Capítulo 17

Aún agarraba la cuerda con la mano izquierda. En la fracción de segundo antes de caer sobre las primeras hojas, Chase soltó la pistola y agarró la cuerda de nailon negro también con la derecha.

Las ramas lo aporrearon a medida que se desplomaba entre ellas, cada vez más gruesas y rígidas. Una le golpeó en el hombro y Chase le lanzó la cuerda.

De pronto estaba en caída libre, sin nada entre él y el suelo… La cuerda se tensó.

Se agarró con ambas manos y gritó cuando la fricción le abrasó las palmas. El descenso era cada vez más lento…

Al final la cuerda se le escurrió entre las manos y desapareció. Estaba en caída libre, y las copas de los árboles se alejaban rápidamente… Impacto. Oscuridad.

Una voz lejana, que resonaba como si estuviera dentro de una cañería, y que decía algo familiar… Pronunciaba su nombre.

—¿Eddie? —Una voz femenina, cada vez más próxima—. ¡Eddie!

Chase abrió los ojos de golpe. Entre el denso follaje de la selva vio varios trozos del cielo del atardecer, y un agujero más grande justo sobre él.

Tardó varios segundos en verbalizar el pensamiento que se había formado en su cabeza.

—¡He caído por ahí! —dijo con un grito ahogado, mientras intentaba incorporarse.

Algo que lamentó de inmediato. Le dolían todos los músculos, como si le hubieran dado una paliza. Se dejó caer de nuevo, con un gemido de dolor.

—¡Eddie!

—¿Nina? —Parpadeó cuando ante él apareció una cara, que lo miraba con inquietud—. Dios mío, qué guapa estás…

—Bueno, como mínimo aún puede ver —dijo otra voz. Kari asomó tras la doctora y lo miró antes de volver la vista hacia los árboles. Estaba cayendo una nevada de hojas verdes—. Debe de haber caído más de veinte metros…

—¡Cielos! —dijo Nina, que se le acercó más—. ¡No puedo creer que hayas sobrevivido!

—No es tan fácil matarme, Doc —dijo y esbozó una dolorosa sonrisa. Le dolían hasta los músculos de la cara.

Ella lo miró fijamente. Una avalancha de emociones se apoderó de la doctora que, de repente, le golpeó el pecho con las manos.

—¡Eres un idiota! ¡Un perfecto y absoluto idiota! ¿En qué demonios pensabas? ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué te pasa?

—¡Ay, ay! Son muchas cosas… —Chase levantó la cabeza con cuidado. Sintió dolor en todo el cuerpo, pero en ningún caso una punzada, o el entumecimiento, de un hueso roto.

Bueno, salvo por la nariz.

Para asombro de Nina y Kari, se puso a reír. Una risa socarrona y entrecortada de alivio por estar vivo.

—Dios, me he hecho mucho, mucho daño. ¡Y ni tan siquiera me he cargado a ese cabrón! —Hizo una mueca al incorporarse lentamente. Nina se arrodilló para ayudarlo—. ¿Qué ha pasado? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—No mucho —respondió Kari—. El helicóptero se ha ido, en dirección noreste.

—Puede que tengas una conmoción cerebral —le advirtió Nina—. No te muevas.

En ese instante Chase vio algo que hizo que se olvidara de inmediato del dolor.

—Creo que esa es la última de nuestras preocupaciones —dijo muy lentamente.

Nina miró en la misma dirección. Y se quedó paralizada.

Estaban rodeados por indios.

Nina y Kari se vieron obligadas a regresar a la aldea y a llevar a Chase a hombros.

A pesar de que no se mostraban abiertamente hostiles, aún, Nina notaba que los indios estaban furiosos. Lo cual no la sorprendía, teniendo en cuenta que muchos miembros de la tribu habían muerto, que se habían quedado sin casas y que el templo que sus antepasados habían protegido durante miles de años era ahora un montón de ruinas humeantes. De hecho, le sorprendía que los demás exploradores aún estuvieran vivos.

