Capítulo 10
A la mañana siguiente después de desayunar, Saxonhurst los reunió a todos para preparar el recorrido por Londres que tenía previsto, y ordenó que trajeran un carruaje.
- Creo que cabremos los cinco en un coche. Pero hace frío ahí fuera, así que todo el mundo con abrigos, sombreros, guantes y bufandas.
Cuando los mellizos salieron corriendo, y Laura detrás de ellos para mantenerlos controlados, el conde se dirigió a Meg:
- Ya os habréis enterado de que vuestro hermano ha vuelto a ir a ver a su tutor. Intenté persuadirle para que se tomara un día de asueto, pero no lo he conseguido. Un chico estudioso, ¿no es así?
- Me temo que sí.
- No hay por qué excusarse. Estoy convencido de que el mundo necesita personas que crean que las traducciones de Horacio son de gran importancia. Estaban los dos solos, y un brillo extraño refulgía en la mirada de él. Descansada y dispuesta para la batalla, Meg retrocedió unos pasos.
- Iré por mi capa.
- De eso nada -él hizo sonar la campanilla, y al momento apareció el criado renqueante.
- ¿Milord?
- La condesa va a salir.
- Muy bien, milord.
El hombre se marcho.
- Puedo encargarme yo sola de mis cosas.
- Sed piadosa. Necesitan tener un empleo.
- Pero justamente ese criado no debería subir las escaleras.
- ¿Clarence? ¿Cómo va a trabajar si no sube las escaleras? No le a g radaría estar cobrando una pensión como si fuera un inválido.
Meg pensó que seguramente sería así
- La pierna no le duele, tan solo le da un aspecto extraño dijo el conde, y después añadió-: Y vos ¿cómo os encontráis hoy?
Sus falsas pérdidas femeninas. Fue consciente de inmediato de que se había ruborizado.
- Muy bien, gracias.
- ¿No os resultara incomodo pasar unas cuantas horas recorriendo Londres en el carruaje?
Con cuanta delicadeza planteaba las preguntas.
- En absoluto.
- Me alegro. Espero que tampoco os importe visitar a una modista para que os tomen medidas y elijáis las telas que os plazcan. Cuanto antes lo hagamos, mejor.
Debía de sentirse avergonzado de su aspecto, y era bastante comprensible.
- No tengo ninguna objeción, señor.
Antes de que él terminara de pronunciar la «equis», Meg dijo:
- Saxonhurst.
- Sax.
Ella lo miró.
- Todavía no.
Sorprendentemente él se sonrió.
- Bien hecho. Si hay algo que no soporto es la sumisión. Mandadme a paseo siempre que os plazca.
Si ella oyó también «sin necesidad de falsas excusas» sin duda fue su culpabilidad la que profirió aquella frase en su mente.
Meg esperaba que aprovechara el momento para preguntarle por las llaves y por lo que estaba haciendo de verdad el día anterior por la mañana en el jardín, pero él se limitó a hablar del tiempo y de una misión diplomática que enviaban a Rusia, según venía en los periódicos. Le preguntó también si tenía predilección por alguna gaceta en particular, para decirle a los criados que la compraran.
- Ah, y revistas, supongo. La Belle Assemblée, Ackermann 's…
Meg se refrenó, una vez más, para no manifestar su instintiva protesta. Aquellas revistas no serían ningún lujo absurdo. Para ser una buena condesa, necesitaba informarse de la moda y de su nuevo tipo de vida. Además, a Laura le encantaría leerlas.
Cuando sus hermanos bajaron, con el entusiasmo y la alegría brillándoles en los ojos, dispuestos para la aventura, volvió a sentir otra explosión de felicidad. Se sintió contagiada por la diversión, y todo se lo debían a Saxonhurst.
Al ver los hoyuelos en las mejillas de Laura, ante un inocente elogio de su esposo, Meg no pudo evitar expresar en su mente el más profundo agradecimiento; una oración de gracias dirigida sacrílegamente a un mismo tiempo a la sheelagh y al conde, además de a Dios.
Por mucho que le costara, llegaría a ser la mejor de las condesas, para ser digna de su amor y hacerle feliz.
En todos los sentidos.
La primera parada fue en la Torre de Londres, donde el señor Chancellor les había preparado un recorrido privado, dirigido por un alabardero. Aquel hombre se sabía muchas historias tenebrosas de lo más idóneas para muchachitos de diez años. En cuanto a Meg, se mostró interesada, aunque más bien le producía bastante tristeza enterarse de todas las tragedias que habían tenido lugar allí. Sobre los muros y en el cristal de las ventanas podían leerse aún los mensajes de desesperación grabados por los reos. A algunos no los habían ajusticiado públicamente para mantenerlos alejados de la airada muchedumbre, aunque Meg no suponía que aquello hubiera sido un gran consuelo para quienes, de un modo u otro, acabarían siendo decapitados.
Meg tragó saliva al pensar en lo cerca que había estado de la cárcel y en los riesgos que todavía tendría que correr. ¿Cómo conseguiría recuperar la sheelagh?
Cuando salieron de la Torre, les estaba esperando el carruaje para llevarles a un salón de té y tomar allí un refrigerio. Meg estaba fascinada de cómo el conde se rodeaba de un perfecto servicio. Apenas le vio expresar ningún deseo. Sus criados parecían enorgullecerse de atender las necesidades de su señor sin que él llegara tan siquiera a expresarlas.
Después de que todos bebieran y comieran hasta saciarse, el conde anunció que ya se había hecho muy tarde para hacer otra visita y sugirió que Mono, que hasta entonces había ido en la parte de atrás del carruaje, acompañara a pie a los mellizos en el camino de regreso a casa. Les prometió que el criado les enseñaría algunos sitios interesantes durante el trayecto.
