Epílogo

Nueva York

Nina abrió la puerta del apartamento y entró cansinamente. Todo estaba tal como lo había dejado varias semanas atrás. Dejó el montón de cartas en la encimera de la cocina y llenó el hervidor. Necesitaba un café bien fuerte. No quería ni imaginarse en qué estado debía de encontrarse el contenido de la nevera después de tanto tiempo. Quizá lo mejor sería que la tirara sin abrirla y comprara una nueva.

Encendió el hervidor, se dejó caer en el sofá y echó una mirada alrededor. El apartamento le resultaba un lugar íntimamente familiar y, al mismo tiempo, desconocido, un recuerdo olvidado que volvía a cobrar vida.

Le costaba asimilar la normalidad de encontrarse de nuevo en casa. Después de todo lo que había sucedido, había regresado a Nueva York, a casa, como si no hubiera ocurrido nada.

Sin embargo, no era cierto. Había descubierto la Atlántida y la había perdido. Había reescrito la historia de la humanidad, pero no tenía ninguna prueba.

Se llevó las manos al colgante y se corrigió. No tenía ninguna prueba… salvo el conocimiento y la satisfacción de que la historia de la humanidad iba a seguir su curso. Habían logrado poner fin a los demenciales planes de Frost y destruir todas sus investigaciones sobre el virus. Volvió la vista para mirar las luces de Manhattan por la ventana. Se preguntó si los millones, miles de millones de personas condenadas a muerte por Frost serían conscientes alguna vez de lo cerca que habían estado del exterminio.

A buen seguro, no. Cuando primero el gobierno noruego y luego sus aliados de la OTAN se involucraron en lo sucedido, le dejaron muy claro que el verdadero objetivo de la Fundación Frost no debía revelarse jamás.

Nina se estiró en el sofá hasta que hirvió el agua y entonces regresó a la cocina. Cogió una taza y hurgó en los armarios en busca del bote de café. ¿Dónde lo había dejado?

De pronto algo cayó en la encimera, junto a la taza, y ella dio un respingo. Se volvió de inmediato.

Chase estaba en la puerta, vestido con su chaqueta de cuero, más raída que nunca. El también tenía aspecto maltrecho, aunque resultaba atractivo, a su manera. Le sonrió.

—Prueba eso —dijo y señaló las bolsitas de té que acababa de lanzarle—. Te sentarán mejor que el café.

—¡Eddie! —gritó Nina, con una mezcla de sorpresa y alegría. Miró hacia la puerta del apartamento. Todas las cerraduras estaban intactas—. ¿Cómo has entrado?

—Tengo mis trucos —dijo y sonrió de oreja a oreja—. Ven aquí, Doc… Nina —se corrigió enseguida al ver su mirada burlona. Se abrazaron y se besaron.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó al final ella—. Creía que habías regresado a Inglaterra.

—Y así fue. Pero me han ofrecido un trabajo. De hecho, por eso estoy aquí.

Nina enarcó una ceja.

—¿Ah, sí? ¿Entonces no has venido porque querías estar conmigo? —inquirió, haciéndose la ofendida.

—¡No, pero es un extra que hay que tener muy en cuenta! Es broma —añadió y la abrazó de nuevo—. Es cierto que he venido porque quería verte. Lo que sucede es que mi nuevo trabajo… digamos que depende de ti que lo acepte o no.

—¿A qué te refieres?

—Ahora que los mandamases saben que la Atlántida existió de verdad, creen que existe la posibilidad de que también fueran ciertos otros mitos de la antigüedad. Así que quieren encontrarlos y protegerlos para que los personajes como Frost no puedan aprovecharse de ellos. La ONU va a crear una especie de agencia de conservación arqueológica para preservarlos. Y quieren que la persona que se encargue de ello… seas tú.

—¿Yo? —exclamó Nina—. ¿Por qué yo?

—Porque eres quien más sabe sobre la Atlántida de todo el mundo. Sabes qué es lo que hay que buscar. Bueno —dijo y abrió los brazos—, ¿te apuntas?

—¿Y qué papel desempeñas tú en todo esto?

—¿Yo? Bueno, creo que mi misión será cuidar de una estadounidense muy guapa que me salvó la vida en cierta ocasión…

—Así que serás su guardaespaldas, ¿no? —preguntó con una sonrisa.

—De hecho, espero poder hacer más cosas con sus espaldas, y el resto de su cuerpo, aparte de guardarlo.

—No creo que haya ningún problema…

La sonrisa de Chase iba de oreja a oreja.

—Entonces, ¿vas a aceptar el trabajo?

Nina sonrió, le cogió la mano y lo llevó a su dormitorio.

—Consultémoslo con la almohada. Si la Atlántida esperó once mil años, puede esperar un día más.