Capítulo 23

El Tíbet

El sol aún no había rebasado las cumbres himalayas, pero Nina ya veía el resplandor que precedía al alba, mientras el helicóptero sobrevolaba las montañas.

Se sentó en el compartimiento trasero del aparato, flanqueada por dos hombres armados. Frente a ella se encontraban Qobras, Starkman y Philby. Su antiguo mentor no se había atrevido a mirarla a los ojos ni una sola vez durante el vuelo.

Sabía que los seguía un segundo helicóptero con más hombres y algo oculto en una gran caja. Se imaginaba que no podía ser nada bueno.

—Siga —le pidió Qobras—. Estaba hablando de la erupción…

—Sí. —La imagen de las inscripciones finales del templo regresó a su mente—. La isla se hundía y el volcán del extremo norte estaba activo; sabían lo que estaba escrito en el muro. Pero no creo que se dieran cuenta de lo rápido que sucedió todo cuando llegó el final.

—No lo suficiente —añadió Qobras—. Algunos escaparon.

Nina negó con la cabeza.

—¿Qué problema tiene con los atlantes? Teniendo en cuenta que su imperio fue destruido hace once mil años, creo que ya ha pasado mucho tiempo como para guardarles rencor.

—Su imperio nunca se destruyó por completo, doctora Wilde —dijo Qobras—. Aún existe. Incluso hoy en día.

—Ah, supongo que se refiere al poderoso imperio atlante invisible.

Qobras no hizo caso de su sarcasmo.

—Si con «invisible» se refiere a que nadie sabe que está ahí, entonces sí, tiene razón. Los descendientes de los atlantes aún están entre nosotros, e intentan controlar a aquellos a los que consideran sus inferiores. Sin embargo, la diferencia actual estriba en que no ejercen su poder mediante la fuerza de las armas, sino mediante la fuerza de la riqueza.

—Creo que nos adentramos en el territorio de la teoría de la conspiración —dijo Nina en tono burlón—. Supongo que ahora me dirá que los atlantes son los verdaderos Illuminati.

—Se equivoca. Nosotros somos los Illuminati.

Nina lo miró con incredulidad.

—¿Qué?

—No en el sentido que se imagina. Nuestra organización data de mucho antes de cualquiera de las sectas que adoptó ese nombre a partir del siglo XVI. Y el nombre, Illuminati, proviene del latín, mientras que el nuestro proviene del griego antiguo. La Hermandad de Selasforos, los portadores de la luz.

—¿Griego antiguo? —Nina se volvió hacia Philby en busca de apoyo para rebatir aquella locura, pero aunque no la miró a los ojos, por su expresión estaba claro que no dudaba lo más mínimo de las palabras de Qobras—. ¿Me está diciendo que es el máximo dirigente de una organización secreta antiatlante que data de más de dos mil quinientos años? ¡Y una mierda!

—Es mucho más antigua —replicó Qobras, impertérrito—. Estoy seguro de que recuerda Cridas, la mención de la guerra entre los atenienses y los reyes de la Atlántida.

—Por supuesto. «La guerra que se dice que tuvo lugar entre aquellos que moraban más allá de las Columnas de Hércules, y dentro de sus confines». Pero esa es la única mención, aparte de unas cuantas líneas en Timeo.

Qobras negó con la cabeza.

—No. Hay más.

Critias es una obra inacabada.

Critias es una obra recortada —replicó Qobras—. Por la Hermandad. El texto completo incluía un relato de la guerra entre las dos grandes potencias, y sobre cómo los atenienses y sus aliados expulsaron a los invasores del Mediterráneo. También describía el contraataque ateniense en la propia Atlántida, que finalizó con el ejército ateniense atrapado en la isla mientras esta se hundía.

—Eso contradice lo que aparece en Timeo —rebatió Nina—. «Y en un único día y una única noche desgraciada, todos vuestros guerreros cayeron como un cuerpo en la tierra, y la isla de la Atlántida, de igual modo, desapareció en las profundidades del mar». Dos hechos distintos.

