Capítulo24

La mansión de la plaza Marlborough estaba decorada para darles la bienvenida.

Ése fue el primer pensamiento de Meg, mientras atravesaba el umbral del brazo de Sax y contemplaba los vistosos festones y los ornamentos dorados que habían añadido al rojo y verde de Navidad. Pese a la hora, los criados revoloteaban por todas partes, completando la escena.

Era el tipo de locura que sólo podía darse en los dominios de Saxonhurst.

Ella debía de estar con la boca abierta, porque él le dijo:

- El baile del día de Reyes, supongo. El tiempo se pasa volando.

Lo miró con ojos de asombro.

- ¿Eso sigue adelante?

- Por supuesto que sí, aunque será un poco arriesgado, si la duquesa se muere entretanto. Pero sospecho que la razón principal de toda esta parafernalia es tener una excusa para estar en el vestíbulo cuando llegáramos a casa.

Meg miró a los criados, quienes habían dejado de trabajar y les sonreían alegremente. Como había dicho Owain Chancellor, Sax era Sax, y aquella casa era su casa.

La joven no pudo contenerse por más tiempo y estalló en risas. Entonces los criados se arremolinaron a su alrededor para darles la bienvenida y bombardearles con preguntas como si fueran miembros de la familia, no empleados. Se preguntó a cuántos habría salvado Sax de la pobreza y la falta de trabajo porque fueran pequeños, gordos o lisiados, o hubieran tenido algún encontronazo poco afortunado con la justicia.

¿Quién de ellos habría perdido un importante puesto en la mansión ducal por ayudarlo?. Seguramente, Sax no había podido hacer nada por ellos en aquel momento, y Meg sabía que la impotencia habría acrecentado su agonía durante los años que estuvo en las garras de la dragonesa.

Sax levantó una mano.

- Me complace veros a todos tan entregados al trabajo -señaló, mientras contemplaba la decoración del vestíbulo-. ¿Habéis hecho también algo en la sala de baile, o era imprescindible que os concentrarais todos aquí, en la entrada?

- Mañana, señor -dijo alguien-. Prometido.

- Estoy seguro de que lo tenéis todo en marcha. Ahora, el breve resumen de los acontecimientos que tanto esperabais. La condesa, por supuesto, no tuvo nada que ver con la muerte de sir Arthur Jakes, y ya han encontrado al verdadero culpable. Los empleados de la mansión de sir Arthur están dispuestos a decir la verdad, así que podemos olvidarnos de todo ese asunto. Sin embargo, estoy seguro de que el escándalo nos garantizará que cualquiera que esté en la ciudad desee acudir a nuestra celebración, así que convirtámosla en el orgullo de los Torrance.

Meg empezó a sentirse mal ante la idea de que todo el mundo acudiera al baile, atraídos especialmente por el escándalo que ella había protagonizado; él la tomó de la mano como si estuviera leyéndole el pensamiento.

- ¿Alguna pregunta?

- ¿Qué hay de la gente que merodea por ahí fuera, señor? Vino un magistrado y leyó la Ley de desórdenes callejeros para dispersarlos, pero algunos han vuelto.

- Y, sin duda, ya han visto lo que querían ver. Con el frío que hace esta noche no tardarán en dispersarse. El señor Chancellor ya ha tenido unas palabras con las autoridades. Quizá, por caridad cristiana, alguien debiera ir a decirles a los secuaces de la duquesa que el juego se ha terminado. Por cierto, la duquesa viuda de Daingerfield ha sufrido un grave ataque y, por lo visto, se encuentra en el lecho de muerte.

Meg observó que no había pronunciado aquellas palabras con ningún tono de lamentación e incluso le pareció oír algunos vítores. Era muy poco cristiano, pero lo entendía. Algunos de aquellos seres habían sido testigos de la crueldad de la anciana dama, y se preguntó cuantos de ellos habrían compartido con su esposo la sospecha de que era una mujer realmente malvada.

- Ahora -decía Sax en aquellos momentos- debéis iros a la cama. Espero que mañana todo funcione con normalidad. Después de haberme tenido que enfrentar a la vida sin vosotros, necesito cuidados especiales.

Todos los criados rieron.

