Capítulo 11

En la medida en que le fue posible, Meg superó la comida con dignidad, ayudada tal vez por el hecho de que ella y su marido estuvieran sentados en extremos opuestos de la mesa. N o puede decirse que comiera mucho.

En el carruaje, iban sentados uno al lado del otro y, mientras conversaban con Jeremy y Laura -pues los mellizos iban detrás con el señor Chancellor-, algo en la actitud del conde le hacía tener presente en todo momento la imagen de los besos y las caricias. Quizá las ideas perversas procedieran totalmente de su interior, pero lo dudaba seriamente. Saxonhurst era un verdadero mago en aquellas lides, capaz de hechizos mágicos con los que arrastrar a los pobres mortales por la senda de lo prohibido.

Tal como había prometido, conseguía que su presa deseara cada vez más recibir el toque mortal del cazador.

Meg entró al teatro aturdida, con la atención puesta únicamente en las horas siguientes. Lo único que le importaba era no llegar a hacer algo realmente vergonzoso durante la espera. Estaba completamente despistada y, por eso, tardó unos segundos en darse cuenta de que el conde estaba hablando con sir Arthur Jakes.

Estaba segura de haberse perdido algo, porque se sentía como si acabaran de despertarla de un profundo estupor pinchándola con una aguja de agua helada. Tal vez llegó incluso a emitir algún sonido de sorpresa, pues su marido la miró de soslayo con expresión reprobatoria. Sir Arthur, sin embargo, no se dio cuenta de nada, acosado como estaba por los mellizos, que no paraban de insistirle en contarle todas sus aventuras.

Se recordó a sí misma que aquel caballero habla sido amigo de la familia durante muchos .años. De pequeña, se comportaba con él como los mellizos, porque siempre había sido un hombre generoso, que daba peniques o golosinas a los niños y les llevaba de vez en cuando a los salones de té a merendar.

No le hubiera costado demasiado convencerse de que todo había sido una ensoñación, su proposición respecto a Laura y el hecho de que él hubiera sido quien arrebatara la sheelagh. Pero en un momento determinado captó la mirada furtiva del caballero hacia su hermana y supo que no había sido ninguna ensoñación.

No fue una mirada de amor perdido ni de adoración en la distancia, sino de ansiedad contrariada, frustrada y llena de vileza.

Sin dejar de sonreír, se apartó de los mellizos y se acercó a Meg.

- Qué feliz está vuestra familia. Me agrada sobremanera verlos tan bien situados, condesa.

El que la trataran por el título la incomodaba y, casi sin pensar, dijo:

- No, por Dios. Seguimos siendo viejos amigos, o al menos así lo espero.

De inmediato, deseó no haber pronunciado aquellas palabras. Eran parte del pasado, de los peniques y las golosinas, y de su propia incomodidad por su nueva situación, pero no respondían a una genuina franqueza.

También él se sorprendió. La expresión de su semblante no pudo ocultarlo. Pero al instante siguiente, se repuso lo bastante para proseguir.

- Es para mí un verdadero honor -dijo, al tiempo que hacía una reverencia-. Y no sólo por vuestra nueva categoría. Vuestros padres fueron viejos amigos míos y deseaban que me encargara todo lo posible de sus hijos. Espero que no os moleste si os voy a visitar de vez en cuando. Tal vez incluso pueda llevar a los pequeños a merendar alguna tarde, como solía hacer con…vos.

Sospechando que se adentraban en terrenos peligrosos, Meg contestó de inmediato:

- Los mellizos estarían muy tristes si no nos visitara.

Deseó hacerle entender de alguna manera que no estaba autorizado para quedarse a solas con Laura. Eso jamás.

Pero ¿sería correcto dejar a Rachel en manos de aquel monstruo?

- Querida -dijo el conde, tocando con suavidad el hombro de su esposa-, será mejor que vayamos todos juntos a ocupar nuestros asientos. Sir Arthur -añadió, con una leve inclinación para despedirse del caballero, con lo que Meg se sintió profundamente agradecida.

Mientras su esposo la guiaba por el pasillo alfombrado hasta el palco, se preguntó si sería conveniente hablar con Saxonhurst de sir Arthur y pedirle consejo. Por supuesto, no mencionaría nada de la sheelagh; sólo le contaría sus perversos planes para con Laura.

Pero tenía miedo de que el conde reaccionara de manera drástica. Tal vez incluso con un duelo. Eso no podría soportarlo.

