Capítulo 4
Owain todavía no estaba convencido de que la decisión de su amigo fuera acertada, pero sabía que no había tiempo para cambiarla. Así pues, pensó mientras volvían de casa de los White durante las primeras horas del último día del año, lo que debía hacer era facilitar las cosas.
Pese a las bajas temperaturas y el fuerte viento, regresaban a casa a pie. Sax necesitaba quemar energías después de haber estado horas sentado y, por una vez, eso era lo que había estado haciendo. Pasaron la mayor parte de la noche jugando ociosamente a apuestas ridículas, aunque Sax se entretuvo también haciendo versos procaces con Vane y Petersham; después, todos consolaron al melancólico Scot, que necesitaba hablar de Hogmanay. El pobre McCallum propuso a Sax que pasara con él la noche siguiente para recibir el Año Nuevo, pero Sax le contestó que ya estaba comprometido. Sólo un leve fruncido de los labios dejó traslucir el juego de palabras.
Con Sax, lo mejor era ir al grano; así que cuando ya estaban dando la vuelta a la desierta plaza, Owain dijo:
- ¿No crees que deberías hacer algunos preparativos para recibir a tu esposa?
- ¡Maldita sea! ¿Por qué no me lo has dicho antes? Necesitará por lo menos una cama.
- Por lo menos. Y no te olvides de sus hermanos.
- ¿No se supone que eres tú quien debería ocuparse de esos detalles?
- Sólo si me das las instrucciones.
- No hay manera de pillarte.
Sax subió la escalinata de la entrada y golpeó la puerta con la aldaba. Nunca llevaba las llaves consigo, por lo que siempre debía permanecer despierto un criado cuando él llegaba tarde. Aquella noche, le tocó a Stephen, el presto y veloz criado siempre que fuera preciso, que había adquirido su sorprendente rapidez huyendo de los ciudadanos honrados tras haberles arrebato el pañuelo. Cuando entraron, les cogió a los dos el sombrero y el bastón, al tiempo que disimulaba un bostezo.
Brak se levantó de un salto de su paciente vigilia junto a la puerta, para hacerle fiestas al amo y recibir sus cariñosos saludos. Una vez que el perro se hubo tranquilizado, Sax cogió una vela encendida de la mesa del vestíbulo y se encaminó hacia las escaleras, flanqueado por el podenco y tras la llama temblorosa que alzaba en su mano como un estandarte. Owain lo siguió, con la esperanza de que todos los habitantes de la casa no fueran a despertarse en cualquier momento. Ya había ocurrido otras veces.
Owain sabía que Sax tenía razón. Era él quien debía haberse ocupado de los preparativos. No tuvo más remedio que aceptar que intentaba lavarse las manos en todo aquel extraño asunto.
Sax entró en la habitación contigua a la suya, dejando en el aire frío la huella de su aliento.
- La habitación de la condesa.
Depositó la vela en el suelo y descorrió las cortinas como si fuera a entrar la luz del día por arte de magia.
- ¡Más velas!
Owain ya había entrado en el otro dormitorio y volvió cargado con un buen montón. Al poco rato, Stephen subió con más candelabros.
A la luz resplandeciente de las velas, Sax examinó la habitación, los muebles de madera oscura y los cortinajes de color verde oliva.
- Un poco sobrio, pasado de moda desde hace treinta años, pero supongo que, de momento, no está mal. Manda que alguien encienda un buen fuego y que aireen la cama.
- Son las dos de la mañana.
- De la mañana -repitió Sax, como si toda su vida hubiera deseado pronunciar aquella frase. Tal vez fuera así.
Se detuvo ante un pequeño cuadro en el que aparecía representada una mujer sencilla, ataviada con una capa blanca, que cortaba un pedazo de queso amarillento.
- ¿Cómo se llamaba, maldita sea, ese artista holandés? -Chasqueó los dedos-. Vermeer. Precioso, ¿no te parece?
Owain nunca sabía si Sax bromeaba con sus comentarios sobre las obras de arte. A él le gustaba la sencillez de aquel cuadro, pero ¿le agradaría realmente a su amigo, que solía tener gustos distintos? Sax había comprado muchas obras de Fuseli,* artista dado a incluir en sus pinturas frutas y caras de animales; también de Turner, que lo reducía todo a un lavado de color.
Sax tocó el sencillo marco del cuadro.
