Capítulo 8
Kari caminaba de un lado a otro de la habitación. Desde el helicóptero había visto que la casa de Hayyar no era una simple casa de campo. Encaramada a lo alto de un peñasco de los montes Zagros, era una mezcla de palacio y fortaleza, accesible solo por aire y por una carretera sinuosa.
Y como cualquier fortaleza que se precie, tenía sus propias mazmorras.
Aunque en este caso no eran celdas medievales húmedas y oscuras. Kari dedujo por el recargado estilo arquitectónico del edificio que había sido construido unas tres décadas antes, financiado por alguien con mucho dinero, poco gusto y un ego irrefrenable. De modo que todo apuntaba hacia el antiguo sha de Irán. Una especie de refugio, un Camp David fortificado con muros altos y un diseño ridículamente ostentoso.
Fuera cual fuese su propósito original, ahora pertenecía a Hayyar, y Kari tenía la sensación de que ella y Yuri Volgan no eran, ni mucho menos, los primeros ocupantes de las mazmorras.
Volgan, que se encontraba en la celda de al lado, no era de gran ayuda. La traición de Hayyar lo había trastornado y la simple mención de Qobras lo aterrorizaba.
Pensó de nuevo en Hayyar que, al secuestrarla, se había enzarzado en un juego muy peligroso; a buen seguro no era consciente de hasta qué punto. Su padre movería cielo y tierra para rescatarla sana y salva… pero no permitiría que todo acabara así en cuanto la hubiera recuperado.
Y ella tampoco.
Se preguntó cuándo tendrían noticias de Hayyar. Debía de estar intentando ponerse en contacto con Qobras y su padre para transmitirles sus exigencias económicas.
Tenía que aprovechar ese tiempo para intentar huir.
—Disculpe —le dijo al guarda sentado fuera, junto a la puerta—. Necesito ayuda.
El hombre frunció el ceño.
—¿Qué?
—Tengo que… ya sabe. —Movió las caderas, con las manos esposadas a la espalda—. Ir a cierto sitio.
—¿Y?
—Y esperaba que pudiera llevarme. —El guarda se acercó a la puerta y la miró de pies a cabeza. Kari le lanzó una mirada inocente y de súplica—. Por favor.
El guarda, corpulento y barbudo, le dedicó una sonrisita.
—Déjeme adivinarlo. Me pedirá que le quite el abrigo, y luego que la ayude a bajarse esos ajustados pantalones de cuero, y yo me excitaré y me pondré caliente porque soy un iraní reprimido que tiene frente así a una atractiva rubia, y entonces me pedirá que le quite las esposas, y lo haré porque pienso con la polla, y entonces me dará una patada de artes marciales para dejarme fuera de combate y huir. ¿Estoy en lo cierto?
Kari lo fulminó con la mirada.
—También podría haber dicho que no y ya está.
El guarda se rió y se sentó de nuevo.
—No me pagan tanto dinero para ser un idiota. Aunque ha sido un buen intento.
Hecha una furia, Kari se puso de espaldas a él. Ahora solo podía pensar en lo que haría cuando tuviera que ir de verdad al lavabo.
Chase y Castille llevaban en brazos a Hafez, a quien le habían vendado la pierna de forma provisional, y salieron del tren.
Nina no tenía ni idea de adonde iban, ni de qué pensaba hacer Chase cuando llegaran allí. Había mantenido la conversación telefónica en farsi, y con las prisas para abandonar el tren antes de que llegaran las fuerzas iraníes, no se había mostrado muy comunicativo.
El terreno era menos abrupto que la zona donde se habían reunido con Hayyar; aun así avanzaban lentamente, en especial con un herido a cuestas. Por suerte, también había más vegetación y cuando Nina oyó el primer zumbido de un helicóptero ya estaban a cubierto en un bosque, a casi un kilómetro de la vía férrea.
—¿Adonde vamos? —preguntó ella—. ¿Quién es ese amigo al que has llamado? ¿Y cómo va a encontrarnos? ¡Estamos en mitad de la nada!
A pesar del dolor, Hafez esbozó una sonrisa.
—Eddie tiene muchos amigos —dijo—. En todo el mundo.
Nina miró a Chase.
—¿Incluso en Irán, donde en teoría no habías estado antes?
—Eh, soy un tipo con muchos amigos —replicó y se encogió de hombros.
—Su reputación lo precede —añadió Castille.
—No me cabe duda. Pero ya que me habéis admitido en vuestra sociedad de la admiración mutua, ¿por qué no me contáis cuál es vuestro plan?
—Bueno —exclamó Chase—, lo primero que debemos hacer es salir de aquí. Hay una carretera a un kilómetro y medio en dirección al sur y va a venir alguien a recogernos.
Nina observó el paisaje desconocido.
—¿Cómo va a encontrarnos tu amigo? ¡Ni tan siquiera sabe dónde estamos!
—Le he descrito el entorno. No le costará nada encontrarlo en un mapa.
—¿De verdad?
—Es fácil; son cosas básicas. Luego… iremos a buscar a la señorita Frost.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Castille.
—Hayyar tiene una cabañita a unos cincuenta kilómetros de aquí. Nos pasaremos a saludarlo.
—He oído hablar de ella —le advirtió Hafez—. No es un lugar en el que se pueda entrar fácilmente.
