Capítulo 24
La escena que surgió ante ellos fue espectacular, un retablo sobrecogedor, perdido desde los albores de la historia.
Nina reconoció de inmediato el edificio que se encontraba en el centro. Era otra réplica del templo de Poseidón, pero esta vez no estaba solo.
A su alrededor había otros edificios, más pequeños, pero no menos imponentes. El estilo arquitectónico le resultaba familiar, sumamente elegante y, sin embargo, al mismo tiempo brutal.
Eran palacios y templos; la ciudadela de la Atlántida tal como la había descrito Platón, recreada a miles de kilómetros de su emplazamiento original. Y, a diferencia de la réplica brasileña, estos edificios habían resistido el paso del tiempo en un perfecto estado de conservación.
No obstante, cuando sus ojos se acostumbraron al brillo titilante de la bengala, se dio cuenta de que la escena no estaba completa. A pesar de lo inmensa que era la cueva, no era lo bastante grande para albergar toda la ciudadela. Incluso el templo de Poseidón estaba incompleto, ya que el extremo más alejado se perdía en la pared de la cueva. Había indicios de que los atlantes habían intentado excavar la pared para que cupiera todo el edificio, pero al final, supuso Nina, sencillamente habían construido las estancias interiores del templo en la roca viva.
La bengala chisporroteó, se apagó y volvió a sumir la colosal cueva en la oscuridad. La única luz provenía de las linternas del grupo.
—Esto es… es increíble —dijo Philby—. Giovanni, como mínimo tenemos que hacer una fotografía de esto. ¡Es un descubrimiento más importante, incluso, que el de la Atlántida!
—No —respondió Qobras con firmeza—. No puede quedar nada. ¡Nada! El legado atlante acabará aquí. —Le dio la espalda a Philby y se dirigió a Starkman—. Este camino conduce al centro de la ciudadela. Llama a los otros y que traigan la bomba.
—¿Es muy grande? —preguntó Philby, hecho un manojo de nervios.
—Es una bomba de aire combustible de cuarenta y cinco kilos —respondió Starkman—. El explosivo del núcleo está compuesto por veintidós kilos de CL-20. En cuanto a fuerza destructiva, es lo más potente después de una bomba nuclear.
—Dios mío —dijo Philby, boquiabierto.
—Esta es la gente con la que te has ido a la cama —le recordó Nina fríamente—. Una panda de asesinos zafios e insensibles. Espero que estés orgulloso de ti mismo.
—Nina, por favor —le suplicó Philby, que se le acercó—. ¡Lo siento mucho! Nunca tuve la intención de hacer daño a tus padres, ¡me uní a la expedición con la esperanza de que no encontraran nada!
—Pero aun así los traicionaste. Por él. —Lanzó una mirada de odio a Qobras—. Murieron por tu culpa, Jonathan. ¡Fueron asesinados por tu culpa! ¡Hijo de puta!
Antes de que los guardas pudieran reaccionar, Nina le dio un puñetazo en la cara. El dolor que explotó en sus nudillos quedó eclipsado por la satisfacción primaria que obtuvo al ver caer a Philby de espaldas, con un hilo de sangre que le manaba de la nariz. El la miró horrorizado, sin habla.
Los guardas la hicieron retroceder mientras Starkman, risueño, ayudaba a Philby a levantarse.
—Buen puñetazo, doctora Wilde. ¿Le ha dado clases particulares Eddie?
Los avisaron por radio de que tardarían quince minutos en trasladar la bomba. Qobras miró el reloj, luego a Philby y a Nina.
—Ese es el tiempo que tenéis para explorar este lugar, Jack. Doctora Wilde, le prometí que tendría la oportunidad de ver el último emplazamiento de los atlantes. Soy un hombre de palabra.
—Antes de que me mate, querrá decir —dijo ella con una sonrisa amarga.
—Como le he dicho, soy un hombre de palabra.
—Sí, estoy convencida de que eso le permite dormir por la noche.
Starkman lanzó otra bengala y echaron a caminar por el camino, hacia la ciudadela. Nina no pudo reprimir la emoción que sentía siempre ante un nuevo descubrimiento, pero al mismo tiempo era plenamente consciente de que cada paso que daba la acercaba a la muerte.
Bajo la luz titilante y fuerte de la bengala, se dio cuenta de que había otra estructura antes del templo de Poseidón, un edificio mucho más pequeño, erigido en un montículo. Estaba rodeado por un muro de unos cuatro metros y medio de alto. Un muro de…
—Oro —dijo Starkman, sobrecogido—. Debe de haber toneladas. ¿A cuánto está la onza de oro? ¿A quinientos dólares? ¿Seiscientos? ¡Aquí dentro hay cientos de millones de dólares!
