Capítulo 4

Irán

Nina se frotó el brazo con rabia.

—Aún me duele.

—No querrá coger alguna enfermedad rara de Oriente Próximo, ¿verdad? —preguntó Chase, con una sonrisa—. Más vale prevenir que curar.

—Ya lo sé. Pero es que es molesto, y ya está. —La vacuna había sido una parte desagradable del trato, administrada en el entorno antiséptico del laboratorio biológico. A pesar de que había sido menos dolorosa que otras que se había puesto en el pasado, tuvo la sensación de que la gotita de sangre tardó una eternidad en secarse.

—¡Eso no ha sido nada! Joder, tendría que haber visto algunas de las inyecciones que me pusieron cuando estaba en el SAS. Con agujas así de grandes. —Separó las manos unos veinte centímetros—. Y más vale que no le diga dónde me pincharon.

—¡Seguro que es mejor no saberlo!

El Gulfstream acababa de sobrevolar el Mar Negro y Turquía, y se dirigía hacia Irán. No había tomado una ruta directa desde Noruega, ya que se desvió hasta Praga para recoger a otro pasajero. A bordo del avión, junto con Nina, Chase y Kari, que estaba sentada a solas en la parte trasera, trabajando con un portátil, había otro hombre, que Chase presentó como Hugo Castille. A juzgar por la forma en que se tomaban el pelo, estaba claro que eran viejos amigos.

—Sí, Edward y yo nos conocemos desde hace mucho —confesó aquel europeo vivaz y de rostro largo; francés, pensó Nina, por su acento—. Trabajamos juntos en muchas operaciones especiales para la OTAN. Todo supersecreto —añadió, y se tocó el lado de su nariz picuda.

—¿Así que perteneció al ejército francés?

Castille se revolvió en el asiento y, con una mirada de ultraje, se dio un golpe en el pecho con el puño.

—¿Francés? ¡Por favor! Soy belga, madame.

—¡Lo siento! No me he dado cuenta —se apresuró a disculparse Nina, antes de percatarse de que Chase se estaba riendo. La cara de Castille se transformó en una sonrisa.

—Un momento, ¿me están tomando el pelo?

—Solo un poco —dijo Chase—. Hugo ha hecho el numerito este de «¿Francés yo? ¡Cómo te atreves!» durante años. A ver, es belga, es la única broma que sabe hacer.

—Inglés ignorante —le espetó Castille. Cogió una manzana roja de un bolsillo de la chaqueta y la examinó detenidamente antes de darle un mordisco.

—Bueno, ¿qué plan tenemos para Irán, señor Chase? —preguntó Nina.

—Llámeme Eddie. —Adoptó una expresión seria—. En principio no tendrá mucho trato con la gente del lugar. Debería ser todo muy sencillo: entra, se reúne con Hayyar, decide si el artefacto es verdadero; luego la jefa —señaló a Kari, que aún estaba al ordenador— transfiere el dinero y nos vamos. Eso si todo es legal.

—¿Y si no lo es?

Le dio unas palmaditas a su chaqueta de cuero, que estaba sobre el reposabrazos de su asiento. Se notaba el bulto de la culata de la pistola.

—Entonces habrá problemas. Pero no se preocupe, no nos pasará nada. Cuidaré de usted, doctora.

—Los dos cuidaremos de usted —lo corrigió Castille, con la boca llena de pedacitos de manzana.

—Gracias —dijo Nina, que no expresó sus preocupaciones.

Sonó un mensaje de aviso en el portátil de Kari, que miró la pantalla sorprendida, y sus ojos azules se cruzaron con los de Nina un instante, antes de regresar al ordenador. Tecleó algo rápidamente, apretó «enter» con fuerza, cerró el portátil y se sentó en el asiento vacío que había frente a Nina.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

—No. Acabo de recibir un mensaje de mi padre, algo que no esperaba. Pero no es nada que deba preocuparnos; de hecho, es una buena noticia. Ahora mismo no es importante, así que… —Se inclinó hacia delante y le lanzó una sonrisa, por primera vez desde que Nina la había conocido, que mostró unos dientes blancos inmaculados—. Quería pedirle disculpas, doctora Wilde.

