Capítulo 21
—Ya sé quién es —dijo Nina, intentando disimular el miedo que la atenazaba—. ¿Qué quiere?
—¿Que qué quiero? —La pregunta dibujó un atisbo de sonrisa en el semblante circunspecto de Qobras—. Quiero lo mismo que todos, doctora Wilde. Quiero paz y seguridad para todo el mundo. Y gracias a usted, puedo conseguirlo. —Posó su intensa mirada en Philby—. Y también gracias a ti, Jack. Hacía tiempo que no nos veíamos. Diez años, ¿verdad?
—Esperaba no tener que volver a verte jamás —dijo Philby, con voz temblorosa.
Nina se volvió hacia él.
—¿Lo conoces, Jonathan?
—Jack, o Jonathan, supongo que es un nombre más digno para un catedrático, me ha ayudado a evitar que nadie encontrara la Atlántida en el pasado —dijo Qobras. Le hizo un gesto a uno de sus hombres, que apartó a Philby del grupo de prisioneros—. Y ahora… Bueno. —Señaló el océano vacío—. La Atlántida se perderá para siempre, porque vamos a destruirla.
—¿Por qué? —preguntó Nina—. ¿Qué secreto puede albergar para que valga la pena destruir el hallazgo arqueológico más importante de la historia? ¿Y las vidas de todas las personas a las que ha matado?
—Si lo supiera, no me haría esa pregunta —contestó Qobras—. Sino que me ayudaría. Pero veo que los Frost la han envenenado, como hicieron con sus padres. Es una pena. Podría haber llegado muy lejos si no hubiera elegido el camino equivocado.
—Un momento, ¿qué les pasó a mis padres? —Pero Qobras se volvió en el instante en que Starkman salió de la superestructura.
—He destruido el disco duro que contenía las grabaciones de la inmersión, Giovanni —le comunicó Starkman—. Lo único que debemos hacer ahora es destruir el templo y ya no quedará rastro alguno.
—Fantástico —replicó Qobras. Estaba a punto de decir algo más, cuando alguien lo llamó de pronto. Uno de sus hombres saltó al Evenor y se dirigió hacia el helipuerto.
—¡Señor! —exclamó el hombre con la voz entrecortada y aspecto preocupado—. ¡Algo ha salido mal ahí abajo!
—¿Qué ha sucedido? —inquirió Qobras.
—El Zeus ha destruido el sumergible Frost —Trulli se abalanzó sobre Qobras, entre gritos e insultos, hasta que dos guardias lo hicieron retroceder a punta de pistola— y ha detonado una de las cargas de demolición. Pero… nuestros hidrófonos han detectado una implosión.
—¿No puede haber sido del submarino Frost?
—No, señor. El Frost ascendía a la superficie, pero la detonación tuvo lugar en el lecho marino. Uno de los submarinistas debe de haberlo destruido.
Qobras se volvió hacia Philby para exigirle una explicación.
—Kari, perdón, la señorita Frost y Chase estaban en el templo —dijo el profesor, casi tartamudeando a causa de los nervios—. Debe de haber sido Castille.
—¡Bravo, Hugo! —exclamó Nina, con tristeza. Starkman la fulminó con el único ojo.
Las arrugas que surcaban la frente de Qobras se hicieron más profundas.
—¡Necesitábamos el Zeus para poner los explosivos! ¿Cuánto tardaremos en conseguir otro submarino?
—Al menos cinco días, señor.
—Es demasiado tiempo. Frost puede mandar a más gente, y mejor equipada, antes. Y esta vez, estará preparada para enfrentarse a nosotros.
—¿Y si usamos su otro submarino? —preguntó Starkman, que señaló hacia la proa del Evenor, al Sharkdozer.
—Solo sé pilotarlo yo —les soltó Trulli en tono desafiante—. Y si creéis, panda de cabrones, que voy a ayudaros después de haber matado a mi colega, podéis iros a tomar por culo.
Starkman se enfureció y levantó el arma, pero Qobras negó con la cabeza.
—Encárgate de que traigan el resto de cargas de demolición a este barco —ordenó tras meditarlo unos segundos—. Que pongan dos tercios bajo la línea de flotación de proa, y las demás en popa.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Nina.