—El mismo hecho según el texto original de Critias.

—Pero eso… —Nina calló al darse cuenta de lo que implicaban las palabras de Qobras—. ¿Se refiere al texto original? Es decir, ¿transcrito directamente de las propias palabras de Platón?

—Nuestras criptas albergan más de lo que pueda imaginar, incluido el texto completo de Critias, y el tercero de los diálogos de Platón sobre la Atlántida, Hermócrates.

—Pero Hermócrates jamás llegó a escribirse…

—De eso convencimos al mundo. La Hermandad se ha esforzado en impedir el redescubrimiento de la Atlántida durante miles de años. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos para alejar a los descendientes de los atlantes de todo aquello que pudiera ayudarlos en su propósito.

—Incluido el asesinato —le espetó Nina.

—No es algo de lo que estemos orgullosos, pero en ocasiones ha sido necesario. Otras veces… ha sido justificado.

—Pero ¿por qué? —preguntó Nina—. ¡Es una locura! Sí, la Atlántida es una de las leyendas antiguas más famosas del mundo, pero al final no deja de ser más que un yacimiento arqueológico, ¡una ciudad muerta llena de ruinas!

Qobras se incorporó.

—Tal vez la ciudad esté muerta, pero representa algo que está muy vivo, doctora Wilde. Y hoy en día sigue siendo tan peligroso como lo fue en el 9500 antes de Cristo. El descubrimiento de la Atlántida serviría para unir a los descendientes de los atlantes, y los convertiría en una poderosa fuerza maligna.

—La Atlántida ya ha sido descubierta —señaló Nina—. Por mí. Y todos los que estaban a bordo del Evenor saben dónde está. ¿Cree que podrá seguir ocultándolo?

—Quizá hayan descubierto la ubicación, pero el conocimiento que albergaba se ha destruido. Y la Hermandad tiene influencias en muchos ámbitos. —Lanzó una mirada a Philby—. Sin duda, podemos mantener distraído al mundo académico.

—¿Por eso rechazaste mi propuesta, Jonathan? ¿Ya te tenía en el bolsillo por entonces?

—Intentaba protegerte —contestó Philby—. No sabía si tu teoría daría frutos o no. Pero no podía arriesgarme a que tuvieras éxito. No tenía ni idea de que intentarían matarte en Manhattan, ¡tienes que creerme! ¡Nunca quise que te hicieran daño!

—Te estoy muy agradecida por tu preocupación. —Philby rehuyó su mirada, avergonzado.

—En cuanto a los demás que puedan mostrar algún interés —prosiguió Qobras—, podemos desviar su atención de muchas formas. Pero quizá ahora ya no sea ni necesario. Si nos ha contado la verdad sobre el último emplazamiento de los atlantes, también podremos destruirlo. Cuando desaparezca el último eslabón, sus descendientes no serán capaces de unirse para iniciar una nueva guerra de conquista.

—No creo que los Frost sean muy belicistas —replicó Nina—. A menos que considere la filantropía un arma de destrucción masiva.

Qobras soltó una risotada.

—¿Filantropía? ¡No lo creo! Todo lo que ha hecho Kristian Frost ha sido en beneficio de su objetivo final, la reinstauración del gobierno atlante bajo su mando. La inversión de millones de dólares en ayuda médica no es más que un medio de alcanzar ese fin. ¿De verdad cree que la Fundación Frost solo quiere ayudar a los enfermos?

—Entonces, ¿cuál es su objetivo?

—Kristian Frost ha usado los proyectos médicos de la Fundación como tapadera para trazar la distribución mundial del genoma atlante, para encontrar a la gente que comparte su ADN. Gente como usted. Sí, sabemos que los Frost le hicieron una prueba de ADN. También sabemos que durante la última década, ha dedicado una ingente cantidad de dinero y recursos para encontrar la Atlántida, mucho más de lo que ha afirmado públicamente o, sospecho, de lo que le haya dicho a usted. No es la primera persona a quien le financia una expedición para encontrar la Atlántida.

