Capítulo 15
Avanzaron con cautela por el pasillo por si acaso había más trampas.
Algo inquietaba a Nina, pero no estaba segura de lo que era. No se trataba únicamente del subidón de adrenalina tras haber eludido la muerte por poco. Había algo más, una sensación, la certeza de que había pasado por alto algún hecho vital.
Sin embargo, no había tiempo para pensar en ello. Otra sala apareció más adelante.
—Alto —dijo Chase, que se detuvo en la entrada. Iluminó el interior con la linterna—. Es más pequeña que la última.
En comparación con la de la piscina, esta era minúscula ya que medía solo entre cuatro y cinco metros de ancho. A medida que Chase la iluminaba, Nina vio que las paredes estaban cubiertas de símbolos, en el mismo idioma que los del brazo del sextante y la entrada del templo.
—Parece seguro —dijo—, pero id con cuidado. —Entró en la sala y se detuvo, como si esperara que se activase alguna trampa oculta, y les hizo un gesto a Nina y Kari para que lo siguieran—. Bueno, es el reto de la mente. Todo tuyo, Doc.
—De acuerdo… —dijo y cogió la linterna para examinar las inscripciones de las paredes—. ¡Oh, Dios! ¡Podría tardar varios días en traducir esto!
—Pues solo nos quedan treinta y tres minutos hasta la puesta de sol. Piensa con rapidez.
—Nina, aquí. —Kari estaba en la pared situada frente a la entrada. Había un bloque de piedra, sin ninguna inscripción, que parecía ser una puerta, y al lado había algo que parecía…
—Es una balanza —dijo Nina. Enfocó con la linterna alrededor. En el interior de la piedra había un comedero tallado que contenía un centenar, más o menos, de bolas de plomo del tamaño de una cereza—. Supongo que tenemos que poner el número correcto de bolas en la balanza. Pero ¿cómo averiguamos cuántas debemos usar? —Había una palanca junto a la bandeja de cobre de la balanza; Nina estiró el brazo para tocarla, pero Kari la detuvo.
—Tengo el presentimiento de que solo tenemos una oportunidad —dijo y señaló el techo. Suspendida sobre ellas había una reja metálica cubierta con pinchos de treinta centímetros, lista para empalar a todo aquel que se encontrara en la sala cuando cayera. Nina apartó la mano de la palanca rápidamente.
Iluminó las paredes con la linterna hasta que vio unos símbolos grandes grabados en la puerta cerrada. Estaban dispuestos en tres hileras, una sobre la otra, con grupos de seis símbolos diferentes en la superior, y cinco en las otras dos. Nina reconoció de inmediato el primer símbolo. Grupos de pequeñas marcas como apostrofes…
—Son números —exclamó—. Es una especie de problema matemático. La solución nos dirá el número de bolas que hay que poner en el platillo.
—¿Eso es todo? —preguntó Chase, con un deje de decepción—. Joder, hasta yo podría solucionarlo. A ver… en la de arriba, hay tres de esos puntitos, cinco V boca abajo, siete L inclinadas, dos flechas de lado con una línea debajo, cuatro N del revés y una más con una raya al lado. Eso son 357.241. Está tirado.
—Te equivocas —dijo Nina, con una sonrisa—. El orden numérico es inverso al nuestro: el primer símbolo, el punto, es el número más pequeño, cada uno representa una unidad. De modo que la primera hilera da un total de 142.753. Es el mismo símbolo que aparece en el mapa del río del brazo del sextante, y sé que estoy en lo cierto porque, de lo contrario, nunca habríamos encontrado este templo.
—Muy bien, doña sabelotodo —admitió Chase con una sonrisa—. Entonces los otros números son… 87.527 y 34.164. ¿Ahora qué hacemos? ¿Los restamos? Eso da un total de…
—Veintiún mil sesenta y dos —respondieron Nina y Kari al unísono casi de inmediato.
Chase lanzó un silbido, impresionado.
—Vale, no necesitamos calculadora. Pero ahí no hay veintiuna mil bolas.
—¿Y si es una combinación de operadores? —sugirió Kari—. ¿Restamos el primer y el segundo número y lo dividimos por el tercero?
—Es demasiado complicado —dijo Nina, sin dejar de mirar las cifras—. No hay ningún símbolo que sugiera que hay que realizar distintas operaciones. Además… —frunció el ceño mientras hacía los cálculos pertinentes—, el resultado sería una fracción, y no creo que la respuesta adecuada sea poner una coma sesenta y dos bolas en la balanza.
