Capítulo 16
—¡AL suelo! —gritó Chase, que se tiró sobre Nina en el momento en que cayó una lluvia de piedras sobre ellos. Del boquete del techo se desprendieron unos bloques enormes que estallaron en añicos con un estruendo ensordecedor al impactar en el suelo.
Una fuerte ráfaga de viento entró por el agujero y creó remolinos de viento. Chase se apartó de Nina y miró hacia el cielo crepuscular, que quedó oscurecido casi de inmediato por algo.
Algo grande.
El rugido de los motores del helicóptero y el zumbido de las aspas de los rotores eran tan intensos que podía sentirlos. Un Mi-26 Halo de fabricación rusa, el helicóptero más grande del mundo, diseñado para transportar grandes cargas y con mucha autonomía.
Grandes cargas o un gran número de tropas.
El helicóptero se cernió sobre el agujero. Se abrieron las puertas y en cualquier instante caerían unas cuerdas por las que descenderían varios hombres al templo…
—¡Vamos! —gritó, a pesar de que apenas se podía oír su voz debido al estruendo del Halo. Ayudó a las mujeres a ponerse en pie—. ¡Al túnel! ¡Ahora!
—¿Qué demonios está pasando? —chilló Nina.
—¡Es la Hermandad! ¡Meteos en el túnel! ¡Vamos! —Agarró del brazo a Nina, que no salía de su asombro, y echó a correr, seguido por Kari.
Seis líneas negras cayeron del Halo. Ondearon unos instantes en el aire antes de enderezarse cuando unos hombres vestidos con ropa de combate negra y protecciones antibalas descendieron por ellas con gran habilidad. En el pecho unos potentes haces de luz blanca. Chase echó una fugaz mirada que le bastó para darse cuenta de que eran profesionales, ex militares.
Además, cada hombre iba armado con un subfusil Heckler & Koch UMP-40, y seguramente con otras armas.
Llegaron al pasillo. Chase iba delante con la linterna en la mano. El ruido del helicóptero aún se oía claramente mientras corrían desesperados y cruzaban la puerta que daba a la sala que albergaba el reto de la mente.
—¿Cómo es posible que nos hayan encontrado? —preguntó Kari.
—No lo sé —respondió Chase mientras se adentraban en el siguiente túnel—. Quizá nos pusieron un localizador en el barco.
Nina se había quedado sin aliento ya que no estaba acostumbrada a aquel ritmo.
—¿Qué quieren?
—Lo mismo que nosotros —le dijo Kari—. Sin embargo ellos quieren destruirlo, asegurarse de que nadie pueda usar la información para encontrar la Atlántida.
—Y destruirnos también a nosotros —añadió Chase.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Nina—. ¿Y Jonathan y Hugo?
—Espero que fueran directos al templo y no pasaran por la aldea —respondió Chase con amargura.
Alcanzaron el último tramo del pasillo antes del puente levadizo que cruzaba la piscina. Oyeron pasos en el túnel, tras ellos.
—Id a la salida —dijo Chase. Le dio la linterna a Kari mientras cruzaban el puente, que se combó con su peso—. Y esperadme.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Nina.
—Intentar evitar que nos atrapen. ¡Vamos! —Se detuvo al final del puente y dejó que Kari y Nina continuaran. Entonces agarró el último tablón e intentó levantarlo del borde antes de empujarlo hacia un lado con todas sus fuerzas. El puente se combó y crujió.
Con un gruñido de dolor Chase lo empujó hacia la piscina. La estructura de madera intentó recuperar su forma original cuando la soltó, y chocó contra la pared. Chase le dio una patada que provocó que uno de los extremos se hundiera en el agua. Entonces apareció el caimán que quedaba con vida y mostró un gran interés por lo que sucedía.
—¡Venga, vámonos! —gritó y se dirigió hacia la salida. Kari echó a correr, pero Nina dudaba mientras esperaba a que Chase las atrapara.
—Con su peso harán que caiga al río —dijo el inglés mientras avanzaban por el pasillo—, y entonces comprobaremos si el cocodrilo aún tiene hambre.
—Creía que era un caimán —dijo Nina, entre jadeos.
