Capítulo 10

Francia

Irán ya quedaba muy lejos. Y gracias a Dios, pensó Nina, mientras miraba París desde el balcón del hotel. Tenía una vista fantástica de la ciudad desde la suite del ático. Monumentos como Nôtre-Dame y, más lejos, la torre Eiffel sobresalían iluminados en todo su esplendor y destacaban en el cielo nocturno y límpido como si los hubieran puesto allí para su deleite.

Pero no había tiempo para hacer turismo. Antes tenía que trabajar. Además, tenía la sensación de que no avanzaba.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo y se alejó del balcón. Entró Kari.

—¿Estás lista, Nina? —preguntó.

—No lo sé… —Lanzó una mirada de resentimiento al artefacto atlante, que estaba rodeado por sus notas bajo una lupa iluminada—. He hecho todo lo que he podido, pero no basta. Aún no he podido traducir algunos de los símbolos. ¿Por qué? ¿Ya me espera tu padre?

Kari asintió y sonrió.

—Pero tranquila. Eres una de las pocas personas de este mundo por la que está dispuesto a esperar.

—Bueno, es un honor, pero eso no hace que esté menos nerviosa.

—No tienes por qué estarlo. Eres la persona que está más cerca de encontrar la Atlántida desde los atenienses.

—¡Sí, y mira todo lo que me ha pasado, lo que nos ha pasado, para llegar hasta aquí! Creo que aún no me he quitado ese olor asqueroso del pelo. —No era de la cloaca de lo que guardaba un peor recuerdo, pero ni tan siquiera quería pensar en los demás.

Kari le olió el pelo.

—Hueles bien —le dijo—. Venga, vamos a contarle a mi padre lo que has averiguado.

Nina cogió el artefacto y Kari la acompañó a la habitación contigua, un salón que ocupaba el centro de la suite. Chase estaba cerca de la puerta, sin chaqueta y con la Wildey en la funda del hombro, a la vista. No vio a Castille, pero sospechaba que debía de estar fuera vigilando el pasillo.

—Hola, Doc —le dijo Chase alegremente. Señaló con la cabeza el portátil de última generación que había en la mesa—. Espero que te hayas maquillado, vas a salir por la tele.

—Oh, ¿vamos a tener una videoconferencia?

—A mi padre le gusta hablar cara a cara, aunque no pueda hacerlo en persona —dijo Kari—. Vamos, siéntate. ¿Quieres algo?

—No, gracias. —Aunque no le habría importado tomarse un trago para calmarse un poco.

Nina se sentó frente al portátil. Kari lo hizo a su lado y apretó una tecla. La pantalla cobró vida y mostró una imagen de Kristian Frost en su despacho.

—¡Doctora Wilde! ¡Me alegro de verla de nuevo!

—¡Y yo de que pueda verme! —dijo Nina—. Ha sido todo un poco más… bueno, violento de lo que esperaba.

—Eso me han dicho. ¿Tuvieron muchos problemas para salir de Irán?

—Ninguno grave —respondió Kari—. Gracias a los contactos que el señor Chase tenía en la zona pudimos regresar a Isfahán, y gracias a la influencia de la Fundación con el gobierno pudimos abandonar el país sin que nos registraran.

—¿Y Hayyar?

—Muerto.

Frost asintió.

—Bien. Es una pena lo de los diez millones de dólares, pero es un pequeño precio que hemos tenido que pagar. —Adoptó una expresión impaciente—. Bueno, doctora Wilde. Cuénteme lo que ha averiguado.

Nina carraspeó.

—Me temo que, por desgracia, no he hallado una ruta directa que nos conduzca a la Atlántida. Pero, sin duda, se trata de un mapa. —Sujetó la barra de metal frente a la cámara del portátil—. La línea que recorre un costado representa un río; la palabra glozel no da lugar a equívocos. Y hay otras marcas que he podido traducir parcialmente. —Echó un vistazo a sus notas—. «Empezar desde la boca norte del río» no sé qué. «Siete, sur, oeste. Seguir el curso hasta la ciudad de», hmm, algo. «Ahí se encuentra…». Me temo que esto es todo lo que tengo de momento. Pero estas marcas que hay a ambos lados, creo que representan el número de afluentes que hay que pasar para alcanzar el destino. Cuatro a la izquierda y siete a la derecha.

Frost estaba muy intrigado.

—Supongo que las palabras que no puede traducir no son glozel.