—Hemos entrado en sitios peores —añadió Castille con alegría—. Como esa vez en el Congo…
—Hugo —lo interrumpió Chase, y le hizo un gesto con un dedo. El belga gruñó algo parecido a un «ah, vale» y se calló.
—Déjame adivinarlo —dijo Nina—. ¿Otro país en el que se supone que nunca has estado oficialmente?
Chase enarcó una ceja en un gesto de complicidad.
—Por ahí van los tiros.
Siguieron avanzando por el bosque. Al final, la vegetación empezó a ralear y apareció una pista de tierra algo más adelante.
—¿Es aquí? —preguntó Nina.
Chase analizó la zona.
—Debería serlo. Tenemos que buscar un arroyo que baja de… —Señaló una colina cercana—. Que baja de ahí. Ese es el lugar donde dijo que vendría a buscarnos mi amiga.
—Conque amiga, ¿eh? —exclamó Nina.
—¿Qué pasa, doctora? —preguntó Chase—. ¿Celosa?
—Huy, muchísimo —replicó ella, y se dio unas palmaditas en el corazón en un gesto cómico. Castille y Hafez se rieron entre dientes. Chase gruñó y echó a andar por la pista.
Al cabo de unos minutos, vieron un vehículo, una vieja camioneta destartalada. Chase les ordenó que se pusieran a cubierto entre los árboles.
—Esperad aquí —les dijo.
Nina lo siguió con la mirada cuando se adentró en el bosque, moviéndose con una rapidez y agilidad que contrastaban de un modo casi cómico con su fuerte complexión. A medida que se aproximaba a la camioneta se fue agachando, hasta el punto que casi llegó a perderlo de vista. Se detuvo a diez metros de su objetivo, entonces, en una rápida maniobra, desapareció tras el vehículo.
Nina reparó en que Castille había sacado su arma y que incluso Hafez había cogido uno de los rifles del tren.
—Por si acaso —le dijo el belga para tranquilizarla.
No vieron movimiento alguno. Esperaron con preocupación mientras iban pasando los segundos… entonces apareció Chase y les hizo un gesto con la mano.
—Es seguro —dijo Castille, que guardó el arma.
—¿Y si alguien lo estuviera encañonando? —preguntó Nina.
—No habría abierto el pulgar.
—Os encantan todos estos truquitos y códigos secretos, ¿verdad? —preguntó Nina, con una sonrisa.
—Nos ayudan a seguir con vida. —Ayudó a Hafez a levantarse, Nina le echó una mano y se dirigieron hacia la camioneta.
Cuando llegaron junto a Chase vieron que estaba hablando con alguien que estaba dentro del vehículo.
—¡Amigos —les dijo—, me gustaría presentaros a una amiga mía muy buena que va a echarnos una mano para salir de aquí! ¡Esta es Shala Yazid!
Bajó de la camioneta una chica joven, de unos veinticinco años. Era muy atractiva… y estaba muy embarazada.
—Cielos —exclamó Castille, incapaz de reprimir una sonrisita—. No era lo que esperaba. ¿Hay algo que no nos hayas contado de tu última visita, Edward?
—Seguro que recuerdas a Hugo Castille —dijo Chase, algo molesto—. Es ese belga estúpido que no tenía modales.
Shala sonrió.
—Claro que lo recuerdo. Aunque llevabas… —Se tocó el labio superior—. ¿Bigote?
—Sí, y todos nos alegramos mucho de que se lo haya quitado.
—Bonjour —dijo Castille, con una media reverencia—. ¡Y felicidades! Supongo que eso significa que te has casado desde la última vez que nos vimos.
—Con un hombre maravilloso —respondió ella, con una sonrisa radiante.
Nina tuvo la sensación de que Chase se había quedado desconcertado un instante, antes de recuperarse y presentar a los demás.
—Este es Hafez —dijo—, que no se encuentra en muy buen estado…
—¡Solo es un rasguño! —terció el iraní.
—Y la mujer más importante en mi vida ahora mismo, la doctora Nina Wilde.
Shala miró con alegría a Chase.
—¿Te has casado?
—¡No! —exclamó Nina.
—¡Joder, cuánta prisa te has dado en responder! —le dijo Chase haciéndose el ofendido, antes de dirigirse de nuevo a Shala—. No, soy su guardaespaldas. Y te aseguro que necesita que se las guarden bien.
—¿Y quieres llevarla junto a Failak Hayyar? —preguntó Shala—. Pues va a necesitar más guardaespaldas.
—No quiero llevarla junto a él, acabamos de librarnos de los amigos de ese cabrón, pero ha secuestrado a mi jefa. Así que tenemos que rescatarla.
—Tardaremos una hora en llegar hasta allí. Tal vez algo más. Tengo un escáner de radio en la camioneta; hay mucha actividad policial y militar. ¿Es cosa tuya?
—Hum, sí. —Chase se frotó la nuca—. Digamos que… Me he cargado un tren. O dos.
—¡Oh, Eddie! —Le dio un puñetazo en el brazo—. Eres un hombre maravilloso y te estoy muy agradecida por todo lo que has hecho por mi familia, pero ¿tienes que destruir algo de mi país cada vez que vienes aquí?
—¡Eh, no hubo heridos civiles! —se quejó él—. Seguramente. Estoy convencido de que el otro maquinista logró saltar a tiempo…
Shala negó con la cabeza, enfadada, y miró a Nina.