—¡Da igual! Ya hemos llegado a la prueba de la fuerza. Kari, usted primera, luego pasará Nina.
A pesar de que no tenían que enfrentarse a la presión acuciante del techo, sortearon las barras de pinchos más rápido de lo que le habría gustado a Nina, que se hizo varios arañazos. Al final las dejaron atrás y llegaron a la entrada de la sala del reto de la fuerza. Chase encabezó el grupo de nuevo.
—Muy bien —dijo mientras corrían—, en cuanto salgamos, quiero que las dos os adentréis en la selva. Alejaos del templo, encontrad un escondite y quedaos en él.
—¿Y tú? —preguntó Nina—. ¿Y los demás?
—Los buscaré. Tan solo espero que los indios se hayan cabreado con Qobras por haber volado su templo y hayan atacado el helicóptero. Si tenemos suerte, apenas quedarán guardas.
—¿Y si no la tenemos? —inquirió Kari.
—¡Entonces, supongo que estamos jodidos! —Doblaron la última esquina y vieron unos tenues rayos de luz más adelante—. ¿Listas?
—No —protestó la doctora.
—Puedes hacerlo, Nina. Kari, cuide de ella. Os atraparé en cuanto pueda.
—Lo haré —prometió Kari. Estaban casi en la entrada.
—Muy bien, preparados… ¡Vamos!
Salieron corriendo…
Y frenaron en seco. No había dónde ir.
Se toparon con diez hombres ataviados con ropa de combate negra que los estaban apuntando, dispuestos en semicírculo frente a la entrada del templo. Entre las cabañas vieron los cuerpos de cuatro indios; del resto de la tribu no había ni rastro. Castille, Di Salvo y Philby aún eran prisioneros, arrodillados en línea delante de…
—Hola, Eddie —dijo Jason Starkman.
No tenía el mismo aspecto que cuando Nina lo había conocido en Nueva York. En lugar de traje iba ataviado con ropa militar, protecciones antibalas, un chaleco en el que llevaba munición y un cuchillo de monte, y algo que parecía un garfio colgado de la espalda. Además, tenía el ojo derecho tapado con un parche. Se estremeció al recordar el momento en que hundió el dedo en algo blando y húmedo.
—¡Ah del barco! —dijo Chase con una sonrisa maligna mientras levantaba las manos—. Veo que te gusta el estilo pirata.
Starkman lo fulminó con la mirada.
—Veo que tu sentido del humor es tan pésimo como siempre.
—Supongo que lo verás a medias, ¿no?
A Starkman se le crispó la cara, antes de mirar a Nina.
—¡Doctora Wilde! Me alegro muchísimo de volver a verla.
Chase y Kari se situaron frente a ella, llevados por su instinto de protección.
—Déjela en paz —le espetó Kari.
Starkman enarcó una ceja.
—Kari Frost. Y yo que creía que nunca llegaría a conocerla en persona. Hayyar debería haber aceptado la oferta de Giovanni, nos habría ahorrado muchos problemas. —Hizo un gesto con el arma a sus hombres, que se adelantaron. Sobre ellos, el helicóptero daba vueltas en círculos, acompañado de un segundo Halo. La corriente descendente causada por los dos enormes aparatos azotaba los árboles como un huracán.
—¿Qué les ha pasado a los indios? —preguntó Nina.
—La mayoría huyeron —dijo Starkman, que miró hacia los cadáveres—. Los más listos, como mínimo. Algunos creían que podían enfrentarse a nosotros.
Los demás hombres empezaron a registrar a Chase, Kari y Nina.
—¿Qué piensa hacer con nosotros, Starkman? —preguntó Kari, que aguzó los ojos—. ¿Matarnos?
—Pues sí. —El tono coloquial con el que respondió hizo que a Nina se le helara la sangre—. Pero primero, quiero averiguar qué hay en el templo. —Se volvió, cogió el walkie-talkie del cinturón, lo que permitió que Nina viera mejor el gancho que llevaba en la espalda. Era un garfio, tal como le había parecido, pero sobresalía de lo que parecía una escopeta con el cañón ancho. La mayoría de sus hombres iban equipados de igual modo.