—Cuidado —le advirtió Qobras—. Ese tipo de mentalidad es la que llevó a Yuri a traicionarnos. Hemos venido aquí para destruir todo esto, no para sacar provecho.
Se acercaron hasta el muro resplandeciente. Rodeaba por completo el pequeño edificio y no había una entrada aparente.
—Es el templo de Clito, la esposa de Poseidón —señaló Nina—. Platón dijo que era inaccesible.
—Conque inaccesible, ¿eh? —comentó Starkman, que dejó la mochila en el suelo y cogió la pistola para lanzar el gancho de escalada—. Eso ya lo veremos.
—Jason. —Starkman se detuvo en cuanto oyó a Qobras.
—Oh, vamos —se quejó Nina—. ¿No siente un mínimo de curiosidad por saber lo que hay dentro? Es el origen de la Atlántida, una réplica de la ciudadela primigenia. Por lo que sabemos, podría albergar el contenido original del templo, rescatado de la propia Atlántida. ¿No quiere saber contra qué ha estado luchando durante todos estos años? ¿No quiere conocer a su enemigo?
Qobras observó el muro de oro y le hizo un gesto de asentimiento a Starkman, que cogió el gancho y soltó varios metros de cuerda. Cuando estuvo listo, dio un paso atrás y lanzó el gancho por encima del muro. Tiró de la cuerda y comprobó que se había agarrado.
—Muy bien, veamos qué hay ahí dentro —dijo Starkman, que escaló rápidamente por el muro. Uno de los guardas de Nina lanzó otra cuerda y también subió, aunque más lentamente.
Cuando llegó arriba, Starkman se volvió, apoyado en el estómago.
—Doctora Wilde, usted es la siguiente. —Le hizo un gesto al otro guarda para que la levantara y él pudiera cogerla de las manos.
—¿Se da cuenta de que podría darle un empujón para que se partiera el cuello al caer? —murmuró Nina cuando llegó a la cima.
—¿Se da cuenta de que podría pegarle un tiro en las rodillas y dejarla agonizar cuando explote la bomba? —replicó Starkman mientras la ayudaba a bajar al otro lado.
Philby fue el siguiente. Starkman le echó una mano y saltó el muro como buenamente pudo, luego le siguieron el segundo guarda y Qobras, un hombre sorprendentemente ágil y flexible para su edad, pensó Nina. Una copia de Kristian Frost, un reflejo en negativo.
Había unos escalones que conducían hasta la entrada del templo. De nuevo, Qobras encabezó el grupo, seguido, esta vez, por Nina, que estaba decidida a ver lo que albergaba.
No obstante, hallaron mucho menos de lo esperado. Los aguardaban un par de estatuas de oro: Poseidón, en una reproducción a gran escala, aunque no gigantesca como en el caso de su propio templo, y frente a él Clito, su esposa. Tras ambos…
—Es un mausoleo —dijo Nina. Dos grandes sarcófagos de piedra ocupaban la zona posterior de la sala; su estilo casi rudimentario contrastaba con los metales preciosos, labrados con sumo esmero, que cubrían las paredes.
—Sí, pero ¿de quién? —se preguntó Starkman. Enfocó con la linterna la inscripción grabada en el extremo de uno de los ataúdes—. ¿Qué dice?
Nina y Philby empezaron a traducir a la vez, pero el catedrático dejó que prosiguiera ella.
—Dice que es la tumba de Mestor, el último rey de… supongo que significa Nueva Atlántida —dijo Nina. Las letras diferían levemente del alfabeto glozel tradicional, pero en este caso no parecía ser el resultado de una serie de mutaciones en la lengua con el paso del tiempo, sino que daba la sensación de que se debía a simple dejadez. Echó un vistazo al segundo ataúd—. Y esta es la reina… Calea. Eso parece. —La inscripción también se había hecho de un modo burdo.
—¿El último rey? —murmuró Philby—. ¿Qué les sucedió a sus sucesores? Aunque no tuviera herederos, siempre había alguien en la línea de sucesión al trono…
—Deme la linterna —le ordenó Nina a Starkman, y casi se la arrancó de las manos mientras se agachaba para leer las demás inscripciones.
—De nada —dijo él con sarcasmo. Nina no le hizo caso y se centró en las arcaicas letras.
—Se estaban extinguiendo —añadió y siguió leyendo—. Creyeron que podrían levantar un nuevo imperio desde aquí, gobernar las tierras alrededor del Himalaya y usar la cordillera como fortaleza natural. Pero se equivocaron.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Qobras.
