Capítulo 6

La casa era una mansión típica de ciudad, alta y con doble fachada principal, en piedra gris. En el espacioso vestíbulo enlosado había un pequeño ejército de sirvientes, que esperaban de pie a recibirlos. Todos iban perfectamente uniformados, y sus miradas brillaban de curiosidad.

Meg tuvo que descartar otra de sus ideas preconcebidas: su presencia allí no se requería para salvar a un desquiciado conde del desorden y el caos. No es que estuviera segura de que no se tratara de un desquiciado, pero, desde luego, su desquiciamiento no se arreglaba con una buena organización doméstica y tiernos cuidados.

Tal vez el lecho atenazador fuera lo único para lo que se la requería allí.

¡Qué más daba! Intentaría cumplir con su papel de esposa en todo cuanto el conde deseara. En cierto modo, la actitud medio de broma con que había mostrado su rebeldía mientras iban en el carruaje había sido un poco indisciplinada. Meg miró al conde. No parecía que a él le hubiera molestado especialmente. La idea de tener a alguien con quien jugar con las palabras, alguien a quien no le importara su excesiva franqueza e incluso que se la tomara tan bien como él había hecho, le resultaba muy atrayente.

En ningún caso lo habría esperado de un marido.

Descubrió entre la servidumbre a un criado vestido con librea, y sólo por su cara vivaracha y su escasa estatura, supo enseguida que se trataba del Mono de Susie. Con gesto de contento, el criado le guiñó un ojo. No era de extrañar que estuviera tan feliz, pues gracias a ella contaba ahora con los medios para establecer su propio negocio.

Se acercaba hacia el conde en aquel momento un caballero majestuoso de pelo cano, sin duda, el mayordomo, pero antes de que empezara a hablar, uno de los criados que habían estado en la iglesia, exclamó: -¡Un hurra por sus señorías, Lord y Lady Saxonhurst!

Y el vestíbulo se inundó de gritos de festejo.

A los pocos instantes, se hizo el silencio, y se oyó una voz que decía:

- ¿Cuál ha sido tu última insensatez, Frederick? Meg sintió bajo su mano que el brazo del conde se ponía tan tenso como si fuera de hierro.

Él se volvió rápidamente para mirar al otro lado del vestíbulo, donde una dama de cabellos plateados se encontraba sentada en una antigua y recargada silla de mano, cuyas varas sujetaban como estatuas dos criados, vestidos con una elegante librea de tonos dorados y rojos.

La portezuela de la silla estaba descubierta, y Meg pudo ver que la dama vestía completamente de negro, pero con un traje de rica seda, con incrustaciones de azabache. Bajo las alas de un sombrero de raso negro plisado, le sobresalían los rizos plateados del cabello. Sus ojos tenían un familiar destello amarillento y, en aquel rostro surcado de arrugas, irradiaba una mirada llena de dureza.

- Excelencia, qué sorpresa. -Era la primera vez que Meg oía un tono de voz salpicado de tanta acidez y amargura.

La anciana dama no se inmutó y, volviendo su dura mirada hacia Meg, dijo:

- ¡Os compadezco! No ha sido una sabia decisión por muy acuciante que fuera vuestra necesidad.

Antes de que los paralizados labios de Meg consiguieran emitir alguna respuesta, el conde dijo:

- Minerva es una dama respetable y ahora, la condesa de Saxonhurst. Os exijo por tanto, Excelencia, la máxima cortesía.

El mayordomo carraspeó.

- Su Excelencia, la duquesa viuda, ha traído equipaje, milord. y señaló hacía una pila de maletas y sombrereras, que estaban amontonadas en una esquina de la habitación.

- ¿Vas a echarme a la calle, Frederick?

- ¡Ni soñarlo!

Meg se alegró de que, al menos, el conde no pretendiera negarle cobijo a su abuela por una noche.

Él siguió hablando.

- Os trasladaré cuidadosamente a vos y a vuestras posesiones a Quiller, para que os instaléis allí.

- ¿A un hotel, milord? -protestó Meg.

- No digáis nada -musitó el conde, utilizando para ella un tono especial y sin separar los ojos de la dama de la silla. Curiosamente, él parecía ahora un animal al acecho, pendiente de los movimientos de la jauría.

No daba la impresión de que la duquesa se mereciera tanta ira. Después de todo, su matrimonio era en efecto una insensatez, y Meg no hubiera accedido de no verse tan forzada por su situación.

De pronto, el conde sacó unos impertinentes y se los puso delante de los ojos.

- ¡Mi querida prima Daphne! No sabía que estuvierais aquí.

Meg no había advertido la presencia de una joven que se encontraba de pie junto a la silla de la anciana dama, pese a que su atuendo era de un lujo extraordinario, con una larga estola de piel y un gran sombrero con penacho de plumas. La vestimenta le acentuaba su escuálida y pálida figura. A diferencia del conde, que se las arreglaba siempre para ocupar todo el espacio, aquella prima Daphne apenas resultaba visible.

Entonces, ¿por qué la voz del conde tenía un tono tan cáustico? La joven elevó la barbilla, y sus trémulos labios temblaban.

- ¿Por qué no iba a estar aquí? -La joven levantó la mano izquierda, mostrando la gran esmeralda del anillo que llevaba-. Podéis ver en mi mano el sello de compromiso de los Torrance.

Meg miró de soslayo, pero enseguida su marido le dijo:

- Jamás le he dado palabra de matrimonio.

- Íbamos a casarnos hoy -declaró la prima Daphne.

- Me temo que os equivocáis.

- Estaba acordado desde siempre -dijo la duquesa.