Después, dirigió la atención a Meg y a Laura.
- Señoras, vayamos nosotros a gastarnos un montón de dinero.
Meg intentaba aún expresar alguna protesta, cuando entraron en el establecimiento de una famosa modista. Tan pronto como vio los vestidos allí expuestos, abandonó sus propósitos de sensatez. Nunca se había lamentado de no poder comprarse ropa bonita, pues no era de esas personas que se quejan de lo que no pueden conseguir, pero si él insistía, era su deber de esposa vestirse con el atuendo apropiado. ¿Quién era ella para negarse?
Dejó que el conde y madame d'Esterville jugaran con ella como si fuese una muñeca, eligiendo distintas telas y envolviéndola con ellas, todas tan preciosas que Meg casi sintió pena de que tuvieran que cortarlas para hacer los vestidos. Para cuando decidieron marcharse, ella tenía la impresión de que habían encargado docenas de trajes, pero no tenía una idea clara de cómo iban a ser una vez confeccionados.
Laura estaba entusiasmada, pues ella también iba a tener vestidos nuevos para las ocasiones de relevancia social.
Cuando Meg miró al conde con preocupación, él le dijo:
- Serán trajes lo más decorosos posible, pero ya tiene edad suficiente para venir con nosotros al teatro de vez en cuando, e incluso a alguna fiesta en el campo.
- ¿De verdad? -preguntó Laura -De verdad.
La benévola sonrisa del conde el brillo de sus ojos y la franca sonrisa de Laura, que transmitía felicidad, hicieron que Meg se sintiera aún motivada por llegar a ser la digna esposa de su marido.
- Ahora -dijo el conde al tiempo que les ofrecía un brazo a cada una -, iremos en el carruaje a visitar un sitio que seguro os gustará: el establecimiento de la señora Sneyd.
- ¿Y qué hay en ese establecimiento? preguntó Meg.
- Es una mercería, pero una mercería, mis queridas señoras como jamás habéis visto.
Tenía razón. La tienda era un verdadero emporio, en el que estaban expuestos todo tipo de artículos, de un lujo inimaginable. Asombrada por los cientos de medias, guantes, encajes, cintas, lazos, enaguas de seda y lino, camisones y batas e incluso por algunos artículos de bisutería, Meg se sentía incapaz de decidirse por algo.
Una vez más, él tomó las riendas. No estaba segura de tener suficientes cajones para tantas medias y enaguas como le compró, todas de la máxima calidad.
- Señor -protestó Meg, mientras le veía coger medias de seda como si fueran piezas de fruta-, también necesito calzas de algodón.
Él se sonrió al mirarla.
- Sí, sí, por supuesto. Ahora estaba pensando en mí.
Laura se dio la vuelta, sorprendida.
- ¿Usáis medias de seda, señor?
El conde se mordió los labios.
- Cuando llevo el traje de gala, sí, pero no de éstas.
Él sacó un par de medias de seda fina color carne, que tenían unas mariposas bordadas en la parte de atrás, y guiñó un ojo a Meg, lo que de inmediato desencadenó en la joven un intenso rubor. Con aquellas medias, sería como si llevara las piernas desnudas. Desnudas, pero con mariposas.
Era evidente por la actitud del conde que no estaba enfadado con ella, y Meg no pudo evitar una inmensa alegría.
Dejándose llevar por las extravagancias de su esposo, empezó a elegir prendas para ella o quizá más bien para sus hermanos y hermanas. Se sintió muy contenta de poder comprarles a todos nueva ropa interior, medias, calcetines y camisones.
Mientras los ufanos empleados de la señora Sneyd no paraban de entrar y salir del establecimiento, cargados con todas las cajas que habían comprado, el conde suspiró de satisfacción, como quien acabara de hacer un trabajo bien hecho.
- Creo que mandaré llamar al zapatero para que venga a nuestra casa. Pero me gustaría que paráramos también hoy en una sombrerería.
Según andaban por la calle abarrotada de gente, Laura preguntó:
- ¿Tenéis hermanas, señor?
- Sólo a vosotras, mis nuevas hermanas. ¿Por qué?
- Sabéis mucho de ropa femenina.
Meg no pudo evitar morderse los labios, y Saxonhurst pareció azararse ligeramente al contestar.
- Tengo muchas amigas que me piden consejo.
- Oh -dijo Laura-, qué raro.
Meg se descubrió compartiendo una mirada de complicidad con su esposo, y se sonrojó. Pero esta vez fue un rubor placentero. Le gustaba aquel hombre, y pensó que tal vez ella le gustara también a él.
En absoluto se sintió molesta ni ofendida por la confesión que acababa de hacerles. Él estaba en lo cierto cuando le dijo que no era pura. Tal vez fuera porque siempre había tenido que hacer muchos esfuerzos para interpretar lo que ocurría a su alrededor; eso y su curiosidad natural. Pero, gracias a Dios, a su marido no parecía importarle.
Resultó irónico cuando, a los pocos momentos, fueron a encontrarse con una de esas amigas suyas, una dama vestida a la última moda, que iba del brazo de un apuesto soldado, ataviado con el uniforme rojo. Con los dorados rizos saliéndole de debajo de una complicada toca alta, las mejillas y los labios muy maquillados, aquella mujer hizo que Meg se sintiera como un espantapájaros. -¡Sax, querido! Qué agradable sorpresa. Cómo me hubiera gustado que me aconsejaras para comprarme las medias de seda. -Ofreciéndole una mejilla, le obligó a besarla y, dirigiéndose después al oficial, dijo-: Redcar.