—Como no puedo destruir el templo con explosivos —dijo Qobras, que se volvió hacia la doctora—, tengo que recurrir a otro método. Dejar caer tres mil toneladas de acero sobre el templo me parece una alternativa eficaz.
Sin hacer caso de los hombres armados que lo rodeaban, el capitán Matthews dio un paso adelante.
—¿Y qué ocurre con mi tripulación? ¿Qué va a hacer con nosotros?
Qobras lo miró con desdén.
—Creo que existe una tradición marinera según la cual el capitán debe hundirse con su barco. En este caso, la haré extensiva al resto de su tripulación también. —Miró de nuevo a Nina—. Y a sus pasajeros.
—Hijo de puta —le espetó Matthews.
—¿Va a ahogarnos? —preguntó Nina, horrorizada.
Qobras negó con la cabeza.
—No, no. No soy un hombre cruel, ni un sádico demente, a pesar de lo que sus amiguitos, los Frost, le hayan contado de mí. Cuando el barco se hunda, ya estarán muertos.
Chase comprobó la reserva de aire. Los trajes se habían diseñado para realizar largas inmersiones, pero aun así tenían un límite. Le quedaba alrededor de una hora de margen.
Una hora. Una vez pasado ese tiempo, Kari y él pasarían a ser residentes permanentes del antiguo templo…
A Kari se le había pasado lo mismo por la cabeza.
—Tiene que haber otra salida —dijo y señaló la escalera—. El agua no puede haber inundado la sala principal a través del pasillo secreto, porque si no esta sala también estaría inundada.
—Pero eso no significa que podamos atravesarla —le recordó Chase mientras bajaba los escalones.
—Aun así, tenemos que intentarlo.
—Lo sé, solo estaba preparándome para lo peor. Es algo británico. ¿Cuántas barras de luz nos quedan? Las necesitaremos todas.
Kari comprobó la bolsa que llevaba colgada del cinturón.
—Tengo seis.
—Yo también. Bueno, vamos a echar un vistazo.
Se sumergieron en las gélidas aguas.
Castille regresó a la entrada del templo. La nube de cieno que había provocado la explosión aún no se había disuelto, y sabía por propia experiencia que podían pasar horas.
Impertérrito, decidió adentrarse en la nube. Era algo parecido a una niebla marrón muy densa, que casi engullía por completo la luz de su linterna.
No obstante, no le hacía falta ver para saber que el túnel estaba obstruido. El lecho marino estaba cubierto de trozos de roca. Encontró el cable con el que había entrado Chase. Tiró de él pero no cedió lo más mínimo.
Usó los propulsores del traje para regresar a aguas más claras, comprobó las reservas de aire que tenía y meditó sobre sus opciones. Le quedaba una hora. Podía regresar a la superficie fácilmente…
Sin embargo, el hecho de que les hubieran atacado sugería que la situación en la superficie era funesta. El barco de Qobras ya debía de haber alcanzado el Evenor. Aparte del cuchillo estaba desarmado y una vez fuera del agua, atrapado en el aparatoso traje de inmersión, no tendría ninguna posibilidad en una pelea.
Eso significaba que lo único que podía hacer era encontrar una forma de ayudar a Chase y Kari a salir del templo.
Si habían sobrevivido.
El ambiente en el helipuerto era muy tenso. Algunos miembros de la tripulación estaban al borde de las lágrimas o del ataque de pánico. Otros murmuraban plegarias. Los hombres de Qobras los rodeaban, con los MP-7 en alto…
—Espere —dijo Nina, que hizo acopio de todo su coraje para ocultar el miedo.
—¿A qué? —preguntó Qobras.
—Le propongo un trato. Deje que la tripulación use los botes salvavidas antes de que hunda el barco y… —Tomó aire—. Y seré su prisionera.
Starkman soltó un bufido desdeñoso y Qobras una carcajada forzada.
—¡Ya es mi prisionera, doctora Wilde! No puede ofrecerme nada, tengo lo que quiero. ¡Sé la ubicación de la Atlántida y voy a destruirla!
—Pero hay algo que no sabe —replicó Nina con una sonrisita—. El emplazamiento del tercer templo de Poseidón.