—¿Por qué?

—No he sido muy buena anfitriona. Estaba muy preocupada con el trabajo para la Fundación, esta expedición… Lamento haberme comportado de un modo frío y distante.

—No, no hay de qué disculparse —le dijo Nina—. Es usted una mujer muy atareada, estoy segura de que tiene entre manos varios asuntos.

—Ya no. A partir de ahora voy a dedicarle toda mi atención a usted y a esta misión. Quiero que sea un éxito y también quiero asegurarme de que no corra ningún peligro.

—Gracias —dijo Nina, que le devolvió la sonrisa. Entonces Kari miró a Chase.

—Señor Chase —dijo, y lo atravesó con la mirada—, ¿me está mirando el escote?

Nina reprimió la risa, mientras que Castille intentó disimular y le dio un mordisco a la manzana. No había duda de que habían pillado a Chase con las manos en la masa, pero en lugar de intentar negarlo, se recostó en el asiento y enarcó una ceja.

—Si yo puedo hacerlo, también podrá hacerlo cualquier iraní que la vea; y ellos se comportan de un modo un poco raro con las mujeres que visten ropa provocativa. No queremos llamar la atención más de lo necesario. Estaba pensando que quizá sería mejor que se cambiara de ropa y se pusiera algo más recatado antes de aterrizar.

Kari se había puesto una camiseta blanca y unos tejanos muy parecidos a los que llevaba en Ravnsfjord.

—Tiene razón. Por suerte, he venido preparada.

—La doctora ya va bien. Solo necesita un abrigo.

Nina lo miró.

—¿Me está diciendo que parezco recatada, señor Chase? —Ella habría usado la palabra «discreta» o «práctica» para describir sus tejanos, sudadera y botas.

—Está perfecta. —Kari sonrió, de pie—. Si necesita algo, pídamelo. —Se fue a su compartimiento, en la parte posterior del avión.

Castille se acabó la manzana.

—Ah, Inglaterra —exclamó—. El país de la gente encantadora, elegante y romántica. Y luego está Edward Chase.

—Que te den, Hugo.

Castille le lanzó el corazón de la manzana, que Chase cogió al vuelo sin esfuerzo, y lo partió en dos como una serpiente que ataca a su presa.

—¿Siempre es así? —le preguntó Nina a Castille.

—Me temo que sí.

—Y a las mujeres les encanta —añadió Chase, que dejó caer la manzana en su vaso de agua vacío. Castille chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco. Chase miró la hora y se estiró en el asiento.

—¿Se pone cómodo? —preguntó Nina.

—Solo aprovecho el momento —contestó él—. Aterrizaremos dentro de media hora, y estoy seguro de que las cosas no serán tan agradables cuando estemos en tierra.

Chase tenía razón, pensó Nina. El Land Rover que los llevaba a la reunión con Failak Hayyar había tenido mejores días, y la carretera por la que circulaban no había tenido un buen día en toda su vida.

El Gulfstream aterrizó en el aeropuerto de la ciudad iraní de Isfahán, al oeste de los montes Zagros, en el centro del país. Aunque no tuvieron problemas para pasar el control de aduanas, ni tan siquiera cuando Nina mostró su pasaporte estadounidense —resultó que la Fundación Frost había donado una gran cantidad de material de ayuda humanitaria tras el devastador terremoto de 2003, lo que le permitió granjearse la gratitud del gobierno iraní—, fueron objeto de varias miradas de recelo. Todas las mujeres que vio Nina al salir de Isfahán llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo como mínimo, y varias de ellas llevaban velo. A pesar de que Irán no era tan estricto como sus vecinos islámicos de Arabia Saudi, por ejemplo, en lo relativo al atuendo femenino, todas las mujeres estaban obligadas a vestir ropa que ocultara sus formas, incluso las extranjeras.