—¡Destruye todo lo que toca! ¡Tiene diez años menos que yo y se comporta como mi hermano pequeño con sus juguetes!
—Mmm —contestó Nina, que asintió y adoptó un tono malicioso—. ¿Cómo conociste a Eddie? Él dice que nunca había estado en Irán. Oficialmente, se entiende.
—Digamos que mi familia no mantiene muy buenas relaciones con el régimen actual —respondió Shala—. Así que hemos proporcionado ayuda en ciertas operaciones secretas llevadas a cabo por… —sonrió a Chase y Castille— ciertos caballeros.
Chase fingió un ataque de tos.
—¡Secreto! —dijo entre dientes. Castille esbozó una sonrisa avergonzada—. Bueno —dijo Chase con impaciencia—, tenemos que ponernos en marcha. Hugo, la doctora y tú acomodad a Hafez en la parte trasera. ¿Has traído el botiquín? —Shala asintió—. Genial. Lo curaremos de camino. Supongo que no será doctora en Medicina, ¿verdad, doc?
—No, y no me llames así.
—Como quieras, doctora Wilde.
—Mucho mejor.
—Ya sé que no estáis casados… pero haríais buena pareja —dijo Shala con una sonrisa, que dejó a ambos callados mientras Castille y Hafez estallaban en carcajadas.
Kari alzó la vista cuando llegó otro guarda, armado con una ametralladora MP-5.
—Hayyar quiere verlos.
El hombre barbudo le lanzó una sonrisa a Kari entre los barrotes.
—Si tiene suerte, quizá Hayyar la deje ir al lavabo. ¡Estoy convencido de que le encantaría echarle una mano con la ropa!
Ella no se dignó a responder y esperó, impasible, a que abrieran la puerta.
Shala detuvo la camioneta a un lado de la carretera.
—Ahí está —dijo y señaló la casa.
Chase estiró el cuello para verla.
—¡Vaya! No es lo que esperaba.
Nina miró hacia el mismo punto. En lo alto de un peñasco se alzaba un edificio de lo más extraño.
—Cielos, ¿quién diseñó eso? ¿Walt Disney?
—Fue construido por orden del sha —respondió Shala—. Era uno de sus palacios de verano, pero solo se alojó en él unas cuantas veces antes de la revolución. Luego los ulemas lo usaron como refugio, hasta que Hayyar se lo compró al gobierno.
—Parece de dibujos animados —añadió Nina. El edificio era una parodia de un palacio persa, y la parte más alta estaba abarrotada de alminares y cúpulas—. Supongo que el sha no tenía muy buen gusto.
—Pues yo iba a decir que me gustaba —comentó Chase—, pero ya no lo diré. —Escudriñó la fortaleza con los prismáticos—. ¿Cómo podemos llegar hasta ahí?
—Desde el exterior solo se puede mediante la carretera de acceso o en helicóptero —respondió Shala. Castille lanzó un gruñido al oír la última palabra.
—¿No hay teleférico? —preguntó Chase.
—No.
—Qué pena. Siempre he querido recrear El desafío de las águilas.
—Supongo que la carretera de acceso está vigilada —preguntó Castille.
Shala asintió.
—Sí. Hay una verja abajo, varias cámaras de vigilancia a lo largo de la carretera, y otra verja arriba. Hace tiempo que espiamos a Hayyar; acostumbra a haber cuatro hombres de guardia. También tiene una valla electrificada.
Chase miró hacia las colinas de alrededor.
—Supongo que no podemos volar un cable de alta tensión y cortarles la electricidad, ¿no?
—¡Ya estás otra vez! Y no, la fortaleza tiene sus propios generadores.
—Lo imaginaba. —Bajó los prismáticos, pensativo—. Dijiste que desde fuera solo hay esas dos formas de entrar. ¿Hay otra forma desde dentro?
—Sí, la hay. —Shala miró hacia atrás—. Nina, ¿podrías pasarme la mochila azul? —Nina obedeció y la cogió de entre otros fardos que había en la parte trasera de la camioneta. Shala hurgó en el interior y sacó varios planos—. Mi padre los consiguió antes de la revolución. Tenía la intención de usarlos para entrar en la fortaleza y asesinar al sha, pero por desgracia la revolución se le adelantó.
Nina frunció el ceño, confundida.
—¿No se supone que la revolución fue para librarse del sha?
—Fueron revolucionarios distintos —dijo Chase, enigmáticamente.
—Decidió quedárselos en caso de que el ayatolá se alojara aquí, pero nunca lo hizo. Tal vez os sirvan de algo. —Tamborileó con los dedos en una esquina de los planos—. Hay una galería que conduce hasta el sótano de servicio de la fortaleza. La construyeron para tener acceso a las alcantarillas que van a dar al río.
Nina frunció la nariz.
—Puaj. ¿Lo echan todo directamente al río?
—Se están cagando en la gente, literalmente —dijo Chase—. ¿Podemos acceder a esta galería desde la alcantarilla?
—Sí, pero hay un problema…
Castille se dio una palmada en la frente.
—Ah, claro.
—La tubería de la alcantarilla —dijo Shala— es… bastante pequeña. Tú no cabrías, Eddie. Y me temo que tú tampoco, Hugo.
—No es necesario que te disculpes —contestó Castille—. ¿Arrastrarme por un conducto lleno de merde? Ya he pasado por eso… Y la camiseta me quedó hecha un asco.
