Capítulo 5

Por fin, el conde volvió a mirar a Meg para ver cómo se encontraba. Era evidente que él consideraba que había transcurrido el tiempo necesario para que se hubiera calmado, y la ayudó a levantarse. Pensaba que ya no mostraría resistencia, y estaba en lo cierto. Pero tan sólo se debía a una cuestión de necesidad, no de deseo. La familia de ella necesitaba imperiosamente que él los ayudara.

Meg hubiera preferido que el conde hubiera sido un hombre excéntrico y feo; así, su destino le habría parecido mucho más halagüeño.

Un instante después se hallaban delante del vicario.

El enjuto reverendo Bilston, que tenía el cabello cubierto de canas, la miró con cara de preocupación. La conocía de toda la vida, y hacía tan sólo tres meses había enterrado a sus padres. -¿Estás totalmente repuesta, Meg? No hay por qué precipitarse. Esta autorización sirve también para mañana o la semana que viene. Si te sientes insegura…

Ella volvió a mirar al conde y comprobó que no iba a insistirla más. Él había echado los dados y ahora se limitaba a ver el efecto de su jugada.

Laura, Laura, Laura.

Tras darse ánimos con aquellas palabras, Meg sonrió al reverendo.

- Ha sido sólo un ataque de nervios; ya estoy preparada.

Después de una breve pausa de transición, el reverendo Bilston comenzó a oficiar la ceremonia. Para Meg, el tiempo de las preguntas era innecesario y se dispuso a dar las respuestas adecuadas, dejándose llevar por la decisión que había tomado. En verdad, no había cambiado nada, salvo que el conde no era una persona que mereciera lástima, y resultaba un poco raro lamentarse de ello.

Después, el conde la acercó a su lado.

Ya eran marido y mujer.

- Bueno, bueno -dijo él tranquilo, sin dejar de observar la expresión de pánico en el rostro de ella-. Ya ha pasado lo peor. Muchas gracias, lady Saxonhurst. Y le besó la mano junto al anillo que acababa de ponerle.

Meg sintió al instante un profundo agradecimiento porque él no la hubiera besado en los labios pero, que el cielo la asistiera, si no estaba preparada para los besos, ¿qué iba a hacer cuando llegara la noche?

El se quedó unos segundos mirándola y después sonrió.-Comprendo vuestras dudas y temores, pero no os dejéis llevar por la imaginación. Vayamos ahora a firmar el registro y así acabaremos cuanto antes.

Tan pronto como hubieron concluido las formalidades, el conde se dirigió a sus nuevos parientes. -Sed todos bienvenidos; no tengo hermanos ni hermanas, así que estoy encantado de teneros a todos de repente como mi familia.

- Esperad a conocerlos, milord -dijo Meg.

Ante aquella leve broma, él le dirigió una mirada de complaciente aprobación. Para ella fue de lo más extraño.

Afectivo, pero peligroso.

Se dispuso entonces a aceptar las bendiciones de todos los allí presentes.

La expresión de Jeremy seguía siendo cautelosa, mientras que Laura, entusiasmada, corrió a abrazar a Meg. -Me parece que todo esto es maravilloso.

El conde le exigió juguetonamente un beso en la mejilla, después puso a Laura bajo el cuidado de su secretario. -Owain, cuida bien de mi nueva hermana.

Owain Chancellor, con sus angulosas facciones y el pelo castaño, tenía el aspecto de un caballero normal, inofensivo. Meg deseó estar bajo su tutela, no bajo la de su apuesto marido.

Se dio cuenta en aquel momento de que los mellizos estaban mirando al conde con expresión de curiosidad. Qué peligro.

- ¿Tenéis trajes de gala? -preguntó Rachel.

- ¿Te refieres al traje de ceremonias propio de un conde? Sí. Y una corona. Vuestra hermana también la tendrá.

Entonces Richard preguntó:

- ¿Y yo?

- Pues no, a menos que hagas méritos para ello, lo que sería bastante más de lo que yo hice.