- A veces, hasta la viuda duquesa de Daingerfield se equivoca. Pringle…

- ¡Mujeriego! -dijo con tono de indignación la duquesa. Jugabas con Daphne cuando estabais los dos en la cuna.

- Si hice entonces algo impropio, la culpa debéis echársela a la niñera. ¡Pringle!

- ¡Saxonhurst! -exclamó Daphne, al tiempo que el rubor más intenso le invadía las mejillas- ¡Sois repugnante!

- Mi adorada Daphne -él la miró otra vez a través de los impertinentes-, os estáis poniendo muy roja. ¿Qué fue lo que os hice cuando estábamos en la cuna? Debo decir que me honra el haber sido tan precoz.

- ¡Maldito canalla¡ Meg, horrorizada, dijo casi en silencio:

- ¡Pero señor…!

- Callad -contestó él, casi en un susurro-. Pringle, no estoy acostumbrado a que me ignoren.

- ¡Mi señor! -exclamó el mayordomo sorprendido- ¿Deseáis trasladar a la duquesa?

- Creí que eso había quedado claro hace ya un rato.

La duquesa lo miró tan fijamente como él a ella.

- Te desafío a que te atrevas a echarme de tu casa, Frederick.

- Su Excelencia ha despedido a los carruajes, señor.

- Utilizad los míos.

- No pienso moverme. ¡Quédense ahí! -ordenó la duquesa a sus criados.

- Utilizad todos mis coches si es preciso -ordenó el conde-, y sacad de aquí todo el equipaje; eso incluye a la duquesa y a lady Daphne.

- ¡Saxonhurst! -exclamó lady Daphne- ¿No seréis capaz de…

- Mirad como sí soy capaz.

- Señor -protestó Meg-, estamos en Navidad…

- Mantened la boca cerrada.

Horrorizada, Meg se apartó y se acercó a los mellizos para protegerlos rodeándolos con los brazos. ¿Cómo se había atrevido a llevar allí a su familia?

Los criados se pusieron en acción, retirando a toda velocidad las maletas del vestíbulo. Cuando ya sólo quedaba mover la silla de mano, la duquesa dio un golpe en la portezuela del palanquín y ordenó a sus hombres que avanzaran. Con el cuello erguido, la prima Daphne la siguió.

Cuando la silla pasó lo suficientemente cerca del conde, le dijo, mirándole a la cara:

- No tenéis el mínimo decoro, Saxonhurst.

- Entonces, ¿por qué diablos queréis casaros conmigo?

- Sólo por agradar a la duquesa. La hacéis sufrir inmensamente.

- ¿Queréis decir que no es por mi lujuria? ¿Ni siquiera después de aquellos juegos nuestros en la cuna?

- ¡Me dais asco!

- Es injusto que me juzguéis tan mal por mis técnicas infantiles. Os aseguro que ahora…

- ¡Jamás volveré a cruzar la puerta de vuestra casa!

La joven se dispuso a seguir hacia adelante con paso digno, pero el conde la detuvo con el brazo y, acercándose más al palanquín, dijo:

- ¿Debo entender que esto también os incluye a vos, Su Excelencia?

La viuda lo miró con la expresión orgullosa de uno de los primeros mártires cristianos.

- Puedes tener mi palabra Frederick, de que no volveré a mancharme las manos contigo.

Saxonhurst miró entonces a su alrededor, tomo de la mano a Meg y la acercó a su lado.

- Creo que no os he presentado ¿verdad? Minerva, condesa de Saxonhurst, os presento a la madre de mi madre, la duquesa viuda de Daingerfield, y a mi prima, lady Daphne Grigg.

Por la mirada que la duquesa lanzó a Meg era evidente el disgusto que poseía a la anciana dama. El comportamiento del conde había sido absolutamente desorbitado. Si no era un desquiciado, no había ninguna duda de su desequilibrio y de su intolerable mala educación.

- Con franqueza, no puedo daros la bienvenida a la familia -los fríos ojos de la duquesa recorrieron de arriba abajo el atuendo de Meg, para acabar reflejando una profunda desaprobación-. Sois totalmente inapropiada para ostentar el título, y es poco probable que seáis capaz de enderezar a Saxonhurst. Pero yo nunca abandono a mi familia. Si necesitáis algún consejo, venid a visitarme. Estaré en la ciudad hasta el día de Reyes, según parece en el hotel Quiller. Ahora, Frederick, si me lo permites, te complaceré y abandonaré tu desastrosa casa.

El conde se echó atrás con rapidez. La silla, en la que Meg pudo observar una corona ducal y un león rampante grabado en la portezuela, volvió a ser levantada por los criados y dirigida hacia la puerta.

El león y el unicornio, en lucha por la corona, se persiguen uno al otro por toda la ciudad…

Meg se sentía como si acabara de asistir al enfrentamiento entre dos terribles depredadores. ¿Qué pasaba realmente?

Daphne no parecía una esposa apropiada para el conde, y la duquesa lo sabía. Susie había tenido razón al decir que la abuela del conde le buscaría la peor esposa que pudiera. Resultaba especialmente sórdido que la dama considerara a su nieto un caso perdido.

Pero la verdad es que él lo era. Por grave que fuera lo que los enfrentaba, estaba muy mal no ser hospitalario con los parientes, y más aún en aquella época del año. Con estremecimiento, Meg cayó en la cuenta de que él en ningún momento la había llamado abuela.

- Os ha ofendido.

Meg lo miró, buscando en él algún signo de locura, y sólo vio su encantadora sonrisa.

- No estoy acostumbrada a ser la esposa de un conde.

Él se quitó los impertinentes.