—Jefe Águila a equipo de entrada, adelante.
—¿Qué demonios os pasa a los yankis con las águilas? —se burló Chase—. Creía que te iban más los periquitos.
Starkman chasqueó los dedos. Uno de sus hombres, un armario empotrado de músculos, casi treinta centímetros más alto que Chase, le dio un puñetazo en la base del cuello, que lo hizo caer de rodillas.
—¡Eddie! —gritó Nina.
Starkman pareció sorprenderse.
—¿Te tuteas con los clientes, Eddie? ¿O… hay algo más? Deberías ir con cuidado, ya sabes lo que pasa.
—Cierra el pico, imbécil —gruñó Chase. Starkman le regaló una sonrisita burlona y, cuando parecía que iba a decir algo, lo interrumpió el walkie-talkie.
—Equipo de entrada a Jefe Águila —dijo el otro hombre—. Estamos en el templo y hemos localizado el artefacto robado. Se encuentra en una sala más pequeña, tras una estatua. ¡Jason, este lugar es increíble!
—Estoy convencido —replicó Starkman, con desdén—. ¿Qué más habéis encontrado, Günter?
—No te lo creerás, pero hay un mapa, ¡un mapa de verdad! Está grabado en una lámina inmensa de oricalco, colgada de la pared. ¡Muestra la ubicación de la Atlántida!
Starkman se mostró menos displicente.
—¿Es muy preciso?
—La forma de los continentes aparece bastante deformada, pero aun así son reconocibles. Y hay algo más. El mapa… muestra las posiciones de ciertos puntos en relación con la Atlántida. ¡Podemos usarlos para averiguar el emplazamiento exacto de la isla! —El hombre hablaba cada vez más emocionado—. La desembocadura norte del Amazonas aparece marcada en la latitud siete sur, tal como aparecía en el artefacto que robó Yuri, y el cabo de Buena Esperanza se encuentra… hay seis puntos y una V invertida. Gracias a nuestros archivos sabemos que este símbolo aparece después de ocho unidades sencillas, por lo que debe representar el número nueve. Nueve más seis es igual a latitud quince.
—El cabo está a treinta y cuatro grados sur —le recordó Starkman—. La parte superior del delta del Amazonas, a un grado norte, más o menos.
—Una diferencia de treinta y cinco grados, así pues, quince menos siete igual a ocho unidades atlantes de longitud entre ellos. De modo que una unidad es treinta y cinco dividido entre ocho… —La radio permaneció en silencio unos segundos mientras hacía el cálculo—. ¡4,375 grados!
—¿En qué latitud se encuentra la Atlántida entonces? —preguntó Starkman.
—Déjame comprobarlo en el portátil… 4,375 multiplicado por siete son 30,625 grados, y hay que añadirle un grado para compensar la posición del delta… ¡La Atlántida está situada en algún lugar entre los treinta y un y los treinta y dos grados norte!
Starkman le lanzó una mirada burlona a Nina.
—Eso está bastante más al sur que el golfo de Cádiz. Supongo que, al final, no teníamos que preocuparnos tanto por su teoría.
Nina no abrió la boca. El mapa del templo situaba la Atlántida claramente en el golfo de Cádiz. Las formas de los continentes no eran precisas, pero no era posible que los atlantes estuvieran tan mar adentro.
Günter volvió a hablar.
—Aun dejando cierto margen de error, el sistema atlante no es tan preciso como el nuestro. Si barremos la zona con un sónar, solo tardaremos unos días en encontrarla.
—Y luego podremos asegurarnos de que nadie encuentre la Atlántida —dijo Starkman con una emoción cada vez mayor—. Buen trabajo, Günter. Pon las cargas de termita y prepárate para la evacuación. Vamos a arrasar el templo.
—¿Va a destruirlo? —exclamó Kari, horrorizada.
Starkman la fulminó con la mirada.
—Haremos todo lo que sea necesario para evitar que gente como usted y su padre encuentren la Atlántida.
—El mayor descubrimiento arqueológico de la historia, ¿y lo único que le preocupa es destruirlo para que el chalado de su jefe no lo comparta con nadie? —le espetó Nina, cuya indignación superaba con creces su miedo—. Me da asco.