- ¿Habéis visto al rey? -preguntó Rachel.

- Últimamente, no. No se encuentra bien para recibir visitas.

- Pero seguro que conocéis al príncipe -dijo Richard-. ¿Es realmente tan gordo?

- Sí, bastante gordo. Ahora vayamos, nos espera el banquete.

- ¿Qué hay de comer? -preguntaron los mellizos al unísono, con el entusiasmo propio de dos pequeños de diez años que llevaban meses con la comida racionada.

- Tened paciencia y veréis. -El conde, tras colocar la mano de Meg sobre el pliegue de su codo, caminó con ella hasta la puerta. Inmediatamente los mellizos se dispusieron a custodiarlos, Richard junto al conde y Rachel junto a Meg, como dos perros pastores que guardan con celo al rebaño.

Meg se esforzó porque no se le escaparan las lágrimas. Qué miedo habrían pasado los dos tras la muerte de sus padres. Seguramente aquello les vendría bien.

Pero no era fácil que permanecieran callados demasiado tiempo.

- ¿Habrá jamón, señor?

- ¿Ganso?

- ¿Pasteles?

- ¿Tortas?

- ¿Nueces?

- ¿Naranjas?

- Echáis de menos la cena de Navidad ¿eh? -dijo el conde, en tono simpático-. Habrá todo lo que queráis, si se puede conseguir. Magia no podemos hacer, así que el ganso tendrá que esperar.

- ¿Y helados? -preguntaron los dos a la vez.

El conde se detuvo y se dio la vuelta para dirigirse a los criados:

- Supongo que podremos conseguir helado ¿no?

- Es posible que haya en casa de Gunter, señor, aunque no es una época del año muy apropiada para helados.

- Conseguidlos. - Y siguió avanzando, hasta salir a la resplandeciente luz del día.

- Pero no hace falta -protestó Meg-, estamos en invierno.

- ¿Cómo que no? Es la celebración de nuestra boda y mi cumpleaños. Además, a mí también me gustan los helados.

- Se van a volver unos niños consentidos.

Él sonrió.

- Estoy seguro de que vos lo impediréis.

Todo aquello estaba muy bien, pero Meg tenía la sospecha de que impedirle algo al conde de Saxonhurst, podría ser como impedir que el Támesis fluyera hasta el mar.

Llegaron entonces tres elegantes carruajes, tirados por hermosos caballos jadeantes. Cada caballo llevaba a modo de protección un tapiz en el que estaba grabado, con el mismo tono azul y oro que se veía en la ropa de los criados, el blasón de la familia. En la portezuela de cada carruaje brillaba un escudo dorado.

Era realmente un conde. No es que Meg lo hubiera dudado, pero tampoco había llegado a creérselo del todo.

A los pocos instantes, él la ayudaba a entrar en uno de los coches y se acomodaba junto a ella sobre el mullido asiento de brocado azul. Pero cuando Meg vio que Richard y Rachel no iban con ellos, salió por unos instantes del encantamiento y se quedó mirando por la ventanilla.

El conde la empujó levemente hacia atrás.

- Owain se ocupará de ellos. ¿Acaso creéis que tenemos un mercado de esclavos?

- Por supuesto que no.

- Entonces, relajaos y disfrutad el día de vuestra boda. Espero que ninguno de los dos tengamos otro.

Aquello la sorprendió. Hasta ese momento, sólo había pensado en lo más inmediato, en resolver la indefensión de Laura y en que todos tuvieran los medios necesarios para sobrevivir decentemente. Pero el matrimonio era para toda la vida.

¡Oh, Dios santo!

Meg se forzó a mirar al conde de frente.

- Lo intentaré, milord.

- Muy bien-. Pero cuando se cerró la portezuela, la miró más de cerca, y su intención parecía bastante clara.

Instintivamente, Meg cruzó los brazos para mantenerlo a una distancia prudencial.

Él arqueó las cejas.

- ¿Os oponéis a los besos?