Su sorpresa aumentó cuando llegaron a la aldea. Habían encendido una hoguera y Di Salvo yacía junto al fuego, todavía vivo y consciente. Le habían cortado la ropa manchada de sangre para aplicarle vendajes en las heridas de bala. A su lado, Castille, con la ayuda de Philby, daba los primeros auxilios a uno de los indios.

—¡Edward! —exclamó al verlos llegar—. Mon Dieu! ¡Aún estás vivo!

—Por los pelos —murmuró Chase—. ¿Qué es esto, MASH?

—Hemos hecho amigos. Bueno, quizá amigos no es la palabra adecuada. No, beligerantes sería más apropiado. —Castille señaló con la cabeza a los indios.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Nina mientras Kari y ella dejaban a Chase en el suelo. Los indios que las escoltaban retrocedieron y las observaron con cautela.

—Parece que, cuando nos vieron enfrentarnos a Jason y sus hombres, cambiaron de opinión. ¿Cómo dice el refrán? ¿«El enemigo de mi enemigo es mi amigo»? Ingenuo, tal vez, pero nos ha salvado la vida.

Nina miró a los indios. Algunos de ellos estaban revisando los objetos que les habían quitado a los hombres de Starkman. Parecía que estaban haciendo una especie de inventario. Los habían dispuesto en distintos montones y hacían unas marcas en un trozo de corteza. Sentían una especial fascinación por las balas; dos de las mujeres las estaban sacando de los cargadores con los pulgares y las observaban a la luz de la hoguera.

—¿Es una buena idea dejarlos jugar así con balas?

—Es mejor que dejarlos jugar con armas cargadas —gruñó Chase—. ¿Cómo está Agnaldo?

Castille miró a su paciente.

—He tenido que ponerle una inyección, pero aún es capaz de traducir. Edward, tenemos que pedir ayuda. Estoy convencido de que han destruido el barco y de que el capitán Pérez y Julio están muertos. —Kari se quedó consternada.

—Oh, no —dijo Nina en voz baja—. Un momento, si Starkman ha hundido el Nereida, ¿cómo vamos a pedir ayuda?

Chase logró esbozar una sonrisa.

—Del mismo modo en que pediríamos una pizza. Por teléfono. Hay un móvil por satélite en una de las mochilas.

—Todo eso está muy bien —dijo Philby, con un tono brusco provocado por la frustración—, ¿pero soy el único a quien le preocupa que un hallazgo arqueológico de valor inestimable haya volado por los aires? ¡Esto es peor que lo que hicieron los talibanes en Afganistán!

—Pues no viste el interior, Jonathan —dijo Nina, tristemente—. Era increíble. Una réplica del templo de Poseidón, tal como lo describió Platón. Incluso tenía un mapa que mostraba la ubicación de la Atlántida…

Se calló. El mapa. Tenía algo raro…

—Por desgracia, esos matones amigos tuyos ya deben de estar de camino —dijo Philby. Nina no le hizo caso. No podía dejar de pensar en lo que había visto en el templo.

—¿Qué te pasa, Nina? —preguntó Kari.

—El mapa… Estoy convencida de que la Atlántida estaba en el golfo de Cádiz —insistió Nina—. El hombre de Starkman se equivocaba por fuerza. Los atlantes podían cruzar océanos… ¡Es imposible que erraran en la ubicación de su propio hogar por cientos de kilómetros! Se nos ha pasado algo por alto. Algo sobre el sistema… atlante… —Miró a las mujeres que contaban las balas. Fue el modo de contar lo que le llamó la atención y le abrió los ojos.

Se acercó a Di Salvo.

—¿Agnaldo? ¿Me oye?

El brasileño tenía el rostro empapado en sudor, pero reaccionó a pesar de los analgésicos.

—Sí, ¿qué pasa?

—Necesito que me traduzca.

—Lo haré lo mejor que pueda… ¿Qué quiere que diga?

—Primero necesito saber si puedo acercarme a esas mujeres y ver qué están escribiendo. —Con la voz entrecortada, Di Salvo pidió permiso a los dos ancianos supervivientes, y después de escuchar la respuesta, le hizo un gesto de asentimiento a Nina. Con las manos en alto, la doctora se acercó lentamente a las mujeres, que reaccionaron con sorpresa y un poco de miedo, pero no tardó en convencer a una de ellas para que le dejara examinar la corteza.