—¿También intentó matar a las demás? —La mirada de Qobras bastó como respuesta—. Oh, Dios.

—Como le he dicho, no es algo de lo que estemos orgullosos, pero había que hacerlo. Sin embargo, gracias a usted… los Frost están a punto de culminar su plan.

—¿Y de qué plan se trata, exactamente?

—Desconocemos los detalles precisos. Ninguno de nuestros agentes ha podido infiltrarse en el centro de mando de la organización para descubrir su verdadero objetivo. Pero hemos averiguado lo suficiente para saber que su plan no abarca solo el descubrimiento de la Atlántida, sino la recuperación de ciertos artefactos atlantes. Sin embargo la Hermandad está a punto de lograr que eso no suceda nunca. —Señaló la ventanilla—. Nos aproximamos a la Cima Dorada.

Nina miró fuera y vio los primeros rayos de sol que se alzaban sobre el perfil escarpado del Himalaya…

Y al oeste se alzaba una cordillera de tres picos. La cumbre central refulgía con un resplandor anaranjado, como si la cima de la montaña hubiera estallado en llamas. Incluso las vetas de roca que se atisbaban a través de la nieve pura y blanca parecían estar en llamas, puesto que el sol reflejado en ellas lanzaba unos destellos dorados.

—Dios mío —susurró Nina.

—La Cima Dorada —dijo Qobras—. Una leyenda local que supuestamente ocultaba un gran tesoro. La Ahnenerbe creía que estaba relacionada con la Atlántida. Al igual que sus padres.

Al oír la mención a sus padres, Nina volvió la mirada bruscamente hacia Qobras que, sin embargo, se había vuelto para darle instrucciones al piloto. El helicóptero descendió hacia la montaña. Aterrizó en un saliente cubierto de nieve.

—El Sendero de la Luna —exclamó Qobras mientras bajaba del aparato. La nieve crujió bajo sus pies—. Jamás imaginé que volvería a ver este lugar.

Nina se arrebujó con el abrigo al bajar tras él, seguida en todo momento por los guardas.

—¿Ha estado antes aquí?

—Sí, pero creí que no había nada de valor. Al parecer, me equivoqué. —Le puso una mano en el hombro a Philby—. Quizá deberíamos haber pasado más tiempo aquí. Nos habríamos ahorrado muchos problemas.

—¿Tú también has estado aquí? —preguntó Nina al catedrático. Pronunció un murmullo vago, con un deje de temor, a modo de confirmación.

—Estuvo aquí con sus padres —añadió Qobras. Nina lo miró boquiabierta y horrorizada.

—Giovanni, por favor, no —suplicó Philby—. No hay ninguna necesidad…

Qobras lo fulminó con la mirada.

—He hecho muchas cosas de las que no estoy orgulloso, pero admito mi participación en todas ellas. Deberías hacer lo mismo… Jack.

—¿Jonathan? —Nina se le acercó, sin preocuparse de los guardas—. ¿Qué significa eso? ¿Mis padres vinieron aquí? ¿Qué sabes?

Intentó darle la espalda.

—Yo… Nina, lo siento…

La doctora lo agarró del abrigo.

—¿Qué sabes, Jonathan?

—Venga por aquí, doctora Wilde —dijo Qobras, que señaló una cuesta. Starkman la apartó de Philby. A pesar del frío, el catedrático sudaba a mares.

El grupo subió por la ladera mientras el segundo helicóptero anunciaba su llegada con un remolino de copos de nieve y tomaba tierra tras ellos. Qobras encabezaba la expedición y examinaba la pared de la montaña atentamente. Al final, se detuvo.

—Ahí —dijo. Nina miró hacia donde señalaba. Al principio no vio nada salvo nieve y rocas, los estratos deformados tras siglos y siglos de presión geológica; sin embargo, cuando se fijó con más detenimiento atisbo una mancha negra en el gris azulado de la montaña.

Una rendija en la roca, una abertura…

—Un hueco bastante estrecho —comentó Starkman. Debía de medir, como mucho, treinta centímetros de ancho.