- Cualquiera podría estar mirando.

- Vamos en un carruaje cerrado, atravesando una calle vacía, pero puedo echar las cortinillas si lo deseáis.

Estaba en su derecho de besarla, pero… Ella probó con otra azarada excusa.

- Es todo muy repentino, milord. Puede que seamos marido y mujer, pero para mí sois todavía un extraño.

- Somos marido y mujer, no hay duda; pero entiendo lo que queréis decir.

Él se arrellanó en el asiento, estirando las piernas en la esquina que quedaba libre.

- ¿He de suponer que no estaréis preparada para atenciones más íntimas esta noche?

Meg retiró la vista, mientras sentía que las mejillas le ardían.

- Cumpliré con mi obligación, milord.

- ¡Al demonio la obligación! Nos hemos casado hasta que la muerte nos separe. Supongo que no ocurrirá nada si no consumamos el matrimonio hasta dentro de uno o dos días.

Al ver que su conducta no era motivo de disgusto ni de enfado, Meg miró de soslayo. Sabía que el apetito de los hombres tenía algo de ansioso. Pero, evidentemente, el conde no sentía eso por ella. ¿Por qué iba a sentirlo?

Lo mismo le pasaba a ella respecto a él.

Aunque no podía negar que algo sentía. Fuera lo que fuese, no era del todo cómodo.

- Estáis muy nerviosa -dijo él, con aquel brillo devastador en la mirada-. Debo advertiros que la inseguridad de la doncellez suele ser muy estimulante para los hombres. La mirada de asombro, las mejillas rojas…

El tono de superioridad de su voz espoleó la reacción airada de la dama.

- Los hombres sufren de un instinto cazador, debo entender.

Él arqueó las cejas.

- ¿Cazador?

- El rubor y los ojos asustados son para ellos como el olor de la presa.

Él se rió.

- Una idea un poco novelesca pero cierta. Los hombres pueden comportarse como auténticos depredadores.

Ella sospechó que aquella exhibición de su dentadura, fuerte y blanca, había sido deliberada, y deseó, con todas sus fuerzas, socavar su seguridad.

- Pero los depredadores no tienen una gran capacidad de discriminar ¿verdad, milord?. Cualquier presa les sirve.

- De ninguna manera. Si un halcón persigue a un conejo, no se conforma con un erizo.

- ¿Acaso soy yo un conejo?

- Empiezo a dudarlo seriamente.

Meg sintió una absurda calidez.

- Me alegro. Porque puedo ser bastante arisca.

- Ya veo.- Sintiéndose todavía bastante cómodo, el conde bajó los párpados de una manera que aceleró de pánico los latidos de ella-.Debo advertiros, mi querida condesa, que me intriga el peligro y disfruto de una buena cacería.

- Una lástima para el pobre erizo, que no lo disfrutará nada.

Tras unos instantes de silencio, él dijo:

- Empiezo a vislumbrar la imagen de una cacería de erizos…

En aquel momento, Meg no pudo evitar reírse a carcajadas con él por el absurdo comentario. En ese instante se sintió verdaderamente relajada, el pánico se desvaneció por completo. Podía hablar con aquel hombre; intercambiar bromas. Eso era algo; y no poco.

Reparó entonces en que parte de la comodidad podría deberse al bienestar del entorno.

- Se está muy bien aquí, hace calor.

El conde se agachó, levantó una alfombrilla del suelo y dejó ver unas tejas.

- Las calientan y luego las ponen aquí, antes de que utilicemos el carruaje.

Meg no supo qué decir ante lujo tan extraordinario, pero se desabrochó la capa y se la puso por los hombros.

El conde se sonrió.

- Una cacería de erizos sería tal vez un poco lenta, pero no creo que tuviera nada de malo.

- Sabéis perfectamente que no tendría nada de cacería.