Starkman dio un resoplido de incredulidad.
—Joder, no tiene ni idea de lo que está ocurriendo, ¿verdad?
—¿Por qué no me ilumina? —replicó con desdén.
—¿Cree que su amiguita Kari y su padre están buscando la Atlántida por afición? —preguntó Starkman—. ¿Sabe cuánto dinero han gastado? ¡Decenas de millones de dólares, quizá cientos! ¡Incluso para un multimillonario, es un pasatiempo muy caro!
—Lo hacemos por un buen motivo —dijo Kari—. A diferencia de Qobras.
—Sé cuáles son sus motivos. Por eso acepté la oferta de Giovanni. —Lanzó una mirada inquisitiva a Nina, y luego a Kari—. ¿Pero lo sabe ella? ¿Se ha molestado tan siquiera en contarle por qué está tan desesperada por encontrar la Atlántida?
—Mientras no quieran destruirla, me da igual —respondió Nina. Kari le lanzó una mirada de admiración.
—Quizá habría cambiado de opinión —dijo Starkman, cuando su radio cobró vida de nuevo—. Aunque ahora ya no tendrá la oportunidad de hacerlo.
—Jefe Águila, tenemos todo lo necesario. Estamos preparando las cargas —dijo Günter.
—Bien. —Starkman alzó la vista. Los dos Halos seguían dando vueltas en círculos, a unos sesenta metros del suelo. Cambió el canal de la radio—. Helicóptero dos, aquí Jefe Águila. Acuda a punto de recogida.
—De acuerdo —respondió el piloto. Uno de los helicópteros se dirigió lentamente hacia el templo y cayeron varias cuerdas por uno de los costados.
—Bueno, supongo que esto es el final —dijo Starkman, que miró hacia los prisioneros—. Lo siento, Eddie, pero tengo órdenes.
—Métete tu falsa compasión por el culo, gilipollas hipócrita —le espetó Chase—. Debería haber dejado que esos cabrones de Al Qaeda te mataran en Afganistán.
—El mundo se alegrará de que no lo hicieras. Adiós, Eddie. —Starkman les hizo un gesto a sus hombres, que obligaron a Nina y a Kari a arrodillarse junto a Chase.
Nina sintió el cañón frío y duro de un arma en la nuca. Cerró los ojos…
Y oyó un zumbido.
¡Chas!
El hombre que había tras ella dio un grito ahogado antes de caer al suelo. Nina abrió los ojos y vio una lluvia de flechas y lanzas. Uno de los hombres que había detrás de Philby recibió un flechazo en la pierna. Hizo una mueca, estiró la mano para arrancársela… Pero de pronto abrió los ojos, como si se le fueran a salir de las órbitas. Le empezaron a temblar los dedos, se le cortó la respiración y cayó al suelo.
¡Lo habían envenenado!
Starkman se volvió y una flecha le alcanzó en el pecho. Pero no atravesó el chaleco de kevlar.
—¡Abrid fuego! —gritó mientras corría para ponerse a cubierto en la cabaña más próxima y disparó su UMP-40 hacia los árboles.
Los hombres que cubrían a Nina y Kari retrocedieron con Starkman y dispararon hacia la selva. Kari agarró a la doctora del brazo.
—¡Vamos!
Ambas echaron a correr. Un comando que había tras ellas se volvió para dispararles, pero uno de los indios le lanzó unas boleadoras. Dos de las piedras impactaron en el arma y erró el tiro, mientras que la tercera le dio en la cara y le partió los dientes.
Chase vio una oportunidad y la aprovechó; cuando el gigante que había tras él se movió, le clavó el codo en la entrepierna.
Falló. El hombre profirió un alarido de dolor, pero había recibido el impacto en la zona superior del muslo. Chase alzó la vista y vio que el hombre lo miraba fijamente, hecho una furia. Bajó el fusil…
El inglés se lanzó a las piernas del mercenario para tirarlo. El hombre se tambaleó, cayó sobre él y le golpeó con las rodillas en el pecho. Casi sin aliento, Chase cogió el UMP-40 de su adversario…
Recibió un puñetazo en la cara. Chase oyó el crujido de su nariz cuando se le rompió. Le sorprendió la ausencia de dolor, pero sabía por experiencia que no tardaría en llegar.