—No. Parecen más jeroglíficos que letras, como si formaran parte de un sistema lingüístico diferente. Lo frustrante es que parecen familiares, pero no logro situarlas. Podrían ser una variante regional…

—Interesante. Kari, ¿puedes tomar fotos de las marcas y enviármelas, por favor? Quiero observarlas con detenimiento.

—Por supuesto, far. —Kari le cogió el artefacto a Nina y encendió un programa de fotografía con la cámara del portátil.

Chase se acercó a ellas.

—¿Quiénes son esos glozelianos, Doc? Estudié historia en el instituto, pero nunca había oído hablar de ellos.

Nina se rió.

—Es normal porque no existen.

El inglés la miró, confuso.

—¿Eh?

—El glozel es, por lo menos hasta el momento, la lengua escrita más antigua de la que se tiene conocimiento —le explicó ella—, una especie de antecesora de varias otras, incluidas la de Vinca-Tordos y la de Biblos. —La expresión de Chase no cambió—. ¡De las que, supongo, tampoco has oído hablar jamás!

—He dicho que estudié historia en el instituto, no que aprobara.

—Tiene el nombre de la ciudad donde se descubrió. Aquí en Francia, de hecho.

Kari acabó de hacer las fotografías, dejó el artefacto en la mesa, y se dirigió a Chase mientras le enviaba los archivos a su padre.

—Las tablas glozel fueron encontradas en una cueva bajo unas tierras de cultivo en 1924 por un hombre llamado Emile Fradin. Puesto que ofrecían indicios de que tenían un origen anterior a cualquier otra lengua conocida hasta entonces, las consideraron falsas; pero cuando las sometieron a nuevas pruebas de datación cincuenta años más tarde, resultó que eran, como mínimo, de diez mil años antes de Cristo.

Chase lanzó un silbido.

—Joder. Qué viejas.

—Hubo una civilización que usaba una lengua escrita compleja en Europa varios milenios antes incluso que los griegos —dijo Nina—, y se extendió lo suficiente como para influir en las lenguas de los fenicios, los griegos, los hebreos… incluso los romanos y los persas.

—Y esa civilización… —Chase observó el artefacto, la luz dorada reflejada iluminaba sus facciones en contrapicado—, ¿se cree que fue la Atlántida?

—Ella sí —dijo Kari—. Y yo también.

—En tal caso, yo también. —Le sonrió a Nina—. ¿Y cómo vamos a averiguar qué río tenemos que seguir?

—Ese es el problema —admitió Nina a regañadientes—. Que no lo sé. Esta figura de la inscripción principal —señaló el pequeño grupo de siete puntos— parece ser una especie de unidad de distancia. Las palabras que aparecen a continuación significan «sur» y «oeste».

Chase examinó el artefacto con mayor detenimiento.

—Entonces, ¿podría significar siete kilómetros al sudoeste de algún lado, o siete kilómetros al sur y luego hacia el oeste…?

—Exacto. El problema es que no sabemos qué unidades de medida utiliza o en referencia a qué, cuál es el «punto cero».

—La Atlántida, supongo. —Nina lo miró, impresionada—. Eh, que de vez en cuando me gusta usar el cerebro.

—Doctora Wilde —dijo Frost aún en videoconferencia; llamó la atención de los tres—, acabo de observar las marcas. No esperaba que mis conocimientos fueran más vastos que los suyos, y así ha sido. Yo tampoco los reconozco, pero —prosiguió, mientras Nina lo observaba, apesadumbrada—, organizaré un encuentro para que un experto en lenguas arcaicas examine el artefacto.

Nina puso una cara más larga aún.

—Ah, así que ya no me necesita…

Kari se rió.

—¡No seas tonta, Nina! ¡Eres la persona más importante de toda la misión! De hecho, sin ti ni tan siquiera habría misión.

—Kari tiene razón, doctora Wilde —dijo Frost, en tono alentador—. Es usted insustituible.

—¿De verdad? —preguntó con una sonrisa—. Vaya, es la primera vez que me lo dicen.

—Me juego cinco pavos a que adivino otras cosas que sí te han dicho —terció Chase, con una sonrisa de complicidad. Kari y Nina le lanzaron una mirada hostil.

—Nuestro experto podrá descifrar los demás caracteres cuando llegue a París —dijo Frost—. Entonces, cuando sepamos qué río debemos buscar, podremos prepararnos para iniciar la expedición.

—¿No sería más fácil enviarle por correo electrónico unas cuantas fotos? —preguntó Nina.

—Después de la última experiencia, no quiero que nadie vea el artefacto salvo en unas condiciones que podamos controlar por completo. Cuanta menos gente sepa de su existencia, mejor.

—Tiene razón.