Kari, que era una mujer previsora, había llevado algo adecuado para Nina, un abrigo de color marrón pálido que le llegaba a la altura de las rodillas. A pesar de que odiaba de forma innata todo sistema que dictara lo que podía o no podía vestir en público, como mínimo no tenía que enterrarse bajo un burka. Sin embargo, no podía evitar sentir celos del abrigo largo que Kari había elegido para sí. Aunque observaba escrupulosamente la ley iraní, aquella prenda blanca, larga y suelta, pero ceñida en la cintura, resaltaba aún más su figura.

Asimismo, en cuanto el Land Rover se puso en marcha Kari se quitó el pañuelo con el que se había cubierto la cabeza en el aeropuerto. Nina la imitó cuando el vehículo dejó atrás la ciudad.

Al volante del todoterreno se encontraba un hombre que Chase había presentado como socio o, por usar sus mismas palabras, «un viejo amigo mío». Hafez Marradeyan, que debía de tener diez años más que Chase o Castille, era un hombre bajo y fornido, de tez oscura, con una barba cana rematada en punta unos diez centímetros por debajo de la barbilla. También fumaba como un carretero, para la consternación de Nina, que no hizo sino aumentar cuando le dijeron que aún tenían una hora de viaje por delante.

—Bueno —dijo Hafez que, aunque Nina hablaba un poco de árabe, se decantó por el inglés—, has vuelto al negocio, ¿eh, Eddie?

—Sí —respondió Chase, que ocupaba el asiento del copiloto, mientras que Nina iba apretujada entre Kari y Castille, detrás—. El mismo negocio pero con jefes nuevos. —Señaló con la cabeza a Kari.

—¡Ah! Le diría bienvenida a Irán, señorita Frost, ¿pero con el gobierno actual? ¡Bah! No merece su respeto. —Hafez miraba a Kari mientras hablaba, lo que provocaba una mueca de pánico en Nina cada vez que el hombre apartaba los ojos de una carretera muy transitada—. Por fin tenemos un gobierno que, como mínimo, intenta ser progresista, ¿y qué ocurre? ¡Que la gente vota a otro partido en las siguientes elecciones! Esto es la democracia, ¿no? ¡No sirve de nada si la gente es idiota! —Hizo un ruido a medio camino entre una carcajada y un ataque de tos—. Aun así, me alegro de verte de nuevo, Eddie.

—¿Entonces, ya había estado en Irán antes? —preguntó Nina.

—No, nunca, jamás —se apresuró a responder Chase. Castille adoptó un semblante inocente y miró por la ventanilla.

Hafez soltó una carcajada y tosió de nuevo.

—¡Los occidentales y sus secretos! Lo que ocurrió fue que…

—Absolutamente nada —lo interrumpió Chase—. Las fuerzas especiales de la OTAN nunca han llevado a cabo operaciones en Irán. Nunca. —Miró a Hafez, que contuvo la risa y le dio otra calada al cigarrillo.

—Eh, entonces yo debo de haber ayudado a fantasmas. Por cierto, una de las cajas que nunca te llevaste está atrás, como me pediste.

Castille estiró el brazo por encima del asiento y cogió un contenedor metálico sucio del tamaño de una caja de zapatos.

—¡Un tesoro enterrado! —exclamó. Lo abrió y sacó una pistola automática negra, unos cuantos cargadores y, para horror de Nina, una granada de mano—. Tome, sujete esto.

Nina chilló cuando el belga dejó caer la granada en su mano.

Castille comprobó rápidamente la pistola, la cargó y se la guardó dentro de la chaqueta.

Chase miró a Nina, que aún observaba, petrificada, la granada.

—No hay nada de lo que asustarse —le dijo y se la cogió—. No explotará a menos que saque el pasador. Así.

Sacó la anilla y Nina gritó.

—Esta tiene una mecha de cinco segundos —dijo Chase—. Pero no se preocupe, no estalla a menos que se quite también la espoleta. —Volvió a poner el pasador en su sitio, y quitó el pulgar de la palanca metálica curva que sobresalía de un lado de la granada—. ¿Lo ve? —Castille y Hafez se rieron.