- Pero, pensad en las púas. Lo que querría el cazador sería que la criatura dejara de protegerse, de mostrarse cautelosa. Tal vez, la verdadera destreza de un cazador consista en conseguir eso. -Él tendió la mano y, suave como una pluma, le acarició la mejilla-. Conseguir que la presa aceptara de buen grado su propio final…

Meg no pudo evitar apartarse del conde.

- Esto no es una cacería.

- Pero vos la habéis convertido en una. -Le acarició lentamente el sensible borde de la oreja; el sonido del suave roce la estremeció. En aquel momento se encontraba acorralada en una de las esquinas del carruaje, sin que quedara más sitio para apartarse.

- Os deseo, esposa mía.

- No puede ser.

- Pero vos me rehuís, por lo que debería emprender la cacería, lo que significa que tendré que seduciros.

- ¡Seducirme! -Meg encontró un último rincón al que apartarse.

- Es lícito seducir dentro del matrimonio, ya lo sabéis -dijo él, mientras le tiraba suavemente del lóbulo de la oreja.

La joven no podía zafarse. Movió la cabeza intentando librarse del roce devastador de sus dedos.

- Dijisteis que esperaríais.

Dejó de tocarle la oreja y relajó otra vez la mano, sin que por ello se disipara un ápice la sensación de peligro.

- Por supuesto, palabra de Torrance. Hasta que dejéis de protegeros de mí con vuestra coraza de púas y os entreguéis suavemente rendida, con deseo, ávida.

- ¿Ávida? -La palabra se escapó de su boca como un suspiro, como un susurro. La mirada de aquel hombre, su increíble mirada y su gran corpulencia, sus largas piernas que dominaban el espacio, la anchura de sus hombros que invadían el campo de visión…, todo él, sin tocarla, presagiaba la pronta aniquilación de Meg.

Sólo había una manera de acortar la agonía, pero tuvo que apartar la vista para ser capaz de pronunciar las palabras.

- Creo que lo mejor será que consumemos el matrimonio esta misma noche, señor.

Se impuso el silencio.

- ¿Creéis que es la opción más segura?

La joven no necesitó mirarle a los ojos para saber que brillaba en ellos una chispa de humor y burla.

- Si acudo a vuestro lecho hoy al final del día -dijo él, con extremada suavidad y pronunciando despacio todas y cada una de las palabras-, no va a ser un encuentro simple y breve. Voy a seduciros, lady Saxonhurst. A seduciros en el más pleno sentido de la palabra.

Meg volvió a estremecerse. Había pensado que el encuentro sería fugaz. Se acostarían juntos, vestidos los dos con sus camisones; él haría lo que tuviera que hacer, después se daría la vuelta y se dispondría a dormir, satisfecho de que ella hubiera aceptado con resignación su desagradable deber de esposa.

Los besos serían leves y respetuosos, y no habría ningún roce de oreja ni de cuello, ni la sensación de peligro y de aire estancado que le producían tanta inquietud y desasosiego.

Las manos de él rozaban los hombros de Meg, lo que desencadenaba en ella una fuerte reacción que le recorría todo el cuerpo. Tomándole suavemente el rostro por la barbilla, la obligó a mirarlo de frente.

- Si vamos a intimar tan pronto, es preciso que comencemos cuanto antes. Una adecuada consumación lleva su tiempo, bastante tiempo. Lady Saxonhurst, preparaos para recibir un beso.

Meg esperaba que se lanzara sobre ella, incluso que la forzara; sin embargo, el conde sólo utilizó un dedo para levantarle el rostro hacia el suyo. Los labios de él rozaron muy suavemente los de ella. En aquel momento, el aura que rodeaba a aquel hombre, aquella intensa realidad que él parecía irradiar, cayó sobre Meg como una espesa niebla, en la que se sintió desfallecer.

¿Cómo podía conseguir todo eso, con un simple roce de labios?

Meg hubiera querido apartarse bruscamente y expresar su protesta, pero el orgullo se lo impidió. Al fin y al cabo, había sido idea suya acortar la agonía mediante una rendición inmediata y racional, con toda su sangre fría.