Frost sonrió de oreja a oreja.

—No tiene por qué desanimarse, doctora Wilde. ¡Ha hecho un trabajo excelente! Creo que nunca habíamos estado tan cerca de encontrar la Atlántida. ¡Felicidades!

Aquel elogio le levantó el ánimo de inmediato.

—¡Gracias!

—Y puesto que, de momento, no puede hacer nada más, le sugiero que se tome un descanso y disfrute de París. Kari puede enseñarle la ciudad. Hablaremos de nuevo dentro de poco. Adiós. —La pantalla se apagó.

Kari miró la hora.

—Por desgracia ya es un poco tarde para enseñarte la ciudad. Quizá deberíamos irnos a la cama.

—¿De verdad? —preguntó Chase, frotándose los ojos de un modo exagerado. Kari lo fulminó con la mirada de nuevo—. Lo siento, jefa —dijo sin el menor atisbo de arrepentimiento tras su sonrisa.

—¿Has estado antes en París, Nina? —preguntó Kari.

—Sí, pero pocos días. Vine con mis padres; ellos tenían que asistir a un congreso arqueológico y yo solo tenía nueve años, por lo que no pude apreciar la ciudad.

Kari sonrió.

—En tal caso, mañana haremos algo que apreciarás.

Ese algo resultó ser arte, cocina… y compras.

Se pasaron la mañana en el Louvre. Chase hizo de guardaespaldas de Nina y Kari mientras Castille custodiaba el artefacto atlante en el hotel, antes de acudir al centro neurálgico parisino del consumismo.

—Huy, ni hablar —dijo Nina, que se detuvo en la puerta de la tienda de Christian Lacroix, en la rue de Faubourg St-Honoré—. Mi tarjeta de crédito entraría en combustión espontánea con tan solo mirar los precios. Soy más de T. J. Maxx.

—Gracias a Dios —exclamó Chase, con una sonrisa burlona—. No hay nada más aburrido que estar plantado como un pasmarote mientras las mujeres os probáis ropa. A menos que sean bikinis. —Nina le lanzó una mirada que no hizo acentuar la sonrisa de Chase.

—Tranquila —le dijo Kari—. A partir de ahora, tienes crédito ilimitado. La Fundación Frost costeará todo lo que necesites. O quieras, da igual.

—¿En serio? —preguntó Nina.

Kari asintió.

—Por supuesto. Bueno, dentro de un límite razonable. Si quieres comprarte un Lamborghini, ¡mejor que lo preguntes antes! Pero por lo demás, tú misma. Date un capricho.

—Gracias —respondió Nina, que no podía evitar sentirse algo incómoda ante tanta generosidad. No era algo a lo que estuviera acostumbrada. De modo que decidió contenerse, por mucho que comprara Kari.

Al cabo de una hora, se quedó estupefacta al comprobar que la factura ascendía a casi mil euros. Sin duda, no eran precios de T. J. Maxx. Aun así, era menos de una cuarta parte de lo que se había gastado Kari.

—Ve con cuidado, Doc —le advirtió Chase—. ¡Como te acostumbres a gastar tanto, tendrás problemas cuando regreses a Nueva York y te fundas el dinero del alquiler en zapatos! —Lo dijo en broma, pero Nina se dio cuenta de que tenía algo de razón.

—No lo creo —replicó Kari—. Cuando encontremos la Atlántida, el dinero se convertirá en la última de tus preocupaciones. Nosotros cuidaremos de ti.

—¿De verdad? Gracias —dijo Nina.

Kari le sonrió.

—Siempre nos preocupamos por los nuestros.

A Nina le entraron ganas de preguntarle a qué se refería, pero Kari ya estaba parando un taxi.

La siguiente parada era un restaurante llamado L’Opéra. Estaba lleno de parisinos adinerados que disfrutaban del almuerzo, tradicionalmente más largo que el anglosajón.

A Nina le pareció que no había ninguna mesa libre, pero enseguida descubrió que para las hijas de los filántropos multimillonarios siempre había una mesa.

—Odio las multitudes —dijo Kari con un suspiro, tras hablar con el maître en un francés perfecto y desencadenar un frenesí de actividad entre el personal—. Siempre me recuerdan que hay demasiada gente en el planeta. Los recursos de los que disponemos no son sostenibles para una población de casi siete mil millones de personas.

Nina asintió.

—Es una pena que no se pueda hacer mucho al respecto.

—Ya veremos. La Fundación Frost hace todo lo que puede.

Mientras esperaban a que regresara el maître, Chase examinó la carta e hizo una mueca.

