Capítulo 18

Saxonhurst no tenía ninguna intención de flirtear, pero ella comenzó a ponerse nerviosa y a turbarse. Bien sabía Dios que lo último que a él le pasaba por la mente en esos momentos era el sexo. También aquello era una nueva experiencia.

Quizá ella se diera cuenta, pues negó con la cabeza, como hablando consigo misma.

- Vamos.

Lo guió por un pasillo hasta la parte delantera de la casa y, después, escaleras arriba.

Sax no tenía demasiadas esperanzas de que hiciera más calor en el piso de arriba, pero la siguió, sin dejar de frotarse y asombrado del frío tan inmenso que podía hacer dentro de un edificio. La única mejora había sido librarse del viento.

Meg entró en uno de los dormitorios y cogió el edredón que cubría la cama.

- Tomad.

Sax se envolvió con él y, aunque el calor no fue inmediato, empezó a sentirse mejor. Meg tiró de la manta de lana que había bajo el edredón y se abrigó con ella. Pasaron después a otro dormitorio, donde se repitió el mismo proceso con el edredón y la manta.

Ahora que los dos tenían bastante ropa encima, Sax confió en que no tardarían en volver a ser personas. Algunas plumas se escapaban de los edredones y caían flotando sobre el suelo. Eran telas viejas y gastadas, pero nada le pareció nunca más valioso.

- ¿Mejor? -preguntó ella, con tono de ansiedad.

- Mucho mejor. Pero se me sigue congelando el aliento en esta habitación.

- Vayamos a la cocina, a ver si queda algo de madera. Si encendemos el fuego, podremos calentar un poco de agua.

Caminando tras ella, dijo él:

- Un poco de coñac no nos vendría mal.

Ella se dio la vuelta y lo miró con una mueca.

Sax dejó escapar un suspiro; probablemente, era mucho pedir.

Una vez en la cocina, Meg se fue directa a una caja que había cerca de un antiguo fogón.

- Sí, todavía queda madera. La caja de yesca debe de estar en ese cajón, ahí.

Sax la encontró.

- Yo lo haré.

Confiaba en ser capaz; había encendido alguna lámpara, una o dos veces en su vida, pero nunca había hecho ningún fuego. Se aseguró de que hubiera yesca en la caja, mientras reparaba en que solo había utilizado una caja así, jugando, cuando era pequeño. Como todo lo demás, el fuego era algo que le venía dado.

Contempló a Meg, que iba disponiendo hábilmente distintas capas de trocitos de madera, junto con palos más largos. No había ningún tronco. En realidad, aquella no era la madera apropiada para una hoguera; eran sólo restos y trozos de cajas; ramas rotas e incluso un pedazo de pata de silla.

Madera de mendigos.

No había pensado antes en la pobreza tan absoluta en la que habían vivido Meg y su familia. En realidad, no tenía ni la más remota idea de lo que significaba la pobreza. En aquellos instantes, empezó a tomar conciencia.

Meg lo miró de soslayo.

- Ya está todo preparado, ahora podremos encender un buen fuego.

En aquel momento, hacer fuego parecía la mejor de las fiestas. Sax se arrodilló junto a la chimenea y empezó a golpear el pedernal contra el metal, torpe aún por el frió y por la falta de experiencia.

Salieron algunas chispas, pero demasiado débiles y la yesca no prendía.

- Quizá debiera deshacerme de mis criados y aprender a valerme por mí mismo.

- A ellos no les iba a gustar nada.

Él la miró sonriendo.

- Es cierto.

Dispuesto a demostrar que era capaz de hacer algo útil, golpeó el pedernal cada vez con más fuerza. Al final, la llama prendió y se encendió la yesca. Con rapidez, antes de que se apagara, acercó la llama a los trocitos de madera que ella había dispuesto, y contempló con satisfacción cómo agarraba el fuego.

Era una buena madera, bien seca, y la llama se fue propagando de un trozo a otro, llenándolo todo de luz y calor. No es que fuera un calor demasiado intenso todavía, pero sí lo suficiente para animar su corazón. Sax se acercó a Meg, e inclinándose, la besó en los labios entreabiertos.

Ella aceptó aquel beso en lo que era, sonriente ante la mejora de las circunstancias.