La dama hizo caso omiso de Meg y de Laura, como si fueran dos criadas. Acercándose al conde, le susurró:
- Estoy buscando el tejido más apropiado para un encuentro muy íntimo…
- En ese caso, tendrás que confiar en los consejos de Redcar, Trixie -contestó el conde, para añadir después dirigiéndose a Meg-: Querida, os presento a lady Harby y al coronel George Redcar. -Dirigiéndose después a ellos, añadió-: Mi esposa, lady Saxonhurst y su hermana, la señorita Gillingham.
Los dos extraños se quedaron literalmente boquiabiertos.
Se hizo un silencio un poco tenso, pero Saxonhurst no parecía turbado. Tal vez fueron sólo unos segundos, hasta que volvieron a imperar las buenas formas, y tanto la dama como el caballero esbozaron sendas sonrisas, saludaron y expresaron las felicitaciones de rigor. Acto seguido, se marcharon, no sin antes dar su promesa de que acudirían al baile que el conde celebraría en breve, para presentar a su esposa en sociedad.
- ¿Baile? -musitó Meg, con cierto temor.
- Os confieso que no lo había pensado hasta ahora, pero tal vez sea mejor celebrarlo a bombo y platillo, en lugar de ir poco a poco. Daremos un baile para la noche de Reyes. Y a ver si para entonces, ya tenéis hecho ese vestido de gasa de color albaricoque.
Meg intentó recordar la gasa de color albaricoque entre todas las demás telas que habían comprado.
- De todas formas, el anuncio de nuestra boda aparece hoy en los periódicos -dijo él, mientras se entretenían delante de una tienda conocida-. Pero Trixie Harby no lee nunca nada.
Haciendo acopio de valor, Meg se atrevió a preguntar:
- ¿Invitaréis a vuestra familia al baile?
Dándose la vuelta a la entrada de la tienda, él dijo:
- ¿Mi familia?
Estaba segura de que aquella pregunta no era muy acertada, pero sí necesaria.
- A vuestra abuela y…
- No. Entrad. -Él les cedió el paso a través de la puerta del establecimiento de la señora Ribbleside, y Meg sintió que se desvanecía de inmediato su valor Todavía era pronto; más adelante se encargaría de curar las heridas familiares de su esposo.
Le hermosa dueña de la sombrerería los acogió entre reverencias y agasajos, pero al observarla detenidamente, a Meg no le acabó de gustar la forma en que aquella mujer sonreía a Saxonhurst. La teórica tolerancia no siempre se podía aplicar a los casos concretos. Meg deseo conocer alguna otra sombrerería; una en la que la dueña fuera de mas edad, tuviera verrugas, los ojos bizcos o una nariz enorme y fea.
Pero no conocía ninguna, y era evidente que la señora Ribbleside desempeñaba su oficio con absoluta maestría. Decidida a superar sus prejuicios comportándose como una perfecta esposa, Meg no puso ninguna objeción. Al cabo de unos instantes, su persona era ya únicamente cabeza, bajo un desfile interminable de sombreros y bombardeada por miles de preguntas acerca de la forma del ala, la altura, los lazos, los adornos, las flores, las plumas…
Entretanto el conde, repantigado en un sofá iba emitiendo todo tipo de respuestas.
- No, ése no. Ese os hace la cara demasiado redonda…A ver el rosa de allí. Sí, sí, muy atractiva…
Al final, había una pila enorme de sombrereras, dispuestas para cargarlas en el carruaje. Entonces, el conde, dio carta blanca a Laura para que eligiera ella también sus sombreros, con el asesoramiento de la señora Ribbleside. Apartando a Meg hasta la ventana, le pregunto:
- ¿Cansada?
- Un poco -confesó ella, sintiéndose como una infeliz al verle tan lleno de energía, de aquella manera que le recordaba a la sheelagh-, pero os agradezco vuestras atenciones.
- No me agradezcáis nada, lo estoy pasando espléndidamente. -Se dio la vuelta para observar a Laura, que ladeaba la cabeza frente a un espejo, valorando su imagen con un sombrero blanco de paseo, bordado de encajes y adornado con rosas color crema..
- No dudéis en llevaros ése. Ya pronto será primavera y todo Londres caerá postrado a vuestros pies:
Con una risa nerviosa, Laura indicó a la dependienta que lo apartaran para llevárselo, y era evidente en la mirada de la joven el brillo de una genuina felicidad.
- Vuestra hermana va a causar verdadero furor -dijo Saxonhurst.
- ¿Furor?
- Entre los hombres y -añadió con una maliciosa sonrisa-, seguramente, nos causará algún desvelo. Ni siquiera será preciso que tenga fortuna para que todos la acosen. Debéis estar contenta de tenerme a vuestro lado. No creo que sola consiguierais mantener alejados a los acosadores.
Meg se quedó mirándole con asombro, sin poder evitar acordarse de sir Arthur y de lo que podría haber ocurrido.
Aquel marido que había conseguido con tan extraños artilugios se merecía en verdad una buena esposa. Deseó vivamente poder ser franca con él, pero no se atrevió. No obstante, al menos, podría enmendar una de sus faltas.
- Anoche -susurró Meg, al tiempo que miraba alrededor para asegurarse de que ni Laura ni la dependienta podían oírla-, os mentí…acerca de mis pérdidas femeninas. -Mejor no le daría ninguna explicación para no tener que volver a mentirle.
Él se sonrió, sin dar el aspecto de estar contrariado ni ofendido.
- Esa impresión me dio.
Qué vergüenza.