—Me va más la comida rápida —objetó—. Creo que no voy a pedir nada y luego ya compraré una hamburguesa por ahí.

—Primero te quejas de que la Mona Lisa es «un poco pequeña y está sucia», ¿y ahora esto? No te interesa nada la cultura, Eddie —le dijo Nina, entre risas—. No irás a quedarte ahí sentado y emborracharte, ¿verdad?

—Mientras esté de servicio, no. Además, puedo vigilar mejor la entrada desde la barra —respondió Chase—. Me aseguraré de que nadie intente arruinaros la comida.

—Crees… ¿que podría haber problemas?

Chase le dedicó una sonrisa tranquilizadora que, al mismo tiempo, parecía de mal augurio.

—Solo habrá problemas si alguien intenta hacer algo. Disfrutad de la comida, que yo me encargaré de la seguridad. —Tras echar un último vistazo a los demás clientes, se dirigió a la barra y se sentó en un taburete desde el que podía ver todo el restaurante.

Un camarero acompañó a Nina y Kari hasta la mesa. Cuando se sentaron, Nina miró a Chase.

—¿Crees que corremos peligro de verdad? —le preguntó a Kari.

—Siempre existe esa posibilidad —contestó—. Estoy casi segura de que Qobras y su gente ya han descubierto que hemos abandonado Irán. Por eso debemos trabajar con la máxima celeridad; cuanto más tardemos, mayor es el riesgo de que nos encuentre.

—¿Y de que intente matarme de nuevo?

—No permitiremos que eso ocurra —respondió con rotundidad Kari, que adoptó un semblante más relajado—. Nina, nunca te he dado las gracias como es debido.

—¿Por qué?

—¡Me salvaste la vida! En la fortaleza de Hayyar, cuando disparaste al helicóptero. Fue una decisión muy inteligente y valiente.

Nina se sonrojó.

—Ah, bueno… ¡de hecho me aterraba la posibilidad de dispararle al helicóptero y que estallara!

Kari se rió de nuevo.

—¡Eso solo ocurre en las películas! No, de verdad, fuiste muy valiente, y te estoy muy agradecida por ello. —Le apretó la mano suavemente—. Si alguna vez necesitas algo, lo que sea, pídemelo.

Algo abrumada, Nina no supo cómo reaccionar.

—Gracias —logró decir al final.

Kari le sujetó la mano un instante más antes de soltársela.

—Por ti, lo que sea.

—Bueno, esto, y… ¿Hugo y Eddie reciben el mismo trato? —preguntó, sonrojada de nuevo al verse colmada de tantas atenciones.

Kari esbozó una sonrisa jovial.

—No exactamente. ¡A fin de cuentas, les pagamos para que cuiden de nosotros!

—Por lo que dijo Eddie, parece que no necesitas que nadie cuide de ti. ¿Lograste escapar de Hayyar tú sola?

—¡Me ayudaste de nuevo! Cuando cortaste la electricidad —añadió al ver la expresión de desconcierto de Nina—. Hizo que se distrajeran un instante y… Bueno, sé algo de autodefensa. Además, otro motivo por el que me alegro de que cortaras la electricidad en ese momento es que creo que Hayyar estaba a punto de aceptar la oferta de Qobras y pegarme un tiro.

—¿Ese era Qobras? —Nina recordó la cara del hombre que había visto en la pantalla de la videoconferencia.

—¿Lo viste?

—Sí, había un ordenador en el sótano, y lo vi en la pantalla.

Kari se puso seria.

—Pues ahora ya sabes a quién nos enfrentamos y lo despiadado que es. Le ofreció cinco millones de dólares a Hayyar por matar al ruso, a Yuri, ahí mismo. Es un hombre peligrosísimo, un psicópata… y hará lo que sea con tal de evitar que encontremos la Atlántida. No volveré a subestimarlo. Pero, de momento, estamos a salvo. Tenemos el artefacto y, lo que es más importante, te tenemos a ti. Encontraremos la Atlántida, lo sé. Y ahora —preguntó—, ¿ya sabes qué te apetece?

Cuando regresaron al hotel esa tarde, Nina estaba exhausta. No sabía hasta qué punto era cansancio después de visitar París, o si se trataba de una reacción retardada a todo lo que le había sucedido en Irán. Lo único que sabía era que tenía que echarse una siesta antes de que llegara el experto en lenguas arcaicas de Frost.

A pesar de que estaba tumbada en una cama enorme y cómoda, se encontraba inquieta. Una parte de su cerebro aún estaba intentando procesar todos los acontecimientos aterradores y violentos de los que había sido testigo, o formado parte, desde la llamada de Starkman. Su vida académica de Nueva York parecía casi otro mundo.