—¡No ha tenido gracia! —gritó Nina.

—Caballeros —añadió Kari—, preferiría que no aterrorizaran al miembro más importante de nuestra expedición. —Usó palabras amables, pero el tono de autoridad que empleó no dejaba lugar a dudas.

—Lo siento, jefa —se disculpó Chase. Le devolvió la granada a Castille, que la dejó en la caja—. Creía que sería una forma de pasar el tiempo.

Nina hizo una mueca.

—¡La próxima vez tráigase un iPod!

Tras una hora de viaje, Nina deseó tener uno.

Al principio las montañas eran impresionantes, pero al cabo de un rato todas las cumbres marrones le parecían iguales. La autopista llena de baches había sido como un viaje en alfombra mágica, en comparación con la carretera sinuosa y llena de socavones por la que circulaban ahora, que en algunos lugares se transformaba en una pista de tierra que bordeaba una ladera peligrosamente escarpada. Una lenta locomotora diésel avanzaba por la vía férrea que había más abajo y escupía nubes de humo mientras arrastraba una larga hilera de vagones cisterna. Siguiendo las líneas de acero gemelas por el valle, vio una vía muerta de un kilómetro y medio, donde había otro tren.

—¿Cuánto falta para llegar, Hafez? —preguntó Chase.

—No mucho —respondió el conductor, que señaló hacia el valle—. Después de la estación de tren.

—Gracias a Dios —dijo Nina entre suspiros.

Entre lo duros que eran los asientos y los baches de la carretera, le estaba quedando el trasero magullado.

—¿Por qué quiere que nos reunamos en ese lugar? ¿Es que no podríamos habernos encontrado en el Teherán Hilton?

—Me hubiera gustado —respondió Chase—. No, es un tipo precavido, lo que significa que nosotros también debemos serlo.

—¿Cree que habrá problemas? —preguntó Kari.

—Nos dirigimos a un punto muy remoto de Irán para gastarnos diez millones de dólares en la compra de un antiguo objeto que un tipo muy raro ha robado a un maníaco. ¿No le parece que es probable que los haya?

Kari enarcó una ceja.

—De nuevo, tiene razón.

Al cabo de diez minutos y unos cuantos baches más, Hafez detuvo el Land Rover frente a una granja abandonada. La estación de tren quedaba fuera del alcance de la vista, tras un recodo, en el valle; incluso las vías férreas habían desaparecido en un túnel que había debajo. La colina que se alzaba sobre la casa estaba cubierta de árboles y maleza, mientras que al otro lado del edificio, la ladera descendía en picado hacia el valle. No había rastro de vida humana.

—Hugo, ve a echar un vistazo a la parte trasera de la casa —dijo Chase, con tono autoritario—. Hafez, quédate con la doctora Wilde y la señorita Frost. A la mínima señal de peligro, sácalas de aquí.

—¿Adonde va? —preguntó Kari.

—A asegurarme de que la casa está vacía. —Bajó del Land Rover y sacó una linterna LED de un bolsillo—. Si no salgo dentro de dos minutos —le dijo a Hafez—, significa que hay problemas. —El iraní asintió con la cabeza mientras los dos hombres se dirigían hacia la granja.

Chase tardó menos de dos minutos en reaparecer, y Castille acabó de dar la vuelta al edificio poco después.

—Está despejado —dijo Chase, que regresó al todoterreno—. Solo hay dos habitaciones y ningún escondite posible.

—No hay nadie detrás —añadió Castille.

—Es lo que me imaginaba, pero quería asegurarme. Muy bien —prosiguió el inglés—, esta carretera es la única forma de entrar o salir. Todo aquel que venga no nos pillará desprevenidos.

—No creo que llegue por carretera —dijo el belga, con una extraña expresión de preocupación en la cara.

—¿Por qué?

—¿No lo oyes?

Chase inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió.