—Debe de haber ocurrido otro desprendimiento. Haz que traigan el equipo para excavar.

Starkman transmitió la orden. Al cabo de unos minutos, llegaron otros diez hombres del segundo helicóptero. Se pusieron manos a la obra para limpiar con picos el montón de rocas que obstruían la entrada. Enseguida abrieron un hueco lo bastante grande para que pudiera pasar una persona, pero Qobras ordenó a sus hombres que siguieran excavando.

—Tiene que ser lo bastante ancho para meter la bomba.

—¿Bomba? —exclamó Nina—. ¿Qué bomba?

Qobras le lanzó una mirada de impaciencia.

—Esto no es una expedición arqueológica, doctora Wilde. Hemos venido aquí a destruir el último vínculo con la Atlántida. Haya lo que haya dentro de esta montaña, nadie lo verá jamás.

—Es peor que los talibanes —gruñó ella—. Ellos destruyeron obras de arte de valor incalculable llevados por creencias dogmáticas. ¡Usted va a hacerlo por una teoría de la conspiración!

—Una conspiración que, por suerte, acabará aquí. Cuando hayamos destruido el último emplazamiento de los atlantes, habremos acabado con la última huella de esa civilización para siempre.

—¿Y luego qué? ¿Piensa retirarse a las Bahamas? ¿O seguirá matando a gente que no le gusta por su ADN? —Qobras no respondió y miró hacia la abertura.

Tras cinco minutos más de actividad, finalmente se dio por satisfecho.

—Traed la bomba —ordenó—. Vamos a entrar.

Los hombres regresaron a los helicópteros mientras Qobras se dirigía hacia la cueva, seguido por Starkman y Philby. Luego iba Nina, flanqueada por sus dos guardas. Los haces de luz de las potentes linternas iluminaron el oscuro espacio interior. Nina tuvo la sensación de que se trataba de una cueva natural que había sido ampliada para convertirla en un pasadizo que conducía al interior de la montaña.

—Por aquí —dijo Starkman, que enfocó con la linterna a un lado. Nina dio un grito ahogado de sorpresa cuando vio lo que habían encontrado.

Cuerpos.

Cinco cadáveres que los observaban en silencio, con la piel arrugada y apergaminada. Por la forma en que estaban sentados, en hilera y en uno de los costados de la cueva, Nina intuyó que habían muerto de hambre o congelación, pero también parecía que alguien había hurgado entre ellos tras su muerte.

—La cuarta expedición de la Ahnenerbe —dijo Qobras en tono grave—. Jürgen Krauss y sus hombres. Siguieron el camino de Marruecos a Brasil, y luego al Tíbet.

—¿La cuarta expedición? —preguntó Nina—. Solo hubo tres.

—Tres de las que haya constancia. Como mínimo, en los archivos conocidos. Había otros documentos. —Adoptó un tono más sombrío—. Su padre se hizo con alguno de esos documentos, que lo condujeron al Tíbet, en busca de la Cima Dorada… y luego aquí.

—¿Aquí? —exclamó Nina, confundida… pero con un mal presentimiento.

—Vamos por aquí. —Qobras enfocó la linterna hacia el pasadizo que había al final de la sala, y le hizo un gesto con la cabeza a Starkman para que se llevara a Nina. Philby se quedó atrás. Su rostro denotaba pánico.

Y algo más, dedujo Nina.

¿Sentimiento de culpa?

Siguió a Qobras, que iluminaba con la linterna lo que había al final del pasadizo.

Era una tumba, una tumba atlante; la agresiva arquitectura y las inscripciones glozel eran inconfundibles. Todo eso, no obstante, quedó relegado a un segundo plano cuando Nina vio lo que había en esa sala.

Más cuerpos.

Pero a diferencia de los cadáveres de la expedición nazi, esos no habían muerto sin sufrir. Estaban tirados contra la pared en unas posturas retorcidas y paralizadas por el dolor. Vio agujeros de bala en la roca, tras los cadáveres, rodeados por unas salpicaduras marrones que solo podían ser de sangre seca desde hacía mucho tiempo.