No. Lo único que debía hacer era advertir a Laura. Su hermana ya habría notado cierto embarazo al tratarse con sir Arthur y seguramente no buscaría su compañía. Meg sólo tendría que asegurarse de que él no ingeniara ninguna treta para verla a solas.

En realidad, sir Arthur ya no tenía ningún poder sobre ellos.

Salvo si era él quien poseía la sheelagh.

Maldita piedra. Maldito sir Arthur. Ya se había ido toda la magia. No la de la sheelagh, sino el dulce encantamiento al que su esposo la había transportado a lo largo del día.

Mono -debería acordarse de llamarle Mono, como hacía Saxonhurst- estaba dentro del lujoso palco y se encargaba de que sus señores estuvieran atendidos en todo momento. Había allí una mesita con vino, té, pasteles y una fuente de naranjas. Les ayudó a quitarse las capas y los gabanes y se quedó después de pie junto a ellos, pendiente de sus peticiones.

Meg no había estado nunca en un palco y se maravilló de lo increíblemente cómodos que resultaban los asientos y del pequeño fogón de hierro que había en un lateral, para mantener el ambiente caldeado.

- Una cosa que me ha sorprendido siempre -comentó Meg a Saxonhurst, mientras se acomodaban en la segunda fila de asientos, dejando la de delante para los pequeños- es por qué en algunos palcos dejan las cortinas echadas. ¿Significa que no hay nadie dentro esa noche?

Saxonhurst contestó, mordiéndose el labio.

- Todo lo contrario, querida. Significa que, justo esa noche, es cuando el palco está ocupado.

Por la mirada de sus ojos resultaba fácil sobreentender los detalles, y Meg se sonrojó.

- ¿En el teatro?

- Por supuesto.

- Pero ¿por qué? -preguntó, bajando la voz-. Quiero decir, que tiene que haber muchos otros sitios para…

- No para los amantes secretos.

- Si todo el mundo se dará cuenta. Se sabe de quién es el palco y verán a los ocupantes al llegar.

Él se sonrió.

- Sois maravillosa. Qué curiosidad tan insaciable. Ella se quedó mirándolo y se dio cuenta de que la magia no se había disipado del todo.

- Espero de verdad que seáis siempre tan curiosa, esposa mía. En todos los temas. -La tomó una mano y le besó la yema de los dedos-. Quizá al propietario del palco no le importe que la gente se entere de quiénes son las personas a las que se lo ha cedido, y la dama podría muy bien entrar allí cuando las cortinas ya estén echadas.

- O -añadió, al tiempo que le besaba otro dedo quizá la propietaria sea una dama. Hay algunas famosas que ejercen así su oficio.

- ¡Una dama! -repitió Meg, sorprendida, con un hilo de voz. Definitivamente el mago se encontraba otra vez dispuesto.

- Tal vez no. Pero -la besó en el dedo del anillo de boda- la mayoría de los dueños de los palcos no los utilizan todas las noches y están en su derecho de alquilárselos a cualquiera. Por ejemplo, ése de allí arriba…

Rápidamente, Meg miró hacia arriba, en los palcos de enfrente y vio uno con las cortinillas echadas.

- …pertenece al vizconde Newnan, que está ahora pasando las Navidades con su familia en Gales. -Y volviendo el rostro hacia su esposa, añadió-: Seguramente, lo que queréis saber ahora es quién está tras las cortinas…

- ¡No, no, en absoluto!

Tras ponerle el dedo en la mejilla para impedir que se diera la vuelta bruscamente, Saxonhurst replicó:

- No me mintáis, pequeña condesa. Nunca. Me gustáis curiosa, interesada por todo; inquieta por saber, por el impulso de tocar y saborear.

En efecto, en ese preciso instante Meg sintió la inquietud en su interior, pero no con el efecto que él insinuaba. La inquietud se debía a lo que había dicho sobre las mentiras. Susie le había advertido de que a su esposo no le gustaban las mentiras. Estaba dispuesto a perdonarla por el embuste sobre sus falsas pérdidas mensuales, pero ¿le perdonaría toda la sarta de mentiras restantes?

Retiró el dedo y le acarició suavemente el rostro.

- A veces, se os ve preocupada, Minerva. Sé que la situación no es fácil. ¿Os estoy molestando?

- No -contestó ella, lacónicamente, aunque no era del todo cierto.