Chase se estremeció.
—Joder, me mareo solo de pensar en hacer todos esos cálculos mentalmente.
—El primer número más el tercero dividido por el segundo da dos coma dos —sugirió Kari—. Dudo que calcularan el resultado con tanta precisión. Quizá lo redondearon a dos…
—¡Aún es demasiado complicado! —gritó Nina—. Y demasiado arbitrario. ¿El primero más el tercero dividido por el segundo? ¡Es como hacer un crucigrama sin tener en cuenta las definiciones verticales! —Iluminó las demás paredes—. Tiene que haber una pista en otra parte, en los demás textos. Solo tengo que encontrarla.
—Tic tac, Doc —dijo Chase, que señaló el reloj—. Veintinueve minutos.
Nina se arrodilló frente a una de las paredes y enfocó los símbolos. Al cabo de un minuto, dio un resoplido de frustración.
—Estos textos tratan sobre la fundación de la ciudad y la historia de su gente. No veo nada relacionado con el rompecabezas.
—¿No dice nada sobre el pueblo que vino aquí desde la Atlántida? —preguntó Kari.
—Que yo vea, no. —Nina se dirigió a la pared opuesta para leer el otro texto—. Esto es más de lo mismo. Parece casi un libro de contabilidad, un registro de la tribu año a año. Cuántos niños nacieron, cuántos animales tenían… Debe de haber información de un par de siglos. ¡Pero no hay nada relacionado con el reto! —Señaló los símbolos de la puerta con rabia.
—Se me ha ocurrido una cosa —dijo Chase—. Esto es un reto de la mente, ¿no? Bueno, ¿y si resulta que es una especie de rompecabezas de pensamiento lateral?
—¿A qué se refiere? —preguntó Kari.
—Obviamente esto es una puerta, ¿verdad? —Chase se acercó hasta la puerta de piedra—. Ni tan siquiera hemos pensado en abrirla.
—¡Inténtalo! —le dijo Nina.
Chase estiró los brazos, la empujó, pero no se movió. Lo intentó por un lado, luego por el otro. Nada. Por si acaso, y para no descartar ninguna posibilidad, intentó levantarla, y luego abrirla hacia dentro desde un lado. No se movió lo más mínimo.
—¡Mierda! —exclamó y dio un paso atrás—, creía que funcionaría.
—No eres el primero —dijo Nina, que se acercó a la puerta—. ¡Mira! Acabo de darme cuenta de que la puerta no es exactamente del mismo color que el resto de la sala. Se ha tallado a partir de una roca diferente. Y, además, está llena de marcas alrededor, de cincel y palancas. Pero ninguna en la puerta en sí. Esto significa que es más reciente; ¡los indios la han cambiado! Alguien no quiso solucionar el rompecabezas y optó por un método más expeditivo.
—¿Los nazis? —se preguntó Kari.
—Parece algo típico de ellos —dijo Chase—. Debieron de convencer a los indios de que los dejaran entrar con algo más que una linterna.
Kari asintió.
—Seguramente a punta de pistola.
—Cierto. El problema es que nosotros no tenemos ninguna palanca, así que vamos a tener que seguir el método difícil.
Nina se dirigió de nuevo a los grabados de la pared lateral.
—Creo que aún podemos solucionarlo. Hay algo raro en estos números. Mirad. —Deslizó los dedos sobre las líneas de símbolos—. ¿Lo veis? Están dispuestos en grupos de ocho, como máximo. Nunca nueve o diez. Ocho aquí, ocho aquí, ocho aquí…
—¿Crees que trabajaban con un sistema en base ocho? —preguntó Kari.
—Tal vez. No serían la única civilización antigua que lo hizo.
—¿Qué has averiguado? ¿Qué es todo ese rollo del ocho? —preguntó Chase.
—Creo que hemos juzgado de forma tendenciosa a la gente que construyó este templo —dijo Nina, con un destello de emoción en la mirada—. Hemos dado por sentado que usaban un sistema de numeración en base diez, al igual que nosotros. —Reparó en la mirada inquisitiva de Chase—. Nuestro sistema numérico está basado en los múltiplos de diez. Decenas, centenas, millares…
—Porque tenemos diez dedos, ¿no? Aprobé las matemáticas de secundaria —dijo—. Por los pelos, pero bueno…
—Es un sistema muy común —prosiguió Nina—. Los antiguos griegos ya lo usaban, al igual que los romanos, los egipcios… Es común porque, literalmente, es algo que está ante nosotros. —Alzó los dedos para demostrarlo—. Pero no es el único sistema. Los sumerios usaron una base sesenta.