—Ah, sí —dijo y le dio una palmada en el hombro a su compañero—. ¡Es el ruido de tus pesadillas! ¡Uuuh, viene a por ti!

—Como acostumbráis a decir en Inglaterra, con esa elegancia que os caracteriza… que te den.

Nina se acercó a la puerta abierta para escuchar.

—¿Qué ocurre? —Entonces lo oyó, el zumbido inconfundible que procedía de las montañas que los rodeaban.

—Hugo tuvo una mala experiencia con un helicóptero en una ocasión —le explicó Chase—. Así que ahora les tiene fobia. ¡Helicopterofobia! Siempre que ve uno cree que algo va a salir mal y que morirá.

—¡Son unos trastos que vuelan gracias a unas aspas que giran a una velocidad absurda! —exclamó Castille—. ¿Cómo quieres que no sean peligrosos?

—Bueno, pues tú quédate aquí con la cabeza agachadita y ya iré yo a reunirme con él cuando aterrice, ¿vale? —Chase le guiñó un ojo y luego añadió con voz más seria—: Mantente alerta. —Castille asintió.

El helicóptero se alzó sobre la colina que había tras la granja. Era el típico modelo que Nina había visto en cientos de películas y series de televisión, y en el que incluso había viajado un par de veces: un Bell Jet Ranger, un aparato civil que se encontraba en todo el mundo. Trazó un círculo rápido alrededor de la granja, luego se detuvo y aterrizó a unos treinta metros del coche.

Chase esperó a que los rotores disminuyeran la velocidad, y luego se acercó al aparato. Hayyar había llevado compañía. Aparte del piloto, había tres personas más en el Jet Ranger. Tensó los hombros para sentir el peso de la Wildey 45 Winchester Magnum en la funda bajo la chaqueta, lista para desenfundar en un instante. Solo por si acaso.

Se abrieron las puertas traseras del helicóptero y dos hombres grandes y con barba, ataviados con trajes oscuros y gafas de sol, descendieron en primer lugar para inspeccionar la zona antes de mirar fijamente a Chase, que les aguantó la mirada sin dejarse intimidar. Por la forma en que se comportaban supo que eran ex militares, pero soldados rasos, no pertenecientes a las fuerzas especiales. No les llegaban ni a la suela del zapato a los miembros del SAS. El solo podría con los dos.

Uno de los hombres regresó al helicóptero y habló en farsi. Se abrió la puerta y salió Failak Hayyar.

A diferencia de sus guardaespaldas, Hayyar iba ataviado con una vestimenta árabe tradicional. Pero al igual que ellos, llevaba gafas de sol, aunque las suyas eran mucho más caras.

Tras él salió otro hombre. Era blanco, con el pelo a cepillo, una barba de varios días y un aire precavido. Chase supuso que se trataba de Yuri Volgan.

—¿Es usted Chase? —preguntó Hayyar.

—¡Sí!

—¿Dónde está la señorita Frost?

—¿Dónde está el artefacto? —preguntó el inglés. Hayyar lo fulminó con la mirada, se volvió hacia el Jet Ranger y sacó un pequeño maletín de cuero negro. Chase asintió y se dirigió al Land Rover.

—En la casa —dijo Hayyar, señalando con el maletín—. Para que no nos moleste el viento, ¿sí?

—¿Qué viento? —murmuró Chase. Ahora que los rotores se habían detenido, solo soplaba una brisa intermitente. Echó un vistazo a la zona una vez más en busca de señales por si no estaban solos, pero no encontró ninguna.

Llegó al Land Rover.

—¿Y bien? —preguntó Kari.

—Parece que es todo correcto, pero… —Miró a su alrededor de nuevo para inspeccionar la zona. No había rastro de nadie, aunque siempre cabía la posibilidad de que alguien estuviera escondido cerca de la granja—. Vaya con cuidado, ¿de acuerdo?

—¿No confía en él? —preguntó Nina.

—Por supuesto que no. Pero no estoy seguro de hasta qué punto no confío en él. Hafez, tú espera aquí. Si hay cualquier problema, toca el claxon.