- Os deseo… -dijo él, acariciándola con aire distraído y pausado-. Esta noche. -Y, frunciendo los labios, añadió-: A decir verdad, quisiera que fuera ahora mismo. Pero puedo esperar. Incluso sería capaz de esperar una noche más.

Le estaba ofreciendo la posibilidad de escapar.

Meg se quedó pensativa ante sus palabras, sopesándolas por el miedo que sentía hacia él en su interior, miedo al poder que ejercía sobre ella, miedo a las barreras que podrían deshacerse cuando alcanzaran el punto máximo de la intimidad. Pero dijo con resolución:

- Yo no quiero esperar.

El rostro del conde se iluminó con una amplia sonrisa.

- Me alegro. -Pero añadió a continuación-: ¿Qué es entonces lo que os preocupa?

Era realmente tentador contárselo todo, pero sabía que, por lo general, lo mejor era controlar las tentaciones.

- Nada en particular -contestó, apartando la vista. Oh Dios mío, debería llevar un cartel puesto con la palabra «mentirosa» escrita en letras bien grandes.

Él retiró la mano, para dejar que Meg se acercara a la barandilla y contemplara cómodamente la concurrida sala del teatro. Si es que una persona tan abrumada como ella podía en verdad llegar a sentirse cómoda.

- ¿Qué me decís de sir Arthur? -preguntó él.

Meg se dio la vuelta.

- ¿Cómo?

- Me da la impresión de que no os sentís relajada con él.

Ella se sintió descubierta por la mirada escrutadora de su esposo y el tono de duda en su voz, y respondió como pudo, con una media verdad.

- Es un viejo amigo de la familia. Yo le tenía mucha simpatía de niña, pero después -volvió a apartar la vista, atenazada por la vergüenza al recordar ciertas escenas- me…me llegó a poner en situaciones difíciles. Fue antes de nuestro matrimonio.

- ¿Os llegó a hacer algo?

Ella se dio la vuelta para mirarlo de frente.

- ¿A hacer?

El conde volvió a morderse el labio inferior, pero esta vez sus ojos no reflejaban precisamente diversión.

- El tipo de cosas que yo os he hecho, besos, caricias…

- ¡No! -El tono alto de aquella exclamación obligó a Laura a darse la vuelta para mirarlos, y Meg la sonrió-. No -repitió, bajando la voz-, nada de eso. Simplemente es que cambió de actitud hacia mí y llegué a sentirme muy nerviosa en su presencia. Además, me preocupa Laura.

Aunque de forma muy sutil, Meg percibió que la tensión se apoderaba de Saxonhurst.

- ¿Le ha hecho algo a ella?

Al cabo de unos segundos, Meg respondió con una mentira.

- No.

Aunque no era mentira del todo. No le había hecho nada. Todavía.

- Bueno, Laura se comporta con él con total naturalidad y, aunque seguramente será inofensivo, para no correr riesgos lo mejor es que no le dejemos estar con ella a solas. Con tantos criados a nuestro alrededor, no será difícil.

Aquella solución era excelente, y Meg sintió tanta emoción que estuvo a punto de que se le saltaran las lágrimas.

- Gracias.

Él se acercó por atrás y sus pestañas le rozaron levemente la sien.

- No me quedo muy convencido de que me hayáis contado todo.

Meg sintió con desesperación que su esposo había notado su falta de sinceridad.

Le pasó el dedo por el labio de atrás hacia delante y se detuvo en un punto para darle pequeños toques repetidos, casi como si fuera un castigo extremadamente leve.

- El matrimonio, querida, consiste en compartir los problemas y encontrar las soluciones. Aunque acabamos de empezar, sé que me sentiré dolido si continuáis empeñada en enfrentaros sola a todas las dificultades.

En aquel momento, Meg sintió ganas de echarse a llorar y contárselo todo, pero los miembros de la orquesta salieron todos al foso y rompieron a tocar la música para el primer cuadro de los payasos. Cuando se dio la vuelta y comprobó que se alzaba el telón y surgía sobre el escenario el decorado de un alegre palacio oriental, se alegró de haberse contenido. En todo caso, tomó la firme resolución de no ofender jamás a su marido en cuanto estuviera en su mano.

Por su parte, Sax observó a su extraña esposa, más que contemplar el espectáculo. Se fijó también en el entusiasmo de los pequeños y se congratuló por ello. Con tantas emociones, era fácil acabar exhausto. Todos los miembros de su nueva familia rezumaban vitalidad y expectación. Pero quien verdaderamente le fascinaba era su esposa. También ella parecía disfrutar enormemente con aquellas diversiones tan rancias. ¿Cuánto tiempo hacía que él no deseaba con tanta intensidad tener un encuentro con una mujer?