- Os aseguro, Saxonhurst, que normalmente soy muy honrada.
- Os creo.
Meg se detuvo unos instantes, mirando el ajetreo de la calle a través del escaparate, antes de atreverse a continuar.
- Esta noche -dijo, bajando aún más el tono.
- ¿Sí? -preguntó el conde, acercando la cabeza como si no la hubiera oído bien.
Ella carraspeó.
- Esta noche, estaré perfectamente.
Lo miró de soslayo y volvió a mirar al exterior.
- Esta noche.
Sintió que le cogía una mano y se la acercaba a los labios, al tiempo que la mirada de ambos se encontraba.
- Mi querida lady Saxonhurst -dijo él-, os aseguro que esta noche será perfecta. Pondré mi vida en ello.
- ¿Qué os parece éste con…?
Meg retiró la mano y se volvió a mirar a Laura. Tanto ella como la dueña de la tienda contemplaban la escena con los ojos llenos de interés.
¿Los habrían oído? Ante la sola idea, Meg sintió que el rubor le invadía las mejillas.
No, pero probablemente el tono de su conversación reveló que hablaban de algo íntimo.
Sax, sin el menor atisbo de turbación, se acercó adonde estaba su cuñada y le colocó bien una toca, hecha casi por completo de cintas.
- Laura, querida, debería haber una ley que prohibiera estas bellezas. Voy a proponer ante el Parlamento que se obligue a todas las damas jóvenes bonitas a llevar velo y griñones.
Laura estalló en risas.
- Entonces los velos y los griñones serían el último grito de la moda, porque, ¿quién iba a querer casarse con las feas?
- Y la pobre señora Ribbleside se quedaría sin clientela. De todas formas, me temo que hoy la estamos dejando sin mercancías; más vale que nos vayamos ya y nos preparemos para esta noche.
Meg, que seguía aún frente a la ventana, se estremeció al oír aquellas palabras, pero un momento después, supo que su marido las había pronunciado con absoluta inocencia. Tenía previsto llevarlos a todos a una obra de teatro.
No obstante, en el camino de regreso hasta donde los esperaba el carruaje, pudo comprobar por el brillo en su mirada que no habían sido del todo inocentes. La velada en el teatro no era su único plan y Meg, aunque profundamente nerviosa y llena de estremecimiento, deseaba realmente acabar en las fauces de aquel extraordinario lobo.
El conde la cortejó lentamente durante el resto del día, preparándola para cuando llegara la noche.
Una vez dentro del carruaje, pese a que Laura iba sentada frente a ellos, la cogió de la mano. No fue más que eso, y los dos llevaban puestos los guantes, pero durante el breve trayecto hasta la casa, Meg fue plenamente consciente de cómo los dedos de él se entrelazaban con los suyos.
Tan sólo unos minutos antes de llegar, él deslizó el pulgar bajo el guante de ella para rozarle levemente la piel de la muñeca. Jamás en su vida había sentido nada tan inquietante.
Ya en el vestíbulo de la mansión, el conde, no un criado, le quitó la capa y la toca, y las manos de él, sin guantes, le pasaron brevemente cerca del cuello. Mientras se dirigían a la habitación en la que estaba servido el té, él le puso la mano leve en la espalda; leve y, sin embargo, imposible de ignorar.
Sentados todos a la mesa, se enfrascaron en una viva conversación. Jeremy ya había vuelto de sus clases y tenía muchas cosas que contar. Laura y los mellizos deseaban, entusiasmados, decirle a su hermano todo lo que habían hecho aquel día. Intervino también el conde de vez en cuando con algún comentario, al igual que el señor Chancellor que apuntó alguna sugerencia. Mientras, Meg tenía la mente totalmente invadida de pensamientos íntimos.
El conde estaba sentado junto a ella, sin tocarla, pero con el deseo obvio de hacerlo en la mirada. Meg se sentía como un pedazo de metal atraído fuertemente por un imán, casi a punto de adherirse a él.
El se dedicó a servirla, agasajándola con el té y los pasteles. De vez en cuando, sus dedos rozaban los de ella, y sus ojos se quedaban posados en sus labios, como besándolos en la distancia.
Mientras bebía un poco de té, reparó en que todo aquello era el juego de la seducción.
Eso era lo que ocurría cuando un hombre como Sax se fijaba en una mujer y comenzaba, sin palabras, a invitarla a su lecho. Ellos estaban casados y, sin embargo, Meg se sentía al borde de la perdición, como cediendo al más delicioso de los pecados.
Tuvo que dejar la taza sobre la mesa antes de que fuera a derramarla.
Sin importarle que los demás siguieran aún charlando y picoteando de la mesa, Saxonhurst se levantó y, tomando a Meg de la mano, dijo:
- Si habéis acabado, querida, vayamos los dos arriba un rato.
Sin excusas ni explicaciones, pese al silencio repentino de los presentes y sus miradas de curiosidad. De inmediato, el señor Chancellor, retomó la conversación.
¿En aquel momento?
Ella creía que iba a ser por la noche.
Todavía no estaba preparada.
Pero no volvería a apartarlo de su lado.
Con las piernas a punto de flaquear, se dejo guiar por él escaleras arriba, hasta los aposentos de ella.
No. Llegaron a los aposentos de él. Había pensado que todo ocurriría en su propia habitación; que más daba.
Una vez más, con la mano de su esposo depositada suavemente sobre su espalda, se dejó llevar hasta el final.
Ya en la habitación, Meg miró a su alrededor, sintiéndose dominada por los nervios y pensando desesperadamente algo de lo que hablar.
- ¡Santo cielo! -la exclamación se le escapo de los labios sin poder evitarla.