- Ya aprenderéis lo que debáis aprender. -Justo con el sonido de la puerta principal al cerrarse, se desvaneció como la nieve bajo el sol el hombre malvado y grosero que acababa de ser el conde-. Los criados que viven conmigo, aunque a veces son algo escandalosos, saben muy bien lo que tienen que hacer y se ocuparán de vos.

- Pero…

- No prestéis ninguna atención a la duquesa y, sobre todo, no vayáis a verla al Quiller en busca de consejo. Os lo prohíbo terminantemente.

Por el tono con el que lo dijo, Meg supo que no hablaba en broma.

- Ahora -dijo el conde sonriente y con la alegría de nuevo en los ojos-, sentémonos a la mesa antes de que los mellizos desfallezcan de hambre.

Los criados se acercaron para ayudarles a quitarse las capas y los gabanes y se los llevaron en los brazos con la misma suavidad que si fueran de seda y terciopelo.

- ¿Dónde está Brak? preguntó de repente e conde, poniendo tensa a Meg, que se preguntaba que ocurriría a continuación.

- Lo hemos quitado de en medio, milord, por si molestaba -contestó el mayordomo y, al cabo de unos instantes, hizo su entrada en el vestíbulo un animal enorme y desgarbado.

- ¡Siéntate! -ordenó el conde con prontitud; al momento, el perro se detuvo y se quedó sumiso sobre las dos patas traseras. Sin embargo, siguió mostrando las fauces como si también él estuviera muy hambriento, y Meg pensó que era el perro más feo que había visto en su vida, peludo y lleno de manchas marrones y grisáceas.

Para su sorpresa, el conde se acercó a él y, poniéndose a su altura, empezó a acariciarlo. Observó entonces cómo el animal golpeaba el suelo con el rabo como si quisiera romper todas las baldosas.

Qué mascota tan extraña para un noble. Después de la terrible escena que acababa de presenciar con la abuela, Meg empezó a dudar seriamente del equilibrio de su nuevo marido.

El conde se levantó y, dirigiéndose al perro, dijo:

- Ven a saludar a tu nueva familia. No te harán daño. ¡No te harán daño!

Llevó el perro hasta donde estaba Meg.

- Te presento a mi condesa. Salúdala como un caballero, Brak.

El animal dejó de menear el rabo, se sentó y levantó una pata.

Forzada, Meg se la cogió.

- Buenos días, Brak.

La bestia seguía mostrando las fauces.

- Nació con ese defecto en la boca -comentó el conde-. No hagáis caso de su feroz dentadura es un cobardica, incapaz de atacar a nadie.

A continuación, presentó el perro a los demás miembros de la familia de Meg, y resultaba evidente que su intención era tranquilizar al animal, no a los niños. De hecho, dirigiéndose a los mellizos, dijo:

- Estoy seguro de que disfrutará mucho con vuestra compañía, pero no os riáis de él y jamás creáis que os va a defender; no lo hará.

Meg se preguntaba por qué le gustaba tener un perro tan inútil, pero no dijo nada. Tal vez fuera una especie de chifladura, que esperanzaba también en cierto modo a todos los demás inútiles de los que el conde se hacía cargo.

Cuando ya pareció que el perro estaba lo suficientemente tranquilo, el conde condujo a Meg a una de las habitaciones, pero antes detuvo a uno de los acelerados criados y le susurró algo al oído.

¿Qué pasará ahora? Meg volvió la mirada hacia sus hermanos para comprobar que no estaban aterrorizados ante toda aquella locura. Laura no podía disimular el asombro en sus ojos, pero había una sonrisa en sus labios. Los mellizos parecían muy interesados por hacerse amigos del desgarbado perro, y Jeremy observaba detenidamente una estatua griega que había en un nicho de la pared. Ninguno de ellos daba la impresión de estar tan preocupado como ella.

Claro que tampoco ninguno de ellos compartiría el lecho con aquel extraño. ¿Por qué no habría aceptado que siguiera él con la cacería como se proponía? Tal vez habría podido evitar la trampa unas semanas mas, quizá meses…

Tras dar algunas instrucciones al criado, el conde los llevó a un comedor de mediano tamaño. Meg se complació al ver que el perro se quedaba fuera. Supuso que el conde estaría orgulloso de tenerlo bien adiestrado.

La mesa, elegantemente dispuesta, estaba servida para siete comensales y llena de platos.

Meg oyó cómo Rachel susurraba al oído de Richard:

- ¡Mira, oro!

En efecto, había dos fuentes de oro en el centro, con frutas, almendras y otros manjares. Iba a ser una opípara comida.

Al ver tan emocionados a los mellizos, Meg se preocupó y dijo:

- Richard y Rachel no suelen comer con…

- ¿Con los adultos? Pero hoy es un día especial. ¡Sentaos todos!

Meg tomó asiento a la derecha del conde, sin perder de vista a la agitada pareja. Los dos miraban con ojos enormes la extravagante exposición de alimentos, como temiendo que desaparecieran si parpadeaban. Acabarían poniéndose enfermos de tanto comer.

Entraron los criados y les sirvieron a todos platos con distintos helados.

- Señor, no podemos empezar por el helado.

- ¿Por qué no? -y, cogiendo la cuchara, el conde empezó a comer de su plato-. No han encontrado mucha cantidad y se derretirá si esperamos.

- Fuera hace frío, que lo dejen hasta que hayamos comido los otros platos.

- No, se lo comerían los pájaros.

- Pero señor…

Acercándole la cuchara a los labios, le dijo:

- Vamos, Minerva, haced alguna locura de vez en cuando.

Dominada por aquellos intensos ojos, no pudo esquivar la invitación y se comió el helado. Mientras saboreaba la deliciosa dulzura de la vainilla, supo que aquello era el primer paso del vertiginoso camino hacia su perdición.