Nina tenía razón, era una especie de inventario. Lo acercó a la luz de la hoguera para intentar ver mejor los símbolos emborronados, pero entonces vio una barra de luz química entre el equipo que habían llevado. La dobló y emitió una intensa luz azul. Las mujeres indias se apartaron, pero enseguida se le acercaron, fascinadas. Los otros miembros de la tribu la rodearon, hechizados por la luz. Nina les lanzó una sonrisa tranquilizadora, y se centró de nuevo en los números.

Kari se arrodilló junto a ella.

—¿Qué pasa?

—¿Recuerdas que yo creía que el sistema numérico atlante usaba una base ocho? —dijo Nina, mientras señalaba una de las columnas con cuidado para no emborronar las marcas hechas con carbón—. Pero no nos sirvió para superar el reto de la mente, ¿verdad? Y las estatuas de las nereidas del templo, según Platón tendría que haber habido cien, pero tú contaste setenta y tres.

Kari asintió.

—¿Ya has averiguado el motivo?

—No estoy segura… —Nina miró las balas que había en el suelo. Al lado había un montón de cargadores vacíos. Cogió uno—. ¡Eddie! ¿Cuántas balas caben en un cargador de estos?

—¿De un UMP? Treinta.

—Entonces aquí hay más de cien, muy bien… —Cogió una de las balas—. Bueno, a ver…

Se arrodilló, se aproximó a la india que estaba más cerca y le dirigió una mirada que esperaba que fuera interpretada como un gesto amable y no amenazador. La mujer reaccionó con cierto recelo, pero no se alejó cuando Nina cogió un trozo de carbón y un pedazo de corteza, en el que hizo una pequeña marca: el símbolo de una unidad. Luego alzó la bala, señaló la marca y enarcó las cejas de modo inquisidor.

—Una, ¿sí? ¿Una?

La mujer la miró extrañada un instante, antes de sonreír y murmurar algo.

—Dice que sí —tradujo Di Salvo.

—¡Fantástico! Muy bien… —Nina cogió un puñado de balas, las dejó en el suelo, junto a sus rodillas, y puso dos al lado de la corteza, antes de añadir una segunda marca a la primera—. ¿Dos?

La mujer asintió de nuevo. Nina añadió seis balas más y dibujó más marcas. Ocho en total…

La india hizo un gesto afirmativo. La doctora sonrió y cogió una novena bala, la puso en la primera hilera y añadió otra marca a las anteriores.

—¿Nueve?

La mujer negó la cabeza. Nina borró las nueve marcas, dibujó una V invertida y señaló las balas.

—¿Nueve?

Respuesta negativa de nuevo, esta vez acompañada por una expresión algo exasperada y algo que sonó como un comentario burlón dirigido al resto de las mujeres. Unas cuantas se rieron, al igual que Di Salvo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Nina.

—Que no puede creerse que no sepa ni contar —contestó, con una sonrisa a pesar de lo cansado que estaba.

La mujer le cogió el pedazo de carbón, añadió una única marca a la izquierda del símbolo y señaló las nueve balas.

—De modo que el nueve se escribe así —dijo Nina, pensativamente.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Kari.

—El hombre de Starkman creía que el símbolo circunflejo por sí solo representaba el nueve —dijo Nina, que no paraba de darle vueltas a la cabeza—. Pero no es así. He empezado a darme cuenta al ver cómo contaban. No usan los dedos, sino los huecos entre ellos. Mira. —Apartó una bala de las demás y se tocó entre el pulgar y el índice con un dedo de la otra mano—. Uno. —La mujer india la miraba fijamente, sin saber qué hacía. Nina puso una segunda bala junto a la primera y se tocó de nuevo entre el pulgar y el índice, y luego entre el índice y el dedo corazón—. ¿Uno, dos?