El puño retrocedió para golpearlo de nuevo. Chase soltó el subfusil y le agarró las manos a su adversario para intentar amortiguar el golpe. Las cerró con fuerza para intentar aplastarle los dedos…
Kari y Nina corrieron hacia Castille y los demás prisioneros.
—¡Métete en la cabaña! —gritó Kari, en el momento en que una flecha les pasó rozando por la cabeza.
—¡No, tenemos que ayudarlos! —respondió Nina. Uno de los indios muertos estaba tirado en mitad de su camino. Le arrancó el cuchillo—. ¡Vamos!
Starkman disparó de nuevo hacia los árboles mientras berreaba por el walkie-talkie.
—¡Helicóptero uno! ¡Fuego a discreción en los árboles! ¡Ahora!
Uno de los hombre que estaba cerca de los prisioneros fue alcanzado por una lanza por detrás; la afilada punta de obsidiana penetró en su cráneo. Sin dejar de disparar, se desplomó sobre la pared de una cabaña y la destrozó.
El hombre se zafó de Chase con un rugido, y le dio un rodillazo en las costillas. Chase intentó gritar, pero no le quedaba aire en los pulmones.
Aprovechando que los guardas se habían distraído, Castille y Di Salvo ya estaban en pie cuando llegaron Kari y Nina. La doctora agarró a Philby y le cortó la cuerda con la que le habían atado las manos, mientras Kari se afanaba en deshacer los nudos de Castille.
—¡Nuestras armas! —exclamó el belga y señaló las mochilas.
Cayó otro de los hombres de Starkman, con una flecha envenenada en el cuello.
Una furibunda racha de viento azotó la aldea cuando el helicóptero la sobrevoló. Se desató una lluvia de casquillos cuando el cañón rotatorio de seis tubos abrió fuego contra los árboles.
Philby ya era libre.
—¡Kari! —gritó Nina, que le lanzó su cuchillo. Kari lo cogió al vuelo y cortó las cuerdas de Di Salvo, mientras Castille se precipitaba hacia los fusiles.
—¡Métete en la cabaña, al suelo! —Logró meter a Philby en el interior de la endeble estructura en el mismo instante en que una flecha atravesaba la madera.
Uno de los miembros de la Hermandad se lanzó contra otra cabaña para esquivar una flecha, y al hacerlo se dio cuenta de que sus prisioneros se habían escapado.
El Halo giró y arrancó varios árboles con el fuego del cañón. La corriente descendente del rotor principal era tan fuerte que las cabañas salieron volando y esparció los escombros en todas direcciones.
El gigantesco soldado se agachó y agarró a Chase del cuello. Le apretó la arteria carótida con fuerza.
El latido de la sangre en los oídos ahogó incluso el ruido del helicóptero. Chase vio que estaba casi sobre ellos, los rotores borrosos tras la sonrisa sádica del hombre que lo estaba estrangulando. Levantó las manos para golpearlo en la cara, pero era demasiado grande y tenía los brazos demasiado largos, por lo que no alcanzó su objetivo.
Se le empezaba a nublar la vista y sentía un martilleo en la cabeza.
No llegaba a la cara del hombre que le aplastaba el pecho, pero sí que alcanzaba su cuerpo…
El aluvión de armas primitivas, pero efectivas, desde el interior de la selva cesó de inmediato cuando el helicóptero abrió fuego. Los gritos de horror de los indios resonaron en la aldea.
Castille cogió uno de los fusiles Colt y, cuando se disponía a disparar, vio que uno de los hombres de Starkman ya lo estaba apuntando con un UMP.
El hombre apretó el gatillo en el instante en que Di Salvo se lanzó frente al belga. Los tres disparos impactaron en la cadera y el muslo del brasileño, que empezó a sangrar a borbotones en cuanto cayó al suelo.