- Pero antes, la condesa y yo precisamos darnos un baño y comer algo. ¡Comida sólida lo antes posible!

Al escuchar aquellas palabras, los sirvientes se pusieron en acción. Llevaron a Meg y a Sax a sus aposentos. Ella no tardó en encontrarse en manos de Susie y de otra criada, quienes la despojaron de sus andrajosas ropas, la metieron en la bañera como si fuese un bebé la lavaron bien y después la vistieron cuidadosamente Con el camisón y la bata.

Se preguntó si sabrían que ella y Sax ya habían hecho el amor. Probablemente. No le importaba. Quizá empezara a acostumbrarse a la falta de intimidad, o tal vez estuviera demasiado cansada para preocuparse.

Deseaba estar con él otra vez.

En aquel momento, no estaba segura de cómo iba a poder soportar el estar separados, aunque fuera por breves períodos de tiempo, pero el sentido común le hizo ver que aquel grado de locura se le pasaría.

Limpia y aseada, con el pelo suelto cayéndole sobre los hombros, se dejó guiar hasta la habitación en la que se encontraba la jaula de Knox. Sax ya estaba allí, sentado con entusiasmo a la mesa, que estaba llena de comida, y alimentando con chucherías al fiel loro posado sobre su hombro.

- ¿De verdad que fue Knox quien dio la alarma?

- Encomiable, ¿no es cierto? Estoy seguro de que Owain habría acabado arreglándolo todo y, por supuesto, vos distéis buena cuenta del villano, pero nos vino muy bien que nos echaran una mano. Sentaos.

Meg se sentó frente a él. Su esposo llevaba puesta la bata de color marrón y oro, y estaba increíblemente guapo. Sin embargo, la comida resultaba aún más interesante, y Meg se entregó a picotear del queso, el pan y las carnes frías, para seguir con los pasteles rellenos y las tartas de manzana, todas coronadas por espesos montones de nata.

Bebió del vino que él le había servido.

- Siempre me veis atiborrándome de comida.

- Yo estoy haciendo exactamente lo mismo -levantó su copa y la chocó con la de ella-. Bienvenida a casa, Meg.

Mujeres. ¡Ahgggg!

- No, Knox. Sé amable. Dí «dama guapa».

El pájaro cambió de postura, como si se avergonzara, pero después dijo, con el mismo tono de voz que Sax:

Dama guapa.

Meg sonrió y le dio una galleta.

- Y tú eres un pájaro muy bonito y muy listo. Muchas gracias, Knox.

Gracias, gracias -dijo el pájaro y se encorvó, ocultando el rostro.

- Ya irá aprendiendo -dijo Sax.

Meg bebió un poco más de vino y se quedó mirando a su esposo desde el otro lado de la mesa.

- ¿De verdad que no os importa que os haya metido en esto?

Sax esbozó una sonrisa que podría haber derretido al mismo hielo.

- ¿Cómo iba a importarme algo tan maravilloso? Dadme la mano.

Con las cejas un poco levantadas, Meg estiró el brazo y dejo la mano sobre la mesa, tras lo cual él le introdujo un anillo sobre la alianza de matrimonio. Era el anillo de Saxonhurst, que Daphne siempre había llevado puesto.

- ¿No le ha importado a ella?

- Un poco, pero se lo he cambiado por otro del mismo valor. Es vuestro por derecho. Sois la esposa que yo mismo he elegido.

Meg se rió suavemente, a punto de sentirse abrumada por la ternura.

Sax miró hacia una esquina.

- Laura trajo la piedra y la dejó ahí. ¿Os molesta si la miro?

- No.

Meg se hizo una imagen mental de la sheelagh y reparo en que podía sentir su presencia, aunque, en cierto modo, se veía reducida por Sax, por el efecto que tenía en ella. Tal vez les ocurriera lo mismo a sus padres.

El cogió la bolsa y sacó la estatuilla. Aunque sabía perfectamente que la piedra no afectaba a los demás Meg no podía dejar de sorprenderse de que alguien la tratara con tan poco cuidado.

- Es realmente atrevida. Laura dijo que sigue habiendo estatuillas como ésta en las iglesias irlandesas, ¿es cierto?

- Eso me han dicho.