Qobras adoptó una expresión de sorpresa precavida.
—No hay un tercer templo, doctora Wilde. Está el de Brasil, que ha sido destruido, y el que está bajo nosotros, que correrá la misma suerte dentro de poco. La estela de los atlantes se acaba aquí.
—No, no. —Nina negó con la cabeza—. Existe un tercero. Y tarde o temprano, alguien lo encontrará. ¿Cree que si derruye el templo eliminará todas las pistas? La gente ya sabe dónde está la Atlántida. Se correrá la voz y empezarán a buscarla. Ahí abajo hay una ciudad entera, no solo el templo. Tarde o temprano, alguien encajará todas las piezas y seguirá el rastro. Se descubrirá el secreto que ha intentado ocultar y no podrá hacer nada para evitarlo. A menos que…
—¿A menos que qué? —soltó Qobras en un tono amenazador, pero también intrigado.
—A menos que yo le diga dónde está. Para que pueda destruirlo personalmente.
—Eso es una sarta de mentiras —la interrumpió Starkman—. No sabe nada, solo está intentando ganar tiempo para salvarse.
—Señor Qobras, dígale al Corsario que se calle —le espetó Nina con un tono desafiante a pesar del miedo que sentía. Starkman se enfureció pero no dijo nada—. Hay un tercer templo, una tercera ciudadela. Antes del hundimiento, los atlantes estaban preparándose para crear dos colonias nuevas. Una expedición partió en dirección oeste, a Brasil, la otra… Bueno, sé adonde fueron. Y se lo diré. Si permite que la tripulación se salve.
Starkman apuntó a Matthews en la cabeza.
—O podríamos ejecutarlos uno a uno hasta que nos lo diga.
—Viendo que iban a matarnos de todos modos, no me parece un gran trato —le endilgó Nina.
Qobras se volvió hacia Philby.
—¿Está diciendo la verdad?
—Esto, bueno, podría ser —respondió el catedrático, algo aturullado—. Al parecer las inscripciones finales del templo daban a entender, más o menos, que los atlantes tenían pensado reasentarse en más de un lugar, pero no tuve tiempo de traducirlo todo para afirmarlo con rotundidad. —Miró a Nina con recelo—. Y no sé cómo pudo tenerlo ella, la verdad.
—Soy muy rápida, Jack —dijo Nina con desdén.
—¿Puede traducir lo demás? —preguntó Qobras.
Philby negó con la cabeza y lanzó un suspiro.
—Ya no.
—¡Ja! —Nina le hizo una mueca a Starkman—. Seguro que ahora desearía no haber destrozado el disco duro, ¿eh? —Se volvió hacia Qobras—. Bueno, ¿qué me dice? Le he hecho una oferta y aún sigue en pie. Si permite que la tripulación se salve, lo llevaré al lugar donde se encuentra la última colonia de la Atlántida.
—¿Que nos llevará? —exclamó Starkman—. ¿Qué pasa, quiere convertir esto en una mezcla de trabajo y vacaciones?
Nina se cruzó de brazos y miró fijamente a Qobras.
—Me he pasado toda la vida buscando la Atlántida. Si voy a morir por eso, quiero saber por qué. Quiero conocer toda la historia. No creo que sea mucho pedir.
—Es demasiado peligroso, doctora Wilde —la advirtió Matthews—. No puede estar segura de que no vaya a matarnos de todos modos.
—Le estoy ofreciendo un trato de buena fe. Y espero que él lo acepte del mismo modo. ¿Qué le parece, señor Qobras? Me ha dicho que no era un hombre cruel. ¿Pero es un hombre de palabra?
Starkman la fulminó con la mirada, pero Qobras se mantenía impertérrito. Se acercó a Nina y la miró fijamente con sus ojos grises.
—¿Es consciente de que cuando hayamos destruido el último templo, no podremos permitir que siga con vida? ¿Aun así, mantiene el trato para que la tripulación salve la suya?
Tragó saliva antes de responder. Tenía la boca seca.
—Sí.
Por un instante, Qobras pareció impresionarse.
—Es usted una mujer muy valiente, doctora Wilde. Y noble. No me lo habría esperado, teniendo en cuenta su… herencia.
