Capítulo 13
Meg se quedó sentada en la penumbra, iluminada únicamente por la lámpara que había en la pared del pasillo, y reflexionó sobre todo lo que había ocurrido durante los dos últimos días. Prefería estar allí porque tenía demasiado miedo -no podía engañarse a sí misma-, de volver a sus aposentos, donde él pudiera encontrarla. A pesar de todo, su marido no se había comportado como un loco la mayor parte del tiempo. Pese a sus provocaciones amorosas, hasta aquel momento no le había tenido miedo.
Quizá sólo fuera irracional respecto a ese punto, como las personas que tienen pánico a las arañas o que se ponen enfermas con el color azul. Él había dicho que sólo detestaba todo lo que tuviera algo que ver con su abuela, pero Meg no acertaba a comprender por qué su esposo había llegado a relacionarla con la duquesa viuda.
Era evidente que se encontraba inmersa en una de esas interminables contiendas familiares de las que aparecen en los libros. Seguramente, el conde y su abuela llevaban años sin mantener una conversación normal, y en las riñas familiares con frecuencia se acaba perdiendo el sentido de la medida. Así había ocurrido, por ejemplo, entre su madre y su tía Maira.
Tal vez si consiguiera que Saxonhurst y la duquesa llegaran a reunirse algún día, a tomar el té, en un sitio neutral y pacífico…
Seguía allí sentada, con la barbilla hundida en las manos, planeando una estrategia, cuando la llama de una vela le cegó los ojos.
Meg se asustó y, al levantar la vista, vio al señor Chancellor que la observaba desde el rellano de la escalera.
- Por fin os encuentro.
La joven se puso de pie y retrocedió unos pasos, urgida por un leve sentido de alarma.
- Si os envía el conde a buscarme, no pienso acompañaros.
El secretario abrió los ojos con una ligera sorpresa, pero dijo:
- No, no. En absoluto. Es que… Bueno, me preguntaba dónde os habríais metido. -Después de un momento añadió-: ¿Queréis que hablemos de lo que ha pasado?
No parecía muy adecuado comentar con un tercero lo que había ocurrido, pero Meg necesitaba hablar con alguien. El señor Chancellor daba la impresión de estar cuerdo y sabría mucho más que ella de su patrono.
- ¿En el salón?
- Hará frío, porque el fuego ya se habrá extinguido. ¿Por qué no mejor en vuestro tocador?
Meg dio un paso atrás.
- ¿No resultaría… un poco extraño? Sí… sí mi marido…
- Sax sabe perfectamente que yo nunca le ofendería de ese modo.
Aquel hombre parecía tan absolutamente seguro que Meg se preguntó si no sería otra cara de la locura endémica que había, por lo visto últimamente, en aquella casa. Pero necesitaba saber los detalles, y el señor Chancellor era su única esperanza. Al fin y al cabo, un tocador no era más que una forma engolada de llamar a una sala. El hecho de que estuviera contiguo a su dormitorio carecía de importancia.
Una vez estuvieron en la habitación, ella se sentó en una silla junto a la chimenea, mientras el secretario se sentó en otra y cruzó cómodamente las piernas; su aspecto era tan absolutamente normal que Meg estuvo a punto de darle un abrazo de agradecimiento.
- Veamos, señor Chancellor -dijo Meg-, explíqueme cómo es el conde.
- Me pedís un imposible, lady Saxonhurst. Sax es Sax.
- ¿Está loco?
La expresión de placidez se borró del semblante del caballero.
- ¿Os parece que lo está?
- No lo sé; ni siquiera sé muy bien lo que es la locura. Me parece que puedo comprender por qué se ha enfadado, pero no alcanzo a ver la gravedad de su disgusto, y no creo que sea muy normal el empezar a romper cosas cuando uno se siente contrariado.
El secretario ladeó la cabeza.
- ¿No habéis sentido nunca ganas de hacerlo? ¿De expresar vuestros sentimientos de manera primitiva, directa, rompiendo cosas?
Meg se quedó pensativa.
- No, creo que nunca he sentido ese impulso. No puedo imaginarme destrozándolo todo en un ataque de cólera. Me temo que yo no soy tan temperamental.
- Tanto mejor. Dos en una misma casa podría llegar a ser desastroso.
La joven se quedó contemplando al hombre que tenía delante, un ser tranquilo y de mirada amable, que le parecía tan normal como ella misma.
- ¿Usted sí ha sentido alguna vez impulsos violentos, señor Chancellor?