¿A quién se le ocurriría pintar de verde la figura de un camello y decorarla después con puntos naranjas?. ¿Quién habría comprado una cosa así? ¿Que tipo de hombre sería capaz de otorgar a aquel objeto un lugar prominente en la repisa de la chimenea? ¿Y ese reloj incrustado en el vientre de una obesa figura blanca vestida con una túnica rosa y oro?
¿Y la fuente ovalada que había al lado? Meg tuvo que acercarse para comprobar que no se estaba confundiendo. Y no, la imagen que tenía en el medio eran unos pobres mendigos comiéndose las últimas migajas a la vera de un camino.
- ¿Os gusta esa fuente? -preguntó él.
Meg miró a su alrededor, esforzándose por ocultar su desagrado. Qué contraste con el resto de la casa en la que todo era tan elegante. Además de todo aquello, estaban las extrañas pinturas de la biblioteca, que, sin duda, respondían al gusto de su esposo; el perro, claro, y el loro.
Era evidente que, pese a las apariencias, Saxonhurst no estaba en sus cabales. Pero estaba unida a él para el resto de su vida.
Y él se mostraba extraordinariamente amable con todos ellos.
Ella lo miró y dijo, señalando la fuente:
- ¿Tal vez persigue crear una conciencia de culpa, como para censurar la glotonería o algo así…?
- No tengo ni idea, ¿os desagrada?
Entre todas las posibles respuestas que se agolparon en su mente, Meg dijo:
- No es que sea de mi gusto, la verdad.
La mirada de Meg se sintió atraída por otro extraño objeto: una especie de mesa de bambú trenzado, pintada en un fuerte tono rosa y cubierta de hojas verdes. Aparte de ser feísima, no pegaba nada con el empapelado dorado de las paredes.
Con leve estremecimiento, se preguntó si podría mandar que quitaran todos aquellos objetos y elegir otros más apropiados para los aposentos de un caballero. Si era allí donde se suponía que tendrían que entregarse el uno al otro, cambiar la decoración era fundamental.
Se preguntó también, con algo de alarma, qué tipo de ropa había dejado que él eligiera para ella. Le parecía recordar que habían sido telas de muy buen gusto, pero no estaba del todo segura.
Se dio la vuelta y comprobó que él la estaba mirando, con un gesto de estar divirtiéndose.
- Todavía no habéis admirado el cuadro que hay sobre la cama.
Hasta aquel momento, Meg había evitado deliberadamente mirar hacia el lecho, pero al contemplarlo ahora con detenimiento, se quedó estupefacta. Sobre el cabecero, entre los cortinajes de encaje dorado, había una extraordinaria pintura, de gran tamaño, que representaba a un grupo de mujeres desnudas. Mujeres desnudas sorprendentemente musculosas.
- Son amazonas -dijo él, al tiempo que se acercaba a ella-. Ya habréis reparado en que les falta el seno derecho.
- Es difícil no darse cuenta. -Meg no podía apartar los ojos de aquel estrafalario cuadro. No era la desnudez lo que la perturbaba, ni tampoco que a las mujeres les faltara un pecho, sino que se las veía corriendo y gritando en todas direcciones, con espadas llenas de sangre y rodeadas de cuerpos cercenados, cadáveres de hombres.
Sintió miedo al pensar que su marido fuera capaz de dormir bajo una escena tan violenta como aquélla. Esforzándose por esbozar una sonrisa, se volvió hacia él y preguntó:
- ¿Os gustan los motivos militares, señor?
- Me gustan las mujeres fuertes -él se acercó un poco más a ella-. Como vos.
En ese instante, él le cogió las manos, y Meg sintió el corazón a punto de estallar.
- No me siento nada de fuerte en estos momentos -susurró.
- Es comprensible. No es así cómo funciona la naturaleza. -Comenzaba a estrecharla entre sus brazos. Y ella estuvo a punto de expresar la protesta que temblaba en sus labios, estimulada en parte por la falta de decoro de su esposo, pero se contuvo. Tenía que cumplir con su obligación; se lo debía.
Además, más allá de la obligación, lo deseaba. No podía negarlo.
Fuera o no un perturbado, el conde de Saxonhurst provocaba en ella los más ardientes deseos.
Levemente presionada contra su cuerpo, envuelta entre sus brazos, sintió que se tranquilizaba y levantó el rostro, pidiéndole un beso.
Estando tan cerca, la piel de él era menos suave de lo que se esperaba. Probablemente, ocurriría lo mismo con cualquier persona, pensó Meg. Pero sus pestañas, claras como la miel, eran largas y densas, y en sus ojos brillaba el tono amarillo, del mismo modo que clarea el verde en las copas de los árboles, fundido en miles de matices. Su cuerpo exhalaba una dulce fragancia, aunque también con un toque más terrenal de lo que ella había pensado.
Sin duda, ella también tendría su propio olor; confió en que resultara agradable.
- Tendremos que esperar hasta la noche Minerva -dijo él, acaparando la atención de ella sobre sus labios-. Pero no puedo esperar tanto para besaros.
Aquel beso fue diferente de los otros. Meg no había pensado nunca en que hubiera tantos tipos distintos de besos. Apretó suavemente los labios cálidos y tiernos contra los de ella, como despreocupadamente, aunque, Meg lo sabía bien, con un sentimiento más intenso.
El conde ladeó la cabeza y empezó a provocarla con la lengua.
- Abridme, Minerva, exploradme…
Con un leve ruido que la sorprendió, Meg obedeció a sus ordenes, inquieta al verle tan pasivo. Podía hacer con él lo que quisiera.