- Me pregunto por qué vino a parar aquí después de que lo comprara. Lo llevaré a mis aposentos. Stephen…
Antes de que el criado pudiera reaccionar, Owain dijo:
- Mejor no.
Sax arqueó las cejas.
- ¿Temes que lo aplaste? A mí me pasa como a Hamlet, sólo enloquezco cuando el viento sopla del norte-noroeste. Cuando sopla del sur, sé distinguir un Vermeer de un monje lúgubre y siniestro.
- Así tendrás una excusa para visitar a tu esposa. Sax puso los brazos en jarras.
- Estás de un humor terrible.
- Es que toda esta historia me parece terrible. -Con un gesto de cabeza, Owain indicó a Stephen que se marchara.
- ¿Voy a tener que aguantar un sermón? -Sax empezó a abrir los cajones y armarios vacíos-. No tengo intención de maltratarla.
- Ya lo sé, pero tú eres un hombre muy ardiente. -¿Para eso está una esposa, no?
- Pero no sabes lo que sentirá ella. Aunque no dudo de que cumpla con su obligación.
- ¡Obligación! -Sax frunció el labio-. Ya es hora de que encuentres el placer que hay en ello, querido amigo.
- No carezco de experiencia, sencillamente yo soy más…
- ¿Exigente? Mi querido Owain, yo soy muy exigente. Sólo me gusta lo mejor.
Owain se limitó a decir lo que debía:
- No podrás seguir trayendo aquí a otras mujeres. Sax cerró de golpe la puerta de un armario de castaño y, tras darse la vuelta, dijo:
- ¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo?
- ¿A qué te refieres?
- Que la dragona de Daingerfield me ha vencido. Por fin ha conseguido cercenar mi libertad.
- Sé feliz en tu matrimonio y serás tú quien habrá vencido.
- Oh, qué buen propósito. Esperemos al menos que mi futura esposa tenga un apetito sexual tan despierto como el mío. Es más, supongo que mi obligación de marido será estimulárselo. Puede ser divertido. Los niños -dijo abruptamente-. Sus habitaciones.
- De momento no hará falta.
- Ajá -exclamó Sax, con una sonrisa de triunfo-, por fin te he pillado, mi eficiente amigo. Olvidas que mi prometida tiene hermanos.
- ¡Maldita sea!
- ¿Cuántos son? -preguntó Sax al tiempo que cogía un candelabro y se dirigía hacia el piso de arriba. Owain se apresuró a seguirlo.
- No lo sé con seguridad.
- ¿Qué edades tienen?
- No lo sé.
En lo alto de la escalera, Sax se dio la vuelta y lanzó una carcajada, mientras la luz de la vela creaba un misterioso claroscuro.
- Pobre Owain, te he vuelto a pillar. Da igual. -Caminó por el pasillo, hasta que llegó a una puerta y la abrió.
- Supongo que no serán bebés.
- ¿Es ésta la habitación de los niños?
Owain nunca había tenido que subir allí, pero su naturaleza eficiente se complacía en comprobar que la habitación estuviera limpia y aseada. Daba la impresión de que no había cambiado nada desde la última vez que la utilizaron ¿Cuándo fue?
- ¿Vivías tú aquí de pequeño?
- Mi padre no consiguió el título hasta que yo tuve ocho años, y ni siquiera entonces veníamos demasiado a Londres. Pero recuerdo esta habitación.
Sax recorrió con la mano la estructura de hierro que bordeaba una pequeña cama.
- Era el cuarto de mi hermana. -Hizo una pausa-. Nuestra niñera era la tata Bullock. Murió cuando yo tenía doce años. -Sax se ensimismó un rato pasando lentamente la mano por el frío metal; después siguió andando con brusquedad hasta el pasillo y abrió la siguiente puerta.
- Éste era mi dormitorio.
Brak comenzó a explorar olfativamente la gélida estancia. Owain empezó a tiritar.
- ¿Tres? -preguntó Owain, indicando las tres camitas colocadas en fila junto a la misma pared.
- Son de los tiempos de mi padre. Tenía dos hermanos. Hemos sido siempre una familia muy numerosa, nosotros, los Torrance. Ésta es la habitación de los chicos y ésa -añadió mientras empujaba la puerta de la habitación que estaba enfrente-, la de las niñas. Sólo con dos camas, para mis dos tías; pero no hay colchones.
- Mucho me temo que no. Y no creo que nos dé tiempo de conseguirlos antes de mañana por la noche.