- Desde luego que sí, milady.
- Oh, por favor. Llámeme Meg.
Él la miró con ojos de sorpresa.
- ¿Meg? ¿No Minerva?
Ante la expresión del caballero, Meg se llevó la mano a la boca.
- ¡Oh, Dios mío! Y el conde habrá oído que los demás me llaman Meg. Espero que no…que no se lo tome como una ofensa.
El señor Chancellor se encogió de hombros.
- Eso nunca se sabe con Sax. Pero no le habrá gustado mucho. ¿Por qué le habéis mentido?.
Meg dejó caer las manos, en un gesto de resignación.
- No sé lo dije con afán de mentirle. Minerva es mi verdadero nombre. Y él lo aceptó con…Es una persona muy dominante, señor Chancellor. Lo único que yo pretendía era guardar ciertas distancias.
El secretario sonrió.
- Entiendo lo que queréis decir. -Descruzó las piernas y se tocó el lazo de la corbata, en un claro signo de nerviosismo-. ¿Ha sido ésa la razón? No quiero entrometerme, pero…Al principio, todo parecía ir miel sobre hojuelas.
La joven notó perfectamente que empezaba a sonrojarse, pero, mirándole directamente a los ojos, le respondió:
- Sí, es verdad. No sé exactamente por que. Le deje esperándome mientras yo hablaba con Laura, pero no veo por qué se ha puesto así sólo por eso. ¿Le dan estos ataques siempre que se le lleva la contraria?
- No. A decir verdad, Sax normalmente es una persona de trato muy fácil. Por ejemplo, tolera a sus peculiares criados mucho más de lo que yo mismo sería capaz.
- Son bastante raros ¿verdad?
- Sax contrata únicamente a los más necesitados.
A Meg le hubiera gustado saber más respecto a aquello, pero prefirió abordar cuestiones más importantes.
- Y, ¿es posible que se haya puesto así porque yo me haya ido a hablar con mi hermana unos minutos?
- No creo. Por lo general, lo único que le disgusta realmente es su abuela.
- Y eso me parece una bobada. -Meg se detuvo antes de proseguir con un juicio tan apresurado-. O tal vez no. ¿Puede usted explicarme la situación?
El secretario se recostó en el asiento y se quedó meditando con el pulgar entre los dientes. A continuación dejó caer la mano y empezó a hablar. - Os puedo contar lo que es del dominio público. La madre del conde era lady Helen Pyke-Marshall, la hija del duque de Daingerfield. Cuando sólo tenía dieciséis años, se fugó con el segundo hijo del conde de Saxonhurst, Rupert Torrance, un encantador granuja, algo camorrista. El tipo de hombre que cualquier padre, o mas bien cualquier madre, preferiría ver a miles de kilómetros de su hija.
- ¡Qué desgracia!
- Bueno, desgracia desde el punto de vista de la duquesa, porque al parecer los dos eran inmensamente felices, pese a los obstáculos de la madre de ella.
- ¿Por qué? ¿Qué les hizo?
- Para empezar, se encargó de desacreditar el nombre de Rupert Torrance en toda la sociedad. Sirviéndose de un pequeño altercado que él había tenido de joven, se las arregló para que no lo admitieran en ningún club ni le permitieran la entrada en ningún establecimiento honorable.
- ¿Está seguro de que todo eso es cierto?
- Veo que os, gusta mantener la cabeza fría. Lo que os cuento ocurrió cuando yo era apenas un recién nacido, así que no lo sé. Pero tampoco importa demasiado. La feliz pareja se estableció en una pequeña finca, cerca de Derby, y no volvieron jamás por Londres ni a ningún otro sitio de moda.
- Tal vez no les quedó más opción.
- Tal vez, pero he hablado con mucha gente que los conoció y mi impresión es que a ellos no les importaba. Me contaron que lady Helen intentó reconciliarse con su madre en numerosas ocasiones, y aquélla siempre le respondió con negativas si no abandonaba a su marido y a sus hijos y pedía el divorcio.
Nada de lo que le estaba contando favorecía los planes de Meg.
- La vieja…, la duquesa logró que todos los Torrance se pusieran en su contra; y es que son una familia de lo más peculiar. Hay también un tío abuelo que aún hoy sigue sin hablarse con Sax. Aquello facilitó que la duquesa difundiera a diestro y siniestro historias sobre la inestabilidad mental de esa familia. Cuando el viejo conde se pegó un tiro…
- ¿Cómo? -Definitivamente, a Meg no le estaba gustando nada lo que estaba oyendo sobre la familia de su esposo.