—De modo que es demasiado pequeña para mí y para Hugo, ¿no? —dijo Chase—. Hafez no está en condiciones de intentarlo, y no podemos enviarte a ti y al bebé… —Lentamente esbozó una sonrisa maliciosa—. Doctora Wilde…
—¿Sí? —Nina tardó un instante en comprender por qué sonreía. Todos la miraban, expectantes—. ¡No!
Kari pudo comprobar que los pisos superiores de la fortaleza eran tan ostentosos y recargados como su exterior mientras los llevaban a ella y a Volgan a ver a Hayyar. El tráfico de antiguos tesoros persas había sido muy rentable y parecía que el iraní había invertido una buena parte de los beneficios en adornos de oro. A diferencia de su propia familia, en este caso riqueza no denotaba buen gusto.
El despacho de Hayyar era una estancia circular situada en la torre más alta. El eco de sus tacones en el suelo de mármol pulido resonaba en el espacio abierto. El traficante iraní estaba sentado a un enorme escritorio semicircular, que tenía el tablero de mármol y molduras de oro. Tras él había un televisor gigante de plasma colgado de la pared, y Kari reparó en la videocámara situada en la parte inferior de la pantalla.
—¡Señorita Frost! ¡Yuri! —exclamó Hayyar con un claro falso entusiasmo—. ¡Me alegro mucho de verlos!
—No me haga perder el tiempo, Hayyar —le espetó Kari—. Dígame lo que quiere.
Hayyar se hizo el ofendido.
—Muy bien. Estoy a punto de tener una videoconferencia con su padre y quería que estuviera presente para demostrarle… mis intenciones. Es un hombre muy ocupado, por cierto. Estaba empezando a ponerme impaciente.
—Tiene muchos asuntos entre manos.
—Mmm, no me cabe la menor duda. Me ha costado casi tanto ponerme en contacto con él como con su rival, el señor Qobras.
—¿Has hablado con Qobras? —preguntó Volgan.
—Aún no en persona, pero lo haré dentro de poco. Al fin y al cabo, tratándose de algo tan importante como esto… —estiró el brazo y cogió el artefacto atlante del lecho de terciopelo sobre el escritorio. Los reflejos centelleantes que desprendía iluminaron la cara del iraní—, sabía que querría hablar conmigo.
—Sea cual sea la cantidad que le ofrezca Qobras, mi padre le pagará más —dijo Kari.
—No me cabe la menor duda, pero me temo que el objeto y Yuri no se venden por separado. Y, al parecer, Qobras tiene muchas ganas de verlo.
—Por favor, señorita Frost —le suplicó Volgan—, tiene que ayudarme. ¡Qobras me matará! —Miró con ojos desorbitados el artefacto que reposaba en las manos de Hayyar—. ¡Puedo decirle más cosas sobre el objeto y sobre Qobras! He trabajado para él durante doce años, conozco sus secretos…
Hayyar chasqueó los dedos y uno de los guardas le asestó un culatazo a Volgan con su arma. Con las manos aún esposadas a la espalda, el ruso cayó como un saco de patatas sobre el escritorio de mármol.
—Basta —ordenó Hayyar. Un sonido de aviso del ordenador captó su atención y sonrió—. Señorita Frost, me está llamando su padre. ¿Le importaría ponerse ante la cámara? —Su guarda le dio un empujón—. Gracias. Y sacad a este de aquí en medio. —El otro tipo se llevó a Volgan a rastras por el suelo.
Hayyar apretó una tecla del ordenador y se dio la vuelta en la silla de cuero rojo para ponerse de cara a la pantalla gigante, en la que apareció la imagen de Kristian Frost en su oficina de Ravnsfjord. Frost miró hacia un lado, hacia su pantalla.
—¡Kari!
—Señor Frost —dijo Hayyar antes de que ella pudiera responder—. Me alegro muchísimo de que, por fin, se haya puesto en contacto conmigo. Creía que la vida de su hija sería algo más importante que su agenda de negocios. —Soltó una risa engreída.
Frost lo miró con absoluto desprecio.
—¿Estás bien, Kari? ¿Te ha maltratado ese… hombre?
—Estoy bien, de momento —respondió ella.
—¿Y el artefacto? ¿Y la doctora Wilde?
—La doctora ha sido detenida por el ejército iraní y será juzgarla por tráfico de antigüedades —terció Hayyar—, y seguramente por complicidad en el asesinato de varios soldados. En cuanto al artefacto… ya no es un asunto de su incumbencia.
—¿Cuánto quiere, Hayyar?
El iraní se reclinó en la silla.
—Va directo al grano. Muy bien. Por devolverle a su hija sana y salva quiero diez millones de dólares.
—¿Además de los diez millones que le di por el artefacto? —gruñó Frost.
—Para acelerar los trámites, incluso puede transferirlos a la misma cuenta —dijo Hayyar con aires de suficiencia.
—¿Y el artefacto?
—Tal como le he dicho, ya no está en venta.
—¿Ni tan siquiera por diez millones más?
Se hizo una larga pausa antes de que Hayyar respondiera; la avaricia del traficante amenazaba con dar al traste con sus planes.
—No, ni por esa cantidad —dijo al final, muy a su pesar.
—Quince millones.
Hayyar parpadeó. Se volvió para mirar a Kari.
—¿Aprecia más… este pedazo de metal que a su propia hija?
—Yo habría ofrecido veinte —dijo ella.