—Lo haré. —El iraní metió la mano bajo el salpicadero y sacó un revólver, que dejó en el regazo.

Chase le abrió la puerta a Nina y Castille hizo lo mismo con Kari.

—Debo decir que estoy un poco nerviosa con tanta pistola —le confesó Nina a Chase.

—¿Cómo? Creía que los arqueólogos siempre iban por ahí pegando tiros a la gente, como Indiana Jones.

Nina entornó los ojos.

—No creo. Lo más parecido a apretar un gatillo que hago es cuando aprieto el disparador de mi cámara de fotos.

—Espero que siga siendo así —dijo Kari mientras se dirigían a la granja; su abrigo ondeaba al viento.

Hayyar y sus acompañantes se detuvieron frente a la puerta del pequeño edificio, incapaces de apartar la vista de ella.

—Después de ustedes —les dijo Kari, y señaló hacia el interior con su delgado maletín de acero.

El interior de la granja estaba como boca de lobo, la poca luz que había provenía de una única ventana. Aunque los propietarios se lo habían llevado casi todo cuando la abandonaron, aún había una larga mesa de madera en el centro.

Castille sacó una barra de luz grande de la chaqueta y la dobló para romper el cristal que tenía en el interior, por lo que los productos químicos se mezclaron y produjeron una luz anaranjada, como el resplandor de una hoguera. Nina sabía que una reacción tan fuerte solo duraría quince minutos, como mucho, de modo que esperaban que la transacción se llevara a cabo en menos tiempo, lo cual no hacía que se sintiera cómoda. Significaba que tendría que determinar la autenticidad del artefacto con prisas, y si se equivocaba, los Frost habrían perdido diez millones de dólares. No le gustaba estar sometida a semejante presión.

Así pues, no podía permitirse el lujo de equivocarse.

Hayyar y sus guardaespaldas se quedaron en un extremo de la mesa, mientras que Chase, Kari y Castille permanecieron en el otro. Nina se encontró frente a Volgan. El ruso parecía preocupado, le temblaban los dedos.

—¿Está lista para hacer la transferencia? —preguntó Hayyar.

—En cuanto veamos la pieza —respondió Kari con frialdad—. Y en cuanto la doctora Wilde confirme que es verdadera.

—¿Wilde? —preguntó Volgan, sorprendido. Nina se dio cuenta de que, de repente, no quería mirarla a los ojos—. ¿Familia de Henry y Laura Wilde?

—Sí, eran mis padres. ¿Por qué?

Volgan no respondió, pero Hayyar los interrumpió impacientemente antes de que Nina pudiera hacer más preguntas.

—El objeto es verdadero. Aquí está.

Hayyar puso el maletín en la mesa e introdujo la combinación. Nina se sorprendió al ver que en el lugar de la mano derecha tenía un garfio. No podía evitar mirarlo.

—¿Tal vez cree que soy un ladrón? —preguntó el iraní.

—Esto, no, yo…

Hayyar negó con la cabeza.

—Los occidentales y sus clichés y prejuicios —dijo al abrir el maletín—. La perdí en un accidente de moto. No soy un ladrón.

—Bueno, quizá no un carterista —terció Chase en tono jovial—. O eso he oído.

Hayyar se detuvo y lo miró fijamente.

—¿Está intentando insultarme, señor Chase?

—No. Usted lo sabría si lo estuviera insultando.

—¿Podemos ver la pieza ya? —los interrumpió Kari. Hayyar lanzó una mirada furibunda a Chase antes de abrir el cierre del maletín.

En el interior, envuelto en espuma, estaba el artefacto atlante.

Era de oricalco, Nina estaba convencida. Ningún otro metal tenía ese brillo rojizo.

Lo habían pulido con esmero. No tenía ni una marca, huella o mancha. El único defecto era la mella que tenía en uno de los lados, la que había hecho Volgan para enviarles una muestra. Era, sin duda, la misma pieza que había visto como holograma.