- Sí, se suicidó. Y lo hizo en una de las antesalas del White, después de desnudarse y quedarse en paños menores. Fue un escándalo notorio hace veinte años. Sea como fuere, la duquesa convenció a todo el mundo de que se había suicidado por la desalmada conducta de su segundo hijo. Y cuando el nuevo conde, el hermano mayor de Rupert Torrance, se rompió el cuello yendo de caza, la duquesa se las arregló para convertir la desgracia en otro suicidio.
- Tal vez fue así.
El secretario levantó una ceja.
- Ningún hombre sensato intentaría quitarse la vida acometiendo un doble salto en una cacería por los condados rurales. Las posibilidades de fallar serían muchas, y más aún las de acabar tullido. En todo caso, esto ocurrió diez años después del matrimonio.
- Pero, señor Chancellor, no podéis mantener que la familia Torrance destaque por su comportamiento moderado y juicioso.
- No, ni muchísimo menos, milady. La abuela de Sax alimentaba en su casa a cientos de gatos y casi al mismo número de canarios. Supongo que tendría los pájaros para la diversión de los felinos. Y una de las tías Torrance se dedicó a coser vestidos para todas las estatuas desnudas de Haverhall.
- Señor Chancellor, me parece que la duquesa tenía razones fundadas para oponerse a aquel matrimonio.
- Puede ser. Pero ¿cómo actuaría cualquier persona moderada y racional ante semejante situación? Quiero pensar que, en el mejor de los casos, su propósito no sería nunca el de destruir las vidas de los demás.
Meg se hundió en la silla. Aquellas historias aumentaban su desasosiego.
- ¿Y sigue haciéndolo en el presente, culpando de todo al hijo que tuvo aquella pareja?. Supongo que no le resultará difícil difamarlo por escándalo.
- Es mucho peor que eso. ¿Sabéis que los padres de Sax y su hermana pequeña murieron cuando él tenía diez años?
Meg se enderezó sobre la silla.
- ¡Qué horror! ¿Y cómo murieron?
- Fue un accidente de coche. La familia se encontraba entonces en Londres. Residían en esta casa. El padre de Sax fue nombrado conde en aquella época y tuvieron que abandonar la vida tranquila del campo para asumir las obligaciones del título. Los padres salieron en un carruaje a visitar a un pariente; los asaltaron en el camino. Al padre lo dispararon y el caballo se encabritó, entonces la cabina volcó y fue a caer a un río, en el que se ahogaron la madre y la hermana.
Meg se tapó la boca con la mano.
- ¡Dios mío! Y Sax se quedó solo en el mundo.
- No completamente solo. No estoy seguro de quién sería legalmente el tutor de Sax, pero la duquesa lo tomó bajo su tutela. Para entonces su marido había muerto, y su hijo, el que ostenta hoy el título de duque, siempre ha sido un auténtico inútil. No es que hubiera muchos Torrance sensatos.
- Pobrecillo. -Meg pensó en el dolor de los mellizos a la muerte de sus padres-. Quedarse huérfano tan pequeño tiene que ser un golpe durísimo para un niño, y supongo que la duquesa no le habrá sido de mucho alivio.
- Absolutamente de ninguno.
- Pero ahora el conde ya es un adulto y no está bajo su dominio, no tiene sentido que lo sigan alterando de esa manera sus sentimientos hacia ella.
- Sin embargo, ésa es la razón de que vos os hayáis casado con él.
- Algo de lo que empiezo a arrepentirme.
Meg intentó apaciguarse. ¿Sería posible que la sheelagh, en un absurdo lapso de tiempo, hubiera sido la causante de todas aquellas tragedias? En tal caso, ella sería la culpable de todo. Pero no, eso era de todo punto imposible.
- Veo que negáis con la cabeza. Y os comprendo. No es acertado que os arrepintáis de vuestro matrimonio teniendo en cuenta la difícil situación en la que os encontrabais.
No tenía nada que responder, porque lo que decía el caballero era completamente cierto.
El secretario se acercó inclinándose hacia adelante.
- Sax nunca os hará daño, milady. Os doy mi palabra. Ni a vos ni a vuestra familia. Ni siquiera llevado por la cólera más intensa, es capaz de romper algo que no sean objetos. Pero vos sí podéis hacerle daño a él.
- ¿Yo? -preguntó Meg, echándose ligeramente hacia atrás.