Se quedaron los dos allí sentados, alimentando el fuego y calentándose las manos, mientras la temperatura aumentaba sonrojándoles las mejillas. Por fin, él se puso de pie y la ayudó a levantarse, impulsado por pensamientos sensuales. No había duda de que se recuperaba con rapidez.

Sin embargo, ella se apartó.

- Me parece que dejamos también algunas verduras. ¿Por qué no miráis ahí, en la despensa? Sólo tirábamos las cosas que pudieran pudrirse. No está bien desperdiciar la comida.

Sax se preguntó cuánta comida tirarían en su casa todos los días. Reparó también en que ella no se había apartado de su lado por timidez, sino sencillamente porque tenía la mente ocupada en cuestiones prácticas.

La sensata Meg.

La bobalicona de Meg.

Pensó también en que tendrían que pasar la noche allí, juntos, y abrigó ciertas esperanzas. ¿Qué mejor manera de calentarse?

Obedeciendo no obstante las órdenes de su dama, se alejó para ver qué había en la despensa, animado con la idea de que pudiera haber comida de algún tipo. No tardó en comprobar, una vez más, lo pobremente que habían vivido. Quizá tuvieran grandes cantidades de leche, mantequilla, fruta y otras cosas perecederas, pero lo dudaba seriamente. Todo lo que consiguió fue un manojo de guisantes, un dedo de avena que quedaba en el fondo de un tarro y unas cuantas hojas de algo entre verde y grisáceo, que apenas tenía el aspecto de verdura. En una cajita, había también una pizca de sal, y algo de pimienta en un bote. Por último, envuelto en un pedazo de papel azul, encontró un poco de azúcar.

Mientras colocó aquella lamentable colección de restos sobre la mesa de madera, se preguntó si eso sería realmente lo que separaba a una familia de cinco miembros de la inanición más absoluta.

La miró y vio que ella lo observaba, con una expresión de vergüenza en el rostro.

- Comprábamos la comida cada día.

- Ya supongo.

El conde recordó la gran cantidad de dinero que su esposa llevaba consigo el día de la boda. Recordó también el entusiasmo de los mellizos cuando veían aparecer la comida. Sabía que les gustaban las golosinas y le encantaba dárselas, pero no había entendido del todo la situación.

Más bien, no había entendido nada.

- ¿No hay verdura? -preguntó él, al verla con las manos vacías.

- Me temo que no. Pensaba cocinar una sopa…

Sin saber que decir, Meg se fue a alimentar el fuego desfalleciente con unas cuantas estacas más.

- La madera no durará mucho. ¿Qué vamos a hacer?

Así que no tenían madera cuando salieron para la iglesia. Y ella había estado a punto de echarse atrás.

¿Por que?

No había duda de que su esposa estaba en una situación tan desesperada que habría aceptado cualquier tipo de ayuda.

Aunque ya no le asaltaban las negras sospechas, no pudo evitar pensar en qué llegaría a hacer una mujer, en una situación tan límite, por salvar a los suyos y a sí misma. Fuera como fuese, ya no le importaba; ni siquIera aunque hubiera estado aliada con la dragonesa.

Ahora lo entendía todo.

Y confiaba en ella.

Llegó incluso a esbozar una sonrisa. Si ése era el caso, no estaba nada mal cómo se habían torcido los planes de la duquesa, pues a pesar de sus argucias, el resultado habla sido un buen matrimonio.

- ¿A hacer? -dijo él-. Creo que lo mejor será que nos quedemos aquí esta noche. Con un poco de suerte, por la mañana Owain lo habrá arreglado todo.

- ¿Y si no?

- Ya lo pensaremos cuando llegue el momento.

Meg volvió junto a la mesa y se quedó mirando la triste colección de restos.

- Podría hervir los guisantes, pero tardarían horas en reblandecerse, y tampoco es que sean lo más apetecible del mundo. Siempre podríamos calentar un poco de avena con agua, pero también tardará.

- Lo mejor es que nos vayamos a la cama.

Ella parpadeó, con los ojos enrojecidos. Asustada.

- Meg, los dos juntos en la cama, con montones de mantas encima, nos mantendremos calientes hasta que se haga de día. Allí podremos seguir hablando, lo mismo que aquí, y pensar en lo que podemos hacer.

- ¿Hablando?

La mesa los separaba.