Castille contraatacó. Como el hombre llevaba protecciones antibalas, apuntó a la cabeza. Los tres disparos alcanzaron el objetivo y el cráneo del hombre estalló en una lluvia de masa encefálica y sangre.
Otro de los hombres de Starkman oyó los tiros y se volvió para enfrentarse a su nuevo adversario…
Pero recibió una patada en la cara.
Mientras se tambaleaba, Kari se giró sobre sí misma y le dio otra patada en la ingle que hizo que el hombre saliera despedido y atravesara la pared de una cabaña.
Kari cogió su fusil, se detuvo una fracción de segundo para tomar una decisión… y le disparó en la cabeza.
Chase sintió que perdía el conocimiento, que la vida se le escurría entre las manos. El comando se alzaba sobre él como un demonio; las aspas del helicóptero eran una aureola oscura sobre su cabeza.
Sin apenas fuerzas, estiró un poco más la mano derecha y alcanzó el objeto que anhelaba: el garfio que llevaba a la espalda.
Apretó el gatillo.
Hubo una pequeña explosión de gas y el garfio salió volando, casi en vertical, dejando tras de sí la estela del cable de acero y nailon… Y se enganchó en los rotores del Halo.
El gancho de fibra de carbono se hizo añicos al impactar en las aspas, pero el cable se enredó al instante en el rotor, que empezó a tirar de él.
El comando abrió los ojos, aterrorizado, al darse cuenta de lo que iba a ocurrir; entonces se vio arrastrado hacia arriba con tal fuerza que se le fracturaron varias costillas. Ascendía inexorablemente, como si lo hubieran lanzado con una catapulta, en dirección a los rotores. Su enorme cuerpo reventó, troceado en mil pedazos, que cayeron como una lluvia sangrienta sobre la aldea.
De pronto el helicóptero empezó a dar bandazos, fuera de control. El cable se había enredado en el rotor e incluso las aspas habían sufrido daños…
—¡A cubierto! —gritó Chase.
Kari miró alrededor. Starkman corría hacia el lateral del templo. Sobre ellos, el inmenso helicóptero empezó a girar, y al rugido de sus motores se le unió el chirrido de la maquinaria dañada. Ya solo quedaba uno de los hombres de Starkman, cerca de Chase.
Castille y ella dispararon simultáneamente para abatirlo.
El Halo seguía girando. Un hombre se lanzó de la cabina, gritando, cayó de cabeza sobre la cabaña de los ancianos y se rompió el cuello. Totalmente fuera de control, el helicóptero se dirigía hacia el templo, perdiendo altura.
El piloto del otro Halo vio que se dirigía hacia él, aceleró al máximo, hasta que los rotores no dieron más de sí, e inició un frenético ascenso vertical. Los hombres a los que estaba recogiendo por el agujero del techo del templo, se golpearon contra las paredes y cayeron de nuevo al suelo.
El otro Halo, envuelto en una nube de humo que manaba de sus motores, chocó contra el techo del templo. La estructura curva de piedra, debilitada por el boquete causado por la explosión previa, se vino abajo con el impacto. El aparato atravesó el techo y se precipitó en el interior del templo. Los rotores estallaron en pedazos al chocar contra la piedra, y alcanzaron casi los cien metros de altura antes de volver a caer al suelo.
El inmenso helicóptero se desplomó casi verticalmente ante la estatua de Poseidón, donde explotó.
Una bola de fuego arrasó el templo y las llamas acabaron con la vida de los hombres que aún quedaban en el interior. La gigantesca estatua del dios se balanceó, cayó hacia delante y aplastó los restos del aparato. La piel dorada de Poseidón empezó a fundirse a causa del intenso calor.
Un calor que alcanzó las cargas de termita de la sala del altar. Estas explotaron y provocaron que la temperatura subiera, en un abrir y cerrar de ojos, por encima de los mil grados. Los objetos de oro y oricalco que había no se fundieron, sino que se evaporaron, arrasados por la abrasadora ola de fuego.
Castille se volvió al oír la explosión e, instintivamente, se lanzó hacia atrás justo antes de que un trozo de aspa de un metro de largo se clavara entre sus piernas como una jabalina.
—Merde! —gritó—. ¡Helicópteros!