Y entre las caras de los muertos estaban…

Nina se llevó las manos a la boca.

—No… —susurró.

Qobras la miró, luego le hizo un gesto a Starkman, que tiró de ella para que siguiera avanzando; Nina se resistió, y al final acabó arrastrándola.

—¡No! —Esta vez fue un gemido, un lamento de horror y desesperación.

El tiempo y el frío habían teñido de marrón la piel de los cadáveres, la habían secado y curtido, los tejidos blandos se habían descompuesto desde hacía mucho y las órbitas no eran más que unos agujeros negros y vacíos. Aun así, Nina reconoció las caras, que no habían abandonado su pensamiento ni un solo día durante los últimos diez años.

Sus padres.

No habían muerto en una avalancha. Habían muerto ahí, a tiros.

Asesinados.

Starkman la obligó a avanzar, a acercarse a la horrible realidad que le mostraba la linterna de Qobras. Nina se resistió y le dio patadas, no quería mirar pero era incapaz de apartar la mirada.

—¡Usted lo hizo! —le gritó a Qobras—. ¡Los mató! ¡Cabrón, hijo de puta! ¡Lo mataré! —Los dos guardas hicieron el ademán de proteger a su jefe, sin embargo este levantó la mano para que se detuvieran. Los dos hombres se apartaron y esperaron mientras los gritos de Nina perdían coherencia, reducidos a sollozos preñados de angustia e ira.

—Lo siento —dijo Qobras en voz baja—. Pero había que hacerlo. No podíamos permitir que Kristian Frost se hiciera con los secretos de los atlantes.

—¿Qué secretos? —gritó Nina con amargura—. ¡Aquí no hay nada! ¡No es más que una tumba! —Entrecerró los ojos, en un gesto de odio—. Mató a mis padres por nada, hijo de puta.

—No. —Qobras barrió lentamente las paredes con la linterna—. Hace diez años creía que aquí no había nada, que habían saqueado la tumba. Pero si la última inscripción del templo de la Atlántida es cierta, tiene que haber algo más en este sitio. —Se volvió hacia los dos guardas—. Escudriñad las paredes centímetro a centímetro. Buscad cualquier cosa que pueda indicar una abertura, una grieta, una roca suelta, un ojo de cerradura, ¡lo que sea! —El propio Qobras se puso a examinar las paredes con minuciosidad. Starkman se encargó de vigilar a Nina.

Los sollozos de la doctora se apagaron… y dieron lugar a una máscara inexpresiva y fría.

Casi del todo inexpresiva. Solo sus ojos delataban la furia que ardía en su interior.

La búsqueda duró tan solo unos minutos ya que uno de los guardas llamó a Qobras. Todos se precipitaron hacia el lugar, y el hombre señaló con cuidado una línea casi escondida entre las columnas.

—Son puertas —dijo Qobras, que deslizó el dedo por el estrecho hueco—. Parece que no hay forma de abrirlas desde fuera. Vamos a tener que emplear la fuerza.

Uno de los guardas regresó a los helicópteros para coger el equipo necesario. Mientras tanto, llegaron más hombres de Qobras, que transportaban en un carro de ruedas gruesas la caja grande que Nina había visto en el segundo helicóptero. Un escalofrío le recorrió la espalda. Aunque la bomba que contenía tuviera la mitad del tamaño de la caja, sería más grande que un hombre.

Las cargas que Qobras pensaba usar para las puertas eran mucho más pequeñas. Hicieron un agujero del tamaño de un puño en la roca con un taladro. Una vez hecho, Qobras colocó los explosivos, un disco grueso del tamaño de un dólar de plata.

—¿Piensa volarla? —preguntó Nina.

—Sí.

—¿Y qué pasa con ellos? —Señaló los cuerpos—. ¿Va a volarlos en mil pedazos también? ¿No le bastó con matarlos, y ahora quiere profanarlos también?

Starkman soltó un bufido de impaciencia, pero Qobras se detuvo y meditó sobre lo que le acababa de decir Nina.

