Capítulo 15

Meg cogió rápidamente sus guantes y el manguito y se marchó hacia la puerta.

Cuando tenía la mano en el pomo, se detuvo. No volvería nunca más a aquella casa. Jamás. Por tanto esa sería su única oportunidad para buscar la sheelagh. Apretando los dientes, se esforzó por dominar el pánico que la impulsaba a huir de allí.

Consiguió serenarse. Si la estatuilla estaba cerca percibiría su presencia. Recorrió apresuradamente la habitación.

Nada.

Tal vez la guardara en el dormitorio.

En tal caso, estaría dentro. Se obligó a acercarse a la puerta. del cuarto, concentrándose en obviar los gritos y gemidos del otro lado. No parecía demasiado probable que estuviera allí.

Salió al pasillo y se acercó a la siguiente habitación: otro dormitorio. Nada. y después otro; y otro más.

Tras comprobar en todas las estancias de aquel piso, se quedo parada unos Instantes para oír si había algún ruido de los criados. La casa entera se encontraba sumida en un inquietante silencio.

Subió entonces al desván, donde estaban las habitaciones de la servidumbre y diversos cuartos de almacenamiento. Pero no notó el menor indicio de la sheelagh. Además, las despensas y bodegas estaban llenas de polvo. Los criados de sir Arthur eran unos adanes, y hacia siglos que no habían pasado por allí.

Volvió a bajar a la planta principal y fue sigilosamente hasta la entrada. Siguió sin ver a nadie. La desolación de aquella casa le ponía el vello de punta, pero se esforzó en continuar la búsqueda por las salas de espera, un comedor y una nutrida biblioteca.

Se le había olvidado que sir Arthur era un erudito, que su padre y él habían sido buenos amigos. ¿Cómo un amante de los libros podía ser tan detestable?

La sheelagh no se encontraba en la casa; en ninguna de las habitaciones. ¿Dónde la guardaría? ¿Dónde? No podía buscarla por todo Londres. Pero miraría también en el sótano, aunque estuvieran allí los criados.

Sin guardar ninguna cautela, se apresuró hacia la parte trasera de la casa y bajó otra vez por unas estrechas escaleras. Fue abriendo todas las puertas de las habitaciones que había en aquel sótano oscuro y gélido, pero sólo encontró más pruebas de dejadez y falta de limpieza. Tampoco resultaba nada extraño, teniendo en cuenta que el ama de llaves se dedicaba más al lenocinio que a su aparente ocupación. Sir Arthur Jakes era un verdadero epítome de sepulcro blanqueado.

Abrió bruscamente la puerta de otra habitación: la sala lujosa y caldeada del ama de llaves, y ella estaba allí, vestida aún con su traje negro de sarga y la cofia. Pero Meg sólo logró verle la espalda, pues estaba a horcajadas encima de un hombre.

Al verla, el varón, de cabello y ojos oscuros, no dio muestra alguna de turbación ni vergüenza, sino que se limitó a sonreír con gesto malicioso y a elevar pícaramente las cejas. El ama de llaves, ajena a la intrusa, siguió botando sobre él.

Meg retrocedió, temblando, y cerró la puerta.

Se quedó paralizada unos instantes, impresionada por la desagradable escena. Era todo como un sueño horrible y desmesurado.

Sin poder contener un grito, se apresuró a encontrar la salida más próxima. Atravesó con paso torpe la cocina, haciendo caso omiso del grupo de criados que había allí, que estaban seguramente perdiendo el tiempo y bebiendo cerveza: Por fin logró salir al exterior y, aunque los cubos sucios y el excusado que estaba junto a la puerta trasera despedían mal olor, sintió cierto alivio al encontrarse al aire libre, sobre todo en comparación con el ambiente viciado de dentro.

No regresaría allí por nada del mundo.

Corrió para atravesar el jardín y no paró hasta salir a la vereda de la parte de atrás y desembocar en una calle, transitada por gente normal, por la cordura. Tuvo que apoyarse un momento contra la pared, pues sentía demasiada debilidad en las piernas para seguir andando. Tras unos instantes de reposo, se obligó a moverse para ir en busca de Mono.

- ¡Milady! -dijo el criado, sorprendido al verla llegar por el lado opuesto- ¿Estáis bien?

- Sí, ahora estoy bien -contestó ella, con toda la firmeza de que fue capaz-. Pero quiero irme de aquí. Cuando tan solo hablan dado unos cuantos pasos, se oyó un alarido que sobresaltó a Meg, quien miró alrededor con cierta curiosidad.

Entonces, se oyó: «¡Un asesinato! ¡Un asesinato!».

Los gritos eran tenues, pero Meg sabía que provenían de casa de sir Arthur; desconocía el cómo y el porqué, pero lo sabía.

Se agarró a la manga de Mono.

- ¡Vámonos de aquí!

Él asintió, con expresión de asombro.

- No corráis; actuad con normalidad.