El resto del techo del templo se vino abajo, miles de toneladas de piedra que lo sepultaron todo. La onda expansiva atravesó los demás túneles y salas, y la entrada escupió una nube inmensa de polvo y escombros, como un tren expreso.
La antigua réplica del templo atlante de Poseidón, oculta en la selva durante miles de años, fue destruida para siempre, junto con todos los secretos que contenía.
Nina asomó la cabeza por la cabaña y se protegió los ojos al ver la nube de polvo.
—¡Joder!
Chase se apoyó en la pared del templo para levantarse. Se limpió la sangre de la cara con el dorso de la mano. La nariz rota empezaba a dolerle. Entre el polvo vio a Kari y Castille, que corrían hacia él.
—¿Dónde está Starkman? —les preguntó entrecortadamente.
—¡Por ahí! —señaló Castille. Starkman torció en la esquina del templo en ruinas y lo perdieron de vista.
—¿Nina?
—Está en una de las cabañas —le dijo Kari.
—Deme su fusil.
Kari le entregó el Colt.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Castille.
—¡No pienso permitir que ese cabrón huya! Kari, vigile a Nina. ¿Dónde está Agnaldo?
—Le han disparado —dijo Castille.
—¡Pues ayúdalo! ¡Idos, los dos! —Chase echó a correr, dolorido, tras Starkman.
El secuaz de Qobras se subió a la base del templo y siguió corriendo, hablando por el walkie-talkie.
—¡Helicóptero dos! ¡Aquí Jefe Águila, necesito que me recojáis ahora! —El Halo superviviente sobrevolaba la selva con cautela, a unos cuantos cientos de metros.
Chase dobló la esquina del templo, en pos de Starkman.
¡Ahí estaba!
—No te escaparás —gruñó y subió a la primera grada.
Kari se precipitó hacia los restos de la cabaña donde había visto refugiarse a Nina con Philby. Apartó la piel animal que cubría la puerta.
—¿Estás bien? —preguntó.
—¡Estamos bien! —respondió Nina.
—Habla por ti —murmuró Philby.
Nina no le hizo caso.
—¿Y los demás? ¿Dónde está Eddie?
—Han disparado a Di Salvo —respondió Kari—. Hugo lo está curando. Chase ha salido tras Starkman.
—¿Qué? ¡Vamos, tenemos que ayudarlo! —Salió fuera, vio que Chase ascendía por el lateral de la pirámide y se dirigió tras él.
—¡Es demasiado peligroso! —le advirtió Kari, pero fue en vano—. ¡Nina! ¡Maldita sea! —Corrió hasta las mochilas, cogió otro fusil y la Wildey de Chase y siguió los pasos de la doctora.
El Halo se acercó, evitando la columna de denso humo que salía del templo derruido. Mientras descendía, las cuerdas cayeron entre el follaje.
Starkman aminoró la marcha y gritó por radio:
—¡Vamos, más rápido! ¡Sacadme de aquí! —Agitó los brazos con furia para que el helicóptero se acercara más…
Las piedras oscuras que había a su alrededor se resquebrajaron al recibir impactos de bala.
—¡Jason! —gruñó Chase, sin dejar de disparar.
Starkman subió a la siguiente grada y contraatacó con su UMP. Chase se agachó para esquivar los disparos y le cayó encima una lluvia de polvo y fragmentos de roca. Recorrió varios metros a gatas antes de asomarse de nuevo y disparar otra ráfaga.
Nina oyó los disparos y se puso a cubierto en la grada más baja del lateral del templo. Asomó la cabeza con cautela y vio que Chase se estaba tiroteando con Starkman, que se encontraba en la grada superior y cerca del extremo devastado del templo. El helicóptero se aproximaba, con las cuerdas extendidas.
Chase disparó otra ráfaga y oyó el clic tras la última bala.
¡El cargador estaba vacío!
Starkman sabía contar los disparos tan bien como él. No tardaría mucho en darse cuenta de que se había quedado sin munición. Chase avanzó unos cuantos metros más, asomó la cabeza y se puso a cubierto de inmediato. Tal como esperaba, su breve aparición provocó una ráfaga de disparos. Starkman no tenía miedo de quedarse sin balas.
