún sentido.
Kari cogió la linterna y enfocó el pasillo estrecho. Parecía que no tenía salida, pero había algo en el otro extremo, un agujero cuadrado.
—O que una persona tiene que aguantar el peso mientras la otra se mete por ahí y activa el mecanismo. El anciano dijo que se necesitaban dos personas para superar los retos.
—Entonces, ¿por qué no comprobamos qué hay en el otro extremo antes de que nadie levante el peso? —sugirió Nina.
—Porque eso sería muy fácil. —Chase intentó levantar la barra, que se movió un poco antes de oponer resistencia—. Bueno, ¿qué hacemos? Levanto esto y vemos lo que ocurre, o…
Kari volvió a mirar hacia el pasillo.
—Tenemos que pasar por aquí de todos modos, así que quizá sea una buena idea llegar hasta el otro extremo antes… ¿Tú qué opinas, Nina?
—¿Yo? —Hecha un manojo de nervios, observó los pinchos de cinco centímetros que sobresalían del laberinto de barras metálicas. Había suficiente espacio entre ellas para que pasara incluso Chase, pero a todos les costaría evitar los pinchos. Alzó la vista y vio que cada barra desaparecía en un agujero del techo de unos doce centímetros de ancho. Pero, curiosamente, los agujeros del suelo eran mucho más ajustados—. No tengo ni idea.
—Cincuenta y tres minutos, Doc —dijo Chase, que levantó el brazo del reloj.
Nina, que no soportaba que la pusieran entre la espada y la pared, miró al final del pasillo. El hueco de la pared era lo bastante grande para meterse dentro; quizá había una palanca para abrir una puerta.
—Bueno, pues entonces… iremos al otro extremo. Cuando estemos allí, levanta la barra y veremos lo que ocurre.
—De acuerdo. Y, Nina…
—¿Sí?
—No te hagas ni un arañazo. Usted tampoco, jefa. Las vacunas del tétano duelen mucho.
—Lo intentaremos —dijo Nina, que esbozó una sonrisa.
Kari pasó primera. Se puso de lado y pasó sin problemas entre las barras. Nina la siguió con más torpeza. Adoptaron una rutina sin decir nada: primero Kari iluminaba el suelo, daba unos pasos y, luego, cogía la linterna con la otra mano para que Nina pudiera ver por dónde tenía que ir.
—No paréis de hablar —dijo Chase—. Quiero saber dónde estáis.
—Nos quedan unos cuatro metros —respondió Kari mientras avanzaba—. Aún no veo una salida, pero creo que el hueco…
Clunk.
Algo se movió bajo su pie.
—¿Qué ha sido eso? —Nina tragó saliva. Empezó a salir polvo entre los huecos de los bloques—. Oh, mierda.
—¡Muévete! —gritó Kari, que la agarró de la muñeca y echó a correr por el pasillo entre las barras de pinchos mientras el techo empezaba a bajar con un estruendo horrible; los bloques descendían al unísono.
A pesar de la tenue luz, Chase vio que el techo se le venía encima. De pronto, se cerró una puerta y selló la entrada. Ahora entendía el objetivo del hueco que había sobre el banco de piedra: permitía que el techo bajara hasta el suelo sin dejar ningún hueco para esconderse…
¡No tenía forma de evitar morir aplastado!