Le tocó los dientes con la lengua, casi gimiendo por la sobrecogedora intimidad; después, sintió la lengua de el sobre la suya, como un dulce saludo de bienvenida.
Él lamió su lengua lentamente. De los labios de Meg volvió a escaparse un gemido, que casi pareció una protesta. Pero Saxonhurst hizo caso omiso y la abrazó aún mas, acercándola hasta que se fundieron en un profundo beso.
A continuación, él la tomó de la mano y la llevó hasta la cama.
Una vez allí se esmeró ininterrumpidamente por complacerla, por calmarla, por serenarse él también a su lado. Tumbados los dos sobre el lecho, pasó la pierna por encima de las suyas y la apretó fuertemente contra su pecho, al tiempo que le arrebataba la boca, la boca y el alma. Le acarició el pecho con una mano, en un roce infinitamente suave, y sin embargo ardiente, bajo las capas de la ropa y el corsé.
Meg pensó que iban a esperar hasta que oscureciera, pero en verdad no tenía ninguna objeción a que su esposo siguiera comportándose de aquella manera, arrastrado por su naturaleza animal. Sentía ansiedad por tener por fin su primer encuentro, para no preocuparse más.
Por si acaso él necesitaba algún estímulo, dirigió su mano hacia el principio de su cuello y empezó a acariciarle la densa y sedosa cabellera entre los dedos.
Él colocó la pierna entre los muslos de ella, apretando contra las capas de enaguas y faldas. Ella no pudo evitar fundirse aún más en su abrazo, a lo que el esposo levantó la cabeza y emitió, entre susurros, una voz tenue de aprobación, como el ronroneo de un gato que agradece con placer las caricias.
Él sonrió, y ella le respondió con otra sonrisa.
Meg recordó haber pensado hacía ya una eternidad, ayer mismo, que su experiencia en estas lides provenía de lo que había sentido con la sheelagh y que, por tanto, sería inmune.
Qué confundida había estado.
Y él había sabido ver lo equivocada que estaba.
No podía negar que existía un cierto parecido, sí, pero tan frágil como el brillo de la seda que se deshace entre las manos.
En un alarde de valor, Meg subió la cabeza y besó a su marido en los labios. Él se rió abiertamente, con tal delicia que hubiera contagiado a cualquiera.
- Supongo que os cambiaréis para el teatro ¿no?
- ¿El teatro? -repitió ella atónita.
- No os olvidéis de que no vamos a consumar nuestro matrimonio ahora.
Meg se refrenó para no decir: «¿ah, no?».
Lo lamentaba.
Estaba dispuesta a ser una perfecta esposa, sumisa y complaciente. Haría cuanto él le pidiese. Incluso controlarse.
- ¿Queréis entonces que me arregle para el teatro ahora? Sólo tengo un vestido de seda…
- Comenzad a arreglaros, quitándoos, por ejemplo, el vestido que lleváis puesto. Al tiempo que decía estas palabras, la apartó de sí para desabrocharle los botones de la parte de atrás del vestido, lentamente, uno por uno.
Meg se relajó, sabiendo que podía decirle en cualquier momento que parara y él la obedecería. Su esposo deseaba verla solícita, ardientemente rendida ante su depredador. Ya no cabía duda alguna de que le había ganado la batalla, y se sentía completamente suya.
Los labios de él la recorrían todo el cuerpo, por la espalda desnuda encima del corsé; entreteniéndose en algunas partes en concreto, trazando círculos y espirales, que provocaban en ella el más genuino de los placeres.
Le sacó el vestido por delante, con lo que quedaron a la vista los hombros de ella, sobre las anchas tiras del corsé, para que él los besara. Deslizó una mano entre las suaves texturas de lino y raso, a lo largo del forro del vestido, para acariciarle la parte superior del pecho.
Instintivamente, Meg se levantó en un movimiento defensivo para protegerse de tan intensa invasión, pero, se entretuvo durante unos segundos envolviendo las manos en la tela del vestido, y volvió después a tumbarse para no poner ningún freno a los deliciosos avances de su esposo. Él dio rienda suelta a todos sus impulsos: la mano bajo el corsé, el abrazo apretado de las piernas, su gran corpulencia sin dejar de recorrer la espalda de ella y el aliento caliente de su boca, rozándole la parte de detrás del cuello, sin parar de besarla y de lamerla.
Meg se dejaba hacer, sintiendo cómo sus miembros se derretían con las dulces sensaciones de infinito de aquella magia que tanto había temido.
Cuando él sacó la mano del corsé, ella se apresuró a impedir esta vez que él se refrenara. La obligó entonces suavemente a volverse, para envolverla entre los brazos y besarla en los labios, el cuello, la parte superior de los pechos.
- Esta noche…
A lo que Meg contestó:
- ¿Por qué no ahora?
Él se sonrió.
- Ahora no. Pero vuestro cuerpo retendrá las sensaciones. Las recordará.
- Sería imposible olvidarlas.
Con un ardiente brillo en los ojos, como el resplandor de los fuegos artificiales en una noche oscura y helada, él pasó sus manos por todo el cuerpo de ella como si fuera un gato.
- Maravilloso ¿no es así?
- Entonces, ¿por qué no ahora? -Meg sentía la fuerza de su deseo, la intensidad de su ansia, ávida de sus besos y ternuras.
- Decidme, ¿por qué no?
- Minerva, adoro vuestra franqueza. Vuestra ansia. Os ruego que seáis siempre tan sincera conmigo. Siempre. Pero, como dicen los franceses, «Bon appétit». Todo se disfruta mejor si uno no llega del todo a saciarse.