Se la veía disfrutar, pero no había ninguna duda de que algo la preocupaba.

Intentó dilucidar la gravedad de aquellas preocupaciones.

Sir Arthur Jakes no le daba la impresión de ser un tipo de hombre capaz de aceptar el impago del alquiler durante meses, ni siquiera por el bien de la familia de un antiguo amigo. ¿Qué habría exigido a cambio? ¿A la propia Minerva? ¿Se habría visto obligada a entregar a aquel hombre su virginidad y eso explicaría su nerviosismo ante la consumación del matrimonio, por temor a ser descubierta?

Empezó a repasar en su mente el encuentro que habían tenido en el dormitorio; Saxonhurst se esforzaba por recordar cada detalle para comprobar si su esposa se había comportado realmente como una mujer inexperta en el amor. No era fácil llegar a ninguna conclusión. Se había mostrado sorprendida y azarada, pero, al final, se la veía ávida.

Sir Arthur podría muy bien ser un amante insensible, que la hubiera utilizado, de modo que las atenciones más sutiles fueran nuevas para ella.

Tal vez la habría violado.

Con cuidado para no asustarla, le puso la mano en el hombro, justo en la parte que quedaba desnuda, junto a los tirantes de su sencillo vestido de noche. Ella se sorprendió levemente y lo miró, nerviosa, pero sin temor. Realmente no le parecía verosímil que sir Arthur ni ningún otro hombre hubieran abusado de ella, pero no se podía descartar que se hubiera visto obligada a entregar su cuerpo para que su familia pudiera seguir teniendo un techo.

Él deseaba ardientemente ser el primero, tener la libertad absoluta de transportarla a los placeres más altos. Después de lo que había ocurrido aquella tarde, el lecho matrimonial aparecía en su mente como la más deliciosa de las promesas, con el olor amable del pan recién hecho o de un suculento asado de carne; aquel pensamiento le obligó a tragar saliva y sintió en el paladar un intenso apetito encendido.

Su esposa. Su territorio sin explorar.

En cualquier caso, aunque no fuera virgen, no era experta en las artes amatorias que él le llevaría a descubrir.

Meg giró el cuerpo hacia el escenario, pero Saxonhurst estaba seguro de que no le pasaba desapercibida la mano sobre su piel. Le acarició distraídamente la nuca con un solo dedo y, mientras ella se concentraba en fijar la atención en el espectáculo, él se entretenía en contemplar todas sus reacciones, sus labios entreabiertos, las mejillas sonrojadas y la mano tensa por unos instantes sobre el brazo del asiento.

Haciendo caso omiso de la figura de Mono detrás de ellos, se acercó un poco más hacia delante y le besó la nuca, justo debajo del lóbulo de la oreja, sintiendo cómo ella contenía inconscientemente la respiración.

- Si lleváramos casados mucho tiempo -le susurró- y estuviéramos solos, correría las cortinas.

Meg levantó levemente la barbilla, en un movimiento sutil que revelaba, sin embargo, lo inevitable de su deseo encendido. Ella entreabrió un poco más los labios y él se los rozó con el dedo. El conde no pudo evitar una sonrisa burlona cuando su esposa se lo capturó con la boca y se lo apretó suavemente con los dientes. Pasión. Su esposa era una criatura apasionada. No importaba qué secretos le estuviera ocultando; se sintió el más afortunado de los hombres.

Se acercó aún más para lamerle primero el lóbulo de la oreja, mordisqueárselo después y acabar succionándoselo como si deseara tragársela entera. Meg estuvo a punto de levantarse de la silla en un movimiento reflejo y sólo se contuvo apretando con fuerza las manos sobre los brazos de la butaca.

- Tenemos una cama esperándonos -le susurró él-, y esta noche yo creo que la vamos a necesitar.

Dejó que su lengua juguetona le recorriera una y otra vez la suave curva del lóbulo de la oreja, inhalando el dulce aroma caliente de su esposa, femenino y personal, excepto por el conocido matiz de lavanda. ¿Debería regalarla exóticos perfumes o tal vez sería mejor seguir teniéndola así, sencilla y mojigata en la superficie, pero fogosa y secreta en su interior?

- ¿En vuestra cama o en la mía? -susurró el conde al oído de su dama.