Y ahora la veía entera. Delante, justo debajo de la protuberancia de la parte inferior, había una pequeña ranura en ángulo. Junto a ella estaban las marcas…

—¿Puedo examinarlo? —le preguntó a Hayyar, casi con un hilo de voz.

—Por supuesto.

Nina sacó un par de guantes de látex quirúrgicos y extrajo el objeto del maletín con sumo cuidado. Pesaba más de lo que parecía, lo cual era habitual con los objetos que tenían un alto contenido de oro. En el extremo curvo se encontraba la punta de flecha grabada, así como una línea con una especie de marcas a ambos lados, pero lo que le llamó la atención fueron los caracteres que había en paralelo. Le dio la vuelta a la barra para mirarla a la luz de la ventana.

—¿Qué son? —preguntó Kari.

—Son caracteres glozel, o una variante muy similar. Como mínimo, la mayoría lo son. —Nina señaló ciertos símbolos con la punta del dedo índice—. Pero estos son distintos. Son un alfabeto diferente.

—¿Sabe cuál?

—Me resulta familiar, pero no sabría decir cuál es exactamente. Es otra variante, aunque no se trata del alfabeto típico. Quizá es una especie de dialecto regional, o algo de un período distinto. Tendría que consultar mis libros.

—Tendrá todo lo que necesite —le dijo Kari—. ¿Pero es una pieza auténtica?

Nina le dio varias vueltas al artefacto. El lado inferior era tal y como lo había visto en el holograma, la protuberancia metálica sobresalía del extremo inferior. Aparte de eso, no tenía ninguna marca más.

Acarició con la punta de los dedos el extremo curvo mientras le daba vueltas.

Un recuerdo sensorial…

Aquella forma le recordaba algo, la curva del metal le resultaba casi familiar…

—¿Doctora Wilde? —Kari le tocó el brazo y ella se estremeció, se dio cuenta de que había pasado varios segundos mirando el objeto fijamente, ensimismada en sus pensamientos—. ¿Es auténtico?

—Ah, sin duda parece que lo es. Pero habría que hacer un análisis metalúrgico para confirmarlo.

—Me temo que no he traído el crisol y el espectrógrafo —respondió Kari con una leve sonrisa—. Su opinión es lo que cuenta.

—De acuerdo… —Nina tomó aire. Tenía la garganta seca. Diez millones de dólares era mucho dinero, más de lo que ella vería en varias vidas—. Si es falso, es una imitación muy cara. Y muy bien hecho; no hay mucha gente en el mundo que pueda escribir glozel.

—¿Puede entender lo que dice? —preguntó Chase.

—Algunas partes. —Nina señaló ciertas palabras—. «Desde el norte», «desembocadura», «río». Diría que esta línea de aquí —señaló la marca que surcaba el objeto a lo largo— es un mapa o guía de algún tipo. Como si fueran unas indicaciones.

Kari le sonrió de nuevo fugazmente antes de volver a adoptar una actitud formal.

—Con eso me basta. Señor Hayyar, ha hecho una venta.

—Fantástico —repuso el iraní, que también sonrió, aunque con rapacidad—. ¿Y la transferencia?

Kari le hizo un gesto a Nina para que dejara el objeto en la bandeja de espuma y cerrara el maletín. Nina sintió un atisbo de decepción al ver desaparecer el metal resplandeciente. Chase deslizó el maletín a su lado de la mesa mientras Kari abría el suyo.

Nina esperaba que estuviera lleno de billetes, pero en lugar de eso vio un aparato electrónico del tamaño de una agenda electrónica, con un teléfono grande conectado a él. Kari cogió el móvil, desplegó una antena gruesa, pulsó una tecla y se lo puso al oído.

—Transferencia —dijo cuando alguien respondió; luego, al cabo de unos segundos—: transferencia, cuenta número 7571— 1329 a cuenta número 6502—6809. Acordada de antemano, código de autorización dos-cero-uno-tango-foxtrot. Diez millones de dólares estadounidenses. —Hizo una pausa y escuchó atentamente mientras le repetían sus palabras—. Sí, confirmo. —Puso el pulgar derecho en la pantalla del artefacto electrónico de su maletín, y luego le hizo un gesto con la cabeza a Hayyar.