- Y vos, ¿tenéis apetito ahora, Saxonhurst?
Él le tomó la mano y la colocó entre sus piernas.
- ¿Veis como sí?
Meg tuvo la sospecha de que una dama correcta, aun estando casada, no debería poner la mano en semejante parte. Pero no tenía el menor interés en retirarla. La dureza que comprobó allí saciaría el doloroso vacío que ella sentía en su interior.
- ¿No os parece entonces, Saxonhurst, que ya hemos esperado suficiente a saciarnos?
Esta vez él sonrió con cierta ironía.
- Ciertamente, querida. Me habéis sorprendido de lo más gratamente, os lo aseguro. Pero no tenemos tiempo ahora para entregarnos a un verdadero festín, y tengo el firme propósito de que vuestra primera vez sea un espléndido festín. Con los años, pasaremos muchas veladas menores entre la hora del té y la cena. Incluso encuentros rápidos antes del postre. Pero no hoy.
Mientras hablaba, él siguió acariciándola, pero su roce fue perdiendo intensidad a medida que pronunciaba aquellas palabras. Evidentemente él se esforzaba por controlarse, animándose con lo que quedaba por venir. Relajando los miembros, Meg se quedó allí tumbada, extasiándose con la luz desfalleciente de la tarde, con su esposo a su lado, mitigando sus ansias.
Llegó a sentir que eran como dos extraños, uno al lado del otro, en medio de una habitación desconocida. Tuvo que reprimir una sonrisa. En verdad no eran tan extraños, no al menos teniendo ella el vestido desabrochado y bajadas las tiras del corsé. Reparó en que la invadía una agradable sensación de comodidad, de desinhibición, y se sorprendió al pensar en cómo se había comportado.
- Tal vez en un mundo ideal -dijo ella-, los hombres y las mujeres debieran ir al matrimonio desconociendo los dos por completo todos los misterios por descubrir.
Tras morderse los labios, él contestó:
- ¿No os agrada ser la neófita?
- Es mi naturaleza, me temo. Me gusta ser independiente y controlar las situaciones.
- Comparto vuestros gustos.
- Pero para un hombre, es mucho más sencillo.
- ¿Sí? Muy pocos hombres son independientes o controlan su destino. Soy uno de los pocos afortunados que puede hacerlo.
- Y consideráis vuestro privilegio un tesoro, ¿no es así?
- Cuando se tiene un tesoro, hay que preservarlo.
Meg se contuvo para no dar un profundo suspiro. Tendría que haber dado explicaciones de haberlo hecho. Le resultaba completamente imposible contarle que él se encontraba en esos momentos, allí con ella en la cama, gracias a un conjuro mágico.
- Sin embargo -se atrevió a decir-, os habéis visto obligado a casaros conmigo.
El le dio unos pequeños toques con el dedo en la barbilla y se quedó mirándola de frente de tal manera que ella supo que aquel intrascendente comentario no le había hecho demasiada gracia.
- Me casé con vos para evitar un destino peor. Son de ese tipo las elecciones que podemos hacer en la vida.
- Entonces, cualquiera puede elegir, aunque sólo sea entre morir o someterse.
- Minerva Saxonhurst, en absoluto sois vos el ratoncillo asustado que parecéis a primera vista.
- Nunca me he propuesto parecer un ratoncillo. Pero tengo que confesar que la postura horizontal tiene el extraño efecto de desatarme los pensamientos.
Él se rió con fuerza, una franca carcajada de felicidad.
- Sí, es cierto lo que decís. -Siguió mirándola, y ella supo por el brillo en sus ojos que volvían a invadirle los instintos de cazador. Le aflojó el corpiño y comenzó a desatarle la parte delantera del corsé.
El conde dirigió la mirada hacia abajo y dejó que sus manos palparan. Retiró un poco más el vestido, y Meg se mordió con fuerza el labio inferior. Estaba tan acostumbrada a su ropa interior que se le había olvidado. En aquel preciso instante, el esposo seguía con los dedos las líneas del bordado escarlata que ella había cosido a lo largo de los frunces de su corsé. -¡Qué preciosidad! -levantó entonces el volante de la parte superior de la enagua, que ella había ribeteado con cuidadosas puntadas-. Ingenuo por arriba y sensual por la parte de abajo.
Meg pudo ver algo distinto en el rostro de Saxonhurst, algo que no era exactamente deseo, diversión ni placer.
- Sois una criatura de sorpresas mágicas, mi dulce Minerva. Tiemblo ante la idea de abriros, capa por capa, hasta llegar a descubrir vuestros secretos más íntimos.
La palabra «mágicas» le aguijoneó la conciencia como una aguja afilada, y el término «secretos» la llenó de alarma, pero en realidad le preocupaba más saber qué pensaría él si investigaba a fondo.
La mayoría de las mujeres no llevaban calzones. Mucha gente los consideraba perversos, como si fueran un signo de que la mujer deseaba emular el papel del hombre. y para colmo de males, ella había llenado los suyos de diversos bordados, sin pensar en que alguna veces los pudiera ver alguien.
El aún seguía pasando el dedo sobre las líneas del corsé, estremeciéndola con cada roce por la parte alta del pecho.
- ¿Lo habéis hecho vos?
- Sí, claro. No habría podido permitirme pagar a alguien para que hiciera semejante frivolidad.
- ¿Por qué? -Él alzó la vista, y Meg únicamente vio en sus ojos la más franca curiosidad.
Había sido una pregunta simple, que no requería más que una simple respuesta, y sin embargo Meg no se atrevió a revelar sus pensamientos más privados, porque ello significaría exponer lo más vulnerable de su ser. Se incorporó hasta sentarse, dándole la espalda, y se subió el vestido, consciente de que estaba actuando de manera absurda.