En la gran pantalla, el rostro de Frost reflejó una breve mirada de satisfacción antes de recuperar su expresión pétrea.
—Pues que sean veinte millones.
Hayyar estaba anonadado; miró con incredulidad a padre e hija, antes de volver a dirigirse a la cámara.
—¡No! ¡El artefacto no está en venta para usted a ningún precio! Diez millones de dólares por su hija es el único trato que le ofrezco. Tiene que llamarme dentro de una hora para confirmar la transferencia. ¡Una hora! —Se volvió de nuevo y apretó con ira una tecla del ordenador antes de que Frost pudiera abrir la boca.
—Hayyar —dijo Kari con un tono de falsa admiración—, ¡estoy impresionada! Hay pocos hombres capaces de plantarle cara a mi padre de ese modo. Sobre todo para rechazar veinte millones de dólares.
El iraní se levantó y se acercó a la joven.
—¡Veinte millones! —exclamó, antes de carraspear—. ¡Veinte millones de dólares! —repitió—. ¿Por esta… esta cosa? —Señaló el artefacto—. ¿Qué tiene? ¿Por qué es tan importante?
Kari le lanzó una mirada teñida de asombro.
—Es la clave del pasado… y del futuro. —Entonces ladeó la cabeza y lo miró con picardía—. Podrías formar parte de esto, Failak. Véndenoslo y te prometo que mi padre no tomará represalias. Y yo…
—¿Tú qué? —preguntó Hayyar, atrapado entre el recelo y la curiosidad.
—Te perdonaré por completo. Y quizá incluso más que eso. Como te he dicho, hay pocos hombres que tengan el valor de enfrentarse a mi padre. —Cambió de postura, balanceó las caderas y los hombros bajo el abrigo—. Me has impresionado mucho.
La curiosidad pudo más.
—¿De verdad? —Se relamió los labios mientras la miraba fijamente—. Entonces tal vez podríamos…
—Señor —lo interrumpió el guarda de Kari, el mismo que la había desdeñado en las celdas—, Qobras llamará dentro de poco, tiene que prepararse.
Hayyar lo fulminó con la mirada.
—Tienes razón. Sí. —Respiró hondo y se puso de espaldas a Kari—. Espera con ella allí hasta que vuelva a llamar su padre. Tú —añadió y chasqueó los dedos para avisar al otro guarda—, trae a Yuri aquí.
—Buen intento, zorra —le susurró el guarda a Kari. Ella suspiró. Había valido la pena intentarlo.
Sin embargo, el hecho de que el iraní hubiera rechazado veinte millones de dólares le llevó a preguntarse: ¿cuánto le ofrecía Qobras?
—Tengo un aspecto ridículo —se quejó Nina.
Dejaron a Hafez en la camioneta, que sintió un gran alivio por no tener que moverse y una gran frustración por no poder ayudar, y Shala condujo a los demás hasta un pequeño río que discurría junto al peñasco. La otra orilla se alzaba abruptamente unos nueve metros, y la cima estaba protegida por una verja electrificada que rodeaba toda la fortaleza.
Aunque la corriente era bastante fuerte, el río no era muy profundo, de modo que podían vadearlo. Shala se quitó los zapatos, se cogió el abrigo y Chase y Castille la ayudaron a cruzar; el agua estaba helada pero ni tan siquiera se molestaron en quitarse las botas. Nina, sin embargo, se sintió muy estúpida corriendo con un traje de neopreno.
—No lo sé —le dijo Chase, mientras ayudaba a Shala a sentarse—, creo que tienes muy buen aspecto. Pero claro, siempre me han gustado las mujeres con ropa ajustada.
—Cállate. —El traje de una pieza que había llevado Shala era más adecuado para lucir palmito surfeando que para infiltrarse en una fortaleza: era negro y tenía una franja rosa que iba del cuello hasta el pubis y subía de nuevo por la espalda, con unas rayas igualmente chillonas. El traje parecía nuevo, pero las zapatillas demasiado ajustadas y mugrientas ya eran otro cantar—. ¿Estás seguro de que ninguno de los dos cabe en la tubería?
—Compruébalo tú misma —le dijo Shala. El desagüe, del que caía un hilo de agua, estaba a unos treinta centímetros del suelo. Las esperanzas de Nina de convencer al larguirucho de Castille para que lo intentara en su lugar se fueron al traste cuando vio lo grueso que era el metal. La parte interior apenas debía de medir cuarenta y cinco centímetros de diámetro; demasiado pequeña para el belga, y dudaba que Chase pudiese meter siquiera la cabeza y un hombro.
En realidad, no estaba convencida ni de que fuera a caber ella.
—Sí que cabrás —dijo Chase, como si le hubiera leído el pensamiento—. Quizá el trasero pase justo, pero…
—¡Eh!
—Solo bromeaba. —Sonrió y abrió la mochila que habían traído de la camioneta—. Aquí tienes tu equipo. Linterna y un walkie-talkie con auriculares; no es que sea Bluetooth, pero podrá avisarnos cuando haya desconectado la corriente de la verja. Pistola…
—Nunca he usado una pistola —dijo Nina cuando Chase sacó una pequeña automática de una funda de lona con cinturón.
—¿Ah, no? Creía que los yanquis aprendían a disparar antes que a caminar. Date la vuelta.
—No estoy muy convencida… —dijo Nina mientras Chase le ataba el cinturón, de modo que la pistola quedaba en la zona lumbar de la espalda.