- Vos sois ahora su familia; vos y vuestros hermanos. Para él los vínculos familiares son muy importantes, y si lo tratáis con frialdad…
- ¡Pero si no lo he tratado con frialdad!
- Es evidente que lo habéis hecho. Algo en vuestra conducta ha desencadenado su ira. ¿O me vais a decir que todos los problemas vienen de que estuvisteis unos minutos hablando con vuestra hermana? Sax no es un hombre que se disguste por pequeñeces.
- En principio, eso fue lo que le disgustó, pero después salieron otras cosas. Me habló de su abuela con tanto odio y desprecio que yo acabé diciéndole que jamás… que jamás sería una verdadera esposa de alguien con tanta capacidad de odiar.
- ¡Maldita sea! -El semblante del caballero se ensombreció-. Eso os pone en una situación francamente difícil.
- ¡Señor Chancellor, es usted tan absurdo como él! Por todos los horrores que haya hecho en el pasado, la duquesa no es más que una anciana que le quedan muy pocos años de vida. No exijo que se traten con cariño, simplemente que mantenga con ella las mínimas reglas de educación con que uno debe dirigirse a los parientes.
- En ese caso, le habéis pedido un imposible. Jamás lo hará.
Meg se puso bien recta contra el respaldo de la silla.
- Entonces, yo tampoco cederé. No veo por qué soy yo la que me tengo que adaptar a todo.
- Santo cielo. Sois los dos iguales.
- Nada de eso, porque lo único que yo deseo es encontrar una solución y estaría dispuesta a actuar como mediadora.
El secretario dio un respingo sobre el asiento como si acabara de pincharse con algo.
- No, por Dios, milady, os ruego que no hagáis eso creed lo que os digo. Si hacéis el más mínimo movimiento de acercaros a la duquesa, la situación empeorará.
Meg se levantó de la silla. -Señor Chancellor, todo esto es ridículo, es como estar atrapados en un melodrama. ¿Dónde dejáis la caridad cristiana y la capacidad de perdonar?
El secretario también se levantó.
- Enterradas en alguna parte en el castillo de Daingerfield. - Y, tras un profundo suspiro, añadió-: Siento muchísimo el cariz que están tomando las cosas. Confiaba en que todo saliera mucho mejor. Pero sé que lleváis casados apenas dos días y que todo os debe de resultar muy extraño. Sea como fuere, lady Saxonhurst, os suplico que no os dejéis llevar por los impulsos.
- Señor Chancellor, no soy una persona impulsiva. Antes bien, destaco por mi comportamiento racional y sensato.
- ¿Es cierto eso que decís? Entonces, ¿qué motivo sensato y racional os llevó a merodear por el jardín, a primera hora de la mañana, hace un par de días?
Meg se sobresaltó.
- Entiendo que pareciera algo extraño.
- ¿Y qué me decís de una indisposición que no era del todo indisposición?
Meg se sonrojó.
- Puedo asegurarle, señor, que normalmente soy la más honrada de las mujeres. Y ya le he confesado al conde esa mentira.
- Ésa sí, pero ¿y las otras?
Meg se sintió como si la hubieran encontrado en falta.
- Sí, es cierto que tengo algunos secretos, pero no son nada terrible. Sólo uno de ellos podría disgustar levemente al conde y, por eso, prefiero no contárselo. Espero que dentro de poco todo se habrá arreglado…
- ¿Creéis que me voy a sentir aliviado con esas palabras? Lady Saxonhurst, conozco a Sax desde que éramos niños y estoy seguro de que nada de lo que podáis haber hecho en el pasado, por deplorable que haya sido, le llevará a juzgaros con dureza.
Al ver que ella no contestaba, el secretario añadió:
- ¿Habéis visto a Peter, el criado que atiende a vuestros hermanos?
- Sí.
- En otra época, fue puesto en la picota por malversación de fondos ya duras penas consiguió salir con vida.
Meg se quedó mirándolo con ojos de asombro.
- ¿Y el conde lo tiene aquí en su casa? ¡Sirviendo a mis hermanos!
- Es obvio que aquí no va a malversar nada, ¿no os parece? Y Jamás ha hecho ningún daño a los niños. ¿Por qué iba a hacerlo?
- Aun así…
- Sois tan mal pensada como la mayoría de la gente. Sax considera que no se puede esperar de nadie que se reforme si no se le dan los medios necesarios para sobrevivir. Os cuento esto para que veáis que es un hombre magnánimo.