- O haciendo otras cosas, si os parece bien.

- No.

- ¿Ah, no?

La mirada fija de ella perdió frialdad, con lo que se iluminaron las esperanzas de Sax.

- Tenemos que mantener la mente fresca para ocuparnos de los problemas.

- ¿Toda la noche?

- O bien, dormir.

Ella volvió a mirarlo, y esta vez no había nada de frialdad en sus ojos; incluso, a la luz desfalleciente del fuego, le pareció ver que se sonrojaba.

- No voy a hacer nada que no queráis, Meg. -¿Cómo convencerla para que accediera?-. Miradlo de otra forma. Si no se nos ocurre nada, tendremos que entregaros a la justicia. Ésta podría ser nuestra última noche juntos en bastante tiempo.

Ella se mordió el labio inferior.

- Siento mucho que os aterrorice la idea, pero es la verdad. Suelo pensar que soy omnipotente, pero no puedo hacer milagros. En todo caso, os libraré de la horca.

Meg se llevó la mano a la garganta, y él se acercó rápidamente a abrazarla.

- No seáis tonta, no penséis en esas cosas.

- Pero puede ser -dijo, al tiempo que se abrazaba más a él-. Puede parecer que lo hice yo. Me di cuenta cuando le conté la historia a la duquesa; todo sonaba muy extraño.

- Seguís siendo la condesa de Saxonhurst. Eso significa mucho.

Ella levantó la cabeza al oír sus palabras con la barbilla firme.

- No debería ser así. La justicia debería funcionar también para Meg Gillingham.

- Cada cosa a su tiempo. ¿Nos vamos a la cama?

Tras un momento, ella dijo:

- Muy bien.

Pero cuando llegaron a la puerta, se detuvo como si estuviera petrificada. Él pensó que iba a darle alguna excusa, pero de repente Meg se dio la vuelta y se alejó hacia una gran alacena llena de platos y bandejas.

Cogió una silla, se subió encima y empezó a buscar por la parte de arriba del mueble, dejando que se le cayeran el edredón y la manta. Sax se acercó presuroso.

- ¿Qué pasa? No vayáis a caeros.

Meg cogió un jarrón grande de barro y lo bajó. Él le sujetó la silla mientras ella descendía.

- ¡Acabo de acordarme! -exclamó ella con los ojos brillantes.

Él volvió a ponerle encima el edredón, cubriéndole los hombros.

- ¿Qué? ¿Más magia?

Meg no se dio por ofendida.

- No, algo casi mejor.

Levantó la tapa del jarrón y retiró un trapo que cubría la abertura. Metió la mano y sacó una masa marrón.

- ¿Eso qué es? -preguntó él, lleno de curiosidad.

- ¡Es el pastel de Navidad! Mi madre hizo uno el verano pasado, para que tuviéramos las típicas Navidades tradicionales. Y como no teníamos nada para el día de Reyes lo guardé para entonces. Hoy no es día de Reyes, pero creo que nuestra necesidad es más fuerte que la tradición.

Tomó un pedazo del pastel y lo introdujo en la boca de su esposo.

Él lo aceptó, aunque con cierto escepticismo. Normalmente el pastel de Navidad era algo caliente y empapado en coñac. Aquello era una cosa fría y dura, con una desagradable capa de grasa alrededor. Pero al instante, el dulzor de las pasas se deshizo en su paladar, y sintió ganas de comérselo entero.

Meg tomó otro trozo para ella, pero se detuvo antes de comérselo.

- Se supone que hay que pedir un deseo.

- Yo creí que eso era al hacer el pastel.

- ¿Seguís manteniendo esa tradición? ¿La de darle vueltas al pastel?

- Claro. El cocinero lo hace todos los años, y todos esperamos en fila a la puerta de la cocina, hasta que nos llega el turno de dar una vuelta y pedir un deseo.

- ¿Y cuál fue vuestro deseo para este año?

- Ya no me acuerdo. Eso fue en agosto. Un buen pastel de Navidad requiere su tiempo.

- Desde luego.

Vio tristeza en el rostro de ella, que se quedaba pensativa, recordando, y deseó tenerla entre sus brazos, pero el instinto le dijo que aquél no era un buen momento.

- ¿Recordáis vos vuestro deseo?

- No estaba aquí, estaba con los Ramilly.