Con una sonrisa, el conde le entregó su cuchara y cogió la de ella, tras lo cual procedió a seguir comiendo del plato con deleite. Meg no podía negar que le gustaba, por mucho que le pareciera poco correcto empezar por semejante lujo antes de haber comido lo verdaderamente alimenticio.

Poco correcto sí, pero tan sólo una pequeña locura al fin y al cabo. Al ver cómo disfrutaban sus hermanos se relajó. Era eso lo que deseaba para ellos: buena comida y algún que otro lujo de vez en cuando.

La habitación estaba decorada con motivos navideños, por todas partes había cintas de colores, centros de mesa adornados con piñas y lazos, y ramas de muérdago por las paredes; todo lo que los mellizos habían echado en falta. No era una cena de Navidad pero se le parecía bastante. Abundaban sobre la mesa los platos con jamón y otras carnes frías, fuentes de naranjas y frutos secos. Aún quedaban seis días para que se terminaran las fiestas y, gracias a aquel hombre, su familia podría disfrutarlos.

Una vez terminaron de comerse el helado, los criados sirvieron los platos calientes; vino en las copas de los adultos y limonada para los más jóvenes.

De pronto, Owain se puso de pie y levantó su copa. -Por lady Saxonhurst, la encantadora dama que nos ha hecho a todos tan felices.

Meg se sonrojó, al tiempo que los comensales decían:

- ¡Hurra, hurra! -Resaltando entre todos los gritos los de los mellizos. A continuación Richard y Rachel se bebieron de un sorbo la limonada como si hubieran vivido siempre en un desierto.

El conde se puso de pie.

- En nombre de mi esposa, os lo agradezco a todos, y quiero también agradecerle a ella que haya traído como dote a su encantadora familia. Por Minerva. -Y tras levantar la copa de vino hacia ella, se la bebió sin dejar de mirarla.

Por unos momentos, Meg sintió que iba a desmayarse. Pese a todo, la mirada de él expresaba un afecto sincero, y aquel exceso de calidez la turbaba con especial intensidad. Costaba trabajo creer que era el mismo hombre frío de hacía apenas unos minutos. Ahora, sin embargo, se sentía embargada por su ternura.

Pero se acordó entonces de la cacería.

En el carruaje pensó que era una buena idea poner fin a la seducción si llegaban bruscamente al final. En cambio, ahora, le parecía que sus palabras no habían sido nada acertadas y se sentía como un conejo a punto de ser devorado por el lobo.

- Estoy observando vuestros gustos.

La voz del conde hizo caer en la cuenta a Meg de que llevaba mucho rato preocupada únicamente de comer y vigilar a los mellizos, sin prestar la debida atención a las formas.

- ¿Mis gustos, señor?

- Saxonhurst -le recordó él.

- Es verdad. Saxonhurst, ¿por qué estudiáis mis gustos?

- Así sabré cómo complaceros.

- No es difícil complacerme -pero en aquel momento la sequedad que sintió en la boca le obligó a tomar un sorbo de vino-. ¿Acaso observáis mis gustos para saber cómo cazarme?

- ¿No me habíais prometido que vendríais amablemente a mi guarida esta noche?

Tal vez fuera un buen momento para anunciarle el cambio de planes, pero le daba rabia echarse atrás. En cualquier caso, no podía hablar de un tema así sentados a la mesa. Reparó en que, después del helado, el conde había comido muy poco. En aquel momento él no comía, sólo tomaba sorbitos de vino, relajado cómodamente en la silla.

Sin embargo, ella había sido tan glotona como los mellizos. Avergonzada, dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor y la tartaleta de gambas a medio comer.

El conde hizo un gesto con un dedo y, al momento, acudió un criado presuroso a rellenarle la copa. Meg no estaba segura de que fuera prudente seguir bebiendo, pero era un vino muy rico y necesitaba ocupar las manos en algo.

- Estudio vuestros gustos -volvió a decir el conde- y veo que os gustan las gambas, pero no le hacéis demasiadas fiestas al pescado. Disfrutáis con las alcachofas, pero las zanahorias no os hacen mucha gracia.

Quizá es que hay demasiadas cosas. Yo estoy acostumbrada a la austeridad.

- Pero no habéis acabado la tartaleta de gambas; eso me sorprende, porque es la segunda que coméis. ¿Es que está mala o algo así?

Meg se sonrojó. -La verdad es que intentaba moderarme y comer tan poco como vos -cogió otra vez el tenedor y el cuchillo-. Pero me la voy a acabar, sería una pena tener que tirarla.

Él se rió, y su carcajada tuvo en ella el efecto de disipar sus intenciones de moderación. Se concentró en dar buena cuenta del hojaldre con gambas.

- Tengo muy buen apetito. Excelente, en realidad -dijo él, y durante unos segundos dejó que ella dudara a qué tipo de apetito se estaba refiriendo-. Pero es que he desayunado mucho esta mañana. Podéis estar segura de que más tarde estaré hambriento.

¡Qué espanto!

- ¿Qué os gustaría que hiciéramos esta noche?

Meg se atragantó.

- Me refiero a ir a alguna parte.

Ella lo miró.

- A ir todos juntos a algún sitio -añadió él, con una divertida expresión en los ojos.

El muy ladino…

- Lo que solemos hacer, señor, es leer algo si hay luz suficiente, entretenernos con alguna labor de costura. -Intentando superar la vergüenza, Meg añadió entre tartamudeos-: Algún juego…Normalmente nos vamos pronto a la cama…

No, no. Eso no había sido muy acertado.