Ella se dio la vuelta, y él pudo comprobar que estaba trémula, entregada, perdida. Exactamente como él la deseaba.

La deseaba.

Con un deseo intensísimo. Si hubieran estado solos, no habría sido capaz de contenerse.

Pero en aquella danza, era él el maestro de ceremonias, y si hubieran estado solos, no habría sido acertado actuar antes de tiempo.

- Dijisteis que en la mía -musitó ella con voz cada vez más débil.

- Es verdad. ¿Lo queréis vos así?

- Ya no me importa.

- Será en la vuestra -él la besó suavemente los labios entreabiertos-. Las amazonas podrían sugeriros ideas funestas. Iremos mejor a vuestro dormitorio y allí, junto al fuego ya la luz de las velas, os desvestiré, os descubriré, uno a uno, todos los secretos de vuestros sentidos.

- Me parece que ya conocéis los secretos de las mujeres.

- Cada mujer es un nuevo misterio.

Ella se puso recta y, aunque fue un gesto leve, el esposo pudo comprobar que se había sentido airada. Tenía que hacer algo para suavizar la situación.

La música cambió de tercio, y apareció sobre el escenario un mago, al tiempo que salían cientos de banderas de los lugares más recónditos.

Meg apretó los labios y se enderezó en la silla.

- A ninguna mujer le gusta saberse una de tantas, señor.

- Conozco a muchas que dirían exactamente lo contrario. Sólo se sienten atraídas por el hombre al que desean muchas otras.

- He de suponer entonces que habrá una larga fila a la puerta de vuestros aposentos.

El conde tuvo la impresión de que su esposa se estaba enfadando, y no pudo evitar una sonrisa burlona en sus labios.

- No, no es así. Pero no os negaré que recibo muchas invitaciones por carta.

Meg cuadró aún más los hombros y se apartó de él, adelantando el cuerpo hacia el escenario.

- Si no os importa, me gustaría contemplar el espectáculo, señor.

Sabía cómo ponerle en su lugar. Sax se rió en silencio y, estirando el brazo hacia atrás, ofreció abierta la palma de la mano. De inmediato, Mono le puso encima una naranja pelada. Sax se comió primero un gajo para asegurarse de que estaba dulce y lo suficientemente maduro, aunque confiaba por completo en las habilidades de Mono. Después, puso el siguiente gajo sobre los labios cerrados de Meg.

Ella lo miró, primero con el ceño fruncido y después, tras una breve resistencia en silencio, destensó lo suficiente la boca para que él le introdujera el gajo. Pero lo hizo con desdén, como castigándole. A él le encantó. Cuando se lo hubo tragado, él le dio otro gajo.

- Si deseáis ser mi dueña, Minerva, tendréis que merecerlo.

Ella masticó el trozo de naranja y se lo tragó, sin dejar de mirar al escenario.

- Soy vuestra esposa.

- ¿Creéis que eso os concede algún derecho de propiedad?

- ¿No renunciaréis a las demás?

- Lo que acabo de confesaros se refería a mi vida pasada. El futuro está por llegar.

- Ya sabéis que el hábito hace al monje.

Ella cogió la naranja que tenía el conde en la mano, arrancó un gajo y se lo dio a comer.

- Me parece, señor, que tendré que aprender a comportarme con soltura cuando no os tenga en mi presencia.

Al tiempo que cogía la fruta y la masticaba, Sax se obligó a reprimir una entusiasta exclamación de aprobación. No había ninguna duda de que el matrimonio con Minerva sería una experiencia sumamente divertida.

- ¿Me estáis dando a entender que os proponéis tener amantes?

Poniendo otro gajo de naranja en sus labios, ella añadió:

- Eso dependerá de que os lo merezcáis o no, milord.

Él la agarró de la muñeca.

- Nos guardaremos fidelidad -contestó desafiante, en tono quedo, sorprendiéndose él mismo de su reacción-, el uno al otro. Solos los dos hasta la eternidad.

Se había vuelto loco. Tal vez aquel impulso le viniera del instinto primitivo respecto a la mujer que sería la madre de sus hijos, pero las palabras que acababa de pronunciar lo dejaron atónito, al igual que la intensidad que le había forzado a proferirlas. Aquella mujer era suya, sólo a él le pertenecían todos sus secretos, su espíritu esquivo y su fascinante ropa interior.

Sólo suya.

La mera idea lo excitó hasta un punto sumamente peligroso, cercano al desastre.