Pero Meg no sentía que la sangre le fluyera fría en aquellos momentos.

La estaba provocando con los labios, produciéndole un intenso hormigueo que resultaba casi insoportable. Sin darse cuenta, los separó y encontró la lengua de él rozando la suya.

Meg se echó hacia atrás unos milímetros, pero no se retiró del todo; aquello habría sido admitirse conquistada. Meg abrió los ojos-¿cuándo los había cerrado?- y le miró a los suyos.

Vio entonces una sonrisa dibujada en sus labios, que podía incluso reconocerse en su voz.

- Sois una mujer deliciosa, lady Saxonhurst. Vais a darme muchísimo placer.

- ¿En la cacería?

- Y en la captura. Pero vos no sois un tímido erizo, ¿verdad?

- Dejadme al menos que me sienta como un astuto zorro.

- Una raposa, querida; una raposa. -Le rozó con los dedos el cabello, las orejas, el cuello, sin apartar la boca, de modo que el aliento de ambos se mezclaba en el aire.

Meg no estaba dispuesta a retroceder.

- Ni los zorros ni las raposas encuentran placer alguno en la cacería.

- Tal vez sí lo encuentren en esta cacería. Un placer como jamás habéis imaginado. Creedme.

El deslizó la mano por detrás del cuello de Meg y la besó de pronto apasionadamente; ella sintió casi un impulso de gritar, al tiempo que los labios le dolían. En aquel momento, se sintió realmente como una raposa que temiera ser descubierta por la jauría de perros, escondida en un último refugio.

Pero ya estaban muy cerca. Con la respiración entrecortada, Meg sintió un extraño malestar por todo el cuerpo, casi febril.

Le sorprendió advertir que aquellas sensaciones eran similares a las que había sentido con la sheelagh-ma-gig; aquel mareo, el desvanecimiento que iba cada vez a más, con una duración imposible de soportar.

Ahora comprendía bien por qué su madre no quería hablar de ello.

¿Es que la consumación del matrimonio sería así, una intensa sensación sobrecogedora y cercana casi a la muerte?

Con una sacudida de alivio, se recordó que estaba a salvo. En realidad, muchas mujeres encontraban agradables las atenciones de sus maridos. Su madre lo había comentado en más de una ocasión. Sin embargo, Meg lo había experimentado con la sheelagh y no le había gustado nada.

A pesar de todos sus encantos, la cacería del conde Saxonhurst no llegaría a buen puerto. No conseguiría hacer que Meg deseara ávidamente sus últimas atenciones; ni siquiera aunque la frustración fuera en realidad para ella. Lo prefería así; prefería que el conde no pudiera darle un placer como jamás ella hubiera imaginado.

Su seguridad en sí mismo era demasiado evidente para aceptarla sin más.

Él se apartó para observarla, y Meg pensó que parecía algo intrigado. Anheló vivamente irradiar seguridad y firmeza en su mirada. Sí, tal vez no fuera agradable intimar con él aquella noche, pero deseaba con todas sus fuerzas frustrar los planes de él. Tras unos instantes de silencio, el conde tiró de un cordón para atraer la atención del cochero, quien abrió la trampilla de la capota.

- ¿Señor?

- Deténgase en el establecimiento de la señora Ribbleside, en Crane street.

- Sí, señor.

- ¿Por qué? -preguntó Meg, convencida de que se trataba de alguna otra trampa de la cacería.

- Debéis permitirme ciertos placeres -dijo él, con la mirada salpicada de diversión y malicia.

Costaba trabajo creer que pudiera haber alguien tan frívolo y desalmado, pero lo que divertía a aquel hombre bien podía ser algo realmente malévolo. Meg había oído contar historias sobre la existencia de casas del pecado y, en aquel momento, no estaba segura de que aquellos cuentos fueran del todo inciertos. No sentía miedo por sus hermanos, sino por ella misma.