- Me parece estupendo. -En sus ojos brillaba una expresión de malicia; volvió a beber de su copa. Meg concentraba su atención en los labios de él. Eran perfectos, ni demasiado finos ni demasiado gruesos. Simplemente perfectos, y vino a su mente la evocación de cuando los había sentido sobre los suyos…

- Pero tal vez esta noche podríamos hacer algo más interesante. Más…extraordinario. Es mi cumpleaños.

Meg lo miró, sintiéndose cada vez más como un indefenso conejito a punto de ser devorado por el lobo.

- Además, es el día de Año Nuevo y suele haber función especial en los teatros.

Liberándose del hechizo de sus ojos, Meg bebió un sorbo de su copa de vino.

- Quizá podríamos ir a Astley, si todavía ponen el número de los jinetes. Nuestros padres solían llevarnos hace años, pero los mellizos eran entonces demasiado pequeños.

Sin perder detalle, Richard exclamó con la boca llena de comida:

- ¿A Astley?

- ¿De verdad? -preguntó Rachel.

El conde se rió.

- ¿Sigue habiendo función en Astley, Owain?

El secretario miró entonces a Mono, que rondaba por allí y se levantó presuroso a informarse.

Meg debía tener expresión de desconcierto porque el conde le dijo:

- Owain se ocupa de todos mis asuntos; lo hace mucho mejor que yo. Además, le conviene trabajar. Es malo el ocio para los holgazanes. El señor Chancellor emitió un suave resoplido de queja-. Mono comprara entradas para todos. Los criados siempre están enterados de estas cosas. Cuando necesitéis algo, pedídselo a Owain, y él lo arreglará.

- Tengo que hablaros de algunos asuntos, señor. -Meg detestaba tener que hablar de dinero tan pronto, pero las deudas la abrumaban como quien tiene una soga al cuello.

- En ese caso, hablaremos después de comer. ¿Queréis otro pastel o alguna otra gelatina?

- No, gracias. Ya he comido demasiado.

- Creo que todos debéis quedaros bien satisfechos. ¿Alguien desea otra cosa más?

Laura y Jeremy dijeron que no con un gesto de cabeza, pero Meg pudo ver la tentación en los ojos de los mellizos, pese a que debían de estar ahítos.

- Ya nada más -les dijo Meg con firmeza-. Después, si tenéis hambre, podréis volver a comer.

La hermana mayor sabía que tardarían algún tiempo en acostumbrarse a tener comida rica y en abundancia a intervalos regulares. Del mismo modo que a ella le costaba aun aceptar que tenían la vida más o menos resuelta.

Y así era, pese a la errática conducta del conde y la temerosa proximidad del lecho matrimonial. Al parecer, cuanto deseara estaría al alcance de su mano con sólo pedirlo.

Se levantaron todos de la mesa y, a sugerencia del conde, el señor Chancellor acompañó a los hermanos a que inspeccionaran sus habitaciones, y apartarlos así de la pareja. Según se marchaban, el conde exclamó:

- Fijaos bien en todo lo que queráis cambiar y decidlo.

Después, condujo a Meg a otra habitación, y el perro se levantó para salir tras ellos.

Al poco rato, Meg se encontró en una especie de estudio, donde había un gran escritorio y estanterías con libros. Era una estancia segura y acogedora. El perro fue a tumbarse justo delante de la chimenea, en la que ardía un buen fuego.

Meg reparó en que, en aquella casa, había enormes chimeneas en todas las habitaciones. Incluso en el vestíbulo hacía bastante calor. Pero tal vez fuera su agitación lo que le provocaba tanto acaloramiento, y no sólo el carbón ardiendo. Por primera vez se encontraba totalmente a solas con su marido, y era para hablar de dinero.

Saxonhurst la condujo hasta el sofá que estaba más cerca de la chimenea. Ella miró con anhelo en dirección a dos sillas entre las que debía de haber uno o dos metros de distancia, pero no pudo evitar sentarse en un extremo del sofá.

- ¿Es aquí donde os ocupáis de vuestros negocios, señor?

- Owain se ocupa de todo, y él tiene sus propios aposentos; yo vengo aquí de vez en cuando para guardar las apariencias. -Mientras pronunciaba aquellas palabras, tomó asiento en el otro extremo del sofá y extendió los brazos por el respaldo y en uno de los laterales. Al parecer el conde de Saxonhurst tenía la molesta costumbre de ocupar siempre todo el espacio-. Y bien, ¿de qué asuntos queréis hablarme?

- Tal vez debería estar presente el señor Chancellor. -Meg sentía verdadera curiosidad por ver cómo el secretario le organizaba la vida, pero también sentía el deseo de que hubiera allí una tercera persona. El brazo extendido en el respaldo del sofá dejaba peligrosamente cerca de su hombro la mano del conde.

- Se ocupa de todas las cuestiones de trabajo, pero en el caso de vuestros asuntos personales, es mejor que los hablemos en privado.

Él tenía razón. Meg estaba tan acostumbrada a resolver ella sola todos los problemas que le costaba un gran esfuerzo tener que compartirlos con otro, aunque se tratara de su marido. Lo que más detestaba era tener que pedir dinero.

- Decidme -señaló él-, ¿qué os preocupa?

- Tengo muchas deudas -dijo directamente, bajando la vista hacia las manos que tenía cruzadas en el regazo-. Ya sé que no mencioné nada en nuestro trato y seguramente no estáis obligado a pagarlas…

- Os equivocáis, querida. Todo marido asume las deudas de su esposa.

- Ah -contestó ella y, con el ceño fruncido añadió-: ¿No os parece una bobada no haberlo preguntado antes, señor?