- Con dinero, todo se puede conseguir.
Owain tomó nota en su libro, mientras pensaba que Sax estaba en lo cierto.
- Quizá los Gillingham tengan los suyos propios y puedan traerlos.
- Compra unos nuevos.-Sax ya estaba en otra habitación, el cuarto de estudio, en el que había una mesa larga con seis sillas alrededor.
Originalmente, supuso Owain, haría cincuenta años o más, los asientos estaban así dispuestos para cinco estudiantes y una institutriz o un tutor. No podía figurarse cómo se sentaría Sax con su profesor en aquel cuarto, aunque el mapa descolorido que colgaba de la pared tendría como mucho quince años, no cincuenta.
El administrador y amigo encontraba un aire misterioso en aquellas habitaciones, como si las hubieran recorrido varias generaciones de niños, y quedaran todavía sus sombras. Junto al mapa de fecha más reciente colgaban de la pared dos bordados antiguos. Bajo la ventana, había un globo terráqueo de madera, con marcadores clavados en algunos lugares. En una balda estaban en fila seis tinteros, y sobre la librería quedaban ladeados algunos libros ya viejos.
Pero dos de los niños habían dejado de estar allí hacía quince años. La niña murió con tres, junto con sus padres, en aquel accidente de carruajes, y el niño, de diez, se marchó a vivir con su abuela materna, la duquesa de Daingerfield.
Por primera vez desde que conocía a Sax, Owain cayó en la cuenta de lo devastador que tuvo que ser para su amigo aquel suceso. La duquesa llegó incluso a despedir a la niñera que había estado con él desde que nació: la tata Bullock.
Sax acariciaba distraídamente los lomos de los libros.
- No sabía que estuvieran aquí todavía. Abajo tengo algunas ediciones nuevas y mejores.
Owain pensó en si la palabra «mejor» tendría algún sentido en aquel recuerdo.
- Supongo que hará falta contratar a una institutriz o, tal vez, a un tutor.
Sax inspeccionó la habitación.
- Eso no es urgente. Entonces, ¿crees que estas habitaciones les servirán después de que las hayamos limpiado y consigamos caldearlas?
La mera duda de que no fuera así casi le destrozaba el corazón. Sax era capaz de tomar por esposa a una perfecta desconocida, pero con los menores era otra cosa. Se sentía muy unido a los niños, aunque su infancia había sido terriblemente breve.
Owain empezó a sentir preocupación por los hermanos de la nueva condesa, y también por ella. Sax era generoso, pero impredecible.
- Tal vez los pequeños tengan algo que decir sobre el mobiliario de esta parte de la casa.
- Buena idea.
Con las tradiciones de los Torrance en mente, Owain preguntó:
- ¿Les vas a permitir que hagan lo que quieran?
- Dentro de lo razonable, ¿por qué no? -Quedaba todavía una habitación más, al final del pasillo, y Sax se paró a mirarla.
- Ése es el cuarto de las criadas de la habitación de estudio; supongo que mi arruinada esposa no traerá ninguna. Entérate de si alguna de las sirvientas está interesada en ocupar ese puesto.
- Elige tú mejor a quién deba hacerlo.
- Siempre son mejores los voluntarios. Y es probable que a los niños les guste más tener un criado varón. En todo caso, respetaremos las normas de corrección, y él dormirá en otro cuarto-. Acto seguido, Sax volvió sobre sus pasos y fue cerrando suavemente todas las puertas.
Bajó las escaleras a zancadas con su habitual energía, mientras las llamas de las velas se agitaban temblorosas. Se detuvo junto a la puerta de su dormitorio.
- Una pena, realmente.
- ¿El qué?
- Que mi última noche de libertad haya sido de tanto celibato; pero supongo que será una buena práctica.
- ¿Para el matrimonio?, lo dudo.
- Ah, pero es que me has contagiado tus dudas. -Apagó de un soplido una de las tres velas-. Mi esposa se acobardará y yo con ella. -Sopló sobre la segunda vela-. Va a ser una labor hercúlea llenar esas siete camas de descendientes. -Abrió la puerta de su dormitorio, y Owain vio allí a Nims, que esperaba pacientemente.
- Pero resistiré -declaró Sax, soplando sobre la última llama-, y Nims, mi fiel escudero, me ayudará a prepararme para la contienda.