Incluso a pesar del estado de duermevela en el que se encontraba, no podía quitarse de la cabeza el misterioso artefacto. El rompecabezas la acechaba incluso en sueños. Había algo en aquella pieza… Volvía a tener la extraña sensación de recuerdo que había sentido cuando lo cogió en la granja por primera vez.

Algo familiar.

Algo muy próximo.

Nina saltó como un resorte, desvelada. En ese instante se dio cuenta de lo que era y cómo lo sabía. Estaba sentada, con las piernas dobladas contra el pecho, y una mano en el cuello.

Sobre el colgante.

Ese era el recuerdo que la acechaba.

Se levantó de un salto y fue corriendo hasta el escritorio. Cogió el artefacto, que estaba bajo la lupa, y con la otra mano se quitó el colgante por la cabeza. Sostuvo ambas piezas una junto a otra.

¡Ahí estaba la relación! Lo había llevado siempre encima y no se había dado cuenta.

Sonó el teléfono y se sobresaltó. Sin soltar ambas piezas, cogió el auricular como buenamente pudo.

—¡Sí! ¿Diga?

—¿Nina? —Era Kari—. ¿Estás bien?

—¡Sí, sí! ¡Estoy bien! Acabo de despertarme. —Estuvo a punto de contarle a Kari lo que acababa de descubrir, pero la noruega se le adelantó.

—Solo quería decirte que el experto ya ha llegado, así que, cuando estés lista, ¿podrías traer el artefacto?

Nina se miró en el espejo. Tenía el pelo medio alborotado al haber dormido de lado.

—Esto… ¿me das cinco minutos?

—Han sido siete minutos —susurró Chase cuando Nina entró en el salón.

—Cállate —le susurró ella, mientras miraba a los presentes. Kari estaba sentada en un sillón, expectante. Castille estaba apoyado junto a la puerta del pasillo, comiendo una naranja; y en un sofá, bebiendo una taza de café, estaba…

—Hola, Nina —dijo Philby al ponerse en pie.

—¿Qué haces aquí, Jonathan? —preguntó de sopetón, pensando, o esperando, que fuera una broma. De todas las personas a las que Kristian Frost podría haber recurrido, ¿había tenido que elegir al profesor Jonathan Philby?

—Creo que el motivo es ese —dijo Philby, mirando al objeto que Nina traía envuelto en terciopelo—. Ayer por la mañana recibí una llamada de Kristian Frost, nada más y nada menos, que me dijo que lo habías ayudado a encontrar un objeto de lo más extraordinario, pero que tenías alguna dificultad para traducir las inscripciones que tenía grabadas. Me preguntó si estaría dispuesto a ayudarte. No me avisó con demasiada antelación, pero… —Miró a Kari—. ¡Su padre sabe hacer ofertas imposibles de rechazar!

—¿Le puso una cabeza de caballo en la cama? —preguntó Chase.

Philby lo miró, sin comprenderlo.

—No, hizo un donativo muy generoso a la universidad. ¡Y, bueno, me ofreció su avión privado! No es algo que haya tenido el placer de probar antes.

—Bueno, Jonathan —dijo Nina, que lo miró con recelo—, ¿desde cuándo eres un experto en lenguas arcaicas?

—Mira, Nina —respondió Philby—, no es que quiera darme mucho bombo, pero esperaba que hubieras leído mis artículos más recientes para el International Journal of Archaeology. Me parece atinado decir que soy una de las cinco máximas autoridades mundiales en la materia y, sin duda, el mayor experto en Occidente. ¡Aunque estoy seguro de que Ribbsley, de Cambridge, no estaría de acuerdo! —Se rió de su propia broma y se calló al darse cuenta de que la ausencia de estudiantes en la sala significaba que nadie más se reía con él—. Bueno —prosiguió—, ¿le echamos un vistazo a lo que has encontrado?

Nina depositó el objeto en la mesa con gran cuidado, mientras Kari ajustaba la lámpara para iluminarlo. Philby abrió los ojos de par en par.

—Oh, vaya, es… es extraordinario. —Miró a Kari—. ¿Puedo cogerlo?

—Por favor.

Philby tomó el artefacto y lo sopesó.

—Es pesado, pero no es oro puro, el color no parece correcto… un bronce áureo… No, parece más una mezcla de oro y bronce.

—La palabra que estás buscando —terció Nina, sin ambages— es oricalco.

—No nos precipitemos. ¿Habéis hecho un análisis metalúrgico?