—¿Qué le ocurre a todos los imperios? —contestó Nina—. Que crecen más allá de lo sostenible, los embarga la apatía y la decadencia. Y asumámoslo, no eligieron el granero del mundo para establecerse. Supongo que pensaron que podrían lograr que los pueblos que conquistaran les ofrecerían como tributo todo aquello que necesitaran para su subsistencia, pero no fue así.
Casi se echó a reír mientras seguía leyendo.
—¿Este lugar? ¿El último emplazamiento del gran imperio atlante? Lo abandonaron. Los monarcas que vemos aquí fueron el único motivo por el que se quedó alguien. En cuanto murieron, los demás se largaron y sellaron el lugar. De hecho, no me sorprendería que fueran los mismos súbditos los que los mataron para acelerar el proceso.
—¿Adonde fueron? —preguntó Starkman.
—Supongo que hicieron lo que su jefe siempre ha creído que hicieron, se introdujeron en otras sociedades. Salvo que… —Nina soltó una risa sardónica— esta vez no las conquistaron, sino que fueron asimilados del mismo modo en que ocurre en la actualidad, como inmigrantes, refugiados. Se incorporaron a la base de sus nuevas sociedades.
—No puede ser cierto —gruñó Qobras.
—Es una interpretación bastante fiel del texto —confirmó Philby—. Quienquiera que lo escribió, sabía que su sociedad estaba extinguiéndose y que la única forma de sobrevivir consistía en integrarse en las demás culturas de la región.
—Pues vaya con su teoría de la conspiración —dijo Nina, que no se molestó en ocultar su desdén—. Esa Hermandad suya se ha pasado miles de años luchando contra algo que ni tan siquiera existió.
—¡Existe! —exclamó Qobras—. Los atlantes jamás habrían aceptado subyugarse a un pueblo al que consideraran inferior. Así es como piensan, está en sus genes. Seguro que intentaron hacerse con el poder de nuevo; tal vez tardaron generaciones, pero estoy convencido de que intentaron recuperar el poder.
—¿Qué pruebas tiene? —gritó Nina, que se puso en pie e intentó golpearle con la linterna como si fuera una espada—. Kristian Frost está intentando hallar a los descendientes de los atlantes a partir del ADN, y quiere encontrar la Atlántida, la mayor leyenda de la historia de la humanidad… ¡pero eso no significa que quiera conquistar el mundo!
Qobras retrocedió y la deslumbró con su linterna.
—No sabe lo que Kristian Frost es capaz de hacer.
—¡No puede ser peor que usted!
Qobras entrecerró los ojos.
—No tiene ni idea…
La discusión fue interrumpida por la radio de Starkman.
—Ya han traído la bomba —anunció tras responder a la llamada.
—Diles que la preparen para la detonación de inmediato —le ordenó Qobras.
—Vámonos. —Todos se dirigieron hacia la entrada del templo, pero levantó una mano para detener a Nina.
—Usted no.
—¿Qué?
—Se queda aquí. Me parece el lugar más adecuado.
Las palabras de Qobras le oprimieron el pecho como si de una prensa se tratara.
—Un momento, no… ¿va a limitarse a dejarme aquí? ¿Va a dejarme aquí hasta que explote la puta bomba?
Starkman se llevó una mano a la pistola.
—Podríamos pegarle un tiro en la cabeza, si lo prefiere.
—No tendrá tiempo para sentir dolor —dijo Qobras—. Se desintegrará al instante.
—¡Vaya, eso me hace mucho más feliz! ¡Puede dejarme aquí!
—Adiós, doctora Wilde. —Qobras le lanzó una barra de luz a los pies y salió del templo. Los demás le siguieron. Philby tenía una expresión de dolor y pena, como si estuviera a punto de decir algo, pero se fue sin abrir la boca.
A Nina le entraron ganas de salir corriendo tras ellos, de liarse a puñetazos y patadas mientras escalaban el muro, de cortar las cuerdas y obligarlos a quedarse con ella… pero no fue capaz. Su cuerpo se negó a cooperar, admitió la derrota aunque su cabeza exigiera que siguiera luchando. Se dejó caer sobre el sarcófago del rey y resbaló hasta el suelo lleno de polvo.
Los hombres escalaron el muro y la dejaron sumida en la oscuridad.
¿Eso era todo? ¿Era así como iba a morir? ¿Atrapada en una tumba con el último gobernante de la Atlántida?
Respiró hondo, cogió la barra de luz, la partió y arrojó una luz verdosa. No sabía qué hacer, de modo que se volvió y contempló de nuevo el texto grabado en el ataúd.