—¿Sesenta? —exclamó Chase—. ¿A quién demonios se le ocurriría hacer algo así?
Kari sonrió.
—A usted. Cada vez que mira el reloj. Es la base de nuestro sistema horario.
—Ah, vale —admitió Chase, tímidamente.
—Las civilizaciones arcaicas han usado un sinfín de bases diversas —prosiguió Nina—. Los mayas usaron la base veinte, los europeos de la Edad de Bronce, la base ocho… —De repente volvió la cabeza para mirar los símbolos de nuevo—. ¡Base ocho! ¡Claro, tiene que ser esa!
—¿Por qué iba a alguien a usar la ocho? —preguntó Chase. A modo de respuesta, Kari levantó las manos abiertas, pero con los pulgares escondidos—. Ah, ya lo entiendo, cuando contaban no tenían en cuenta los pulgares.
—Esa es la teoría —dijo Nina, mientras estudiaba las inscripciones—. Así que en lugar de hacer uno, diez, cien, los números iban de uno, a ocho, sesenta y cuatro… —Se precipitó hacia la puerta de nuevo—. De modo que la primera columna son las unidades, la segunda los múltiplos de ocho, luego sesenta y cuatro, quinientos doce, cuatro mil noventa y seis y…
—Treinta y dos mil setecientos sesenta y ocho —añadió Kari.
—De acuerdo. Entonces el número sería, a ver… tres unidades, más cinco de ocho, cuarenta, más sesenta y cuatro por siete…
Chase lanzó un suspiro.
—Dejaré que lo averigüéis vosotras.
Kari fue la primera en calcular la respuesta.
—Cincuenta mil seiscientos sesenta y siete.
—Vale —dijo Nina—. Encárgate del segundo y yo hago el tercero. —Los diversos cálculos aritméticos dieron como resultado: 36.695 y 14.452—. ¡Perfecto! Entonces, el primero menos el segundo, menos el tercero es…
Ambas lo calcularon mentalmente. Chase las observó y vio que las dos ponían cara larga a la vez.
—¿Qué? ¿Cuál es la respuesta?
—Es menos cuatrocientos ochenta —dijo Nina, abatida—. No puede ser base ocho.
—¿Y base nueve? —preguntó Kari—. Si la decimal da un resultado demasiado grande y la octal, muy pequeño…
—Aun así la respuesta sería de varios millares. ¡Mierda! —Nina lanzó una mirada inquisitiva a Chase.
—Veinticuatro minutos.
—¡Maldita sea! ¡Se acaba el tiempo! —Le dio una patada a la puerta, hecha una furia—. ¿Qué demonios se nos pasa por alto?
Chase se arrodilló y hurgó entre las bolas de plomo, con la esperanza de que hubiera alguna pista oculta. Pero no halló nada.
—¿Y si hacemos un cálculo aproximado y ponemos unas cuantas bolas en el platillo? Existe la posibilidad de que tengamos suerte.
Nina se tocó el colgante.
—Deberíamos tener muchísima suerte.
—Pues es lo único que tenemos. No podemos rendirnos y ya está… Si damos marcha atrás y pasamos de nuevo por los otros dos retos, los indios nos matarán en cuanto salgamos. Y también a Hugo, Agnaldo y al profesor.
—Si nos equivocamos, moriremos de todos modos —le recordó Kari, señalando los pinchos que pendían sobre ellos.
—Quizá hay otra forma de activar la palanca desde fuera de la sala…
Pero Nina ya no los escuchaba. No paraba de darle vueltas a algo que había dicho Chase.
Volver a pasar por los otros retos…
Eso era lo que la había preocupado, lo que no había podido quitarse de la cabeza. Y ahora ya sabía lo que era…
—¡Hay otra forma de entrar! —exclamó—. ¡Tiene que haberla! Los miembros de la tribu mantienen el templo y las trampas… Tienen que hacerlo, reactivarlas cuando alguien intenta superarlas. Y repararlas. —Señaló la puerta de piedra—. Pero es inconcebible que los que construyeron el templo con el fin de proteger a esta gente, la obligaran a pasar las pruebas cada vez que tuvieran que entrar; un pequeño error, ¡y estarían muertos! De forma que tiene que haber un modo de entrar más fácil.