Meg aminoró el paso y siguió andando por la calle para alejarse del creciente alboroto.

En aquel momento, se oyó a un hombre gritar:

- ¡Ahí está! ¡Ésa es la asesina! ¡La de la capa marrón! ¡Que no escape!

Meg se quedó petrificada de puro desconcierto y estuvo a punto de darse media vuelta para protestar, pero Mono tiró de ella y la obligó a echar a correr.

- ¡Vamos, milady!

Al ver que todos los ojos de la turba que se iba congregando allí la miraban a ella, se recogió las faldas y obedeció. De inmediato, se oyeron voces azuzando a la muchedumbre. Meg corrió todo lo que pudo, pero al poco tiempo Mono tuvo que cogerla mientras ella se esforzaba por respirar.

Pese a los gritos de la turba exaltada tras ellos, no les quedó más remedio que pararse por el agotamiento de Meg.

- No puedo más…

Bruscamente, Mono la empujó hacia un callejón y, de inmediato, se quitó el abrigo.

- ¡Vuestra capa, milady! ¡Rápido!

Resollando, Meg se despojó de la larga capa, y él le pasó su casaca trenzada de criado; después, se puso la capa de ella y le subió la capucha.

- ¡Escondeos! -ordenó Mono, antes de echar a correr el doble de rápido que antes.

Sin dejar de oír a la vociferante muchedumbre, Meg se dejó caer por encima de un murete y se quedó tras él agazapada, temblando de terror y de frío.

Pronto empezaron a arremolinarse los pasos por todas partes, junto con gritos de «¡Detened a la asesina!» «Detenedla!» «¡Que no escape!». Sonaban como una jauría de perros al reclamo, y Meg se sintió como un zorrillo asustado o un conejo.

No, mi señor conde, pensó Meg, ser la presa de una cacería no tiene nada de divertido.

El gentío no cesaba de apiñarse, porque algunos, como ella, no tenían la resistencia suficiente para correr durante mucho tiempo y se quedaban rezagados resollando. Meg pudo oír algo más.

- Tumbado en la cama y lleno de sangre…

- Había una putilla junto a él también…

- Será una amante celosa. Que…

- Una dama de alta cuna, por lo visto, porque…

- El ama de llaves dice que la…

¡Sir Arthur! ¿Estaba muerto? Pero ¿cómo?

Y la gente se creía que lo había matado ella.

Se tapó la boca con la mano para reprimir un gemido. Y el ama de llaves sabía quién era. Los guardias no tardarían en personarse en la mansión del conde para exigirle que entregara a la condesa.

Si hubiera habido un pozo a sus pies, Meg se hubiera arrojado a él, aunque llevara al mismísimo infierno. No tendría valor para volver a mirar a Saxonhurst a la cara nunca más. Él sería excéntrico, irresponsable, propenso a los ataques destructivos, pero ninguno de esos defectos era comparable con ser arrestada por asesinato.

Ya había dejado de pasar la turba, y Meg no podía quedarse allí escondida para siempre, entre otras cosas, porque se estaba congelando.

Se puso la casaca de Mono, pero después pensó que llamaría la atención vestida con el clásico atuendo azul de un criado, aunque los pobres llevaban ropa vieja de cualquier tipo. Se quitó la casaca y, tras restregarla varias veces por el suelo hasta que tuvo el aspecto de un andrajo, se la volvió a poner. Se deshizo de su preciosa toca de terciopelo y del manguito, sin dejar de temblar por saberse en peligro.

Como una rata que se escabullera subrepticiamente por entre los zócalos, Meg se sintió segura por el estrecho callejón que transcurría entre las partes traseras de las casas. Pero tenía que encontrar algún sitio en el que esconderse. Un sitio en el que pensar con calma, lejos de allí; no fuera a reanudarse la cacería..

Aquel pensamiento le dio fuerzas para salir al espacio abierto de la calle y correr. No sabía hacia dónde, pero lejos de allí.

Intentaba pasar inadvertida como una pobre más entre la gente, pero cuando se detuvo frente a una frutería para orientarse, salió de la tienda un hombre famélico, que empezó a gritar:

- ¡Hija de mala madre! ¡Voy a llamar a los guardias para que te detengan!

Meg echó a correr y, unas cuantas casas mas adelante, se detuvo para mirar horrorizada hacia atrás. Ni siquiera en la época de adolescente en que se sintió tentada de robar una manzana, habría habido alguien que la tratara de aquella manera.

El hombre seguía mirándola, enseñándole el puño amenazador y gritando:

- ¡Como te acerques, te mato! -le dijo, como si ella fuera una sarnosa.

Meg se dio la vuelta y siguió andando como pudo, aterrorizada. Ya no era un honorable miembro de la sociedad. Era escoria.

Al punto, empezó a notar que a su alrededor había más escoria. Podía reconocerlos a todos, hombres, mujeres y niños, por su vestimenta sucia y andrajosa, aunque también por sus miradas. .

Tendría también ella esa mirada?