- Minerva, me sorprendería sobremanera que vuestras deudas descabalaran mínimamente mi fortuna. Tenía que casarme y estoy encantado de correr con los gastos. Así pues, ¿qué deudas son ésas?

Cuando, por el gesto de ella, el conde advirtió que intentaba señalarle que fuera más juicioso, añadió:

- No os esforcéis, personas con más autoridad que vos han intentado inútilmente hacerme cambiar. ¿Qué deudas, Minerva?

Por un momento, se dio por vencida. Pero, pese a las palabras que el acababa de pronunciar, ella conseguiría enseñarle a ser más sensato.

- Todos los tenderos de la zona donde vivíamos han sido muy amables en servirnos a cuenta. Yo he pagado lo que he podido, pero todavía queda bastante pendiente. Me agradaría que cobraran, porque son trabajadores y…

- ¡Qué situación tan desagradable!

- Si teníais previsto darme algo de dinero para mis gastos, señor…

Dejó de hablar al sentir la mano firme de él apretándole suavemente el hombro. Hasta ese momento, ella había estado mirando al vacío, atenazada por la vergüenza.

- Minerva, no es necesario que os expreséis como quien está confesando sus pecados. Ya sé que tenéis deudas porque no habéis tenido dinero para pagarlas y, por supuesto, yo voy a asumirlas. Pero no con el dinero para vuestros gastos. ¿Será suficiente con doscientas?

- Doscientas será de sobra.

- ¿Eso es todo lo que debéis?

Sintió el rubor cubriéndole las mejillas, como si resultara vergonzoso deber una cantidad tan insignificante. Una cantidad que para muchos significaba el salario de un año y que podría haber llevado a su familia al mayor de los desastres.

- No tengáis en cuenta lo que he dicho -dijo él-. Con doscientas me refiero al dinero para vuestros gastos.

- ¿Doscientas libras?

- Doscientas guineas.

- Eso es muchísimo.

- Ya veréis como no. -Meg reparó en ese momento en que la mano de él seguía aún sobre su hombro, pero ya no se lo apretaba; ahora, casi ardía de calor-. Yo me ocuparé de pagar esas pequeñas deudas, pero vos deberéis encargaros de otros muchos gastos menores. Además, como condesa de Saxonhurst, se espera que hagáis obras pías y participéis en causas humanitarias. Añadid a esto los juegos de apuestas. Tendréis que pagar todo eso con el dinero para vuestros gastos.

- Yo nunca juego a las apuestas.

El conde esbozó una sonrisa maliciosa.

- Pues a mí me parece que hoy habéis jugado a una buena apuesta.

- Ya sabéis lo que quiero decir.

- Sí. En todo caso, vuestra vida ha cambiado. Sería absurdo negarlo. Vuestras costumbres serán ahora diferentes. Mi abuela tenía razón en decir que os va a costar cierto esfuerzo, pero dudo mucho de que no seáis capaz de superarlo.

Meg se sintió como si le acabaran de decir un cumplido.

- Gracias.

- A menos que os enviciarais con el juego, y podéis estar segura que en tal caso yo os pondría freno, no debéis preocuparos por el dinero. Haré que mi abogado se encargue de todos los detalles; también, de que destine una cantidad para vuestros hermanos -esbozó una sonrisa-. Dentro de poco Laura comenzará a romper corazones. Se merece una dote adecuada.

Meg tomó la resolución de advertirle que fuera más cauteloso con la generosidad.

- No me parece bien que…

- ¿Os perturba la idea de romper los corazones de los hombres? Creí que a las mujeres os encantaban esas cosas.

- Me refiero a que os sintáis obligado a ocuparos de mi hermana.

- ¿Acaso no fue ése nuestro trato?

- Me refería únicamente a proporcionarle un hogar apropiado…

- Pero entonces tendríamos que quedarnos con ella el resto de nuestras vidas. -Intentó suavizar sus palabras con una sonrisa-. En todo caso, estoy seguro de que mis amigos se van a prendar de ella en cuanto la vean.

Acordándose de sir Arthur, Meg sintió una punzada de alarma.

- ¡Sólo tiene quince años!

- Eso no los detendrá. Y el año que viene, si estáis de acuerdo, podríamos celebrar su puesta de largo para que empiece realmente a entrar en sociedad.

- No sé qué decir. -Pero la idea de la puesta de largo le sonó decorosa y segura, aparte de implicar…

- ¿Habrá presentación en la Corte? -dijo casi susurrando, al tiempo que lo miraba de frente-. Espero que no.

- Por supuesto que sí. Y pronto, también tendré que presentaros a vos como mi esposa. Es fundamental. Y a vuestros hermanos, a su debido tiempo.

¡Qué situación tan embarazosa! Meg se sentía llena de dulces y manjares, pero no era una sensación por completo placentera. Era todo excesivo. Y, sin embargo, no sería capaz de negarles a sus hermanos semejantes privilegios.

En algún momento, el conde se habla puesto mas cerca, y ahora la tenía cogida de las manos. El contacto con su piel la desmoronaba.

- No os preocupéis tanto, querida esposa. Estoy seguro de que lo habréis pasado muy mal, pero, a partir de ahora, podéis echarme a mí la carga. No será nada, sobre todo si yo se la echo a Owain a su vez. Dadle una lista con todas las deudas, y él se encargará de saldarlas. ¿Hay alguna otra cosa que os preocupe?

Sería maravilloso si ella pudiera estar segura de que siempre iba a ser ese conde, y no el salvaje que había tenido la desgracia de ver antes.

- Creo que nada más, señor. Bueno, habrá que recoger nuestras pertenencias de la casa. De hecho, ¡debemos el alquiler! Se me había olvidado; es que sir Artur dijo que no hacía falta que le pagáramos.