—¿Una puerta trasera? —preguntó Chase.
—Sí, una entrada secundaria, o incluso una forma de salvar cada reto sin tener que completarlo. —Nina iluminó las paredes de la sala con la linterna—. Quizá hay una palanca, o un bloque suelto, alguna otra forma de abrir la puerta.
Empezaron a buscar en las paredes de la sala, palpando la piedra fría con la punta de los dedos en busca de cualquier cosa que estuviera fuera de lugar. Al cabo de un instante, Chase alzó la voz.
—¡Aquí!
Nina y Kari acudieron junto a él de inmediato, en una esquina de la sala. En el suelo, en una esquina, había una pequeña ranura vertical. No era muy grande, pero en comparación con las precisas junturas de los demás bloques, estaba claro que se trataba de algo hecho a propósito más que un descuido.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Kari.
—No tengo ni idea, es tan pequeño que no puedo meter la mano. Nina, tienes unos dedos bonitos y delicados, inténtalo.
—Y me gustaría que siguieran siendo bonitos —se quejó Nina, pero se arrodilló junto a la ranura de todos modos—. Oh, Dios. Espero que no haya ninguna máquina que me rebane los dedos o un escorpión…
Introdujo la mano con cautela entre los bloques de piedra. Un poco más… más…
Tocó algo con la punta de los dedos. Se estremeció; tenía miedo de que fuera algún mecanismo que soltara el lecho de pinchos. Pero el trío estaba a salvo.
De momento.
—¿Qué es? —preguntó Kari.
—Hay algo metálico.
—¿Una palanca?
—No lo sé… espera. —Nina intentó alcanzar el objeto—. Podría ser.
Chase se acercó más.
—¿Puedes tirar de ella?
—Déjame a mí —dijo Kari—. Nina, deberías esperar en el pasillo por si algo sale mal.
—Si no funciona, los tres moriremos tarde o temprano —replicó la doctora—. Salid de la sala. ¡Vamos! —añadió, antes de que ninguno de los dos pudiera oponerse. Respiró hondo varias veces mientras retrocedían hasta la entrada—. Bueno, ahí va…
Agarró la pieza metálica, se detuvo un instante para preguntarse qué demonios hacía, y tiró de ella.
Clink.
El armazón de pinchos se quedó quieto.
Se oyó otro sonido metálico más fuerte, al otro lado de la puerta de piedra. Nina lanzó un resoplido.
—Creo que ha funcionado…
—Salid de la sala —les ordenó él, que le hizo un gesto a Kari para que se detuviera mientras él se acercaba a la puerta. Nina obedeció encantada. Chase se preparó y empujó. La puerta se abrió con un chirrido. Ante ellos apareció otro pasillo.
—¡Lo has logrado! —exclamó Kari.
—Buen trabajo —dijo Chase—. Pero tenemos que darnos prisa porque solo nos quedan veintiún minutos.
—Entonces es mejor que nos pongamos en marcha. —Nina le dio una palmada en el brazo a Chase al pasar junto a él—. Tenías razón sobre lo del pensamiento lateral.
—Formamos un buen equipo, ¿verdad? —dijo él—. Tú tienes el cerebro, yo el músculo y Kari…
—¿La belleza? —sugirió Nina. Kari sonrió.
—Iba a decir agilidad, pero también tienes razón. —Le cogió la linterna a Nina—. Bueno, hemos superado los tres retos. ¿Y ahora qué?
—Ahora tenemos que dejar el artefacto en su lugar, y luego salir de aquí —dijo Nina, mientras avanzaba por el pasillo.
Castille miró hacia el oeste, hecho un manojo de nervios. Hacía rato que el sol había caído bajo las copas de los árboles, pero los rayos de luz aún perforaban el denso follaje.
Sin embargo, estaba muy cerca del horizonte. Y el cielo empezaba a teñirse de azul oscuro a medida que avanzaba el anochecer…
Volvió la vista hacia la entrada del templo. No había movimiento alguno en el cuadrado oscuro de la entrada desde que los últimos destellos de la linterna de Chase habían desaparecido cuarenta minutos antes.
—Date prisa, Edward —dijo para sí.