- No tenéis que decírmelo si no queréis -dijo él a su espalda.
- Es sólo porque me gustan las cosas bonitas. -Se esforzaba por dominar los temblorosos dedos y conseguir abrocharse el corpiño-. Una institutriz no puede vestir de manera estrafalaria, pero nadie sabe qué hay en su corsé…
Se sentía azarada, forzada de alguna manera por el poder que él ejercía en ella. Por unos instantes, estuvo a punto de rechazarle cuando volvió a abrazarla, pero recordó de inmediato su propósito. Y, en todo caso, él era mucho más grande y fuerte que ella.
Volvió a bajarle el vestido aún más que antes, y a acariciarle una y otra vez las llamativas puntadas de sus bordados. Meg permanecía inmóvil, incómoda por aquella invasión, pero conteniéndose de quejarse al tiempo que se mordía fuertemente el labio. Se había propuesto firmemente dejarle hacer.
Entonces él le acarició un labio con el pulgar, para relajárselo.
- No. Si deseáis que pare, decídmelo.
Meg contempló la mirada airada de él.
- Parad.
Tras unos momentos de vacilación, el conde volvió a subirle el vestido hacia atrás, aunque no del todo. Seguidamente, le desabrochó de nuevo el corpiño y la besó ardiente mente entre los pechos.
Ella lo miró y se rió, cercana, a decir verdad, a las lágrimas.
- Sois muy extraño. ¿Por qué lo comprendéis todo? Podía ver las densas pestañas casi sobre las mejillas de su esposo, que tenía la mirada baja sobre sus senos.
- Todos tenemos lugares privados. Tal vez otros no entiendan por qué lo son. -Subió las pestañas, dejando ver los ojos brillantes en la penumbra-. Pero confío en que pronto me dejéis explorar también vuestras zonas privadas, Minerva. Cada centímetro, cada milímetro.
Él empezó a desabrochar lentamente, uno por uno, los enganches del corsé. Sin tener que mirar, Meg sabía que le estaba dejando el vestido por encima del corsé, bajo los dos pechos expuestos.
Sintió cómo él introducía la mano para liberar la presión de su pecho derecho, y cómo el aire de la estancia le enfriaba el pezón. No sintió ninguna vergüenza. El se lo besó suavemente y, alzando después la cabeza, le dijo:
- Sois un misterio delicioso.
A continuación, la boca de él bajó de nuevo a sus senos.
Meg permanecía inmóvil, a la espera de que ocurriera algo más intenso, pero sintió únicamente el roce de su lengua bordeándole el pezón y el frío del aire secándose sobre su piel. Su lengua dibujaba una y otra vez la forma de la areola y algún roce furtivo en la punta. Meg se estremeció, pero no de frío.
Él la mordió, apretando suavemente con los dientes, y ella no pudo contener levantar una mano como para protegerse. Se la cogió. Y sin necesidad de pronunciar palabra alguna, le pidió que confiara en él, y Meg volvió a poner la mano sobre la cama.
Le lamió repetidamente el pecho derecho de tal manera que Meg se sintió a punto de quedarse sin respiración; la acarició en los lugares más secretos, despertando en ella sensaciones intensas como jamás había sentido. De pronto, el esposo se detuvo.
Pero no para irse, tan sólo para apartarse y dedicarse al otro pecho.
Todo era suave y dulce, húmedo, escalofriante; demasiado delicioso para que terminara alguna vez. Meg retiró la rugosa seda de la colcha para que su amado no tuviera obstáculo ninguno.
Después, lentamente, él le colocó con sumo cuidado los dos pechos dentro del corsé, abrochó de nuevo los enganches y le subió el vestido.
La miró, con una sonrisa en la que se reflejaba la verdadera satisfacción. Hacía ya rato que ella no se preocupaba en absoluto por controlar sus reacciones.
- Recordarán las sensaciones -dijo él-. Permanecerán en vuestra mente durante toda la velada en el teatro y cuando vengamos en el carruaje de regreso a casa. Vuestro cuerpo lo recordará todo y vos con él. Sería injusto que sólo yo sufriera con la espera.
Entonces, en uno de sus cambios de humor, se levantó de la cama y la ayudó a ponerse de pie. Le dio la vuelta y le abotonó el vestido sin entretenerse un instante.
- Suelo llegar tarde al teatro, pero estoy seguro de que a los mellizos no les gustaría nada perderse los primeros números. -Tomándola suavemente del brazo, la acompañó hasta el vestidor dentro de la otra habitación.
Meg se había olvidado por completo de que no estaban en los aposentos de ella. En ningún momento volvió a mirar hacia los camellos llenos de manchas verdes, la extraña mesa de bambú trenzado ni las violentas amazonas.
Tal como él había dicho, su mente no estaba más que en una sola cosa.
En él y en la cercana noche.
Susie se encontraba en el dormitorio, preparándole la ropa para salir. La criada los miró con una sonrisa de complicidad ante el delatador rubor en las mejillas de ambos.
- ¿Deseáis cambiaros de ropa ahora, mi lady?
- Eh… sí-dijo Meg.
Su marido se acercó maliciosamente a ella y, con los labios pegados al oído, le dijo:
- Esta noche. Aquí, lejos de las amazonas. Pero no os preparéis para acostaros, deseo desvestir a mi esposa capa por capa.
Meg lo vio marcharse, temblando como si acabara de hacer la cita más perversa y clandestina. Y así había sido, dejando a un lado el pequeño detalle de que eran marido y mujer.