Depositó el candelabro en la mano de Owain, dio una cariñosa despedida de buenas noches a Brak y cerró suavemente la puerta que los separó de ellos.
Aun a través de la pared Owain le oyó decir:
- Seré un caballero valiente y gallardo; tendré la tenacidad de diez hombres y la paciencia del santo Job. Pero reza porque no me salgan también sus pústulas. Que sueñes con los angelitos, Owain.
Sin dejar de reír, Owain se encaminó hacia su estudio y, una vez allí, escribió la larga lista de instrucciones que habría que darles a los criados. Pero cuando ya estuvo metido en la cama, le invadió la preocupación por la señorita Gillingham y por sus pobres hermanos.
Sax era un hombre endemoniadamente impredecible.
Aunque se acostó rendida de cansancio, Meg apenas pudo dormir. Pasó casi toda la noche en vela, imaginando las consecuencias más funestas que podrían derivarse de su actuación. Con todo, la figura de sir Arthur volvía una y otra vez a su mente para recordarle lo peor de lo peor.
Con el alba, salió sigilosamente de la cama y se dispuso a quitar la fina capa de hielo que recubría el agua de la jofaina. Al lavarse la cara con aquella agua tan fría, sus mejillas recobraron algo de color. Después, se peinó una y otra vez hasta que el cabello le empezó a crepitar.
Aun así, no tenía el aspecto de una condesa.
Sin embargo, transcurrida la semana de gracia, el mayor temor de Meg era haber sido víctima de una malévola trampa. Aquel día, sir Arthur volvería para obtener su respuesta, y cuando Meg se hubiera negado a entregarle a su hermana, los habría echado a todos a la calle. Miró a través de la ventana cubierta de escarcha y vio los restos de nieve que se extendían por el jardín dormido; los árboles se movían azotados por el viento; se hubieran muerto de frío ahí fuera.
Pero aún sus temores podían agudizarse.
Si el matrimonio con el conde no llegaba a buen puerto, Laura sería capaz de sacrificarse.
Eso nunca.
Hubiera sido terrible que Laura llegara tan siquiera a sospechar el plan que urdía para ella sir Arthur. Seguramente él se lo habría dicho.
Gracias a Dios, la sheelagh había encontrado una solución. Como siempre, tenía una contrapartida: que Meg contrajera matrimonio con un extraño trastornado y, probablemente, deforme. Pero conseguirían los medios para dejar de pasar necesidades.
Mientras fue despertando a sus hermanas, rogó encarecidamente en su interior que no resultara todo una burla.
Cogió la carta del conde y volvió a leerla. Parecía clara; ¿por qué un hombre así iba a querer engañar a la pobre Meg Gillingham?
¿Por qué un hombre así iba a querer casarse con la pobre Meg Gillingham?
Dejando la carta a un lado, ayudó a las demás a vestirse, con los dedos poco ágiles a causa del frío, los nervios y la culpa. Después de todo, si el conde se presentaba en la iglesia, tendría tan poco conocimiento de por qué estaba allí como lo tuvo el hijo del panadero.
No era verdad, pero no dejaba de martirizarse con aquel pensamiento.
Cualquiera que fuese el coste para él o para ella, sus hermanos se merecían tener asegurado el futuro; era preciso salvar a Laura.
Al tiempo que le hacía una trenza a su hermana Rachel, Meg se dijo a sí misma que el conde de Saxonhurst conseguiría exactamente lo que buscaba: una esposa trabajadora, honrada y responsable.
Su hermana estaba entusiasmada.
- ¿Es verdad que vas a ser condesa, Meg?
- Pues yo creo que sí. Estate sentada.
- A mí me encantaría ser condesa. ¿Irás a la Corte?
- No tengo ni idea. -Apartando de su mente aquella posibilidad tan aterradora, Meg acabó la trenza con una apretada cinta-. Ya está. Ve a sentarte junto al fuego.
La actitud de Laura no era mucho más tranquilizadora.
- Tendrás trajes de gala y seguro que participarás en las celebraciones del reino.
- ¡Ojalá que no! Deja que te abroche los botones.
Laura estaba de pie, de espaldas a su hermana. Había elegido un bonito vestido, aunque quizá demasiado ligero para un día así, pero Meg no se sentía con fuerzas suficientes para convencerla de que se lo cambiara por otro. Con la capa de lana encima, iría suficientemente abrigada.
- ¿Te imaginas que se muera el rey? Espero que no, pero si se muere, habrá una ceremonia de coronación y tú irás.