—¿A qué se refiere?
Dio un paso atrás.
—Ya tendremos tiempo de hablar de ello más adelante. Pero permitiré que la tripulación se salve, si accede a mostrarme el emplazamiento del último templo. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —respondió Nina.
Qobras asintió.
—Muy bien. ¡Jason! Prepara los botes salvavidas y embarca a la tripulación.
—¿Estás seguro de que es lo más adecuado? —preguntó Starkman.
—Ya lo veremos. Antes regístralos, asegúrate de que no tengan radiotransmisores o bengalas. Quiero estar seguro de que tendremos suficiente tiempo para irnos antes de que vengan a buscarlos. —Señaló al norte—. La costa portuguesa está a ciento cuarenta kilómetros en esa dirección, capitán. Espero que sus hombres tengan suficientes fuerzas para remar. —Matthews lanzó una mirada de odio a Qobras mientras Starkman y los demás hombres se llevaban a la tripulación.
—¿Y qué ocurre con los que están atrapados en la Atlántida? —preguntó Nina—. Mis amigos siguen ahí.
—Y ahí se quedarán —replicó Qobras.
—¿Qué? Un momento, hemos acordado…
Qobras la agarró de los brazos y le susurró a la cara:
—Hemos acordado que permitiría que se salvara la tripulación del barco, doctora Wilde. Ellos no están en el barco. Si tiene alguna objeción, ¡les ordenaré a mis hombres que los maten! ¿Me entiende?
—Sí —respondió Nina, derrotada.
—Doctora Wilde —le dijo Matthews mientras uno de los hombres de Qobras le hacía un gesto con el subfusil para que siguiera al resto de la tripulación—, ¿tiene algún familiar con el que desea que me ponga en contacto?
—No, me temo que no —suspiró—. Pero… si ve a Eddie, dígale que le mandaré una postal.
Matthews puso cara de desconcierto, pero no pudo decir nada antes de que se lo llevaran a empujones. Qobras señaló su barco.
—Ahora, doctora Wilde, si sube a bordo de mi embarcación podremos hablar sobre la ubicación del último templo atlante.
A pesar de que la gélida y oscura agua cubría tres cuartas partes, el auténtico templo de Poseidón resultaba aún más impresionante que su réplica sudamericana.
—Esto es increíble —dijo Kari, aturdida ante la magnificencia que los rodeaba. Sobre ella, varias hileras de nervios con adornos en oro, plata y oricalco se alzaban hacia el techo—. ¡Mire arriba! Está todo cubierto de marfil, tal como lo describió Platón.
—Increíble no es la palabra que yo usaría —dijo Chase, que fue nadando junto a ella—. Es como estar dentro de una caja torácica. Al tipo que hizo las películas de Alien le encantaría este sitio. —Partió otra barra de luz, la lanzó al otro lado de la sala y se quedó flotando en el agua. Más allá de los haces de luz de sus linternas, la sala estaba iluminada con un suave resplandor anaranjado. La cabeza de Poseidón asomaba por encima del agua, y los miraba con unos ojos dorados y siniestros—. ¿Ha encontrado alguna salida?
—No. ¿Y usted?
Chase señaló el extremo sur de la sala.
—Es igual que el otro templo. Idéntico. Me apuesto lo que sea a que si fuéramos por ese pasillo encontraríamos los mismos retos.
—¿Hay un pasillo? ¿Podemos salir por él?
Negó con la cabeza.
—Está a nivel del suelo, ¿recuerda? Hay casi diez metros de sedimentos sobre la salida.
—Quizá deberíamos intentarlo. Puesto que el techo está intacto, el agua debió de entrar por ahí. Podríamos salir del mismo modo.
—Hay una forma más rápida —dijo Chase, que cogió una de las dos cargas explosivas.
—No, es demasiado peligroso —protestó Kari—. ¡Si abre una brecha en el techo, podría derrumbarse todo el templo!
—No quiero derruir el edificio. Mire. —Se acercó a la pared, en una zona en la que el marfil se había resquebrajado y mostraba la piedra que había debajo—. Tan solo tenemos que hacer un agujero lo bastante grande para poder pasar por él. Bastaría incluso si fuéramos capaces de mover uno de esos bloques.