- Pero vuestra familia también pidió un deseo al comerlo ¿no? ¿Cuál fue?

- Sólo anhelaba una cosa entonces: recibir alguna ayuda.

- De mí.

Ella sonrió y bajó la mirada.

- En esos días ni siquiera soñaba con conoceros.

Sax cogió el trozo de pastel y lo puso en los labios de ella.

- Y ahora ¿qué deseáis?

- Se supone que no tenemos que decirlo. -Pero, después de un momento, dijo-: Voy a pedir que, cuando se acabe esta pesadilla, sea la condesa que os merecéis. - Y aceptó el trozo de pastel.

- Ya sois más de lo que me merezco.

Meg se rió y negó con la cabeza, después le puso otro trozo de pastel en los labios.

- Decidme, ¿cuál es vuestro deseo?

Él lo masticó y se lo tragó.

- Que nos acabemos juntos el pastel en la cama. Meg se sonrojó, entendiendo bien el otro significado de «pastel». ¡Su perfecta y mágica esposa!

Ella se envolvió con la manta y el edredón, sintiéndose otra vez como un barco a la deriva, al iniciarse una tormenta. No sabía qué decir. Algo en su interior anhelaba lo que él le ofrecía.

- Estaremos más calentitos en la cama -dijo, en un intento de acercamiento.

- Desde luego.

Volvió a subir las escaleras, yendo ella en primer lugar, mientras sentía que las piernas le flaqueaban y que su marido la seguía, no sólo para iluminarla con la temblorosa llama de la vela.

Jamás en su vida había sentido una mezcla de emociones tan intensas. El miedo a la justicia la atenazaba como una losa fría, y la confianza de él le aliviaba, pero sólo levemente. Pese a que ella y su familia siempre habían sido personas respetables, con una vida ejemplar ante la ley, sabía perfectamente que el sistema judicial funcionaba muchas veces de forma monstruosa.

Alrededor del miedo estaba también la culpa. Su esposo no sabía aún que todo lo que estaba ocurriendo era culpa de ella. Estaba pasando hambre y frío porque ella utilizó una vez la sheelagh, y sir Arthur estaba muerto, probablemente, por la misma razón.

¿Sería totalmente honrado por su parte dejar que él le hiciera el amor, manteniéndolo en a ignorancia?

Otro problema menor, pero que también la preocupaba, era la sensación de que un matrimonio no debía consumarse en una casa abandonada, con tantos peligros acechándolos.

Le parecía algo ilícito.

Prohibido.

Cuando pensó en la cama que debían utilizar, consideró por unos instantes el lecho matrimonial de sus padres. Pero decidió que eso era impensable. Tendría que ser en la cama pequeña que habían compartido Laura y ella. Sin embargo, en su mente, aquella cama era tan virginal como un altar y, pese a sus votos matrimoniales, sentía que estaba a punto de cometer un pecado terrible.

Sabía que iba a cometerlo. Por encima del miedo, la ansiedad y la culpa, había un hormigueo febril que, tuvo que admitirlo, era deseo.

Cuando llegaron a la puerta del dormitorio, Meg se detuvo y se quedó mirando hacIa el jardín.

- Dije que no lo haríamos mientras no os reconciliarais con vuestra abuela.

Él la abrazó por detrás, envolviéndola con su edredón como si fuera un ángel suave y esponjoso.

- ¿Y seguís pensando del mismo modo?

Con la boca seca y casi susurrando, ella contestó:

- Debería. No es más que una anciana fría y desagradable, pero no merece que la odiemos.

Sax apoyó la cabeza contra la de ella y se quedo pensativo unos instantes.

- No puedo hablar de eso ahora, Meg, pero sé que tampoco puedo cambiar de opinión. Jamás lo haré. La decisión es vuestra.

Ella sopesó, durante unos segundos, el reto moral que le planteaban las palabras de su esposo. Pero ya no sentía lo mismo; tal vez después de su entrevista con la duquesa, quien desde luego, no era una mujer agradable. Quizá su cambio se debiera al frío, el miedo y la necesidad.

- Ya no me importa -contestó.

Él le besó el cuello, sorprendentemente templado, pese al frío que hacía.

- Puede que sí importe, amor mío, pero no en este momento.

Abrió la puerta de la habitación y la condujo adentro.