—Tan solo una precaución; no deberías encontrarte con nadie. —Le enganchó el walkie-talkie al cinturón, le dio la vuelta, le ajustó el auricular y le guiñó un ojo—. Pero si aparece algún iraní, piensa en Lara Croft. ¡Bang bang! —Se fijó en el cuello, en el colgante—. ¿Quieres que guarde eso?
Nina lo pensó un instante.
—No, gracias. Es mi amuleto de la suerte.
El inglés enarcó una ceja.
—Teniendo en cuenta todo por lo que has pasado hoy, tienes un concepto muy raro de la suerte.
—Bueno, aún estoy viva, ¿no?
—Tienes razón. —Nina guardó el colgante bajo el traje de neopreno y se subió la cremallera hasta el cuello. Chase esbozó una sonrisa—. En marcha.
El temor de Nina se transformó en asco cuando se arrodilló para examinar el conducto.
—¡Oh, Dios mío! ¡Esto apesta!
—¿Qué esperabas? ¡Es una alcantarilla!
Se le revolvió el estómago.
—Me estoy mareando. Dios, no creo que pueda hacerlo…
—Eh, escucha —dijo Chase, y la tomó del brazo—, sé que puedes. Eres arqueóloga, ¿no? Estoy convencido de que debes de haber hurgado entre la porquería y otros sitios más asquerosos, ¿verdad?
—Bueno, sí, pero…
—La tubería no es muy larga. Mide unos cincuenta metros y luego está el hueco de acceso, que tiene una escalera, por lo que podrás subir fácilmente. Puedes hacerlo.
—Pero ¿y si hay alguien ahí arriba? ¿Y si…?
—Nina. —Le apretó el brazo—. Me han ordenado que cuide de ti. Si creyera que ibas a correr peligro, no te dejaría ir.
—Pero me has dado una pistola.
—Sí, bueno… Nunca se puede estar seguro del todo, ¿no? —Nina no se tranquilizó—. Mira, cuando hayas desconectado la verja, Hugo y yo entraremos en menos de cinco minutos. Es un plan sencillo: entramos, le damos un puñetazo en la cara a Hayyar, rescatamos a Kari y ya está.
—Solucionas todo a puñetazos, ¿no? —preguntó Nina.
—Si funciona… Además, estaré siempre en contacto por radio. Y tenemos los planos del edificio, te diré exactamente hacia dónde debes ir. Cuando lo hayas hecho, solo debes permanecer escondida y estarás a salvo. Confía en mí.
Nina se recogió el pelo en una cola y, muy a su pesar y con una mirada de asco no disimulada, se metió en la asquerosa tubería.
—No tengo elección, ¿no?
—Es… mejor que nada —dijo Chase, que encendió su radio—. Ten, te ayudaré a entrar. Probemos la radio. —Le levantó los pies y le dio un empujoncito.
La radio de Chase hizo ruido.
—Ni se te ocurra tocarme el culo.
—No se me había pasado por la cabeza —dijo Chase, que enarcó una ceja sin quitarle el ojo de encima a su trasero enfundado en el traje de neopreno, mientras Nina avanzaba. Le empujó los pies y Nina desapareció en la oscuridad.
Con la linterna en una mano, se fue arrastrando por el conducto. Era muy estrecho pero, aunque justo, cabía. Se detuvo un instante para iluminar la tubería. Solo había oscuridad.
—Seguro que Lara Croft nunca ha tenido que arrastrarse por ninguna cloaca —murmuró antes de iniciar el laborioso ascenso.
Kari vio que la irritación de Hayyar aumentaba mientras esperaba que Qobras lo llamara. No cesaba de tamborilear con los dedos en el escritorio. Daba la sensación de que no era un hombre acostumbrado a esperar por nada.
—Failak —le dijo ella—, tengo que ir al baño. Por favor.
—Otra vez no —murmuró su guarda, pero Hayyar señaló la puerta con desdén. Kari se puso en pie y le dedicó un gruñido triunfal al guarda—. No pienso quitarle las esposas —le dijo mientras salían de la sala.
—¿Cómo va? —preguntó Chase, entre interferencias.
—Ah, muy bien —gruñó Nina—. Me muero de ganas de narrar todo esto en un artículo para el International Journal of Archaeology.
Oyó por los auriculares un ruido que parecía una risa contenida.
—Lo estás haciendo muy bien. ¿Ves el final?
Enfocó la linterna hacia delante.
—Creo que… ¡sí! ¡Lo veo! Y también oigo algo. —Aguzó el oído. Era una especie de murmullo… ¡como el del agua al bajar por una tubería! ¡Oh, mierda!
Se encogió y reprimió un grito mientras varios litros de agua helada caían por el desagüe y sobre ella.
—¡Oh, Dios, oh! ¡Qué asco!
La respuesta jovial de Chase no la ayudó a ponerse de mejor humor.
—Como mínimo se han acordado de tirar de la cadena.
—¿Ya te sientes mejor? —preguntó Hayyar en tono burlón cuando Kari regresó a la sala circular.
—Los modales de mi ayudante dejan bastante que desear —le espetó—. Espero no haberme perdido la llamada de Qobras.
—No, pero llamará en cualquier momento. Has vuelto a tiempo. —Hizo un gesto y el guarda le dio un empujón para que se sentara en un diván. Volgan le lanzó una mirada suplicante, pero no abrió la boca.