—Suponiendo que su bomba no vuele todo el techo.
Chase se encogió de hombros tanto como pudo en el interior del traje.
—Bueno, ¿qué es la vida sin un poco de riesgo? —Enfocó las piedras con la linterna y examinó las junturas. Al igual que en Brasil, las habían tallado con tal precisión que no requerían de mortero; su propio peso aguantaba la estructura. Intentó clavar el cuchillo en una de las junturas, pero solo penetró unos cuantos milímetros—. Tenemos que encontrar el punto más débil para poner las cargas. —Se apartó de la pared y se volvió para mirar la estatua de Poseidón—. Tan grande que tocaba el techo con la cabeza…
Kari se quedó impresionada.
—¿Ha leído a Platón?
—Pensé que tenía que probarlo. ¿Pero ve? Si nos encaramamos al cabezón, podremos poner las cargas justo bajo el techo. Los bloques de la parte inferior de los muros sostienen el peso de los demás, pero los de arriba solo deben aguantar el peso de la gravedad.
—Y veinticinco atmósferas de la presión del agua —remarcó Kari—. Si hace un agujero en el techo, inundará el templo. Destruirá el edificio y seguramente también acabará con nosotros.
—Si no salimos de aquí dentro de una hora, no importará nada de todo eso. No tenemos tiempo para limpiar el túnel. Vamos. —Se inclinó hacia delante y, con la ayuda de los propulsores, se acercó a la estatua. Muy a su pesar, Kari lo siguió.
Castille prosiguió con su recorrido alrededor del templo y llegó al extremo sur. De momento no había visto ni un triste agujero; la cubierta del edificio era impenetrable como el caparazón de una tortuga.
Llevado por algún impulso, se posó sobre el edificio en sí. Las piedras eran gruesas, pero si se acercaba lo suficiente, quizá las ondas de radio podrían atravesarlas.
—¿Edward? —dijo—. ¿Kari? ¿Me oye alguien?
Permaneció en silencio, sin atreverse ni a respirar para que el zumbido del regulador de su traje no le impidiera oír alguna respuesta por leve que fuera. Pero no oyó nada.
—Merde. —Dio una patada y se dirigió hacia el lado occidental del templo.
Los botes salvavidas del Evenor se mecían en el agua mientras sus ocupantes remaban y se alejaban del barco. Nina los observó con resignación desde el puente de mando de la embarcación de Qobras, flanqueada por un par de guardias armados. El último de sus hombres había regresado a bordo y otros soltaban las amarras que unían a ambos barcos.
Starkman entró en el puente de mando.
—Giovanni, los explosivos están en su sitio. —Le entregó a Qobras un par de detonadores—. Este hará estallar las cargas de proa, y este las de la sala de máquinas.
—¿Están abiertas las escotillas? —preguntó Qobras.
—Sí, todas hasta los mamparos. Vuela la proa y los dos tercios delanteros del barco se llenarán de agua. Luego, cuando la proa se haya sumergido, vuelas las demás cargas, ¡y buuum! Tres mil toneladas directas al fondo del mar.
Qobras examinó los detonadores.
—Una espada de Damocles…
—Muy listo —dijo Nina con amargura—. Es una pena que no utilice ese ingenio con un fin más constructivo.
—No se imagina cuánto tiempo y esfuerzo he invertido para ser constructivo, doctora Wilde.
—¿Pues por qué no me ilumina?
—Tal vez lo haga. Quién sabe, quizá llegaría a entender mi punto de vista.
—Lo dudo —gruñó ella.
—Por desgracia —suspiró Qobras—, también lo dudo yo. —Se dirigió al capitán—. Sitúese a una distancia prudencial y ponga el barco de cara al Evenor. Quiero verlo.
Los que construyeron la estatua no la diseñaron para que alguien caminara sobre ella, pensó Chase. Platón no había sido del todo preciso; Poseidón no tocaba el techo literalmente, aunque lo pareciera desde el suelo. De hecho, quedaba un pequeño hueco en el que había logrado apretujarse. La estatua de oro tenía pelo y una corona de lo que parecían algas, nada de lo cual la convertía en una plataforma estable para el armazón inflexible de su traje.