El carruaje se detuvo y ella miró por la ventanilla, temerosa de ver algo terrible. Contempló tan sólo una calle respetable llena de casas altas y alguna que otra tienda. Pudo reconocer una sombrerería y una mercería…

Un criado abrió la portezuela, y el conde salió de un salto, casi arrastrando con él a Meg.

- ¡Señor!

- Seguid andando o se van a creer que os he secuestrado.

- Pero ¿qué hacéis? -preguntó Meg, mientras atravesaban velozmente el umbral de una puerta. Momentos después pensó que cualquier mujer sensata hubiera gritado pidiendo socorro.

Pero él era su marido; ¡que Dios la asistiera!

El conde le quitó de la cabeza la toca. Aunque Meg protestó, no tardó en darse cuenta de que se encontraban en una sombrerería.

- ¡Milord! -Una mujer joven entrada en carnes los miraba con asombro, aunque en absoluto parecía descontenta de que la invadieran de aquella forma.

- Necesitamos una toca, señora Ribbleside. Que no sea demasiado llamativa; debe ir a juego con este vestido. Pero a ver si encuentra usted algo más alegre que esta paja marrón.

- Por supuesto.

- Y, dése prisa por favor. Ah, le presento a la condesa. Sin duda llegará a ser una de sus mejores clientas.

Durante unos momentos la mujer se quedó boquiabierta, pero después esbozó una brillante sonrisa.

- ¡Milady! ¡Qué honor! Por favor, tomad asiento.

- No tenemos tiempo para eso. Elija alguno; tiene usted un gusto excelente.

En señal de rebeldía, Meg se dejó caer con firmeza sobre la silla que había sacado la dueña del local.

- A lo mejor yo no quiero una toca nueva.

- No digáis bobadas. A las mujeres les encanta tener tocas nuevas.

Meg apretó los dientes.

- Cuando me compre ropa nueva, en lo que supongo que estaréis de acuerdo, señor, me compraré también los sombreros.

- Os mandaremos hacer un traje especial que vaya a juego con vuestro sombrero de boda. - El conde tiró la vieja toca de paja a una esquina-. Esa cosa me deprime.

Antes de que pudiera protestar, él la miró con una resplandeciente sonrisa.

- Complacedme, querida.

A pesar de todos sus esfuerzos, la ira y la resistencia de Meg se disiparon. Apareció entonces la dueña de la tienda trayendo consigo un montón de tocas de terciopelo, de color marrón claro, con lazos azules.

- Es la última moda, milady: tocas de estilo portugués. Os van muy bien a la cara, y no son demasiado llamativas. -Tomando uno de los pequeños sombreros, lo colocó con firmeza en la cabeza de Meg, y condujo a la joven ante un espejo para que se viera.

- ¿Veis? -dijo el conde-, ya sabía yo que la señora Ribbleside haría una buena elección. No creo que os sienten bien los sombreros de ala. Esa toca, que os deja los rizos alrededor del rostro, es muy atractiva.

Meg no pudo llevarle la contraria; francamente le quedaba muy bien. En un primer momento creyó que la obligarían a ponerse algún ridículo sombrero de paja blanca con adornos de plumas. Sin embargo, aquella toca, que le cubría todo el pelo menos los rizos de delante, y el color cálido que tenía le iba muy bien con el estilo sencillo de su vestido.

Hubiera resultado grosero mostrarse descontenta, y ya tenía bastantes problemas que resolver para provocar alguno más. Meg se puso de pie y sonrió.

- Muchísimas gracias, señora Ribbleside. ¿Nos vamos ya, milord? Mi familia estará preocupada.

Tras dar efusivamente las gracias a la dueña de la sombrerería, el conde llevó a Meg de la mano hasta el carruaje, entraron, y ordenó al cochero que aligerara la marcha. Mientras el coche cogía velocidad, Meg cayó en la cuenta de que no se había hablado nada del precio ni de pagar. Había cierto placer pecaminoso en no tener que preocuparse por el dinero.

Al tomar una curva, el coche se inclinó, y Meg fue a caerse sobre el conde. El la enderezó.