Quizá ella se hubiera dado cuenta. Tenía los ojos extraordinariamente abiertos, pero no reflejaban ningún miedo. Parecía más bien un animal furtivo atraído instintivamente por su deseo.

- Eso es a lo que me comprometí en los votos matrimoniales, Saxonhurst. Y para mí son sagrados.

Él asintió con la cabeza, la soltó y cogió otro gajo de naranja que ella sostenía frente a él, justo en el mismo momento en que la sala se cuajó del estruendo de aplausos que indicaban que la primera parte del espectáculo se había acabado.

Los pequeños se dieron la vuelta, con la alegría y el entusiasmo brillándoles en los ojos, y pidieron que les dieran naranjas y pasteles. Mono los atendió, y sirvió vino a los adultos.

Sax fue dando pequeños sorbos de su copa, mientras se concentraba en enfriarse. La promesa que acababa de hacer podría costarle muy cara si descubría que su esposa no era honrada. Pero eso era imposible. Mientras la veía reírse con sus hermanos, reparó en que durante su encuentro de aquella tarde en la habitación, nada en ella le había resultado extraño, aparte del más extraordinario de los placeres. Los pequeños secretos que pudiera ocultarle no tendrían la menor importancia.

Su inesperada condesa era una mujer de pasiones profundas y honestas, o si no, él había perdido por completo toda su suspicacia. Durante los años que se dedicó a investigar activamente la naturaleza de las mujeres, aprendió que, en muchos casos, mujeres aparentemente normales y corrientes ocultaban en su interior las más acendradas pasiones; mientras que otras, sofisticadas y misteriosas de aspecto, eran en realidad sosas y ñoñas, y no tenían ningún interés por las cosas más terrenales de la vida.

Aprendió también que los encuentros esporádicos, por muy expertos que fuesen los amantes, acababan siendo aburridos e insípidos, algo que nunca habría creído posible con ninguna desinhibida de veintiún años. Pero el prolongado viaje sexual con su misteriosa esposa no sería jamás aburrido; estaba seguro de ello. Meg se abalanzó de repente hacia adelante para impedir que Richard tirara al piso de abajo un trozo de la naranja que estaba pelando. Al inclinarse, se le subió la falda del vestido y dejó ver su fino tobillo elegantísimo, y un atisbo de la enagua bordada. Era una pieza muy trabajada, blanco sobre blanco, realmente hermosa. La pasión quedaba oculta por la falta de color, obvia tan sólo para los dotados de verdadera sensibilidad e instinto.

Cuando le había visto antes el corsé, despertó su lujuria el bordado de las hojas de parra verdes sobre granos de uva escarlatas.

Lujuria, atracción, secretas pasiones.

El conde se recostó en el asiento. Era, en verdad el más afortunado de los hombres y no tenía ninguna duda de que, al cabo de unas horas, alcanzarían juntos el máximo éxtasis del matrimonio.

Meg observó que los mellizos estaban demasiado inquietos y propuso que salieran todos un rato al pasillo. Ella también necesitaba un descanso, porque el palco, lujoso y agradable como era, estaba sin embargo demasiado caliente y un poco agobiante, sobre todo cada vez que miraba al conde y veía cómo la miraba.

Además, quería estar un momento a solas con Laura para ponerla sobre aviso. Pese a lo que había dicho Saxonhurst de no permitir a sir Arthur acercarse a ella, prefería advertir a su hermana de la situación. Aunque el sentido común le indicaba que sus miedos y premuras eran quizá excesivos, no se iba a sentir tranquila hasta haber hablado con ella.

El vestíbulo se iba llenando de público para ver la función principal, y el gentío que había en el pasillo impedía tener una conversación en privado. También la excitación del grupo iba en aumento. Tal vez encontraría un buen momento a la salida o de camino a casa.

Antes…

Miró a su esposo, y él la sonrió.

Antes.

En ese momento empezaron a presentarle a distintas personas, personas cuyos nombres le resultaba imposible recordar sobre todo teniendo en cuenta que la expresión en todos aquellos rostros era la misma: perplejidad.

Sir Arthur volvió a aparecer.

- Me voy a acercar al palco de un viejo amigo -dijo, al tiempo que levantaba una mano saludando a alguien-. Ya veo que os está encantando el espectáculo. Los mellizos se acercaron a él para explicarle lo bien que se lo estaban pasando, mientras obedecían a Jeremy y Laura y bajaban el tono de voz. Meg observo cómo su marido vigilaba en la distancia, antes de que le acaparara la atención una elegante pareja de mediana edad que pasaba cerca de ellos.