—No de la pieza entera —respondió Kari—, pero sí que hemos analizado una pequeña muestra, sí.

—¿Y?

—Y creo que la doctora Wilde tiene razón.

Nina asintió con un gesto ufano.

—Ya veo. —Estaba claro que Philby aún no lo había dicho todo, pero decidió esperar. Le dio la vuelta al objeto—. Una pequeña protuberancia circular en el lado inferior, y en la superficie… ¡ah! —Le lanzó una sonrisa petulante a su amiga—. ¡Nina, estoy decepcionado! ¡Sin duda puedes traducir esto!

—Lo he traducido casi todo —le espetó ella—. Es un mapa con indicaciones para seguir un río hasta una ciudad. No he identificado los demás caracteres, pero estoy segura de que no son glozel.

—Claro que no —dijo Philby—. ¡Pero, vamos! ¿Cómo es posible que no hayas reconocido estas inscripciones olmecas?

Las observó con detenimiento.

—¿Cómo? Eso no es olmeca.

—No pertenece a la variante clásica, pero los parecidos son inconfundibles. ¿Acaso no los ves? —Señaló ciertos caracteres—. Algunos de los símbolos están invertidos o modificados, pero sin lugar a dudas…

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Nina—. ¿Cómo demonios se me ha pasado por alto?

Kari observó el objeto.

—¿Entonces es olmeca?

—¡Cielos, sí! O sea, tal como ha dicho el profesor Philby, no se trata de la forma clásica de la simbología, pero es una variante. ¿Más antigua? —Miró a Philby, en busca de una afirmación.

El profesor asintió.

—Estoy casi convencido. Son menos refinadas y quizá tienen alguna influencia glozel en algunos lugares. Es muy extraño. —Se reclinó en el asiento—. ¿Influencias alfabéticas glozel en jeroglíficos protoolmecas? Esto levantará ronchas…

—¿Quién o qué es un olmeca? —preguntó Chase.

—Es una antigua civilización mesoamericana —respondió Nina—. Alcanzaron su momento de máximo esplendor alrededor de 1150 antes de Cristo, principalmente en la costa del golfo de México, pero su influencia se extendió hacia el interior.

Chase se encogió de hombros.

—Ah, vaya con los olmecas.

—Profesor —dijo Kari—, ¿qué dice el resto de la inscripción? Supongo que podrá traducir los símbolos olmecas.

—Puedo intentarlo, aunque quizá no sea del todo preciso; tal como he dicho, los caracteres no son exactamente iguales que las formas tradicionales, pero… Bueno, intentémoslo, ¿de acuerdo? —Se ajustó las gafas y se inclinó hacia delante. Nina hizo lo mismo al otro lado de la mesa.

Ahora que sabía lo que tenía entre manos, se sentía avergonzada de no haber sido capaz de averiguarlo por sí sola.

—Ese primer símbolo… ¿podría ser un caimán?

—Un caimán o un cocodrilo —murmuró Philby.

Castille se unió al grupo.

—¿El río cocodrilo? Eso describiría unos cuantos sitios en los que Edward y yo hemos estado. Una vez, en Sierra Leona…

—La siguiente palabra es una combinación de símbolos —dijo Philby, sin hacerle caso—. Dios… ¿y agua?

—U océano —añadió Nina—. ¡Eh! ¡El dios del océano! ¡Poseidón! —Kari y ella dijeron el nombre al mismo tiempo.

—Empezar desde la boca norte del río del cocodrilo —prosiguió Philby.

—Siete, sur, oeste. El río a siete, sur, oeste, seguramente —dijo Nina—. Seguir el curso hasta la ciudad de Poseidón. Ahí para encontrar… ¿para encontrar qué? —Intentó descifrar los demás símbolos—. Maldita sea. No domino muy bien el olmeca.

—Déjame ver… —dijo Philby, que acarició el artefacto con un dedo—. El primer símbolo parece el de «casa», pero con estas marcas añadidas. Es casi como «descendiente», no, «sucesor», pero no encaja.

—Sí que tiene sentido —se dio cuenta Nina—. Casa sucesora, nuevo hogar. Ahí para encontrar el nuevo hogar de… de este símbolo.

—Hum —Philby se acercó tanto que empañó la superficie del objeto—. Este no lo reconozco. Podría ser la representación de un nombre personal, o quizá de una tribu…

—Atlantes. —Todos se volvieron hacia Kari—. El nuevo hogar de los atlantes. Eso es lo que dice.

Philby frunció los labios.

