cuando yo tenía diecisiete años.
Por lo demás no ha cambiado nada,
pero nada sigue igual.
Vivir sin recordar {Deluxe}
Cuando Daniel murió yo tenía diecisiete años,
dos perras,
un novio dulce como el algodón rosa,
maricón,
cientos de amigos,
maricones,
una adicción importante,
dos trastornos de conducta,
uno alimenticio,
paradójicas ganas de comerme el mundo
y muchas ganas de vivir.
Viajaba a Madrid semanalmente,
amaba las ventanas del autobús.
Alsa y Ainhoa eran mis compañías favoritas
y quería comprar una casa grande como su corazón
en alguna de las islas lejanas de las que él me hablaba cercano.
Cuando Daniel murió yo tenía diecisiete años,
proyectos universitarios,
estabilidad mediocre,
pero envidiada.
Ningún tatuaje,
seis agujeros provocados
y uno sin mayor riesgo en el corazón
Ahora,
que no volvió a morir,
pero tampoco vive,
tengo veinticinco años.
Abandoné a aquel novio dulce
por una chica ácida que me hizo polvo.
Viajo a Madrid como quien va al hospital.
Odio los autobuses.
Alsa y Ainhoa son dos compañías nefastas.
Sigo teniendo dos perras,
también dos gatos,
tres libros,
cuatro amigos,
amantes que no podré amar,
adicciones tontas,
un trastorno mental,
varias secuelas,
eternidad de cicatrices,
más de treinta tatuajes,
dos agujeros abiertos,
ni rastro de corazón,
ni rastro de ganas,
ni rastro de proyectos,
ni rastro de vida,
ni rastro de él,
ni rastro de mí.