- ¿Sir Arthur?

Meg estuvo tentada de contarle toda la historia, pero gracias a Dios logró dominar el primer impulso. No quería ni pensar lo que él sería capaz de hacer si supiera toda la verdad, pero seguro que algo terrible.

- Sir Arthur Jakes; era amigo de mi padre y fue quien le alquiló la casa.

- Y también él os dejó seguir viviendo allí a cuenta. ¡Bien hecho! Por supuesto que hay que pagarle.

Ella quería saldar especialmente esa deuda para que no hubiera pendiente ninguna conexión con ese hombre, ningún peligro para Laura.

- Ahora -dijo él, al tiempo que se ponía de pie y la ayudaba a levantarse-, vamos a ver vuestros aposentos.

Meg subió con el conde las escaleras; tampoco le dio más opción, pero, cuando hubieron subido algunos tramos, en uno de los relucientes rellanos, sintió que se paralizaba. En las habitaciones, ¡habría camas!

Al quedarse él mirándola con gesto de sorpresa, dijo:

- Tenemos que ir pronto a nuestra antigua casa lo antes posible; hay que recogerlo todo.

- Enseguida iremos. -Él la cogió del brazo para que siguiera subiendo las escaleras y, después, la llevó por un pasillo lujosamente alfombrado, de cuyas paredes colgaban, de forma dispersa, distintas obras de arte.

Tras abrir una de las puertas, la guió al interior de una hermosa habitación. Se trataba de una cámara un poco sombría, con las paredes paneladas en madera oscura, y amueblada en tonos verdes y marrones. Por supuesto, había en ella una chimenea con un buen fuego.

- El mobiliario y la decoración son de hace décadas y están muy pasados de moda. -El conde tiró del cordón para llamar a los criados-. ¿Será suficiente con un carruaje o hará falta un carro? -Dio el conde media vuelta en derredor-. ¿Qué os parece?

Meg tardó unos instantes en comprender que se refería a la habitación, no al medio de transporte, y, sintiéndose como un molinete que no parara de dar vueltas impulsado por el viento, contestó con un lugar común:

- Preciosa.

- No, no es preciosa -dijo, golpeando con la mano los cortinajes bordados en un pálido verde oliva-. Mirad este color, es nauseabundo. Pero servirá hasta que vos cambiéis todo el mobiliario.

- Eso no será necesario.

Entró un criado.

- Clarence, prepara los carruajes para que vayamos todos a la antigua casa de lady Saxonhurst a recoger sus pertenencias.

- Enseguida, milord. ¿Todos? ¿Y cuántos carruajes, milord?

- Mi nueva familia, el señor Chancellor, yo, y todos los criados que haga falta. Calcúlalo tú mismo. -Despidió al criado, y Meg observó que el sirviente arrastraba una pierna al salir.

- ¿No debería guardar reposo ese pobre hombre?

- Es una lesión permanente. Le pilló un carruaje hace años.

La llevó a otra habitación, un dormitorio presidido por un gran dosel, del que pendían más tapices bordados de color verde oliva, con penachos de plumas doradas en lo alto de cada columna.

- ¡Qué horror!

- Es un estilo muy pesado, pero podéis estar segura de que todo está bien limpio y aireado. ¿Sabéis vos cuántos carruajes necesitamos para todas vuestras pertenencias?

Meg intentaba seguir la errática mente del conde.

- No he pensado nunca en cuántas cosas tenemos. A mí me parece que son pocas, pero hemos vivido allí casi diez años…

- Owain sabrá. -Abrió la puerta que daba al pasillo y habló a gritos con el criado-: ¡Clarence, lo que te diga el señor Chancellor! -Después, abrió una puerta del otro lado del pasillo-. El vestidor y el cuarto de baño. -Tras levantar la pesada plancha que cubría un enorme arcón de madera, dejó ver una amplia tina lo suficientemente grande para tumbarse dentro, cuyo interior estaba decorado con motivos florales.

- ¡Oh! -exclamó Meg maravillada, apoyándose en el borde de la bañera. Nunca se había bañado en nada tan hermoso. Lo máximo que había en su casa era un barreño de gran tamaño, que ponían junto al hogar de la cocina.

Tomándola de la barbilla, le ladeó la cara hasta tenerla de frente, y la besó.

- Lo disfrutaremos. -Su tono de voz hizo que el baño apareciera como el más malicioso de los lujos. Después, sin dejar de rozarle las mejillas con los dedos, añadió con dulzura-: Voy a tener que darle a Susie una bonificación especial.

Meg podía sumergirse suavemente en los sueños más sosegadores con la parpadeante ternura de aquellos ojos dorados, con la cálida presión de sus dedos sobre su piel. O tal vez fuera sólo la sensación que le producía su presencia, como el efecto de la temperatura en una habitación caldeada, en mitad del invierno.

- Susie va a comprar una hostería ¿no es cierto? -Por un momento pensó que todo hubiera sido una broma.

- Pero se merece más. Su idea está resultando maravillosa. De repente, la tomó en sus brazos y empezó a dar vueltas por la habitación.

Sin hacer caso de las quejas de ella, el conde siguió hablando:

- Imaginaos que yo ahora estuviera aquí con Cornelia Cathcart; tendría que soportar su constante expresión de triunfo, y tragarme a su repugnante familia, que se pegarían todos a mí como percebes. Además debería sentirme agradecido de por vida por haberme complacido.

Agarrándose a él por temor a caerse, Meg dijo:

- Bajad me, por favor, señor.

Él la besó.

- En lugar de todo eso, me encuentro ahora en la gratificante posición de benefactor, y encantado de que sea así. -Se calló para volver a darle un beso, esta vez un poco más largo-. Realmente, encantado.