Aquella actitud de alerta de su cazador la relajaba. Era su guardián, y se sentía a salvo en sus manos. Ninguno de ellos quedaría expuesto jamás a sir Arthur. Serenándose con aquellos pensamientos, se enfrascó en la conversación con su antiguo casero, llegando incluso a disfrutar con la situación.

El caballero se comportaba de manera impecable, pero Meg no pudo hacer caso omiso del avieso interés de sus ojos puestos sobre Laura ni del leve matiz de ira con que la miraba a ella. Confió en estar confundiéndose por la imaginación, pero se sintió realmente aliviada cuando sonó la campana anunciando el inicio de la función principal.

Como hojas dispersas por un soplo de aire repentino, la muchedumbre se despejó instantáneamente hacia los palcos. Meg dio la vuelta para encaminar hacia allí sus pasos, pero, durante un breve momento, ella y sir Arthur se quedaron solos, el uno al lado del otro, mientras el conde se despedía de la elegante pareja.

- El allanamiento de morada no es nada digno de una dama, Meg.

- No tengo ni idea de qué me está hablando.

La pareja de mediana edad se marchó, y Sax se dio la media vuelta.

Meg retrocedió unos pasos, en un intento de aproximarse a su marido, pero de espaldas a él. En ese mismo instante, sir Arthur la agarró del vestido y, sin dejar de sonreír, dijo:

- Debéis darme una oportunidad para hablaros en privado, Meg, o lo lamentaréis. Tengo una cosa que os interesa.

Después la soltó y, con una reverencia, se marchó. Casi en el mismo instante, Meg se apresuró a aceptar el brazo que le tendía su esposo.

- Supongo que no os estaría molestando -dijo Sax.

- No, en absoluto. -Se forzó a sonreír y cayó inevitablemente en otra mentira-. Me comentaba que hemos dejado algunas cosas en la casa que deben de ser nuestras. Quiere que vaya a echar un vistazo.

- No sin mí. -Se le veía tranquilo, pero implacable-. Hay algo en ese tipo que no me agrada.

Tal vez esa fue la razón de que ya no hubiera más juegos amorosos durante el primer acto de la función. Meg se sentía, en parte, agradecida, pues veía claramente que su esposo se preocupaba por su equilibrio y, en parte, aterrada de hacer algo que volviera a disgustarlo.

¿Cuántas veces más iba a mentirle sin tener en cuenta las consecuencias de sus embustes?

Meg no dejaba de pensar en las amenazas de sir Arthur.

¿Por qué habría de lamentarse si no lo veía en privado?

¿Qué podía hacerle aquel hombre?

Lo peor, seguramente, sería contarle a Saxonhurst la historia de la sheelagh. Sin duda, sería una situación embarazosa tener que admitir que poseía una estatuilla pagana y obscena, pero no pasaría de ahí.

A menos que sir Arthur supiera algo acerca de sus poderes mágicos.

Aun así, él no podía saber que Meg se había servido de aquella trampa para llevar al conde al matrimonio.

Tal vez se lo imaginara.

Quizá estaba enterado de los extraños poderes de la sheelagh.

Pero era imposible. Nadie lo sabía. Nadie.

No podría hacer nada para chantajearla y, sin embargo, Meg se deshacía por dentro. Tenía que averiguar qué tramaba aquel hombre o nunca se sentiría tranquila. Además, era evidente que debía recuperar la sheelagh.

En el intermedio, miró a su alrededor con la esperanza de encontrarse de nuevo con sir Arthur y averiguar lo que quería. No lo vio. Tampoco tuvo ninguna oportunidad de hablar con Laura. Saxonhurst parecía casi ignorarla.

Oh Dios mío, ¿por qué habría aparecido sir Arthur para estropearlo todo?

Meg apenas pudo atender al último acto y estuvo a punto de echarse a llorar porque se hubieran disipado tan de repente todas las ternuras y los juegos amorosos.

¿Por qué Sax no la agasajaba ya con sus atenciones?

¿Sospecharía algo?

¿Los habría oído?

Cuando la representación tocó a su fin, él la tomó de la mano.

Con el leve roce del pulgar sobre la palma, el conde pareció interesado por iniciar de nuevo el cortejo amoroso. Perdido completamente el interés por la vertiginosa acción que se sucedía sobre el escenario, y esforzándose por dejar a un lado los pensamientos acerca de sir Arthur Jakes, Meg concentró toda su atención en su anhelado esposo.