- ¿Vuestro dormitorio?

Meg asintió con la cabeza, mientras contemplaba la estancia con los ojos de él. En la sencilla cama de hierro, sólo quedaba una sábana blanca, pues le habían quitado la manta y el edredón. No había ninguna elegante alfombra, tan sólo las pequeñas alfombrillas hechas a mano. El espejo de la pared tenía algunos desconchones.

- No es una habitación muy grande -dijo ella.

Él la hizo girar para mirarla de frente, con aquel brillo cautivador de sus ojos.

- Es una fantasía deliciosa seducir a una doncella turbada en su lecho virginal.

Meg sintió como si acabaran de abrirse las puertas del infierno.

- Eso es lo que me da miedo.

- ¿El qué?

- Que tiene algo de pecaminoso. Lo siento así. En todo caso -concluyó, con la fuerza suficiente para apartarse de él-, tenemos que hablar de lo que vamos a hacer.

- Desde luego -asintió Sax, que en absoluto parecía amilanado. Tenía el aspecto de un depredador que acorralara cada vez más de cerca a su presa-. Pero tiene que ser en la cama, si queremos que el frío no nos impida pensar.

Ella sabía a la perfección que las palabras de su esposo eran engañosas, aunque llevarle la contraria hubiera sido sencillamente una idiotez. Además, el deseo se apoderaba de su ser, en constante lucha con su acendrada conciencia y su tambaleante sentido común.

Estamos casados, le decía el deseo.

¡Espera, espera! le gritaba la conciencia.

No es adecuado, le advertía el sentido común.

Se quedó con la mirada perdida entre la cama y su probable conquistador, aturdida por una sensación de miedo, cercana a la debilidad paralizadora que le producía la sheelagh.

La magia.

Magia pagana.

¡Oh, sí!

El fuego de los infieles.

- ¡Oh!

- ¿Oh? -preguntó él. Cuando ella no explicó lo inexplicable, le dijo-: ¿Puedo pediros que seáis mi criada unos momentos? No sé cómo quitarme las botas sin ayuda.

Todo volvió a situarse sobre la tierra. El deseo no se desvaneció, pero se hizo más normal. Después de todo, no era más que un hombre, especial sí, pero un hombre. Un aristócrata. Un aristócrata consentido y presuntuoso, que no sabía siquiera quitarse las botas. De repente, Meg sintió un enorme cariño por él.

- Mi querido conde, estáis tan desamparado como un bebé sin su niñera. -Tras decir eso, le puso la mano en el pecho y lo empujó, forzándole a sentarse en la silla que tenía detrás.

- Está bien, lo acepto. Salvo en una cosa. Hay una cosa que siempre hago solo.

Su confianza en sí mismo era ilimitada. Ella recordó la primera vez en que le pareció un gran defecto.

- Nos meteremos en la cama para tener calor. Una vez dentro, vamos a hablar sobre mi difícil situación.

- Sí, señora.

Al tiempo que hacía un gesto de reprobación con la cabeza, Meg se quitó la manta y el edredón, le levantó una pierna y empezó a luchar con la bota. Apenas hacía juego en el tobillo, y casi no podía moverla.

- Demasiado modernas estas botas, me parece a mí -dijo, al cabo de un rato-. Tendréis que dejároslas puestas.

- Además, vos sois sólo condesa, no duquesa.

- ¿Como? -ella sabía que las palabras de su esposo encerraban alguna picardía. La maliciosa comisura de sus labios se lo hizo notar.

- Os lo explicaré más tarde, cuando no seáis tan inocente.

Se sonrojó, pero le miró fijamente a los ojos mientras volvía a envolverse con los cobertores.

- Tenéis que decírmelo, que no se os olvide.

Comenzaba la cacería. Estaba dispuesta a plantar batalla, aunque acabara perdiendo al final.

- Me pregunto cómo sois capaz de pensar en cosas así cuando vuestra esposa está a punto de perder el cuello.

- La muerte inminente suele inspirar las necesidades vitales más básicas.

- Lo mismo que el hambre. Me suenan las tripas.

- Yo también estoy hambriento.

Sax se quedó esperando a ver qué hacía ella con aquella patata caliente, pero su inteligente esposa sabía muy bien cuando hacer caso omiso de las tentaciones. Hubiera preferido que no lo supiera tan bien.