Meg no pudo evitar quedarse boquiabierta.
- Señor Chancellor, ¿no creerá que yo…? Le aseguro que no tengo ningún delito que ocultar. -En ese mismo instante, consideró que su entrada furtiva en la antigua casa no había sido ningún delito.
- ¿Y alguna cuestión de índole moral? Perdonad que os interrogue de esta forma, pero no nos queda más remedio que especular. Sea lo que sea, dudo mucho de que pudiera desatar la cólera de Sax; mientras que los secretos y las mentiras pueden destrozarlo.
- Señor Chancellor, a diferencia de la de mi esposo, mi vida ha sido siempre intachable. Y os olvidáis de que nuestra riña no ha tenido nada que ver con mis secretos ni con mi comportamiento extraño. La única causa ha sido la negativa del conde a comportarse de manera razonable con su abuela.
El secretario hizo un gesto de resignación.
- Me rindo. Lo único que pretendo es aconsejaros lo mejor que puedo. La duquesa destrozó su juventud. Se vengó en Sax para castigar a lady Helen por haberla desobedecido, por fugarse y por atreverse a ser feliz después de semejante acto de rebeldía. También por morirse. No intentéis vos ahora tender un puente para cubrir un vacío insalvable. No pongáis condiciones imposibles para vuestro matrimonio y no mantengáis secretos ni digáis mentiras.
- ¡Fantástico! ¿Y qué estrictas instrucciones le vais a dar a él? ¿O acaso soy yo la única que debo cambiar?
El secretario arqueó las cejas y, con aire de frustración, se dirigió hacia la puerta. Cuando la abrió, Meg pudo ver a su esposo al otro lado.
- No he podido evitar escuchar vuestro elevado tono de voz, querida -dijo, frío como un témpano-. ¿Os encontráis bien?
Llevaba en la mano un candelabro de una sola vela, cuya llama temblaba en el quicio de la puerta. A diferencia del decoroso atuendo del señor Chancellor, el conde llevaba la chaqueta abierta, el chaleco y la corbata descolocados, y la camisa arrugada en la parte del cuello. Con el cabello despeinado y las extrañas sombras de la vela, tenía el aspecto de un ángel incandescente, recién llegado del infierno.
- La condesa no hacía más que ejercicios de garganta -dijo el señor Chancellor, con cortante ironía-, aunque quería convencerme de que es muy poco temperamental.
- Ah. Creí que pretendía que me dierais instrucciones estrictas.
- Eso también. -El señor Chancellor avanzó hacia donde estaba Saxonhurst, y éste le cedió el paso con suma educación. La llama de la vela volvió a temblar-. Sax, cuéntale toda la historia de tu abuela.
Después se marchó, y Meg se quedó frente a su esposo, mientras la puerta permanecía abierta.
- No sé si será adecuado -dijo Saxonhurst como si su amigo siguiera en la habitación. La llama volvió a agitarse e iluminó su bello rostro-. No has entendido nunca a las mujeres, Owain. Si se la cuento, la animaré aún más a entrometerse en mi vida con sus virtuosas intenciones. - Y, con una irónica reverencia dirigida a Meg, añadió-: Buenas noches, mi querida esposa.
Cerró entonces la puerta que los separaba.
Meg se dejó caer sobre la silla. No alcanzaba a comprender por qué aquel breve encuentro había sido tan terrible. El conde no se había comportado de manera violenta y tampoco parecía enfadado. Sin embargo, ella sintió como si le hubiera clavado una daga en el corazón.
Recordó que Susie había dejado una licorera de coñac en su dormitorio. Sabia Susie. La madre de Meg solía utilizar aquella bebida mezclada con agua para aliviar los dolores de estómago, pero otras personas la utilizaban para aliviar distintas cosas. Llenó la mitad de un vaso de coñac y la otra mitad de agua, y echó de menos un poco de miel para suavizar el brebaje. Acto seguido, tapándose la nariz, se bebió de un tirón el contenido del vaso, pese al ardor que le recorrió la garganta.
Al cabo de uno o dos minutos, cuando hubo recuperado de nuevo la respiración, le pareció que sus problemas empezaban a desvanecerse. Aunque, no es que se alejaran exactamente…o tal vez sí. Se balanceaban, como el mar de una orilla lejana. Real, pero lejana, brumosa.
Era una sensación interesante.