—¿Y si están muertos? —preguntó Philby, asustado y con la cara empapada en sudor. Los tres prisioneros estaban arrodillados frente a la cabaña de los ancianos, rodeados por varios cazadores.
—Lo conseguirán —respondió Castille con un tono que transmitía mayor seguridad de la que sentía.
Un inesperado y misterioso ruido acalló los murmullos de los indios y el canto de los pájaros. Procedía de las mochilas.
—Equipo de reconocimiento, ¿me recibe? Aquí Pérez. ¿Me recibe? Corto.
Los indios reaccionaron con la previsible sorpresa, se pusieron en posición defensiva y apuntaron con las armas más allá del perímetro de la aldea, como si esperaran un ataque.
—Equipo de reconocimiento, adelante, adelante, cambio.
—Si respondemos, podría avisar a un helicóptero —dijo Di Salvo en voz baja—. Con apoyo.
—¡Y armas! —añadió Philby, esperanzado.
—Si los convencemos de que nos den la radio —dijo Castille. Los indios ya habían adivinado de dónde procedía el sonido e investigaban las mochilas con gran cautela, pinchándolas con las lanzas.
—Equipo de reconocimiento, no sé si me oyen… —Uno de los miembros de la tribu clavó la lanza en la mochila de Castille, con lo que logró acallar el walkie-talkie un instante—… compañía. Oigo como mínimo un helicóptero, tal vez dos, que se aproximan hacia mi posición. No son de los nuestros, repito, no son nuestros helicópteros. Responda, por favor.
—¿Militares? —preguntó Castille, preocupado.
—Me lo habrían dicho si hubieran planeado operaciones en la selva —contestó Di Salvo.
—Merde. —Castille tenía un horrible presentimiento sobre a quién podían pertenecer los helicópteros—. Agnaldo, intenta convencerlos de que nos acerquen la radio. Tenemos que…
Uno de los indios sacó el walkie-talkie. La voz de Pérez se oía con mayor claridad.
—¡Equipo de reconocimiento, veo uno de los helicópteros! ¡Es… joder!
De pronto, el atronador zumbido de las interferencias sustituyó a la voz del primer oficial. El indio tiró la radio, asustado. Philby miró a Castille y a Di Salvo, confundido.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido eso?
Castille le lanzó una mirada adusta y volvió la cabeza hacia el río. Al cabo de unos segundos les llegó un rumor lejano, parecido al ruido de un trueno.
—Era el Nereida, que ha explotado —respondió.
—¿Qué?
—Es Qobras. Nos ha encontrado.
Chase miró la hora.
—Solo nos quedan dieciocho minutos.
—Pues no podemos detenernos —dijo Kari. Sacó el brazo del sextante—. Hay que averiguar dónde va esto.
—Quizá podríamos dejarlo aquí y fingir que lo hemos puesto en el lugar que le corresponde —dijo Nina, que no bromeaba del todo.
—Creo que es probable que lo comprueben —respondió Chase sarcásticamente.
—Bueno, era una idea… Oh.
Habían llegado al final del pasillo.
Chase levantó la linterna. Incluso su haz de luz se perdía en el inmenso espacio que se abría ante ellos.
—El templo de Poseidón —susurró Nina.
Chase lo observaba, sobrecogido.
—Joder.
Según los cálculos de Nina, la gran sala debía de medir unos sesenta metros de largo, la mitad de la longitud del edificio, y casi lo mismo de ancho. El techo de piedra abovedado, con adornos de oro y plata, se alzaba como la cúpula de una catedral, sostenido por contrafuertes a ambos lados de la gran sala. En el espacio que quedaba entre cada pilar se alzaba una estatua, que resplandecía con los destellos inconfundibles del oro. Había docenas de ellas, hileras de una riqueza inimaginable.
Sin embargo, no eran nada en comparación con lo que captó la atención de los tres exploradores. En el extremo más alejado de la sala, había otra estatua que llegaba hasta el punto más alto del techo, unos dieciocho metros.
Poseidón.
—Dios mío —dijo Nina mientras se acercaba a ella, sin pensar en posibles trampas—. Es tal como la había descrito Platón…
—«Había una del dios en un carro, el auriga de seis caballos alados, y de tal tamaño que tocaba el techo del edificio con la cabeza». —recitó Kari junto a ella.
—En eBay pagarían una pasta por eso —añadió Chase.