—Bueno, señorita Frost, no hay que hacerse ilusiones. Existen muchas otras posibilidades que debemos tener en cuenta. Habría que hacer un estudio detallado de las escrituras arcaicas halladas en esa región.

—No —terció Nina, que cogió el objeto—. Tiene razón. Tienen que ser los atlantes. Es la única opción. Los atlantes construyeron un nuevo hogar para sí en algún lugar de Sudamérica tras el hundimiento de la isla; y esta pieza de metal es el mapa que nos conducirá hasta él. Lo único que tenemos que hacer es identificar el río. Si logramos entender lo que representan los números…

—O podríamos organizar un concurso popular —la interrumpió Chase, con una sonrisa—. ¡En serio, Doc! ¡Sudamérica! ¡Un río grande lleno de cocodrilos! ¿Cuál es la primera respuesta que le viene a la mente?

—¿El… Amazonas? —respondió, indecisa, ya que no sabía si Chase le estaba, tal como decía él, «tomando el pelo» de nuevo.

—¡Bingo! Vamos, mira cuántas marcas hay a derecha e izquierda en ese mapa, y cada una tiene un número al lado. Si ese es el número de afluentes por el que hay que pasar, pues es un río muy grande. Y si existe una ciudad perdida ahí fuera, tiene que estar en la selva tropical brasileña. Si estuviera en cualquier otro lugar, ya la habría encontrado alguien. —Miró hacia atrás, hacia la habitación de Nina—. Tienes un atlas ahí, ¿verdad? Esperad un momento.

Chase salió corriendo por la puerta y regresó con un gran atlas.

—Mira. Está la desembocadura norte en Bailique, y si se remonta el río, hay cuatro afluentes a la izquierda, siete a la derecha… —Señaló la ruta hacia el oeste, siguiendo las marcas grabadas en la barra de oricalco—. Ocho a la izquierda, y eso nos lleva a la primera confluencia en Santarém. —La marca que tapaba ahora con el dedo era más profunda que las demás.

—Ahí dice que hay que seguir hacia la derecha —añadió Nina.

—Entonces, de momento vamos bien. —Siguieron las indicaciones río arriba hasta que se apartaron del Amazonas y tomaron un afluente, mil seiscientos kilómetros tierra adentro. La delgada línea azul del atlas continuaba hacia el oeste durante más de ciento cincuenta kilómetros antes de detenerse. Aún había varias marcas más de dirección en el objeto.

—Necesitamos un mapa mejor —dijo Kari—. E imágenes por satélite.

—Pero como mínimo ahora hemos ubicado la zona general —proclamó Nina, emocionada—. Sabemos que se encuentra en el río Tefé. ¡Justo en medio de la selva!

—¿Una civilización protoolmeca tan lejos del litoral? —se preguntó Philby—. Eso no encaja con ninguna de las teorías actuales sobre sus orígenes y distribución de población.

—Tampoco la Atlántida, pero parece que, al menos de momento, nuestra teoría se sostiene —le espetó Nina, con un tono ligeramente mordaz.

Philby dio un resoplido.

—¿Y cómo explicas que los atlantes cruzaran en barco el Atlántico, desde el golfo de Cádiz, según tu teoría, hasta el Amazonas? Aunque aceptáramos que los Pueblos del Mar de la antigua leyenda eran, de hecho, los atlantes, un viaje de unos cuantos cientos de kilómetros en trirreme es muy distinto de un viaje de varios miles de kilómetros. ¡Sobre todo si tenemos en cuenta que no sabían navegar!

—De hecho —dijo Nina—, sí que sabían navegar.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kari.

—Es algo de lo que me he dado cuenta justo antes de que me llamaras. —Nina cogió el artefacto—. Desde que lo vi, tuve la sensación de que había algo en él que me resultaba familiar, pero hasta ahora no me he dado cuenta de lo que era. Mira. —Sostuvo la pieza por la protuberancia circular y dejó que se balanceara, como un péndulo—. Fue concebida para colgar así. Y entonces… —Puso su colgante bajo el extremo curvo del artefacto—. Encajan a la perfección. Mi colgante tiene unos cuantos números grabados, y si lo ponemos junto al otro y continuamos la secuencia de números… Bueno, con un sistema de visualización de algún tipo, como un espejo que encaje en la pequeña ranura, ¡ya tenemos una forma de medir el ángulo de inclinación de un objeto en relación al horizonte!

—¿Un objeto como una estrella? —preguntó Kari, arrastrada por la emoción cada vez mayor de Nina—. ¿O el sol?