Se bebió otro vaso de aquella poción mágica y comenzó a desnudarse, contenta de llevar puesto un vestido viejo, que estaba pensado para una vida sin doncellas. No tenía la más mínima intención de llamar a Susie. Seguramente en aquel momento, la criada le sugeriría que tomara cicuta.
Se rió nerviosamente con aquella idea, aunque sabia que no tenía nada de gracioso.
Al final, se echó sobre la cama, vestida nada mas que con la enagua.
Qué inteligente era su madre, el coñac resultaba casi tan potente como la sheelagh-ma-gig.
Cuando se despertó, descubrió que aquel brebaje mágico tenía también su contrapartida. Sentía que la cabeza se le expandía y se le contraía al ritmo de los latidos de su corazón, causándole con cada movimiento, un intenso dolor. Se sujetó el cráneo con las manos, sorprendiéndose de que no se le moviera, y abrió lentamente los ojos. Estaban echadas las cortinas, pero el hilo de luz que entraba a través de ellas se le clavó en los ojos como una cuchilla.
Volvió a cerrar los párpados y emitió un gemido.
Se hubiera quedado allí el resto de sus días de no haber sido por la insaciable sed.
Se levantó de la cama, concentrándose en la imposible tarea de mover el cuerpo sin mover un ápice la cabeza, y buscando a tientas la jarra de agua. Después de beberse dos vasos, empezó a sentirse un poco mejor. Quizá lo suficientemente bien para volver a meterse en la cama.
No le extrañaba que dijeran que los borrachos iban al infierno. Lo sorprendente era que ellos no lo supieran cuando se adentraban por un camino tan tortuoso.
Se bebió otro vaso de agua y se lamentó al comprobar después que la jarra estaba vacía. Estirando el brazo como pudo, tiró del cordón para llamar a los criados.
Meg estaba sentada en el borde de la cama cuando entró Susie con una jarra de agua caliente cubierta con una toalla limpia.
- Buenos días, milady.
Meg sintió ganas de beberse el agua caliente, pero reparó en que antes debía utilizar el orinal.
- Agua fría, por favor, Susie.
La criada se quedó mirándola, sorprendida.
- ¿Queréis lavaros con agua fría, milady?
- Quiero agua fría para bebérmela.
La avispada doncella no tardó en ver la prueba del delito.
- ¡Dios nos libre! ¡Sois también una borracha!
Meg supo desde el primer momento que podía montar en cólera y echar de allí a la doncella con cajas destempladas, pero se sentía muy enferma, estúpida y mala.
- Nunca habla bebido coñac antes y jamás volveré a beberlo.
La criada suspiró.
- Quedaos tumbada, milady. Tenemos una pócima para estos casos. No tardará en haceros efecto.
La criada salió del cuarto, llevándose el coñac consigo, como si no confiara del todo en las palabras de su señora.
Meg deseó con todas sus fuerzas tumbarse en la cama, pero ya no podía esperar más. Arrastró su cuerpo hasta el orinal. Cuando volvió a la cama, notó que empezaba a sentirse un poco mejor. No bien del todo. No estaba muy segura de volverse a sentir bien nunca más. Pero sí un poco mejor.
Al tiempo que recuperaba la lucidez, todos sus problemas se le agolpaban en el cerebro, constreñido y maltrecho.
Se tumbó y volvió a quejarse, pero no por el dolor físico, sino por la angustia mental. ¿Cómo demonios se habían puesto tan malas cosas en sólo dos días?
Sir Arthur tenía la sheelagh en su poder y tramaba algo. Su marido había descubierto que le ocultaba algún secreto y desconfiaba de ella. Y aunque no podía negarse que el hombre tenía sus razones, tampoco era falso que se trataba de un individuo desequilibrado, con impredecibles ataques de ira.
Ahora entendía muy bien por que al criado -un ladrón convicto, ¡santo cielo!-le parecía de lo más normal que su amo se limitara a destrozar las cosas de sus aposentos. Y qué pasaría si en alguno de aquellos ataques ella o algún miembro de su familia se encontraban en la habitación. ¿Cómo confiar en una persona tan impredecible?
Además, aborrecía profundamente a su abuela.
En cierto modo, aquello era lo más insignificante, pero justo por eso Meg no podía quitárselo de la cabeza. Resultaba de todo punto inverosímil que el conde no fuera capaz de restarle importancia. Sin duda, se daría cuenta de que la duquesa no era más que una frágil anciana que no podía hacerle ningún daño, más allá de pequeños incordios. Estaba claro que la viuda era una mujer de lengua viperina, pero, muchas otras también eran así, en particular, si se sentían traicionadas por sus hijos. Los jóvenes, al ser más fuertes, debían pasar por alto las rarezas de los mayores durante los pocos años que les quedasen de vida.