—Esas deben de ser las cien nereidas —dijo Kari, que no hizo caso del inglés, y señaló un círculo de estatuas más pequeñas dispuestas alrededor del carro de Poseidón.
—No me parece que haya cien —replicó Chase mientras se dirigían hacia la estatua gigante.
—Estoy convencida de que hay sesenta y cuatro —comentó Nina—. En base ocho, sería un número tan importante como lo es el cien en base diez. Platón usó una palabra traducida de un sistema numérico distinto, pero el verdadero número que representaba era otro…
—He contado setenta y tres —la interrumpió Kari.
—¿Cómo? ¿Setenta y tres? —exclamó Nina con incredulidad—. ¿Qué maldito sistema usaría el setenta y tres como número importante?
—¿Nina? ¿Hablas en serio? No nos importa —dijo Chase—. Estamos aquí, así que hagamos lo que hemos venido a hacer antes de que nos maten a todos, ¿vale?
—Vale —respondió Nina, con un mohín—. Pero no le encuentro el sentido…
Tras la enorme estatua había una abertura que daba a una escalera. La subieron y encontraron otra sala, más pequeña que la del templo principal, pero más recargada y extravagante. Aunque era más baja, tenía el techo abovedado, como el otro. Pero mientras que el de fuera era de piedra, este estaba hecho de un material muy distinto.
—Marfil —dijo Kari, que frunció el ceño, mientras Chase iluminaba con la linterna hacia arriba—. Según Platón, todo el techo del templo debía estar recubierto de marfil…
—Este no es el templo de Poseidón —dijo Nina—. Es una réplica. Los atlantes intentaron recrear la ciudadela de la Atlántida en su nuevo hogar. Supongo que aquí no abundaba tanto el marfil, por lo que tuvieron que utilizar los materiales que tenían más a mano… ¡Ostras! —Se detuvo bruscamente—. Eddie, pásame la linterna. —Se la arrancó de las manos—. Hemos hallado lo que nos ha traído hasta aquí.
Enfocó la linterna hacia la pared posterior de la sala. Un cálido reflejo inundó la sala. Oricalco.
La pared entera estaba recubierta de ese metal, finas láminas abarrotadas de texto arcaico. Nina enseguida se dio cuenta de que era una variante de la lengua, más antigua, pero no menos avanzada.
Sin embargo, no era aquello lo que había captado su atención. Enfocó la linterna hacia la gran ilustración que dominaba la pared; seguía unas líneas distorsionadas pero familiares…
—¿Eso es un mapa? —preguntó Chase, con incredulidad.
—Es el Atlántico —susurró Nina—. Pero abarca más extensión.
A pesar de que algunos detalles no eran muy precisos, las formas de los continentes resultaban inconfundibles. Las costas este de Norteamérica y Sudamérica a la izquierda, Europa y África a la derecha. Y más allá de África, el mapa proseguía hasta el océano Indico, y trazaba la forma de India y algunas zonas más de Asia. Había unas líneas finas que unían varios puntos, como si trazaran las rutas entre puertos y hasta diversos asentamientos tierra adentro.
La mayoría de las líneas convergían en un punto del Atlántico oriental, en una isla cuya forma no aparecía en ningún mapa moderno…
—Joder. —Por un instante Nina se sintió como si el corazón se le hubiera parado—. La hemos encontrado. La Atlántida. Justo donde yo dije que estaba.
—Cielo santo —exclamó Kari, que se acercó para observarlo de cerca—. ¡La has encontrado! ¡Nina, la has encontrado!
—La hemos encontrado —repuso la doctora, compartiendo su entusiasmo—. ¡Lo hemos logrado, hemos encontrado la Atlántida! —Estuvo a punto de ponerse a chillar, hasta que fue consciente de la situación—. Eddie, ¿cuánto tiempo nos queda para volver?
—Catorce minutos. La parte más complicada será atravesar las barras de pinchos; podemos hacerlo en ocho, si vamos rápido. —Chase se apartó del mapa al vislumbrar algo curioso en la esquina posterior de la sala.
—¿Entonces solo nos quedan seis minutos para explorar? Mierda. ¡Mierda! —Nina se golpeó los muslos con los puños, en un gesto de frustración—. ¡Necesito más tiempo!
Kari sacó el objeto de oricalco.