La mujer asintió y sonrió de nuevo. Alzó ambas manos y usó el meñique para contar los huecos entre los dedos de la otra hasta llegar a ocho.

Nina se dio cuenta de la importancia de la forma de sus manos, ya que los meñiques se tocaban cuando acabó de contar.

—El circunflejo representa ocho huecos. Por lo que el nueve se representa mediante un circunflejo más uno, lo que significa que… —Señaló la lista que habían hecho las mujeres, en la que había un único punto seguido de dos circunflejos—. Eso es diecisiete, uno más ocho más ocho. Pero mira, no representan el dieciséis con dos circunflejos, sino con ocho puntos y un circunflejo. Es como si «llenaran» los huecos entre los dedos, y cada vez que lo hacen, la siguiente cifra es el número de manos completas de ocho que tienen, más uno.

—No es una progresión lineal —dijo Kari, que había entendido el sistema.

—No me extraña que no pudiéramos resolver el rompecabezas del templo, ¡estábamos usando el sistema equivocado! ¡Es una especie de híbrido extraño entre el sistema notacional y el posicional!

—En cristiano, Doc —gruñó Chase.

—Vale, vale… En nuestro sistema, añadimos una nueva columna cada vez que multiplicamos por diez, ¿no? Decenas, centenares, millares… Es una progresión regular. Pero en su sistema, que parece ser el mismo que el atlante, los nuevos símbolos que vimos en la sala del rompecabezas no se introducen con la misma progresión regular, sino que «llenan los huecos»… —Alzó las manos con los dedos abiertos—, por así decirlo. Si usaran la base ocho habitual, el siguiente símbolo, el circunflejo, ese sombrerito…

—Sí, ya sé lo que es un circunflejo, Doc —la interrumpió Chase, molesto.

—Perdón. Representaría ocho en un sistema normal de base ocho. Pero no es así, representa el ocho pero no aparece hasta que no tenemos ocho más uno. Y el símbolo que viene después, la «L» inclinada, en una base ocho representaría el sesenta y cuatro. Pero como se trata de una progresión acumulativa, más que lineal, en la que no avanzamos hasta que no hemos llenado los huecos entre los dedos…

—Se usa después de ocho grupos de ocho más ocho —prosiguió Kari, que señaló, emocionada, los grupos pertinentes de símbolos del inventario.

—¡Exacto! Y la primera vez que se usa es en ocho grupos de ocho, más ocho… y luego más uno. O…

—¡Setenta y tres! —exclamaron ambas al unísono.

—¿Como el número de estatuas? —preguntó Chase, que frunció el ceño como si tuviera un nuevo dolor de cabeza que añadir al resto de los dolores.

—¡Sí! ¡Por supuesto! ¡Por eso Platón dijo que había cien! Fue una mala interpretación del sistema numérico atlante que ha ido sobreviviendo a lo largo de los siglos. En su sistema, es el equivalente de cien, cuando se usa el tercer dígito, pero no es decimal ni de base ocho. Es un sistema totalmente único.

—Sin embargo, Qobras no lo sabrá —señaló Kari—. Lo que significa que cuando convierta las cifras latitudinales del mapa en unidades modernas, no serán exactas.

Nina visualizó el mapa del templo.

—¡No, se equivocarán y de mucho! Ellos creían que el circunflejo tenía un valor de nueve, y que un circunflejo más un punto era diez. No obstante, un circunflejo más un punto son nueve. Sus datos son erróneos, ¡por uno! Creían que el cabo de Buena Esperanza estaba en la latitud quince sur cuando, en realidad, ¡está en la latitud catorce! Deberían haber dividido los treinta y cinco grados de diferencia entre siete unidades atlantes, no ocho, lo que significa que una unidad atlante equivale a cinco grados. La Atlántida está a siete unidades al norte del Amazonas, y siete por cinco es…

Chase se rió.

—¡Hasta yo puedo calcularlo! Treinta y cinco grados norte.

—Más un grado para compensar que el delta del Amazonas se encuentra por encima del ecuador —añadió Kari—. ¡De modo que la Atlántida está a treinta y seis grados norte, o sea, el golfo de Cádiz! ¡Tenías razón!