Sax tocó primero la boca abierta de la sheelagh y la acarició después entre las piernas abiertas, de una manera que estremeció a Meg.

- Yo también tengo mi poder, brujilla -dijo Sax, dirigiéndose a la piedra-, y te prohíbo que le hagas nada a mi esposa como consecuencia de lo que ha hecho ella hoy.

Meg sintió escalofríos.

- ¿Qué poder? -susurró, aunque sabiendo la respuesta.

- No tengo ni idea. Tal vez el poder de un hombre que no teme a las mujeres, pero lo único que sé es que me obedecerá.

Dejó la sheelagh sobre una silla.

- Además, no creo que le guste que la mantengamos escondida. No me extraña que se haya vuelto más mala.

- ¿Os vais a dedicar ahora a rescatar estatuillas? Sax, sois…

- Imposible, ya lo sé -dijo, al tiempo que esbozaba una de sus gloriosas sonrisas-. Pero es verdad. No está hecha para estar escondida.

- Pero no podemos dejarla a la vista de todos.

- No veo por qué no. Mirad, hasta Knox la aprueba.

Ciertamente, por alguna extraña razón, el loro misógino había revoloteado desde el hombro de Sax y se encontraba ahora sobre la silla junto a la sheelagh, explorándola con el pico como si estuviera fascinado. Y la exploraba en un sitio muy poco correcto.

Meg sabía que la incorrección no era algo que impresionara a su esposo.

- Pero siempre existe el riesgo de que alguien tenga poder sobre ella.

- Ah, es verdad. Supongo que lo mejor será que la guardéis en vuestro dormitorio. Me imagino que no pensareis invitar a ningún extraño allí.

- No, si vos tampoco lo hacéis.

Sax se rió.

- Recuerdo muy bien mi promesa. No creo que me cueste ningún esfuerzo mantenerla.

- A mí seguro que no. Me dejáis exhausta.

El esbozó su más preciada sonrisa.

- No estuvo mal nuestro encuentro a medianoche ¿eh? ¿Mereció la pena el sufrimiento?

Meg se sonrojó e intentó taparse la cara con el camisón, sabiendo que lo que hacía era una bobada pero sin poder evitarlo.

- No quiero hablar de eso ahora.

- Muy bien -dijo él, con tono de condescendencia.

Ella lo miró cálidamente, pero después frunció el ceño al acordarse de la sheelagh.

- No la tendré en mi habitación. Me volvería loca.

- Hummmm. Un día quiero que hagamos el amor teniendo la estatuilla en la cama con nosotros.

- ¡Sax!

- Algún día. Pero de momento la dejaremos aquí con Knox. Se están haciendo amigos muy rápidamente.-No me pidáis nunca que vuelva a utilizarla.

El se acercó y se sentó junto a ella.

- Por supuesto que no. He pasado muchísimo miedo al veros.

Ella le golpeó levemente con la copa de vino.

- No es sólo eso. Es que creo que mató a mis padres. Puede ser peligrosa.

- ¿Por qué? Creí que vuestro padre estaba enfermo.

- Sí, pero…-Apenas había tenido tiempo para reflexionar sobre ese tema-. Mi madre decía que no había que utilizarla a la ligera, pero creo que ella lo hizo. Recapacitando ahora sobre el pasado, me doy cuenta de que siempre hemos vivido mejor de lo que nos podíamos permitir, y mis padres estaban, por lo general, muy despreocupados de todo. Ésa era la razón de que yo me sintiera demasiado distraída en la casa y, en parte, por eso me fui. Creo que mi madre le pedía deseos a la piedra cada vez que necesitaba algo.

- ¿Y eso es malo?

- Siempre tiene una contrapartida. No sé cómo funciona, pero sus concesiones nunca son gratuitas. O al menos, así era antes. Tal vez vos la hayáis cambiado. Tal vez su efecto se acumula en el tiempo, y eso fue lo que le causó la enfermedad a mi padre. No lo sé, pero estoy segura de que al final, mi madre le pidió que no muriera su esposo. Sir Arthur…me dijo que encontró la sheelagh sobre la cama, entre los dos. Y que mi padre estaba preocupado por si mi madre la utilizaba.

- ¿Creéis que ella le pediría su propia muerte?