- ¡Laura! ¿Cómo puedes desear su muerte?
- No, si no la deseo; sólo estaba pensando.
El parco vestido de Meg se abotonaba por delante, y ella misma se lo abrochó.
- ¿De verdad me ves a mí vestida de terciopelo y armiño? Seré una condesa dedicada a organizar bien mi hogar ya criar hijos felices y saludables. ¡Venga! ¡Vamos a desayunar!
Mientras daba vueltas a la leche con avena, Meg se imaginó rodeada de niños alegres y sanos; aquel hermoso cuadro la salvaba de la terrible visión de los trajes de gala y las ceremonias oficiales.
Tomaron la avena con sal, que flotaba en la leche rebajada con agua. Estaba segura de que en la mansión de un conde habría crema de leche y azúcar en abundancia, y era eso por lo que vendía su libertad.
Cuando terminaron de desayunar y hubieron fregado y secado los platos, Meg fue comprobando que todos estuvieran bien aseados y se hubieran colocado su ropa de abrigo; tras lo cual, partieron para la iglesia de St. Margaret.
Meg creía que se encontraba bastante serena, pero en cuanto vio la iglesia, la misma a la que iba todos los domingos, sintió que los pies se le agarrotaban y se le quedaban clavados en el suelo.
El matrimonio.
Estaba a punto de entregar, no ya su cuerpo, sino su vida entera a un completo extraño. Perdería para siempre su soledad y su independencia para ir donde quisiera; él pasaría a tener el control de su propia familia…
- ¿Qué ocurre? -preguntó Laura.
- No hay ningún coche; ¿qué hacemos si no hay nadie dentro?
Las puertas del templo estaban abiertas, pero no se veía un alma por allí.
- ¿Que no haya nadie? ¿Cómo no va a estar el novio? Te ha pedido que te cases con él, ¿no? -Hubo cierto tono de sospecha en la voz de Laura.
- Sí, sí, claro.
- No pueden dejar los caballos fuera con este frío, Meg -observó Jeremy.
- ¡Voy a ver! -A Meg le dio tiempo de agarrar a su hermano Richard por el abrigo antes de que el pequeño echara a correr hacia la iglesia.
- No, cariño. Son sólo los nervios de la boda. Jeremy tiene razón. Seguro que está dentro esperándome.
Era absurdo detenerse en vacilaciones; ¿qué independencia les iba a quedar si acababan todos de mendigos en la calle o viviendo en un asilo?
Y no debía olvidar los repugnantes planes que tenía sir Arthur para Laura.
Meg esbozó una sonrisa forzada.
- La verdad es que nunca volveré a ser una novia y quiero saborear estos momentos, incluso los nervios y las lagrimillas.
- ¡No seas tonta! -exclamó Laura, al tiempo que lanzaba una carcajada de alivio-. ¡Si tú nunca lloras!
- Hasta ahora no me había casado nunca. -Aquella frase le salió con un tono más grave de lo que hubiera querido, de modo que optó por bromear con sus hermanos-. Señores, prepárense para sujetarme cuando me desmaye.
Sin dejar de sonreír ni un instante, subió con ellos los grandes escalones de piedra que llevaban a la entrada, la cual estaba impregnada del conocido olor a moho de los libros de cánticos y del evocador aroma del incienso. Todavía la separaba otra gran puerta de la nave principal, donde la aguardaba el porvenir. Sólo con un leve titubeo, Meg la empujó hacia dentro y franqueó el umbral.
Durante unos segundos, el contraste entre la luz del día y la penumbra de la iglesia la cegó. Después, con la tenue luz invernal que penetraba por las vidrieras emplomadas, Meg pudo ver a algunas personas de pie, cerca del altar. Dieron las once en el reloj de la iglesia, y todos los allí presentes volvieron la cabeza hacia la entrada.
Seis hombres y dos mujeres.
No fue capaz de retener más detalles.
Meg se había quedado paralizada al traspasar el portalón, y Laura le dio un suave empujón para que avanzara.
- ¿Cuál de ellos es? -susurró, con una voz llena de curiosidad.
Meg caminó hacia adelante, con toda la parsimonia de que fue capaz, avanzando por el largo pasillo. ¿Cuál sería? Al tiempo que se le iba aclarando la visión y se le aplacaban los nervios, eliminó primero al reverendo Bilston ya unos cuantos hombres con aspecto de criados.