—Recuerda la oferta de mi padre —dijo ella—. Sea cual sea la cantidad que te ofrezca Qobras, el señor Frost puede…
Sonó una señal de aviso en el ordenador. Hayyar chasqueó los dedos en un gesto dirigido al guarda, que le dio un golpe con la mano en el hombro a Kari. Se calló y observó a Hayyar mientras se volvía hacia la pantalla.
Era la primera vez que veía a Qobras en «vivo», ya que hasta entonces solo había visto fotos, todas muy antiguas. Tenía el pelo negro veteado con canas, más arrugas, pero la misma mirada intensa de siempre.
Y aterradora.
—Señor Hayyar —dijo Qobras. Aquel tono de voz revelaba bien a las claras que no le gustaba tener que tratar con el iraní.
—Señor Qobras —respondió Hayyar, con una falsa sonrisa—. Estoy encantado de hablar por fin con usted.
—Tiene algo para mí —le espetó Qobras con impaciencia.
—¡En realidad, son dos cosas! La primera es esta baratija. —Hayyar mostró el artefacto atlante a la cámara—. Creo que le robaron este objeto…
—Destrúyalo —lo interrumpió Qobras—. Fúndalo. Le pagaré quince millones de dólares cuando reciba la grabación de su destrucción.
—¿Que lo destruya? —preguntó el iraní, asombrado—. Sí, puedo hacerlo, tengo todo lo necesario para manejar metales preciosos, pero… —Negó con la cabeza, incrédulo—. ¿Está seguro?
—Fúndalo. Por completo. Puede quedarse el oro y cualquier otro metal que extraiga, pero quiero que lo destruya. Ya ha causado suficientes problemas.
Hayyar dejó el objeto en el escritorio, sin salir de su asombro.
—Destruirlo. Muy bien. Por… ¿quince millones de dólares, ha dicho? —La imagen ampliada de Qobras asintió.
Kari los observaba, horrorizada. Si destruían aquel artefacto, perderían para siempre la única pista que podía ayudarlos a encontrar la Atlántida…
Nina salió de la tubería, con gran alivio.
La sala en la que se encontraba era rectangular, debía de medir unos dos metros por dos y medio, y estaba llena de cañerías. Además, había un palmo de agua sucia.
—Estoy dentro —dijo por el micrófono de los auriculares, mientras iluminaba las paredes. Había una escalera sucia que conducía al piso superior.
—Muy bien —respondió Chase, con la voz distorsionada por las interferencias—. Sube por la escalera. Ten cuidado y…
—¿Sí?
—No resbales.
—Gracias por el consejo. —Con el traje pringado de agua y fango, Nina empezó a subir por la escalera. Empujó con cautela la tapa metálica que había arriba y, para su gran alivio, se movió. La apartó a un lado y salió—. Estoy arriba.
—Vale, deberías estar en una habitación con una puerta.
Iluminó la sala con la linterna.
—Sí.
—Abre la puerta con cuidado para asegurarte de que no hay nadie fuera, y luego dirígete a la izquierda. Hay otra puerta al final del pasillo. Tienes que entrar por ahí.
Con el corazón desbocado, Nina abrió un poco la puerta y asomó la cabeza. El pasillo de piedra estaba poco iluminado y, salvo un leve zumbido, en silencio. Miró en la otra dirección. Había unas escaleras que conducían hacia arriba.
—Despejado —susurró.
—De acuerdo, sigue.
Se sacudió las zapatillas para no dejar huellas y salió al pasillo caminando de puntillas.
—Oh, hay un problema.
A pesar de las interferencias, percibió el tono de preocupación en la voz de Chase.
—¿Qué pasa?
—Hay dos puertas. ¿Cuál abro?
—En el plano solo hay una, deben de haber hecho alguna reforma. Pero una de las dos tiene que dar a la sala de generadores. Abre las dos.
Ambas tenían un símbolo de alto voltaje, de modo que no tenía ninguna pista. Tras pensarlo un instante, abrió la más cercana.
Por suerte no era una sala llena de técnicos o una estación de seguridad. De hecho, se parecía más al departamento de informática de la universidad. Vio un servidor, lo que significaba que tal vez Hayyar tenía su propia conexión segura de internet. Había varias cajas negras conectadas al servidor, así como un ordenador, que tenía activado el salvapantallas.
Por curiosidad —la habitación era pequeña y podía tocar el ordenador desde la puerta— movió el ratón. La pantalla se iluminó y aparecieron varias ventanas. La mayoría mostraban una serie de datos incomprensibles, pero reparó en una en concreto de inmediato. Estaba dividida en dos, y cada mitad mostraba lo que parecía una video conferencia.
No reconoció al hombre de rostro serio en uno de los lados, pero el otro…
Hayyar.
—¿Nina? —preguntó Chase—. ¿Qué ocurre?
—Es una sala de ordenadores…
—¡Entonces olvídalo! Ve a la otra, rápido.
La habitación de al lado era su objetivo. Un par de grandes generadores ocupaban casi todo el espacio. Se oía un zumbido incesante. En la pared más próxima a las máquinas había una serie de cajas de fusibles y cortacircuitos.
—Hay otro problema —dijo ella en voz baja—. ¡Todas las etiquetas están en árabe!
—Veo que también está ahí Yuri —dijo Qobras.