—Tendré que usar el pulgar izquierdo —dijo con una sonrisa burlona, mientras le mostraba el garfio a Nina.

Kari esperó la confirmación de su huella digital y le hizo otro gesto con la cabeza a Hayyar. El intermediario iraní parecía muy satisfecho consigo mismo y se volvió hacia Volgan.

—Ya está. Su plan de pensiones está a punto de recibir una aportación de siete millones de dólares.

—¿Se queda el treinta por ciento? —preguntó Chase—. ¡Joder! Creía que había dicho que no era un ladrón.

Hayyar frunció el ceño, pero no dijo nada. En lugar de eso se volvió hacia Kari.

—Solo queda hacer una cosa, señorita Frost…

—Lo sé —respondió ella con un deje de impaciencia, antes de volver a dirigir la atención al móvil—. Preparada para el último control de seguridad. —Le lanzó una mirada de complicidad a Nina antes de continuar—: «Decoraron el templo con estatuas de oro; había una del dios en un carro, el auriga de seis caballos alados, y de tal tamaño que tocaba el techo del edificio con la cabeza».

Nina reconoció de inmediato el fragmento de Critias, pero no entendía por qué lo había citado Kari. Quizá era una especie de contraseña, pero ¿acaso no hubieran bastado entonces su huella digital y todos los otros códigos que había dado para confirmar su identidad?

Fuera cual fuese el motivo, funcionó.

—Gracias —dijo Kari, antes de cerrar la antena del teléfono.

Reparó en la mirada confusa de Nina—. Es un sistema de reconocimiento de voz y de análisis de la tensión —le explicó—. La medida de seguridad más moderna que existe. Si mi voz muestra que estoy sometida a presión, que me están coaccionando, la transferencia no se realiza.

—Pero todo estaba en orden —dijo Hayyar—. Gracias, señorita Frost. —Por un fugaz instante dirigió la mirada al techo—. Nuestro negocio ha concluido de forma satisfactoria. —Se volvió para marcharse…

Chase desenfundó la pistola y apuntó con su Wildey a Hayyar en la cabeza.

—¡Alto!

El iraní se detuvo, y sus guardaespaldas hicieron lo mismo cuando Castille desenfundó su pistola y los apuntó a ellos.

—¿Qué ocurre? —susurró.

—¿Señor Chase? —preguntó Kari, preocupada.

—¿Dónde está? —preguntó Chase—. Era una frase de aviso, alguien nos está escuchando.

—No…

—Dime dónde está el micrófono o te pego un tiro. —Apretó el percutor de la pistola, con un sonoro clic.

Hayyar volvió a alzar la vista y respiró con fuerza entre dientes.

—En esa viga.

Chase le hizo un gesto a Castille, que se subió a la mesa y palpó la viga. Al cabo de unos segundos bajó con una cajita negra en las manos.

—Un transmisor.

Nina los miró, confusa.

—¿Qué está pasando?

—Es una trampa —dijo Chase—. Iba a esperar hasta que se hiciera la transferencia, y luego se quedaría el artefacto. Supongo que eso demuestra que es auténtico. —Volvió a mirar a Hayyar, sin dejar de apuntarle a la cara—. ¿Cuántos hombres tienes ahí fuera?

—El único hombre que tengo es mi piloto —gruñó.

El punto brillante de una mirilla láser apareció en el pecho de Chase, seguido al cabo de un instante por otro, unos rayos gemelos que atravesaban la ventana mugrienta. Fuera se oyó el ruido de pasos.

La expresión de desdén de Hayyar se convirtió en una sonrisa burlona.

—Pero mi buen amigo el capitán Mahyad del ejército iraní ha traído a veinte soldados con él.

Nina retrocedió asustada cuando la puerta se abrió de par en par. Entraron cuatro hombres, con los rifles alzados.

—Bueno —dijo Chase—, a joderse y aguantarse.