—¿Cómo va? —preguntó Kari.
—Ya casi he llegado. —Había conectado ambas cargas para que estallaran al mismo tiempo. El detonador era un sencillo temporizador mecánico, que debía ser infalible incluso bajo cientos de metros de agua. Una vez activado, tendría un minuto para situarse a una distancia prudencial. En mar abierto, y con la ayuda de los propulsores, no habría sido un problema. Sin embargo, en el interior del templo…
—Sigo pensando que es una mala idea.
—Si no funciona, puede despedirme. Bueno, ya está. —Logró colocar los explosivos en el techo de un modo algo precario, sobre uno de los nervios de marfil. El nervio quedaría reducido a esquirlas en cuanto estallara la carga. La pregunta era, ¿qué parte de la fuerza explosiva se dirigiría hacia arriba, al techo?
Tenía varios años de experiencia en demoliciones, pero en esta ocasión, Chase confiaba en la buena suerte. Era lo único que podía hacer.
—Aléjese —le dijo a Kari y señaló el extremo alejado del templo—. Y sumérjase tanto como pueda.
—De acuerdo. —Se volvió y desapareció bajo el agua. Las luces de su traje se desvanecieron como un espíritu a medida que descendía.
Chase miró el detonador.
—Bueno —dijo mientras se mentalizaba. Activar el temporizador era un proceso de dos pasos: tenía que girar y quitar una palanca antes de pulsar el interruptor del detonador. Acto seguido, un mecanismo de relojería sencillo pero efectivo contaba los sesenta segundos—. Ahí va…
Giró la palanca media vuelta y la arrancó. La bomba estaba lista. En cuanto apretara el botón, no había marcha atrás.
—Muy bien, Kari —dijo. Ni tan siquiera estaba seguro de que fuera a recibir la señal de radio a través del agua—, prepárese. Los sesenta segundos empiezan… ¡ahora!
Apretó el interruptor y echó a rodar por la cabeza de la estatua…
Y se detuvo en seco.
¡El cinturón se le había enganchado a la corona!
—Mierda —gruñó, mientras pataleaba para intentar liberarse. Todo fue en vano—. ¡Mierda!
El temporizador avanzaba implacablemente.
—Quinientos metros, señor —anunció el capitán.
—Muy bien —dijo Qobras, mientras miraba por las ventanas del puente de mando. Justo enfrente, y de costado, se encontraba el Evenor, de un blanco resplandeciente. En la proa, colgado de la grúa, se mecía suspendido en el aire el Sharkdozer, con su casco amarillo brillante. Los botes salvavidas se habían dispersado para intentar alejarse lo máximo del barco condenado.
—Por favor —suplicó Nina—, no tiene por qué hacerlo…
Qobras no la miró, la mirada fija en el barco.
—Me temo que sí.
Levantó el primer detonador y apretó el botón.
Castille soltó el control de los propulsores y se detuvo justo encima de la cubierta del templo. Acababa de oír algo por los auriculares, entre interferencias, pero le había parecido una palabrota.
—¿Edward? —preguntó y se acercó a la cubierta de piedra—. Edward, ¿eres tú? ¿Me oyes?
Entonces oyó otra cosa.
Esta vez no fue a través de los auriculares, sino que le llegó por el mar. El estruendo amortiguado de una explosión.
Un sonido que conocía muy bien. Una explosión justo encima de él.
Sólo podía significar una cosa.
Nina esperaba que una inmensa bola de fuego arrasara la proa del Evenor, pero la explosión fue un anticlímax. Las escotillas abiertas escupieron bocanadas de humo, seguidas de pequeños trozos de escombros y de papeles. Bajo la línea de flotación surgió una espuma blanca, que desapareció rápidamente.
Sin embargo, el efecto destructivo de la bomba se hizo patente de inmediato.
La proa del barco se hundió en el agua y se escoró hacia estribor. Todos los objetos y cajas que no estaban atados, se deslizaron por la cubierta y cayeron al mar. El Sharkdozer dio fuertes bandazos sobre el agua. En la cubierta de popa, el helicóptero se tambaleó y puso a prueba la resistencia de los cables que lo lijaban al helipuerto.