- Ya estamos entrando en la plaza y os apuesto lo que queráis a que no llegamos tarde.

Divertida por la sensación placentera de estar dentro de un torbellino, Meg no pudo evitar reírse. Sorteando los intensos ojos del conde, contempló la hermosa plaza a través de la ventanilla.

- ¿Es aquí donde está vuestra casa?

- Mi casa de Londres, sí, en Marlborough Square. Meg pudo ver un amplio y cuidado jardín en el centro de la plaza. Incluso había un estanque de patos, y los niños jugueteaban alrededor, bajo la vigilancia de las niñeras. En la misma plaza había largas filas de casas y unas cuantas mansiones rodeadas de jardín.

- Es precioso.

- A mí también me lo parece. Mi residencia principal está en el campo, Haverall, en Sussex. Confío en que no os disguste el ambiente rural.

El carruaje fue a detenerse ante la fila de criados que esperaban la llegada de su amo y, presurosos, se acercaron a abrir la puerta ya desplegar los escalones del coche.

- He pasado los últimos cuatro años trabajando de institutriz en una casa de campo, y disfruté muchísimo.

- La parada en la tienda había sido sumamente breve. El coche en que venían sus hermanos acababa de llegar. El conde parecía hacerlo todo con prisas. Salvo, por lo visto, el amor a su esposa.

Otra idea tormentosa se apoderó de su mente: en alguna parte de aquella casa habría una cama, y la noche estaba cada vez más cerca…

Él saltó fuera del carruaje y le tendió la mano para ayudarla a bajar.

- Vais a tener que llamarme de otra forma que no sea "señor", ¿sabéis?

- ¿Es preciso?

- Sí, por supuesto. Mis amigos me llaman Sax. ¿Os gustaría llamarme así?

Meg estuvo a punto de expresar airosamente su desacuerdo, pero advirtió que eso sería lo que él quería.

- No lo encuentro demasiado apropiado. -Dejó que él le cogiera la mano y la depositara en su brazo.

- Mis nombres de pila son Frederick George, pero no me gusta que me llamen Frederick.

- Entonces, tal vez debiera llamaros Freddy.

- ¿Lo consideráis necesario?

Meg sabía perfectamente que la respuesta era negativa; el nombre de Freddy no le iba nada; en ese momento cayó en la cuenta de que aquellos pensamientos la estaban haciendo sonreír.

- Mucho mejor así. No somos adversarios, querida, aunque a veces yo pueda ser un poco irritante. A la hora del té, Owain y vos podréis despacharos a gusto criticándome. Pero de momento, ¿por qué no probáis a llamarme "Saxonhurst"? Es mejor que "señor", y tal vez acabe en el amistoso "Sax".

Meg aceptó el cumplido con gratitud.

- Muy bien, Saxonhurst. Y vos ¿cómo vais a llamarme a mí? No podéis decirme "querida" todo el tiempo.

Como ataque, resultó tan incisivo como una pluma de seda.

- Estaría encantado de llamaros "querida" todo el tiempo si eso os complace. Pero prefiero utilizar vuestro nombre de pila, Minerva, ¿no es así? La diosa de la sabiduría.

Meg estuvo a punto de corregirle, pero se contuvo. Minerva era su verdadero nombre y serviría para mantener una distancia formal entre ambos. De momento, cuantos más formalismos, mejor.

En todo caso, sonaba mucho más elegante, mucho más propio de una condesa: "Minerva Saxonhurst", se dijo Meg a sí misma, en un tono casi inaudible, pues sabía que las condesas utilizan el título de sus esposos en lugar de sus propios apellidos.

- ¡Delicioso! -dijo él y, haciendo un gesto de acogida, añadió-: Minerva Saxonhurst, disponeos a entrar en vuestro hogar.

Consciente de la presencia de los criados, que no cesaban de sonreír y para quienes su rimbombante señor era sin duda el mejor de los hombres, Meg obedeció.