Que el conde no fuera capaz de hacerlo, que incluso tirara por la borda la posibilidad de ser feliz, en su matrimonio por negarse a aplacar su dolor, hacía pensar a Meg que su esposo era un caso perdido y no se le ocurría cuál sería la mejor manera de actuar..
Al poco tiempo, regresó Susie con una bandeja llena de cosas. La criada llenó un vaso de agua y diluyo en el contenido de un sello. Después, lo removió varias veces y se lo dio a beber a Meg.
- De un trago, milady.
Segura de que el remedio no podría saber tan mal como la causa del dolor, Meg hizo un mohín y se lo bebió todo seguido. Santo cielo, el amargor de aquella pócima se ponía más intenso al final.
- ¡Uagh! ¡Está malísimo!
Susie le puso otro vaso en la mano.
- Es zumo de naranja. Os quitará el mal sabor.
Meg se apresuró a bebérselo y, en efecto, sintió que desaparecía el amargor del brebaje. Pero en ese momento, se le rebeló el estómago.
- Creo que voy a devolver.
- A algunas personas les provoca vómitos -dijo Susie, con tono piadoso-. Tumbaos un rato y probablemente se os pasen las ganas. Os traeré la bandeja del desayuno.
- No puedo comer.
- Ya veréis como dentro de poco habréis cambiado de opinión.
Meg no se sentía con fuerzas para llevar la contraria a nadie.
- ¿Qué hora es?
- Son las diez, milady. El señorito Jeremy ya ha salido para casa de su profesor, y la señorita Laura está dando clases al señorito Richard ya la señorita Rachel. Al señor Chancellor le gustaría hablar con vos cuando os venga bien, sobre la posibilidad de contratar los servicios de un preceptor o una institutriz.
Meg abrió un poco los ojos para mirar a la doncella. Estaba convencida de que el resto del mundo se encontraría en el mismo estado maltrecho que ella. ¿De verdad que las demás cosas funcionaban con normalidad?
¿También el conde actuaría como si no hubiera ocurrido nada? Meg hubiera querido saber la manera de preguntar sin formular ninguna pregunta. -¿Queréis que os traiga aquí el desayuno aquí, milady?
Seguía sin ganas de comer nada, pero no pensaba discutir.
- Detesto comer en la cama. Ponlo en el tocador.
- Muy bien, milady. ¿Ya habéis escogido el vestido que os vais a poner?
Obligándose a participar en las insignificancias de la vida, Meg se esforzó en la decisión sobre el vestido. Después dejó que Susie la sacara de la cama y le pusiera la bata caliente, para conducirla después hasta el banco del tocador. Tenía que admitir que no le iba a costar mucho trabajo acostumbrarse a la vida de la nobleza, aunque no estaba muy segura de cuánto duraría.
Siempre había alguien que se anticipaba a sus necesidades y cuidaba de ella. Todo cuanto la rodeaba era de la máxima calidad.
Ahí estaba, en pleno mes de enero, vestida sólo con la enagua y no sentía el mínimo escalofrío. Hacía algo de fresco por los pasillos, pero en todas las habitaciones la temperatura era de lo más agradable. Ya no tenía que encender el fuego con los dedos congelados. No tenía que coser, lavar, planchar ni zurcir. Tampoco hacía falta que cocinara.
Con cierta añoranza, pensó en que todas las actividades a las que había dedicado su vida se quedaban ahora en el pasado. Jamás creyó que llegara a echarlas de menos. ¿Cómo iba a rellenar ahora el tiempo? ¿Se pasaría las horas sentada en una silla?
Sabía perfectamente que todo aquello no tenía nada que ver con la sencilla y sensata Meg Gillingham, y su estado de aquella mañana era una buena prueba de ello. Aquellos lujos no se correspondían con su persona. Entró en la habitación otra doncella con la bandeja del desayuno y la dejó sobre una mesita. Meg se quedó mirándola -una mujer de mediana edad y de aspecto normal-, y se preguntó cuál sería el defecto o el delito de su vida que tan bien ocultaba.
- Comed, milady -dijo la criada, con una sonrisa maternal-, os pondréis mejor, ya veréis.