—Jason, diles a los hombres que los lleven a la sala de la entrada —ordenó al final.

—Es una pérdida de tiempo, Giovanni —replicó Starkman, que no se esforzó en ocultar su desaprobación—. Deberíamos acabar con esto cuanto antes y no permitir que ella nos retrase. Además, ¿de qué sirve todo esto? Ya están muertos.

—La doctora Wilde tiene razón. Lleváoslos.

Starkman puso mala cara, pero acató las órdenes. Reunió a unos cuantos hombres y se llevaron los cuerpos. Nina no pudo mirar, ya que sintió un dolor indecible al ver que levantaron a uno de los tibetanos como si pesara menos que un niño. Eso era todo lo que quedaba de esa gente, de su familia, tan solo el esqueleto. Se le hizo un nudo en la garganta tan fuerte que casi no podía respirar. Sin embargo, logró contenerse puesto que no quería derrumbarse frente a sus enemigos.

Cuando se llevaron los cuerpos, Qobras volvió a dirigir la atención al explosivo. Le conectó un temporizador antes de apartarse rápidamente y ordenar a todos que se retiraran a la cueva.

—CL-20 —le informó Starkman a Nina, sin que ella le hubiera pedido explicaciones—. El explosivo químico más potente que existe. Una carga del tamaño de una Oreo puede abrir un boquete en un blindaje de quince centímetros.

—¿Se supone que debe impresionarme eso? —le soltó Nina.

—Quizá no. Pero tal vez quiera taparse las orejas.

Nina vio que los demás lo hacían y se apresuró a imitarlos. Al cabo de unos instantes hubo una explosión ensordecedora y se levantó una nube de polvo.

Qobras fue el primero que se movió. El haz de luz de su linterna atravesó el polvo como un láser.

—Limpiad los escombros para que podamos entrar con la bomba —ordenó—. Jason, Jack, doctora Wilde, vengan conmigo. —A Nina no le sorprendió que los otros dos guardas también los acompañaran.

Lo que le había parecido un muro sólido era ahora un agujero. El suelo de la tumba estaba cubierto de pedazos de la puerta hecha añicos. La otra seguía en su sitio, aunque estaba muy dañada.

Tras las puertas solo se veía oscuridad.

Qobras pasó por encima de los escombros y echó a andar por lo que parecía una suave pendiente que descendía hacia el corazón de la montaña.

El aire era frío y, para sorpresa de Nina, fresco, en absoluto viciado y sin aquel olor a humedad que asociaba con los entornos cerrados desde hacía tiempo. A buen seguro había otra entrada o, como mínimo, alguna vía por la que entraba el aire del exterior.

Al igual que la sala de la entrada, el largo túnel era un pasadizo natural que se había ensanchado posteriormente. Teniendo en cuenta su longitud, debían de haber tardado años en excavarlo con las herramientas rudimentarias.

Y en cuanto a lo que les esperaba más adelante…

—A partir de aquí se hace más grande —dijo Qobras. La distancia redujo el haz de luz de la linterna a una moneda pequeña. El eco de sus pasos se desvaneció, lo que sugería que estaban a punto de entrar en un espacio abierto.

Pero eso era imposible. Estaban dentro de una montaña.

Por lo tanto, ese espacio tenía que ser inmenso…

Fueron a dar a una especie de carretera, un camino ancho y empedrado que se perdía más allá de donde alcanzaban las linternas. A ambos lados se alzaban edificios, columnas imponentes que lanzaban destellos de oro y oricalco, y que se erguían hacia la oscuridad.

—Cielos, esto es enorme —dijo Starkman. Se llevó las manos a la boca y gritó—: ¡Hola! —Al cabo de unos segundos regresó un leve eco.

—Necesitamos más luz —dijo Qobras. Starkman asintió, hurgó en su mochila y sacó una pistola de bengalas. La cargó rápidamente y disparó. Al cabo de poco se encendió una luz roja, suspendida en un pequeño paracaídas…

Todos se quedaron boquiabiertos al ver lo que tenían delante.

—Dios mío… —exclamó Nina.