De modo que así era como acababa la historia de la Atlántida. No eran las olas las que borraban de la faz de la tierra a una gran potencia, sino que esta desaparecía en la mundana ignominia, se extinguía por culpa de la decadencia y la corrupción, como todos los imperios de la historia.
En cierto sentido, era bueno que así fuera. La leyenda seguiría siendo eso, una historia asombrosa, el mayor misterio de la humanidad.
Sin embargo, eso no hacía que se sintiera mejor.
Nina oyó ruido al otro lado del muro, el traqueteo de los hombres de Qobras mientras abrían la caja y preparaban la bomba. Se preguntó cuánto tiempo le quedaba de vida. ¿Quince minutos? ¿Diez?
Oyó voces fuera. Alzó la cabeza. De pronto su tono había cambiado: confusión mezclada con preocupación.
Con la barra de luz en la mano, bajó los escalones a toda prisa hasta el muro y se esforzó para oír lo que decían. Qobras exigía respuestas y Starkman hablaba por radio.
Y no recibía ninguna respuesta.
Entonces Qobras dio una orden a gritos que la dejó helada.
—¡Activad el temporizador!
Ruidos de pasos que desaparecieron mientras avanzaban rápidamente por el camino hacia el túnel.
—Oh, mierda… —De repente las ansias de supervivencia se apoderaron de ella; recorrió el muro en busca de alguna salida.
No había ninguna. Era un círculo de metal, de oro y hierro, que rodeaba el templo.
El templo…
¡Quizá había algún pasillo secreto de huida como el del templo de Poseidón! Subió de nuevo los escalones y entró en el mausoleo con un leve atisbo de esperanza en el corazón.
Sin embargo, la alegría le duró poco. Las paredes interiores y el suelo parecían macizos, el único lugar posible en el que podía esconderse algo era dentro de los ataúdes, y no tardó en comprobar que le faltaba fuerza para abrir las pesadas tapas de piedra.
Pasaron varios minutos, sin que pudiera hacer nada, y el temporizador seguía con la cuenta atrás…
De pronto, se puso en pie de un salto al oír un ruido. No era la bomba, sino… ¡disparos!
El sonido lejano de armas automáticas. Lejano… pero cada vez menos.
¿Qué estaba sucediendo? Bajó los escalones y se puso a escuchar junto al muro. Oyó más disparos en la enorme sala y una explosión. ¿Una granada? Al cabo de unos instantes sonó otra explosión, que acalló de inmediato un grito.
Una luz roja inundó de repente la cueva. Bengalas. Regresó corriendo a lo alto de los escalones para intentar ver por encima del muro.
Un grupo de gente, Qobras y sus hombres, aunque eran menos que antes, corrían en dirección al muro y disparaban hacia otro grupo mucho mayor que se estaba desplegando entre ellos y los edificios de alrededor. Los recién llegados avanzaban entre fogonazos. Uno de los hombres que corría cayó.
Dispararon otras armas, unas detonaciones más fuertes seguidas de unas explosiones por delante de Qobras y su equipo. ¡Los atacantes estaban usando lanzagranadas! Los escombros volaron en todas direcciones. Nina se agachó.
Qobras había intentado llegar a la bomba. Pero los granaderos le habían cortado el paso.
Los atacantes tenían una potencia de fuego muy superior a la del grupo de la Hermandad. Entraron en combate más armas, nuevas notas que se unieron a la sinfonía de destrucción. Los fogonazos y el estruendo ensordecedor de las granadas de iluminación aturdieron a los hombres de Qobras. Las ametralladoras abrieron fuego y acribillaron las antiguas construcciones tras las que se habían escondido los hombres. Explotaron más granadas, seguidas de un gran estrépito causado por el derrumbamiento de uno de los edificios. Los gritos resonaron por toda la cueva.
Nina oyó la voz de Starkman entre el fragor de la batalla.
—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —Las armas se fueron callando poco a poco.
¡Se estaban rindiendo!
Nina oyó que los demás hombres se dirigían hacia el templo.
—¡Eh! —gritó y bajó corriendo los escalones, de dos en dos—. ¡Eh! ¡Estoy aquí! ¿Me oís? ¡Sacadme de aquí!
Más voces y luego, con un sonido metálico, vio un gancho que se aferró a la almena del muro y que tembló cuando alguien empezó a escalar.
De repente, tras la luz de una linterna, asomó una cara familiar. Un rostro medio calvo, con los dientes separados, que en ese momento le pareció lo más bonito que había visto jamás.
—Eh, Doc —dijo Chase, que le lanzó una sonrisa de alegría no disimulada—. ¿Me has echado de menos?