El viento provocado por el helicóptero le agitó la ropa. A una altura tan baja, la fuerza del Halo podía hacer que un hombre saliera volando fácilmente.
Algo que dificultaba muchísimo afinar la puntería.
Chase se subió a la siguiente grada y se echó contra la pared cuando otra ráfaga de balas impactó en la pirámide. Sin embargo, logró escuchar lo que Starkman decía por radio:
—¡Acabad con él! ¡Mierda!
Observó el helicóptero. Un hombre asomó la cabeza por la puerta de la cabina y lo miró. Luego volvió a meterse dentro y reapareció al cabo de unos instantes con un arma en las manos.
Esta vez no era una ametralladora, sino un rifle de francotirador M82, con el que se le podía pegar un tiro en la cabeza a un hombre desde ochocientos metros; ¡y Chase estaba a apenas quince del helicóptero!
—¡Nina! —Kari la atrapó, con el fusil en las manos.
—¡Van a dispararle desde el helicóptero! —gritó la doctora.
Kari analizó la situación. El inmenso helicóptero se había situado sobre Starkman para que pudiera agarrarse a una de las cuerdas y subirse a bordo; mientras, uno de los ocupantes del aparato apuntaba a Chase con un rifle de francotirador…
Kari levantó el fusil y vació el cargador en el fuselaje del helicóptero.
El francotirador se tambaleó y se precipitó al vacío después de soltar el rifle. Starkman se apartó para evitar que le cayeran encima. El cañón del arma impactó en las gradas de piedra del templo y su antiguo propietario cayó encima de cabeza, de modo que la culata le atravesó la clavícula y se le hundió en el pecho. El cuerpo descendió dando volteretas grotescamente por el lado del templo, empalado por el arma.
Starkman se recuperó y cogió una de las cuerdas con el brazo derecho mientras se echaba al hombro el fusil y le ordenaba por radio al piloto que ascendiera.
—¡Eddie! —gritó Kari. A pesar del estruendo de los motores, Chase la oyó y se volvió—. ¡Tome! —Le lanzó su Wildey.
Chase cogió la pistola con una mano mientras se ponía en pie, se dio la vuelta y apuntó al helicóptero mientras Starkman se balanceaba en el aire. El Halo ganaba altura rápidamente. Tenía el morro inclinado, preparándose para sobrevolar la selva.
Chase apuntó al piloto y disparó dos veces. Ambos disparos impactaron en el vientre del aparato, cerca del morro, pero la corriente descendiente impidió que alcanzaran su objetivo. El helicóptero no sufrió ningún daño importante.
Starkman se aferraba con ambas manos a la cuerda, mientras los hombres del helicóptero la recogían.
Otra de las cuerdas pasó junto a Chase, como una serpiente de nailon negro azotada por el viento. El inglés no se lo pensó dos veces y la agarró.
—¡Oh, Dios mío! ¡Será idiota! ¡No! —gritó Nina en vano cuando lo vio salir volando.
Aferrado a la cuerda con la mano izquierda, Chase levantó la Wildey con la derecha y apuntó arriba a Starkman. Aún le faltaban varios metros para alcanzar la seguridad relativa de la cabina.
—Te la voy a meter por el culo, cabrón…
La Wildey escupió dos balas. Azotado por el viento, Chase no sabía dónde había impactado la primera, pero la segunda agujereó el fuselaje, por encima de Starkman, y lo salpicó de pintura.
Starkman miró abajo y vio a Chase balanceándose. Por un instante el inglés creyó que su enemigo intentaba coger el UMP para dispararle…
Hasta que entendió que era el cuchillo lo que buscaba.
De pronto Chase se dio cuenta de su precaria situación. Estaba agarrado con una mano a una cuerda que colgaba de un helicóptero, a más de veinte metros del suelo, mientras el Halo se dirigía hacia la selva.
Sus miradas se cruzaron. Starkman sonrió y cortó la cuerda de Chase, con un único y brutal tajo.
—¡Oh, mierda! —fue lo único que tuvo tiempo de decir antes de desplomarse sobre la interminable bóveda de la selva.