—¡Exacto! ¡Es un sextante! ¡Los atlantes ya tenían un instrumento de navegación en el 10.000 antes de Cristo que no se reinventó hasta el siglo XVI!

—Imagina la ventaja militar que les daría en relación con cualquier otra nación de la época… —dijo Kari, pensativamente.

Chase no las tenía todas consigo.

—Tampoco es que tuvieran un GPS.

—Bueno, no, porque para calcular la longitud se necesita un cronómetro muy preciso, y es una exageración creer que los atlantes estaban tan adelantados —admitió Nina—. Pero un sextante te permite calcular la latitud, lo lejos que estás del norte o el sur, con bastante precisión si te guías con el sol o una estrella, siempre que ajustes tus cálculos en función de la época del año, algo que todas las civilizaciones de la antigüedad con conocimientos de astronomía podían hacer. —Sostuvo las dos piezas de oricalco y fingió que le medía la frente a Chase, balanceando su colgante adelante y hacia atrás como si formara parte de un arco mayor, centrado en el pivote de la barra—. Sin algo como esto, la única forma de orientarse en el mar es siguiendo la línea de la costa con sus puntos de referencia, o arriesgarse y tomar una dirección concreta, con la esperanza de no desviarse del curso.

—Pero saber calcular la latitud permite realizar viajes más largos —añadió Kari.

—Sí. De hecho… —Nina le enseñó a Chase las marcas de la barra de nuevo—. El número que hay aquí, el siete, luego sur y oeste, pues el siete podría ser una latitud de la escala que utilizaran los atlantes, y las direcciones de la brújula… —El pensamiento que había ido tomando forma en su cabeza, por fin se solidificó—. ¡Nos dicen cómo llegar al río en el mapa de la Atlántida! Hay que ir hacia el sur hasta lo que ellos llamaban la latitud siete y luego hacia el oeste. Siempre que se esté en la latitud correcta, lo único que hay que hacer es seguir en dirección oeste hasta llegar al destino. Y como sabemos dónde se encuentra su latitud siete, eso significa…

Kari acabó la frase.

—Eso significa que si podemos determinar cuántos grados hay en una unidad atlante de latitud, ¡podemos desandar la ruta y encontrar la ubicación exacta de la Atlántida!

—Vale, entonces —dijo Chase—, ¿lo único que tenemos que hacer para encontrar la Atlántida es organizar una expedición al corazón de la selva amazónica, encontrar una ciudad perdida y ver si aún hay algún mapa viejo por ahí?

Nina asintió.

—Más o menos.

—Sí, me apunto —dijo, y se encogió de hombros, de un modo falsamente despreocupado.

Philby se puso en pie.

—¿Señorita Frost?

—¿Sí?

—Quizá le parezca que esto está un poco fuera de lugar, pero… si sus inspecciones iniciales demuestran que existe la posibilidad de que haya una ciudad perdida en algún lugar a lo largo del Tefé, ¿sería posible que las acompañara en su expedición?

—Un momento, Jonathan, a ver si lo entiendo —dijo Nina, que presentía la victoria—. ¿Me estás diciendo que crees que yo tenía razón desde el principio y que la Atlántida existió de verdad?

—De hecho —se explicó Philby, con cierto desdén—, estaba pensando más bien en la importancia de descubrir pruebas de una civilización preolmeca y de la oportunidad de estudiar su lengua in situ. Sería un hallazgo extraordinario. Y toda relación con la Atlántida sería… bueno, como un extra.

La petición de Philby cogió un poco a contrapié a Kari.

—Tendré que consultárselo a mi padre, profesor, pero… ¿Está seguro de que es una idea acertada? Vamos a adentrarnos en el corazón de la selva… Y, además, ¿qué hay de sus compromisos con la universidad?

—Creo que podré tomarme un período de excedencia, ¡a fin de cuentas, soy el jefe del departamento! —Philby se rió—. Además, si la doctora Wilde ha sido capaz de embarcarse, de un día para otro, en una expedición que la está llevando por medio mundo… —Miró fijamente a Nina—. Hace varios años que no hago trabajo de campo, pero he estado en lugares peores que la selva, créame.

—Entonces, como le he dicho, se lo consultaré a mi padre. Pero de momento… —Se dieron la mano—. Bienvenido a bordo, profesor.

—Gracias —respondió Philby.

Nina volvió a ponerse el colgante en el cuello y dejó el otro artefacto sobre el mapa de Brasil. Observó la vasta extensión verde que rodeaba el río Tefé e intentó imaginar lo que encontraría allí.

—Bueno —murmuró—, ahí es donde tú fuiste…