—Averigüemos dónde va esto. Si regresamos a tiempo a la aldea, quizá podamos convencerlos para que nos dejen volver al tiempo que prometemos que no robaremos nada. Solo necesitamos fotografías…
—No basta —se quejó Nina, que tenía la sensación de que se le empezaba a escurrir de las manos todo aquello por lo que tanto había trabajado. Sabía que los indios no les permitirían, de ninguna de las maneras, regresar al templo, eso suponiendo que no los mataran para mantener su existencia en secreto.
—Eh. —Al principio Chase creyó que había encontrado otra salida, un pasadizo que descendía. Pero enseguida se dio cuenta de que estaba bloqueado, obstruido por unas rocas. No se le escapó que aquella especie de escombros no se ajustaban a los exigentes niveles de perfección del resto del templo, pero entonces vio algo más interesante—. Aquí.
Nina y Kari corrieron junto a Chase y encontraron un altar, un bloque alto de una piedra negra bruñida, sobre el que había varios objetos, hechos todos de oricalco.
—Debe de ser la otra parte del sextante —dijo Kari, que señaló una pieza llana y triangular, con forma de pedazo de pastel, en la que había grabados varios números atlantes. Nina se quitó el colgante y lo puso junto a la parte inferior del sextante. Tenían la misma curvatura.
—Dios, durante todo este tiempo he llevado encima una parte de uno —dijo y volvió a ponerse el colgante—. Dame el brazo.
—¿Cómo es posible que los nazis robaran esa pieza, pero no las demás? —preguntó Chase.
—Quizá los hombres que llevaban las otras eran los que vimos en el río. —Nina colocó la pequeña protuberancia que había en la parte inferior del brazo en el agujero correspondiente sobre el triángulo, y lo hizo girar de modo que la punta de flecha se deslizaba sobre la superficie y se alineaba con la marca de cada número—. Funciona —dijo, con una mezcla de alegría y tristeza por no poder mostrarle a nadie su descubrimiento—. Fuera lo que fuese lo que usaron como espejos, no están, pero se ven claramente los huecos donde iban. Cielos, sabían calcular la latitud hace más de diez mil años…
—Bueno, pues ya está, vámonos —dijo Chase.
Nina le hizo un gesto con la mano.
—¡Espera, espera!
—¡Nina, van a matar a Hugo, a los demás y también a nosotros si no movemos el culo!
—¡Un minuto, solo un minuto! ¡Por favor!
—Déjela —dijo Kari, con firmeza. Chase accedió a regañadientes, pero sin bajar la mano del reloj.
—El mapa —añadió Nina, atropelladamente, en sus prisas por hablar—. Mirad, los destinos al final de las rutas comerciales, o sean lo que sean, tienen números y otras indicaciones para brújula al lado. La desembocadura del Amazonas, aquí— la señaló—, dice siete, sur y oeste, como en el brazo del sextante. —Se trasladó a la representación deformada de África y marcó el extremo sur del continente—. ¡Pero mirad esto! ¡El cabo de Buena Esperanza también está marcado! ¡Muestra su latitud en relación a la Atlántida!
Chase sacudió la muñeca y le mostró el reloj.
—¡Vamos, Nina! ¡Al grano!
—¿Es que no lo veis? ¡Ya sabemos dónde se encuentra la desembocadura del Amazonas en relación a la Atlántida, siete unidades de latitud, y ahora también sabemos dónde ubicaban el cabo! De modo que como conocemos sus posiciones en relación unas con las otras en unidades de medida modernas, podemos usar la diferencia para averiguar el verdadero tamaño de la unidad de latitud atlante, y luego, a partir del Amazonas, ¡encontrar la propia Atlántida! Ahora que entiendo su sistema, ni tan siquiera necesitamos el artefacto… ¡Lo único que nos hace falta es tiempo para poder hacer los cálculos!
—No tenemos tiempo —dijo Chase, que con su tono le dejó bien claro que no había lugar para discusiones—. Tenemos que salir de aquí. ¡Ahora! —Le quitó la linterna—. ¡Usted también, Kari! ¡Vamos!
Salieron corriendo de la sala y pasaron junto a la estatua colosal de Poseidón. Nina aguzó el oído ya que le pareció percibir un ruido.
—¿Qué es eso? ¡Oigo algo!
Chase también, un zumbido a baja frecuencia, cada vez más fuerte.
—Mierda, suena como un helicóp…
El templo entero tembló cuando una explosión abrió un agujero en el techo.