Quedaban sólo otros dos caballeros, uno de pelo castaño y otro rubio.
¡Amarillo sucio! ¡Qué manera de describir aquellos elegantes rizos de color oro pardo!. Desde donde estaba, no le veía bien los ojos, pero sí pudo comprobar que era un hombre alto, apuesto, fino… todo cuanto cabía esperar de un joven conde.
En absoluto parecía un caso perdido. ¿Cómo se las había arreglado la sheelagh para todo eso?
Él estaba de espaldas al altar, mirándola, con una expresión despierta, inteligente. Ella examinó sus facciones y su porte, buscando algo decepcionante o extraño. Todo lo que vio en el rostro de él fue una especie de satisfacción, que vino a acentuarse por una repentina sonrisa encantadora.
Evidentemente, aquel caballero estaba siendo víctima de la magia.
Meg se detuvo como si un muro se hubiera erigido de pronto ante ella.
Aquello no estaba bien.
Por muy acuciante que fuera su situación, no estaba bien engañar a una persona así. No podía salir nada bueno.
- Lo siento. -Se dio la vuelta y se hizo paso entre sus atónitos hermanos en dirección contraria por el pasillo de la iglesia.
Alguien había cerrado el portalón. Paralizada por el pánico, intentó torpemente, con los dedos helados, descorrer el pasador de la puerta. Surgió entonces una mano, que empujó con firmeza la robusta hoja de madera para impedir que la abriera.
- Le ruego que no se vaya, señorita Gillingham.
El joven se había dado mucha prisa en acudir a detenerla, pero su hermosa voz sonaba calmada y, seguro que conscientemente, pensó Meg, con la intención de serenar. Pero le daba igual. Susie había dicho que el conde no tendría ninguna dificultad en encontrar esposa; de eso no había duda.
Todo era producto de la magia; de la magia pagana.
- Os lo suplico, señor…
La mano no cedió; era una mano bonita, con dedos largos y finos; y las uñas, pulidas. La mano de un conde.
Con aquella imponente figura a sus espaldas, a e Meg quedaba en penumbra. Sin necesidad de mirar, supo que él debía medir, por lo menos, veinte centímetros más que ella.
Sin más opción, se dio la vuelta y, apoyándose contra la puerta de roble, le miró, protegida por la oscuridad. No podía confesárselo todo; jamás le diría nada de la sheelagh.
- Es que es una situación tan ridícula, señor… Creí que iba a ser capaz, pero ahora…
- Ahora tan sólo necesita un poco de tiempo para recuperar las fuerzas. -Él se apartó levemente y volvió a sonreír, con aquella encantadora, deliciosa sonrisa estudiada-. Venga conmigo, señorita Gillingham. Nos sentaremos en un banco y hablaremos.
Tomó la mano enguantada de ella y la condujo hasta la fila de asientos más cercana. Sin saber cómo oponerse, Meg se sentó y vio entonces a Jeremy, Laura, Rachel y Richard, que los miraban con enormes ojos, de asombro. Volviendo de golpe a la realidad, recordó por que hacía todo aquello.
La expresión de los mellizos era de estar asustados; Laura parecía desconcertada, mientras que un gesto de agresividad oscurecía el rostro de Jeremy.
- Señorita Gillingham - comenzó el conde mientras tomaba asiento en el lustroso banco de madera-, le aseguro que no soy tan terrorífico.
Tenía los ojos amarillos, al menos, un extraño anillo de color avellana le rodeaba el iris de tono castaño oscuro. Una mirada vigorosa; Meg no sabía muy bien qué hacía que una mirada fuese vigorosa, pero la suya lo era. Pese a tener las cejas y pestañas marrones y claras, los ojos le brillaban intensamente e irradiaban una fuerte energía.
Ella apartó la vista, para posarla en una placa conmemorativa que colgaba de uno de los muros, dedicada a la familia Merryam, de la que procedía un noble que fue alcalde de la ciudad durante el siglo pasado. Meg se esforzaba por disipar el torbellino de pensamientos que se le agolpaban en la mente.
- No sois terrorífico; todo lo contrario. Por eso me sorprende que deseéis casaros conmigo.
- Susie le ha expuesto la difícil situación en que me hallo.
No tuvo más remedio que mirarle de frente. Por desgracia, seguía siendo tan apuesto como antes.