Se quedó mirando a sus impracticables botas.

- Supongo que nunca habréis compartido el lecho con un hombre que llevara las botas puestas.

- No he compartido el lecho nunca con un…

- Tranquila. No pretendía ofenderos. Yo tampoco, y supongo que no debe de ser muy cómodo. Me temo que, además, tengo un sueño muy inquieto.

- Entonces tendréis que dormir en otra cama.

El brillo en los ojos de ella le indicó que acababa de hacer un movimiento a su favor, en la cacería.

- Entonces no podremos darnos calor -señaló él, al tiempo que se ponía en pie-. Confiemos en que vuestras espinillas sean resistentes, duquesa.

Ella le puso una mano en el pecho para detenerlo. Qué fácil le resultaba tocarlo. ¿Por qué?

- Explicadme eso de las duquesas.

- Luego.

Al oír aquella inocua palabra, se le subió el color.

El tacto de la mano de su esposa sobre su piel le resultaba encantador, aun a través del edredón.

- Os daré una pista: la duquesa de Marlborough.

Se quedó pensativa y, tras unos instantes, preguntó:

- ¿La historia de Blenheim y todo eso?

- Exactamente. El famoso duque, que volvió presuroso al hogar tras vencer en la batalla. Un día os llevaré a Blenheim y puede que os convierta en duquesa allí. Si es que conseguimos superar vuestra inocencia.

Con una mirada intencionada, aunque sonriente, lo empujó a la silla con tal fuerza que estuvo a punto de caerse hacia atrás.

- ¿De qué manera os quita las botas vuestro ayuda de cámara?

- No lo hace él, sino un mozo que tengo contratado especialmente para esa tarea.

- ¿Es eso una ocupación?

- Tened en cuenta que me las cambio tres y cuatro veces al día -dijo él, con tono dócil-. Y además también las limpia.

Arqueando las cejas, Meg le preguntó:

- ¿Y cómo os las quita?

- Se monta en mi pierna, dándome la espalda. Por lo visto así tiene mejor ángulo para actuar.

Ella lo miró con cierta desconfianza, pero, al momento, se quitó las mantas y pasó una pierna por encima del tobillo de el. Tras ponerle el pie en alto, empujó con fuerza hacia afuera, sujetando el talón de la bota derecha. Se le levantaron un poco las faldas, con lo que él pudo ver los bordados por encima de sus tobillos y el principio de sus hermosas piernas. La media de la pierna derecha tenía un delicioso zurcido a la altura del talón.

No había pensado nunca en lo eróticos que podían ser los zurcidos.

Ante sí tenía la encantadora visión del trasero de su esposa, especialmente pronunciado al estar ella inclinada hacia adelante. Con una sonrisa en los labios levantó la bota izquierda y le puso el pie allí.

Al tiempo que dejaba caer el pie derecho de él, Meg se puso rígida y se dio la vuelta para mirarlo.

- Nada más os estoy ayudando. Lo hago siempre con Crab.

- Os lo advierto, Saxonhurst -dijo ella, con un amenazador dedo en alto-. Cuando volvamos a casa se lo preguntaré al mozo y, si no coincide con lo que me decís, lamentareis las consecuencias.

- Mi querida condesa, ya lamento estar diciendo ahora la pura verdad.

- ¡Oh, sois imposible!

- ¿Imposible de resistir?

- No.

Dándole la espalda de nuevo, cogió el talón de la pierna derecha y empezó a hacer fuerza para sacarle la bota. Cuando él le puso el otro pie en la espalda, ella se limitó a hacer un leve movimiento.

¿Se resistiría su adorable esposa mucho más tiempo? Sax deseó que no. Él ya estaba erecto y deliciosamente excitado ante la visión de su trasero balanceándose de un lado a otro. Incluso los movimientos que sentía en el pie izquierdo mientras ella lo presionaba con fuerza le producían un intenso hormigueo por toda la pierna.

Y pensar que normalmente hacía lo mismo cuatro o cinco veces al día y no le parecía más que un aburrimiento…

Claro que Crab no era más que un tipo fortachón de cuarenta años y no tenía nada que ver con aquella lujuriosa dama, que resultaba ser su virginal esposa.