—¡Se han equivocado en cientos de millas! —exclamó Nina, incapaz de contener la emoción—. ¡Podemos encontrarla antes! ¡Podemos ganarlos!

Castille acabó de tratar a un indio herido.

—Todo eso está muy bien, pero tengo una sugerencia: antes de que empecemos a felicitarnos, ¿podemos salir de la selva?

—El teléfono por satélite está en mi mochila, Hugo —dijo Chase, con voz cansada—. Acércamelo y llamaré a la caballería.

—Ay, merveilleux —se lamentó Castille al encontrar la mochila—. Otro helicóptero.

Nina miró a los indios que aún la observaban.

—¿Qué vamos a hacer con la tribu? Han perdido sus casas por nuestra culpa. Por no hablar del templo. Necesitarán ayuda.

—De eso ya me encargaré yo —dijo Di Salvo—. Como representante del gobierno brasileño, puedo afirmar que, oficialmente, esta tribu se ha localizado y que hemos establecido contacto con ellos, ¿no? Eso significa que están protegidos.

—No el tipo de contacto que esperábamos —añadió Nina—. Mataron a Hamilton, ¿recuerdas?

—Como mínimo no nos mataron a nosotros —le recordó Chase mientras Castille le pasaba el teléfono.

—Puedo asegurarme de que reciban todo lo que necesiten —dijo Kari—. La Fundación Frost tiene cierta influencia en el gobierno brasileño; les hemos proporcionado ayuda en el pasado. Podemos asegurarnos de que sobrevivan. Al fin y al cabo, a buen seguro son los únicos descendientes directos de los atlantes. Sería fascinante hacerles un análisis de ADN… —Miró hacia el templo en la oscuridad.

Di Salvo les explicó la situación a los indios lo mejor que supo. Algunos de ellos, en especial los ancianos, parecían muy abatidos.

—Les preocupa que si llegan más forasteros intenten saquear el templo —le dijo a Kari.

—¿Qué van a saquear? —preguntó Chase en tono sarcástico, levantando la vista del teléfono—. ¿Piezas de helicóptero? ¡No queda nada que robar!

—No, tienen razón —dijo Nina—. Aunque se ha destruido casi todo, aún queda mucho oro ahí dentro.

—Puedo encargarme de la seguridad —dijo Kari—. La Fundación tiene gente de confianza que no se mueve por dinero; pueden proteger a la tribu mientras les ayudan. Y creo que es mejor que nadie sepa lo que había en el interior del templo, ¿no crees?

—Yo no vi oro por ninguna parte —comentó Chase con fingida inocencia tras colgar el teléfono—. Lo único que vi fue bloques de piedra que bajaban del techo y cocodrilos con los dientes grandes y un rompecabezas que no pudimos resolver.

—Ah, la respuesta era cuarenta, por cierto —le dijo Nina como quien no quiere la cosa, y lo dejó boquiabierto—. Cuarenta bolas de plomo. Ahora que entiendo el sistema numérico, era fácil.

—Me tomas el pelo, ¿verdad? —preguntó. Nina esbozó una sonrisa a modo de respuesta—. Vale… En fin, van a mandar un helicóptero a por nosotros, pero tardará unas horas. Aunque lleve GPS, tendrá que encontrarnos en la oscuridad.

—¿Aguantará tanto tiempo Agnaldo? —le preguntó Nina a Castille—. ¿No tenemos que llevarlo a un hospital?

—No se preocupe por mí —dijo Di Salvo, medio dormido—. No es la primera vez que me disparan.

—Está estable —dijo Castille—. Haré lo que pueda para ayudar a los demás indios mientras esperamos.

Kari se acercó a Chase y cogió el teléfono.

—Voy a llamar a mi padre. Le contaré lo que ha ocurrido para que pueda solucionarlo todo con los brasileños. Y luego… —se agachó junto a Nina—, tenemos que darte un mapa. Quizá hayamos perdido la información de este templo, pero aún podemos llegar a la Atlántida antes que Qobras. La búsqueda continúa.