Meg se rindió al juego del suave roce de los labios de él sobre los suyos, hasta llegar a una proximidad mucho más íntima de lo que jamás había conocido.

Pero, al instante, reconoció en aquel movimiento un avance del conde en la cacería. Especialmente cuando él salió de espaldas del vestidor, con ella aún en los brazos, y Meg pudo ver, más allá de los hombros de él, la cama de los penachos dorados como una nube amenazadora.

- Nuestras cosas, señor -dijo con tono de urgencia.

- ¿Cosas? -preguntó él, poniendo de repente un tono malicioso en las palabras de Meg.

- ¡La ropa!

- La tenemos puesta.

- Toda nuestra ropa.

- ¿Preferís que nos la quitemos?

- ¡No! Nuestras pertenencias, en Mallet Street: los libros, los juguetes, todos los cacharros de cocina…

- ¡Qué tentación! -murmuró él, que seguía aún andando de espaldas hacia la cama.

Ella no pudo comprender cómo él supo dónde estaban, pero de pronto se dio la vuelta y la soltó en medio de aquella enorme cama cubierta de bordados. Meg se vio allí tumbada de repente y se sintió como un conejo acorralado ante la aviesa mirada del lobo.

Pero estaba segura de que ningún conejo se habría sentido como ella al ser descubierto por su cazador.

- ¡Hummm! -exclamó entonces el conde, al tiempo que, sujetándose en una de las columnas, se inclinaba hacia ella; aquella exclamación sonó como si se tratara de los mellizos delante de un pastel de caramelo. Pero, tras unos momentos de vacilación, en los que Meg le vio como a un halcón sobrevolando su presa, él retrocedió-. Iré a decirles a todos que salimos para vuestra antigua casa.

Se marchó, y Meg se quedó allí tumbada, estupefacta, intentando recobrar las fuerzas para ser capaz de moverse, y la serenidad mental suficiente para volver a pensar. ¡Qué hombre tan desconcertante!

Sin duda, las últimas horas de ese día habían sido las más agitadas de toda su vida. No sabía qué pensar, pero deseó que su esposo tuviera de vez en cuando algún momento de sosiego. Tal vez su confusión se debiera también a que no lograba entender en verdad para qué era necesaria allí su presencia. Se sentía agotada tan sólo de intentar comprender a aquel ser.

Había en él algo peculiar, casi mágico.

Al cabo de unos momentos, recuperó las facultades y se preguntó qué sería lo que el conde estaba tramando. Sintiéndose de manera muy parecida a cuando se había tenido que quedar sola a cargo del brioso hijo de tres años de los Ramilly, logró incorporarse con dificultad y salir por fin de la cama, intentando distinguir las voces que se oían en el otro piso.

Encontró al conde sentado con los mellizos en el suelo de la habitación de estudio, jugando los tres con un cochecito de juguete. Él la miró con una amplia sonrisa y, poniendo en alto aquel carruaje en miniatura, dijo:

- ¿No es genial? Es una copia exacta del coche de paseo que tenían mis padres.

Aunque estaba un poco roto, el juguete era casi una obra de arte. De color azul, tenía unos toques dorados, y un blasón en la portezuela. Por dentro, estaba perfectamente equipado, con sus asientos y almohadillas forrados de brocados. Meg se dio cuenta de que era una réplica exacta del carruaje en que habían ido los dos por la mañana, aunque debía de ser de la época de su infancia o de su padre. ¿Sería parte de la tradición aristocrática el no cambiar nunca las cosas?. Reparó entonces en que el mobiliario de aquella mansión debía de tener siglos de antigüedad.

- Antes tenía caballos -dijo el conde, al tiempo que le entregaba el cochecito a Richard y se levantaba del suelo-. Y figuritas para jugar con ellas, sentándolas en el interior y sacándolas por las portezuelas.

- ¿Cómo ésta, señor? -preguntó Rachel, a la vez que sacaba de una caja de madera una estatuilla tallada, a la que le faltaba un brazo.

- ¡John el cochero! -El conde volvió a ponerse en el suelo y colocó la figurita con mucho cuidado en el asiento delantero. Tuvo que apoyarla contra uno de los brazos laterales para que se mantuviera estable. Miró dentro de la caja, con la esperanza de que hubiera alguna otra, pero, encogiéndose de hombros, dijo-: Mandaremos hacer muchas más. Ahora -prosiguió, dirigiéndose a los mellizos y levantándose con esa agilidad que a Meg le recordaba a los depredadores-, llevadme vosotros a vuestra antigua casa y enseñadme todos vuestros juguetes.

Los dos niños le agarraron cada uno de una mano y él los llevó a toda prisa fuera de la habitación y escaleras abajo, sin dejar de hablar. Embargada por una emoción de felicidad, Meg los siguió, acompañada de Laura y Jeremy.

- Parece un hombre muy amable dijo Laura, aunque con cierto tono de cautela en la voz.

- Es muy amable -asintió Meg, no muy convencida de que fuera esa la palabra más apropiada para él. Su único deseo en aquellos momentos era que el conde no tuviera un cambio de humor repentino.

¿Que podían hacer si, por ejemplo, le daba por pensar que ella o algún miembro de su familia eran sus enemigos, como su abuela?

- ¿Podré seguir estudiando con el señor Pierce? -preguntó Jeremy.

Meg estuvo a punto de contestar que tendrían que preguntárselo al conde, pero, de inmediato, decidió que, si era la esposa de un noble acaudalado para bien y para mal, estaba autorizada a tomar sus propias decisiones

- Sí claro que sí. Te compraremos esos textos griegos que querías. Nuevos.