Sorprendido en un primer momento, y complacido después, él se llevó la mano de ella a la boca y comenzó a besarla. A continuación, Sax puso las dos manos ante los labios de Meg.

Ella se deleitó en contemplar la elegancia de sus dedos, recordando los primeros instantes en que estuvieron juntos, cuando la mano de él le impidió salir de la Iglesia. Fue besando cada uno de sus dedos según él se los depositaba suavemente en los labios, acercándole, una a una, las yemas para que ella, obedeciendo a sus deseos, se las besara.

Inesperadamente, Sax puso la otra mano sobre el respaldo de la silla de Meg y la deslizó lentamente por su espalda, hasta producirle el más intenso de los escalofríos. A continuación, él ladeó la cabeza de ella para que volviera a prestar atención a la obra, y Meg terminó atraída completamente por la escena en la que dos amantes se encontraban por fin el uno al otro, al tiempo que los villanos se sumían en un profundo abismo y los héroes salían victoriosos.

Sax fue dibujando, despacio y sutilmente, dulces promesas de amor a lo largo de su espalda. No hizo más, tan sólo perfilar.promesas secretas, pero de una forma tan simple y deliciosa que la encandilaba. Cuando por fin se acallaron los aplausos, él dejó de escribir y, tomando la capa que Mono le presentaba, se la echó por los hombros, mientras hablaba distraídamente con los demás.

Ella se ciñó el cuerpo con la prenda, intentando paliar el dulce estremecimiento que la embargaba. Ya quedaba poco. Quizá menos de una hora. Aunque, cuando llegaran a la casa, seguramente les habrían servido algo de comer.

Probablemente, no probaría bocado.

Esperaba que su marido dispusiera la organización en los carruajes de forma que volvieran los dos solos en uno, pero al final fueron con ellos los gemelos, y él se pasó todo el trayecto dándoles conversación. Incluso le cedió su asiento a Rachel, con lo que no fueron uno al lado del otro, sino en posiciones opuestas.

Sin embargo, pudo descubrir que el estar separados brindaba a su marido la oportunidad de enviarle mensajes secretos con los ojos y los labios, mensajes que le mantenían el cuerpo en tensión.

- ¿Te encuentras bien, Meg? -preguntó Rachel en un momento dado-. Se te ve rara.

- Estoy bien -contestó ella con una sonrisa.

- Me parece que estamos todos listos para irnos directamente a la cama -añadió el pícaro esposo-. Demasiadas emociones.

- No, nosotros no estamos cansados -exclamó Richard-. No tenemos nada de sueño.

Justo mientras el muchacho bostezaba tras pronunciar aquellas palabras, Sax rozó el tobillo de Meg con el zapato.

- Es verdad -dijo él-, no tenemos nada de sueño.

Una vez llegaron a la mansión, los convenció con firmeza para que se fueran a acostar. El tono autoritario de su voz resultaba al mismo tiempo tan atractivo que ni siquiera los mellizos fueron capaces de protestar, y menos cuando se les prometió que les llevarían algo de comer al cuarto de estudio.

Jeremy recordó de repente sus libros y se apresuró a marcharse. Laura procedió también a subir las escaleras, no sin antes guiñarle un ojo a su hermana con simpática complicidad.

- ¡Laura! -exclamó Meg, recordando de pronto que todavía no había hablado con ella. Sir Arthur podía intentar alguna treta, y, ¿qué pasaría si chantajeaba a su hermana Laura con la sheelagh, tal vez al día siguiente por la mañana, antes de que hubieran hablado?

Su hermana bajó tres escalones.

- ¿Sí?

- Tengo que hablar contigo. -Cuando Meg hizo ademán de acercarse, el conde la retuvo cogiéndole la mano.

- No es urgente -dijo él, con aquel tono de voz suyo, seductor e implacable.

Pero Meg retiró la mano y, con una sonrisa, le dijo:

- Será sólo un momento, Saxonhurst.

Acto seguido, se apresuró a subir las escaleras, arrastrando con ella a su atónita hermana.

- ¿Pero qué haces? -susurró Laura-. El conde…

- No discutas. -Pero, ya en el rellano de las escaleras, Meg se detuvo unos instantes y volvió la cabeza para mirarlo, con otra apaciguadora sonrisa.

El seguía mirándola fijamente y, para su sorpresa, se había puesto los impertinentes.