Resultaba ciertamente muy agradable que alguien estuviera convencido de eso. Tal vez aquellas palabras hicieron que el desayuno le pareciera apetitoso. Meg cogió una tostada y empezó a mordisquearla, poco a poco.
Al rato, reparó en que la cabeza ya no le dolía y su estómago no parecía rechazar la tostada. Incluso los huevos pasados por agua comenzaron a interesarle. ¿Sería por casualidad o a propósito que el cocinero no hubiera mandado esa mañana los habituales huevos fritos?
Cuando cayó en la cuenta de que en la bandeja había también té caliente y bien fuerte, decidió que, sin duda, merecería la pena seguir viviendo. Lo cual significaba que no le iba a quedar más remedio que afrontar todos sus problemas.
Pensando mientras comía, llegó a la conclusión de que confiaría en lo que el señor Chancellor le había dicho sobre la absoluta falta de peligro para ella y para sus hermanos. Después de todo, pese a lo peculiares que parecían los criados, se comportaban de una manera bondadosa, sin desconfianza. Costaba mucho trabajo imaginarse que hubiera aquel ambiente en la casa si el conde les hubiese hecho daño alguna vez.
Aceptada aquella realidad, pasaría a considerar otras cuestiones.
Se encargaría de resolver el enfrentamiento entre el conde y su abuela, y debía hacerlo mientras la anciana dama estuviera en Londres. Nunca conseguiría convencer a su esposo de ir a visitarla al campo. Tal vez lograra algún acercamiento en el baile del día de Reyes, si es que seguía en pie la celebración. Saxonhurst no invitaría a la duquesa viuda, pero ella sí que lo haría.
Después de algunas cavilaciones, pensó en que lo mejor sería verse con la dama antes de preparar el terreno. A su testarudo marido no iba a gustarle nada, y ella había prometido guardarle obediencia, pero, ¿tendría valor también aquella promesa ante una profunda equivocación?
No podía dejar de admitir que le asustaba provocarle otro ataque de ira. Le parecía muy bien que el resto de los adultos de la casa se contentaran con que sólo rompiera los objetos de su habitación, pero para ella no era ningún alivio. Siempre había una primera vez y ¿qué pasaría si le pillaba a ella dentro de sus aposentos?
Recordó cómo la había cogido del brazo la noche anterior para obligarla a volver junto a él. Le puso las manos en el cuello como si fuera a estrangularla, y se había sentido completamente indefensa ante su fuerza superior. Se desabrochó la falda y se subió un poco la corta manga de la enagua. Como temía, le quedaban algunas marcas en la piel.
Cuando Saxonhurst le preguntó si los secretos tenían algo que ver con su abuela, le pareció un completo desequilibrado.
Tuvo que empujarlo para soltarse.
Al tiempo que depositaba sobre la mesita la taza vacía, deseó que su esposo hiciera caso a su amigo y le contara por qué sentía tanto odio hacia su abuela. Tal vez tuviera sus razones para comportarse de aquella manera irracional y desmesurada, aunque no alcanzaba a imaginarse cuáles podrían ser. Aun en el caso de, que la duquesa hubiera sido una tutora abominable, el se había criado sano, era un hombre acaudalado y con estudios. Tampoco parecía que la abuela lo hubiera hecho tan mal.
Planeó cómo conseguiría que el conde le contara la verdad si llegaban a mantener una conversación de igual a igual. Suspiró. Pese a su enfado con él, tan sólo después de cuatro días de casados, la idea de que su esposo no volviera nunca a cortejarla, que jamás intentara otra vez seducirla, la llenaba de tristeza.
Decidió dejar a un lado ese aspecto. Eran marido y mujer. Tenían toda la vida por delante y aquel enfado no iba a durar eternamente. Se acordó de inmediato del Príncipe Regente y su esposa; separados para siempre a los pocos días de haberse casado. Pero eso había sido porque se trataba de un matrimonio apañado, entre dos personas que no hubieran llegado nunca a llevarse bien.
¿Acaso era muy diferente del suyo?
Se recostó sobre el cabecero de la cama y se quedó pensativa, moviendo distraídamente la taza vacía. Pese a las muchas diferencias que existían entre ella y el conde, pese a su salvaje modo de comportarse, pese a la cautela de ella, no creía que fueran incompatibles. En absoluto.
Dejó vagar los pensamientos y empezó a soñar despierta en que el conde entraba en su habitación y, derritiéndose en amabilidades, le pedía perdón, le explicaba cuanto había ocurrido y le hacía la corte.