A Nina le sorprendió la velocidad con la que se hundió. Observó, con una mezcla de horror y fascinación, cómo la proa se sumergía en el océano, mientras las ráfagas de aire comprimido expulsaban los desechos causados por la explosión a través de las escotillas. A ese ritmo, la cubierta de proa se habría hundido en menos de un minuto.
Chase intentó desenganchar el cinturón de la corona, pero le resultaba difícil manejarse debido al armazón de su traje.
Cuarenta segundos.
—¡Mierda!
Un ruido sordo fuera del templo. ¡Una explosión!
Y entonces oyó algo por los auriculares, la voz de alguien que se esforzaba por llegar hasta él a pesar de las interferencias. Kari…
¡No! ¡Castille!
—¡Edward! ¿Me oyes? ¡Edward!
Si la radio funcionaba sin el repetidor, significaba que estaba cerca, muy cerca.
—¡Hugo! —gritó Chase—. ¡Vete de aquí! ¡He puesto una bomba! ¡Vete!
—¡Edward! Repit…
Treinta segundos.
—¡Bomba! —gritó Chase. Intentó coger el cuchillo. Llevaba el cinturón atado muy tenso; tiró desesperadamente de él, intentando meter la punta de la hoja bajo la cinta recubierta de plástico.
Castille puso los ojos como platos. No había podido entender casi nada de lo que le había dicho Chase a causa de las interferencias, pero la última palabra la oyó con demasiada claridad.
Aceleró los propulsores al máximo y salió disparado hacia arriba.
La inclinación del Evenor no había hecho sino aumentar, y la cubierta ya estaba escorada a casi cuarenta y cinco grados, mientras la proa se hundía bajo las olas. El helicóptero se soltó de las amarras, se deslizó por la cubierta y chocó contra el agua. Primero se hundió la cola y el aire de la cabina mantuvo el morro a flote durante unos segundos antes de que el peso del aparato lo arrastrara al agua.
En la cubierta de proa, uno de los cables que sostenían el Sharkdozer se partió y el pesado sumergible empezó a balancearse como un péndulo. Chocó contra el agua y levantó una cortina de espuma. La grúa, que soportaba más peso del que debía, cedió por la base, cayó por la cubierta y atravesó el submarino. Empezó a manar agua de la herida abierta, y el Sharkdozer se hundió al cabo de unos segundos.
A medida que el barco se iba a pique, los restos de la explosión iban a parar al agua. De pronto, emergió la popa del océano; las hélices chorreantes de agua.
Qobras levantó el segundo detonador y, sin inmutarse lo más mínimo, apretó el botón.
Veinte segundos…
—¡Vamos, cabrón!
Chase hizo palanca hacia arriba con el cuchillo, la punta clavada en el revestimiento de su traje. Oyó un ruido y el cinturón se partió en dos.
Cayó de espaldas al agua, desde una altura de dos metros y medio, y se dio un golpe en la nuca con el interior del casco. Sin embargo, no había tiempo para el dolor porque le quedaban menos de quince segundos para alejarse de la bomba.
Tras una última bocanada de vapor y humo del timón, el Evenor desapareció en el Atlántico. El último chirrido del barco moribundo fue como el lamento de un animal herido. Dejó tras de sí un remolino de burbujas y cientos de restos demasiado ligeros, arrastrados por la vorágine.
Los generadores dejaron de funcionar en cuanto el compartimiento de popa se inundó, pero las luces de emergencia no se apagaron ya que entraron en funcionamiento automáticamente unas unidades generadores. Dejando una estela de burbujas tras de sí, el barco de reconocimiento inició su rápido descenso hacia el lecho marino.
Hacia la Atlántida.
Qobras se volvió y miró al capitán.
—Llévenos a puerto. A toda máquina.
—Sí, señor. —El capitán transmitió las órdenes a la tripulación del puente de mando. Sin que nadie le hiciera caso, Nina se llevó una mano a la boca para intentar contener los sollozos.
En vano.
Chase aceleró al máximo los propulsores; tan solo le quedaba tiempo para alejarse de la estatua y sumergirse en el agua.
Cinco segundos, cuatro, tres…
Vio un destello de luz bajo él, ¡Kari!, y viró hacia ella…
Los explosivos estallaron.