De un último estirón, ella consiguió sacarle la bota, y la tiró al suelo. Quitándose de un soplo un rizo de pelo que le caía sobre la cara sonrojada, se dispuso a montar sobre la pierna izquierda.

- Se os ve maravillosamente acalorada -señaló él, al tiempo que le ponía el pie descalzo sobre la espalda.

- Pues si tenéis frío, haced vos también algo de ejercicio.

- Querida mía, eso es exactamente en lo que estoy pensando.

Imaginó su cara de asombro mientras arremetía contra la otra bota.

Sax estaba casi derritiéndose al notar el sutil tacto de ella entre el calcetín y las distintas capas de ropa. Empezó a jugar con los dedos de los pies, bajándolos por la base de la espalda y, flexionando el tobillo, hacia la hendidura entre sus piernas.

Ella se movía de una manera que no tenía nada que ver con los esfuerzos por sacarle la bota. Cuando tiró una vez más con fuerza del talón, él dejó la pierna levantada entre los muslos de Meg.

Ella se envaró y se quedó quieta.

- Seguid -dijo él, con suavidad. Era un movimiento arriesgado, tratándose de una virgen, pero sabía que su condesa no era una virgen corriente.

Como para demostrarle que estaba en lo cierto, ella volvió a tirarle del talón con la misma fuerza que antes, haciendo caso omiso de la sacudida de la pierna entre las suyas con cada nuevo estirón. Cuando logró sacarle la bota, Meg se habría apartado de no haber sido porque él la tomó por la cintura y la sentó de espaldas en sus rodillas.

- Vámonos a la cama -le dijo su dama sin aliento y con las mejillas sonrosadas, seguramente por el ejercicio, aunque también por algo más.

- Ahora mismo -le murmuró Sax al oído-. Pero vos tenéis aún los zapatos puestos. Coged el edredón. Cuando ella se agachó para colocar el cobertor alrededor de ambos, él le levantó la pierna izquierda de tal manera que se le subieron las faldas, con lo que quedó a la vista la media blanca hasta la liga, preciosamente bordada en rojo y negro. Sax se preguntó si su dama sería capaz de resistir que descubriera sus misterios, aquel pequeño símbolo de su picardía secreta, pero ella se quedó pasiva en sus manos.

Empezó a ponerla a prueba, para comprobar hasta dónde aceptaría y cuándo empezaría a rebelarse. Aquel juego era la mejor lid amorosa que recordaba. Porque su esposa se opondría siempre que quisiera. Él lo sabía perfectamente y le encantaba que fuera así. Adoraba a aquella mujer imprevisible y testaruda.

Le desabrochó el botín, comprobando que el cordón estaba raído y que los botines estaban ya muy gastados.

- Tendré que darle a Susie una bonificación.

Meg permanecía inmóvil.

- ¿Por qué?

- Porque todo me apasiona en mi esposa.

En ese momento, ella se dio la vuelta.

- ¿Todo? He convertido vuestra vida en una total pesadilla.

- En este preciso instante, me siento más feliz que nunca en mi vida.

Meg se sonrojó.

- Pues yo…estoy helada.

Él le quitó la desgastada bota y le frotó los dedos de los pies.

- ¡Estáis congelada!

- Casi nunca miento.

Aquellas palabras evocaban cuestiones espinosas, pero él no tenía intención de abordarlas antes de otras mucho más importantes. Volvió a ponerle la pierna en el suelo, acariciándosela. Estuvo tentado de seguir avanzando, hacia el muslo desnudo, y llegar justo al punto donde deseaba arribar desesperadamente, pero su dama tenía frío, y él no era un desalmado.

Le levantó después la otra pierna y repitió el proceso de quitarle la bota con rapidez. Acto seguido, se puso de pie y la ayudó a levantarse.

- ¿Deseáis quitaros algo más?

Ella lo miró con sorpresa. ¿Acaso había pensado que él iba a desvestirla? A continuación, se despojó de la pesada chaqueta de su mozo de cuadra.

- Si me quito algo más, será dentro de la cama.

Meg dispuso la manta y el edredón sobre la cama y se metió rápidamente en ella.

Por un momento, Sax pensó en quitarse los pantalones, pero, dejando a un lado los convencionalismos, se apresuró a meterse también dentro de la cama, no sin antes poner encima el edredón y la manta que llevaba y remeterlos toscamente por los bordes.