- Me parece un motivo absurdo para encadenarse a mí de por vida.
- ¿Considera absurda mi palabra de honor?
Meg sintió que el rubor le invadía las mejillas.
- No, mi señor. Pero ¿tan imposible os resulta admitir ante vuestra abuela que no habéis podido cumplir la promesa que le hicisteis?
- Imposible de todo punto. Ahora, señorita Gillingham, invirtamos las tornas: ¿qué posible objeción tiene usted respecto a mí?
Ante aquella extraordinaria seguridad en sí mismo, a Meg le faltó muy poco para expresar el asombro en su mirada, pero él tenía razón. No había ninguna objeción razonable. ¿Cómo iba a decirle que no quería casarse con él porque era todo un conjuro de la sheelagh? ¿O que la abrumaba una unión tan desigual y que simplemente hubiera preferido que fuera él un cretino o espantosamente feo?
- Es…es usted muy alto -logró decir apenas con un hilo de voz.
- No tanto, y sentados, nuestra diferencia de tamaño no es tan notoria. Intentaré estar sentado a menudo. -A continuación, a Meg le pareció que la retaba-: Creí que habíamos hecho un trato, señorita Gillingham; una promesa.
- Pero añadí que debíamos encontrarnos apropiados el uno al otro, señor.
- Yo la encuentro apropiada.
- ¿Cómo es posible? No sabéis nada de mí.
- Me gusta que le atenacen a usted las dudas.
- ¿Cómo?
- Si hubiera llegado con paso firme hasta el altar y hubiera pronunciado los votos sin el menor titubeo, me habría preocupado. La verdad es que yo también estoy nervioso. Pero no creo que nos cueste mucho llevarnos bien, siendo como somos dos personas razonables y contando con la ayuda de una gran fortuna. Además, por supuesto que yo me ocupare de todos sus hermanos.
Jugó la baza fuerte sin demasiados aspavientos, pero Meg no dudó de que lo hizo deliberadamente.
- ¿No va a presentármelos?
De ningún modo podía negarse, por lo que les hizo un gesto para que se acercaran.
Al principio, los mellizos estuvieron recelosos, mas tras unos minutos de alegre conversación se pusieron adorables.
Laura se mostró incómoda, pero el conde no tardó en sacarle los colores.
Meg contemplaba con desconfianza la facilidad con que el conde se los ganaba; incluso le agradó que Jeremy se mantuviera distante.
- Señor -dijo el hermano mayor-, Meg no tiene por qué casarse con vos si no quiere. Nos las arreglaremos.
- No me cabe la menor duda. Parecéis personas muy capaces y perfectamente dispuestas. Sin embargo, creo que la vida nos será a todos mucho más fácil si esta unión se consuma, y yo os estaré eternamente agradecido.
Empezó entonces a charlar con ellos, a preguntarles por sus estudios y sus aficiones. Ante semejante dominio de la situación, hasta Jeremy se relajó, atraído por las referencias del conde a la época en que estuvo en el King's College de Cambridge.
Meg hubiera debido alegrarse de que sus hermanos lograran disipar sus temores, y en cierto modo aquello la alegraba, sin embargo no dejaba de sentirse amenazada. El conde de Saxonhurst demostraba una seguridad en sí mismo propia de un hombre al que nadie hubiera llevado la contraria desde el mismo día de su nacimiento. Era extraordinariamente atractivo, y él lo sabía. Sabía utilizarlo sutilmente en su favor. Meg había notado los efectos solo con aquella breve conversación, con la que casi había logrado desvanecer todas sus dudas y recelos.
Había sido muy poco razonable por su parte el oponerse, pero no pudo evitarlo. Se sentía como si estuviera siendo víctima de un encantamiento.
«¡Qué curioso!», estuvo a exclamar de repente en voz alta.
Aquella reflexión la tranquilizó. Él había sido embrujado por la sheelagh y ella corría el riesgo de ser embrujada por él.
Al contemplarle, llegó a ver una aureola alrededor de la figura del conde…
Sacudió entonces la cabeza para salir de sus fantasías. No era más que un haz de luz que entraba por una de las coloridas vidrieras de la iglesia. Pero aparte había algo más. Meg no podía negar que la presencia de aquel hombre surtía en ella un extraño efecto, o tal vez fuera el pánico que la atenazaba.
Era demasiado. Demasiado hombre para la poquita cosa de Meg Gillingham.
Pero no tenía otra elección.