- ¡No! No creo que hiciera eso. No creo que mi madre deseara abandonar a los pequeños -pero al llegar a este punto, Meg se detuvo.

Él la tomó entre sus brazos.

- ¿No estáis segura?

Se quedó descansando sobre él, agradecida de tener a alguien por fin en quien apoyarse.

- No. Es terrible, pero los dos se querían mucho, y el amor puede ser una fuerza peligrosa.

- Una especie de magia, sí, y con frecuencia también tiene alguna contrapartida.

De nuevo, Meg deseó intensamente que él la amara.

- Entonces, ¿creéis que vuestra madre deseó irse con él? -preguntó Sax.

Al cabo de unos momentos, Meg dijo:

- No. Era una mujer demasiado optimista. Estoy segura de que le pediría la recuperación de su marido. Pero tal vez hay cosas que la sheelagh no puede conceder. O quizá no formuló el deseo correctamente.

- Puede que le pidiera que nunca se separaran.

Ella lo miró fijamente.

- ¡Sí! Pero estoy segura de que si ése fue su deseo sería deliberado. Mi madre creería que así iba a conseguir la recuperación de mi padre, pero también estaría dispuesta a morir con él si llegaba el caso. Llevaba muchos meses padeciendo la muerte inminente de su esposo, por eso me enseñó a utilizar la sheelagh, para que cuidara de sus hijos.

El se sonrió y la besó en la mano.

- Acabo de darme cuenta de que soy la respuesta a la súplica de una doncella.

Meg expresó su protesta con un leve gruñido, pero después le preguntó:

- ¿Os encontráis bien?

Sax no intentó disimular su pesar.

- En realidad, siento cierto alivio. Siempre había sospechado la verdad, la historia del salteador de caminos no resultaba muy verosímil, y la visita de mis padres estaba concertada por mi tía, que siempre hizo lo que la duquesa le dijo. Pero ¿qué iba a hacer un pobre chico de diez años? ¿Quién iba a creerlo? Muchas veces llegué a pensar que yo era el que me estaba volviendo loco, que distorsionaba la realidad.

- Una vez que logré liberarme, se me enfriaron las fantasías y, con ojos de adulto, supe que demostrar algo contra la duquesa sería del todo imposible. Incluso si encontraba a la persona que ella había utilizado, no conseguiría llegar más lejos. Por eso me empeñé en que jamás obtuviera ninguna satisfacción por la impunidad de sus crímenes.

- Me alegra ver que no buscáis la venganza.

- No creáis que soy tan santo. Si no creyera que va a ir derecha al infierno, estaría junto a su lecho para importunarla hasta el último momento.

- ¡Sax!

Él la miró a los ojos.

- Es la verdad, Meg. Se esforzó por arruinar la vida de mis padres y después los mató. Ha intentado arruinar mi vida de muchas maneras y, en parte, lo ha conseguido. También mató a mis tíos, sin que tuvieran culpa de nada. Lo último es que ha intentado matarnos a los dos. Mi espíritu de buen cristiano no llega tan lejos como para perdonarla por semejantes atrocidades, pero mi temor de Dios es lo suficientemente grande como para saber que Él se ocupará de ella.

- Todo empezó con el amor. ¿No os asusta a veces el amor?

- Me aterroriza.

Pese a lo que ella misma acababa de decir, la respuesta de él no era lo que deseaba oír.

- Sin embargo, os rodeáis de amor. Incluso, aunque os obligue a soportar la intromisión en vuestra vida de muchas otras personas.

Sax se rió, quizá con una leve turbación.

- Tal vez esté ávido de amor. ¿Me satisfaréis vos, Meg?

Ella lo miró, preguntándose si lo habría entendido mal. Sacando fuerzas de flaqueza, se decidió a dar el primer paso.

- Estamos al principio aún, Sax, pero creo que os amo.

Él la tomó entre sus brazos.

- Más os vale. No creo que pudiera soportar el no ser correspondido. Además, he decidido dejar de romper cosas.

Meg estaba tan abrumada que no se le ocurría nada bonito que decir.

- ¡Qué lástima! Había pensado en una última sesión destructora.

- ¡Qué buena idea!