—¡Giovanni! —exclamó Volgan en un tono desesperado y se puso en pie. Su guarda levantó el arma como si fuera a golpearlo de nuevo, pero Hayyar negó con la cabeza—. ¡Lo siento mucho! ¡Sé que cometí un error, pero lo siento!
Qobras sacudió la cabeza.
—Yuri… confié en ti. Confié en ti y tú me traicionaste, ¡a mí y a toda la Hermandad! ¿Y por qué? ¿Por dinero? —Negó de nuevo con la cabeza—. La Hermandad se preocupa de las necesidades de los suyos, lo sabes. ¿Pero querías más? ¡Así es como piensan aquellos contra los que luchamos!
—¡Por favor, Giovanni! —suplicó Volgan—. Nunca volveré…
—Yuri. —Esa palabra hizo que Volgan callara de inmediato—. Hayyar, no lo quiero para nada, y estoy seguro de que usted tampoco. Le pagaré cinco millones de dólares si lo mata, ahora mismo.
—¿Cinco millones de dólares? —preguntó el iraní con incredulidad. Qobras asintió.
—¡Giovanni! —gritó Volgan—. ¡No, por favor!
Hayyar permaneció sentado inmóvil durante unos segundos, aparentemente sumido en sus pensamiento… cuando abrió un pequeño cajón del escritorio, sacó un revólver plateado y disparó.
Chase empezó a darle instrucciones.
—A ver, tengo el esquema del cableado. Debería haber tres paneles altos con una hilera de interruptores grandes.
Nina los vio.
—¡Sí!
—En el panel central, apaga el tercer, el cuarto y el sexto interruptor.
Cada uno hizo un escandaloso «¡chung!» cuando Nina los desconectó.
—Muy bien, ¿y ahora qué?
—Ya está. Ya ha acabado. Encuentra algún sitio donde esconderte y nos reuniremos dentro de cinco minutos. —Se cortó la transmisión y la radió permaneció en silencio.
—Espera, Eddie… ¡Eddie!
Kari miró fijamente y con incredulidad el cuerpo de Volgan. Hasta los guardas parecían asombrados por la brusca decisión de matarlo.
—¡Dios mío!
En la pantalla, Qobras reaccionó a sus palabras con una cauta sorpresa.
—¡Hayyar! ¿Quién más hay ahí?
El iraní se apartó del cuerpo sangrante y se volvió hacia la pantalla.
—Tengo a… una rival suya, podría decir. Kari Frost.
Qobras se quedó boquiabierto.
—¿Kari Frost? ¡Déjeme verla!
Chase y Castille enfilaron rápidamente por la cuesta que subía desde el río. El inglés lanzó unas cizallas contra la verja para comprobar que ya no estaba electrificada. No saltaron chispas ni hubo un cortocircuito. Estaba desconectada.
—¡Vamos! —ordenó. Castille usó las cizallas para abrir un agujero en la parte inferior de la verja. Chase la abrió como si fuera una ventana, lo que les dejó el hueco justo para que pasaran los dos.
Una vez en el otro lado, se pusieron en pie y miraron hacia la fortaleza. La escarpada cuesta conducía a la serpenteante carretera de acceso y a la entrada principal del edificio en sí. No había guardas a la vista, pero por lo que había dicho Shala, tenían que estar en algún lado.
Además de su pistola, Castille aún tenía uno de los rifles G3 que le había cogido a los soldados de Mahyad. Chase tenía su Wildey y un Uzi desgastado que le había dado Shala. Comprobó ambas armas. Listas para la acción.
—Vamos —dijo—, ha llegado el momento de convertirnos en héroes.
Echaron a correr.
Nina decidió que la sala del servidor era un buen escondite, y también le permitiría echar otro vistazo al ordenador.
Tardó solo un instante en abrir la ventana de la videoconferencia que el ordenador estaba transmitiendo, y un poco más en subir el volumen. Hayyar y el otro hombre hablaban de…
¡Kari!
No solo eso, sino que ahora ella apareció ante el iraní, empujada por uno de sus hombres.
—¿Qué está haciendo ahí? —preguntó Qobras.
—Tengo ciertos negocios con su padre —respondió Hayyar—. No es asunto suyo.
—¡Claro que es asunto mío! —Qobras casi gritó—. Mátela.
Hayyar se quedó mirando la pantalla, boquiabierto.
—¿Qué?
—¡Que la mate! ¡Ahora!
A Kari se le demudó el semblante. Hayyar aún tenía la pistola en la mano. Si obedecía a Qobras, estaría muerta en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Está loco? —exclamó Hayyar—. ¡Vale diez millones de dólares! ¡Su padre se ha comprometido a pagar el rescate!
—Escúcheme —dijo Qobras, que se inclinó hacia delante hasta que su cara ocupó toda la pantalla—, no tiene ni idea de lo peligrosa que es. ¡Su padre y ella están intentando encontrar lo que la Hermandad ha mantenido oculto con gran esfuerzo durante siglos! Si lo consiguen…
Hayyar hizo un gesto de desdén con las manos.
—¡Me da igual! ¡Lo único que me importa son los diez millones de dólares por devolvérsela a su padre!
Con un deje que rozaba la desesperación, Qobras le ofreció:
—Hayyar, le pagaré doce millones de dólares si la mata.
—Se ha vuelto…
—¡Quince millones! ¡Le pagaré lo que quiera! ¡Pero solo si mata a Kari Frost ahora mismo!