Apartó a Knox de sus adorables atenciones para con la sheelagh y lo metió en la jaula. Después, guió a Meg hasta los aposentos de él y, juntos, se deleitaron en destrozar todos los objetos feos que quedaban allí.

Con una última mirada de satisfacción al estropicio, se marcharon a la habitación de ella y se entregaron al más profundo sueño.

Meg pensó que probablemente todo Londres se había congregado allí, en el baile de Reyes que daba Sax, y la mayoría tendría curiosidad por verla a ella. En cualquier otra situación, le hubiera parecido detestable pero, con Sax a su lado, se sentía embargada por su magia y con fuerza suficiente para disipar cualquier duda o temor.

Laura era quien atendía a los invitados, y todos los hombres estaban embobados con su presencia. Los mellizos vigilaban agazapados en una esquina y se escabullían de vez en cuando, seguro que para hacerse con alguna de las delicias de la mesa. Los dos ya habían comido del tradicional pastel de la noche de Reyes que habían servido los criados previamente en la entrada.

Meg iba vestida con la tela de color albaricoque, que se había convertido en un precioso vestido de hada, de sedosa crema, bajo una túnica cuajada de bordados, en una gasa también de color albaricoque, adornada con pequeños rubíes y otras piedras preciosas. Además, llevaba puestas las perlas de su madre.

Cuando Sax había ido a buscarla para bajar con ella la escalera hasta el salón, le había llevado dos cofres. En uno había un exquisito conjunto de diamantes: gargantilla, pendientes, broche, brazaletes y diadema. En el otro, estaba el sencillo juego de perlas de su madre, con el guardapelo y los anillos.

- El mismo día que vinisteis a esta casa, ordené a Owain que recuperara todas vuestras pertenencias. Vuestra familia nos echó una mano. De momento, hemos recobrado algunos libros de vuestro padre y esto -la miró, casi con inseguridad-. He traído también los diamantes por si deseáis ponéroslos…

Meg rompió a llorar y lo abrazó con fuerza.

- Sax, sois imposible.

- ¿Imposible? ¿Como la magia?

- Perversamente mágico -contestó ella, y hubieran estado a punto de llegar tarde si Susie no les hubiera llamado la atención para que se comportaran.

Las sencillas joyas de su madre la ayudaban a mantener los pies sobre la tierra, pero su verdadera seguridad venía de Sax, del sentimiento profundo y verdadero que había entre ellos. Estaban todavía al principio, y les quedaba mucho que saber el uno del otro, mucho que aprender. Pero se amaban, y su amor era algo hermoso que venía a sumarse al universo.

Habían pasado juntos la noche anterior, pero sólo durmiendo. Él no necesitaba palabras para decirle que, esa noche, no dormirían únicamente. O más bien, durante el día siguiente, pues el baile sin duda se prolongaría hasta altas horas del amanecer.

Tal vez acabaran los dos demasiado cansados.

Meg dudaba mucho de que Sax estuviera alguna vez demasiado cansado, y él se aseguraría de que ella tampoco lo estuviese. O quizá, como él mismo había sugerido, prefiriera dormir con ella y estar preparado para cuando hubiera descansado lo suficiente.

Así pues, allí estaba Meg, saludando a todo el mundo como la condesa de Saxonhurst. La escandalosa condesa de Saxonhurst, que era lo último que hubiera esperado ser la sensata señorita Gillingham. Y junto a ella, su adorable esposo, el mágico conde, apuesto y encantador, que le había arrebatado el alma, en toda su belleza, con el elegante traje de gala, su hermosa melena rubia y aquel brillo delicioso de sus ojos, que le reblandecían el corazón por su amabilidad y su necesidad de amor.

En aquel momento, él la guiaba hacia la pista para abrir el baile; lentamente, pese a tener todas las miradas clavadas sobre ellos, el conde inclinó la cabeza junto a la de su esposa.

- Esta noche -murmuró él-. En vuestro dormitorio. No os desvistáis, pues deseo desnudaros, capa por capa, a la luz de las velas, y descubrir todos y cada uno de vuestros mágicos secretos.

Meg sabía perfectamente que el rubor le cubría las mejillas, pero, con los primeros compases de la música y, tras hacer una marcada reverencia, miró de frente al esposo.

- Será un placer para mí, milord. Un verdadero placer.

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22/02/2010