- ¿Te pasa algo, pequeña? -preguntó una amable voz.

Sobresaltada, Meg se dio la vuelta y vio a una mujer regordeta, de mediana edad. No era de la chusma; llevaba la ropa limpia y respetable y tenía una cara agradable.

Aun así, Meg contestó:

- No, nada -y empezó a alejarse.

- No tengas miedo -dijo la mujer-, no te voy a hacer daño. A veces la vida nos juega malas pasadas ¿verdad? Soy la señora Goodly y yo también he tenido muchos problemas. Si quieres, te puedo ofrecer una habitación tranquila cerca de aquí y una taza de té. Estoy segura de que podré ayudarte de alguna manera.

Aquel caudal sereno de palabras apaciguó a Meg. No pensaba que la mujer pudiera ayudarla, pero sería agradable tener algún tipo de refugio y…

Pero algo en la mirada de aquella mujer, un toque interesado quizá, le hizo ponerse a la defensiva. Tal vez la señora Goodly fuera una buena samaritana, pero también había mujeres que se dedicaban a atrapar jovencitas para los burdeles.

- Vamos, pequeña -dijo la mujer, al tiempo que se acercaba a ella.

Meg se dio la vuelta y echó a correr. Al dar la vuelta a una esquina, oyó unas risotadas y una voz cascada que decía:

- Has perdido a ésa, ¿eh, Connie?

¡Santo cielo!, tenía razón.

Aquella última huida le arrebató las pocas fuerzas que le quedaban. El mundo se había convertido en una jungla, llena de plantas venenosas y cazadores al acecho.

Deseaba volver a casa y que nada de aquello estuviera pasando.

Tras unos momentos de nerviosismo, cayó en la cuenta de que su nueva casa era Marlborough Square, lo que le recordó al conde. Seguramente, la echaría a la calle, después de todo el follón que había montado. Se apoyó en un muro y rompió a llorar.

Gracias a Dios, había un pañuelo en la casaca de Mono, con el que pudo limpiarse las lágrimas y sonarse la nariz. Aquel breve estallido de llanto la calmó un poco, e intentó pensar.

Ante las miradas raras e indiferentes que la rodeaban, siguió andando con la barbilla erguida.

No sabía dónde ir.

Era ridículo. No podía seguir dando vueltas hasta morirse de frío. Tenía los pies y las manos helados. Debía pensar en algún sitio al que acudir.

Quizá pudiera volver a la casa. La frenaban en gran medida la vergüenza y una esperanza irracional de poder arreglar todo aquel embrollo sin que Saxonhurst se enterara.

En aquel momento, cruzó la calle un muchacho que llevaba bajo el brazo una pila de gacetas recién salidas.

- ¡Últimas noticias! ¡Ultimas noticias! -gritaba-. Atroz asesinato de un hombre y su amante. Condesa involucrada.

Meg se quedó mirándolo. La tinta debía estar fresca todavía.

No creía que quienes la rodeaban fueran a darse la vuelta de repente ya reconocerla a ella como la condesa involucrada, no daba para nada el aspecto, pero se horrorizó al pensar que la noticia estaba ya en todas las calles.

Los transeúntes se paraban junto al muchacho para comprarle una gaceta por un penique, y Meg pudo oír que les decía:

- Dicen que ha sido lady Saxonhurst, que por lo visto acababa de casarse.

Grupos de dos y hasta de tres personas se arremolinaban alrededor de una sola gaceta, exclamando y especulando sobre aquel escandaloso asunto.

Era su ruina.

Para siempre.

Saxonhurst no querría volver a verla jamás.

Ella no había sido, pero la verdad parecía carecer de importancia en esos momentos.

Necesitaba algún escondrijo en el que ocultarse.

¿La ayudarían sus antiguos vecinos de Mallet Street? Ninguno de ello estaría dispuesto a ocultarla de la ley, y con toda probabilidad sería el segundo sitio al que acudiría la policía.

¿Adónde podría ir?

Arrastrándose como perdida por las calles, acosada por los vendedores de gacetas que, de vez en cuando, proferían su nombre a gritos, Meg llegó a sentirse completamente abatida y despojada de todo.

En aquel momento, se le ocurrió un refugio. Demasiado arriesgado, pero su única posibilidad. Seguramente, la duquesa viuda de Daingerfield no permitiría que se produjera el escándalo de un miembro de su familia arrestado públicamente. Aunque no hubiera entre ellas ningún vínculo afectivo, la duquesa le daría cobijo. Tal vez incluso la ayudara a limpiar su nombre.

En el peor de los casos, le serviría al menos de santuario durante algún tiempo.

Además, una vez estuviera allí, la duquesa podría mandar recado a Saxonhurst. Quizá aquélla fuera la situación de urgencia extrema para volver a unir a la familia rota. Meg hizo un esfuerzo por orientarse y dirigió sus pasos hacia Mayfair y el hotel Quiller.

Temblando de frío y agotada, llegó por fin a la transitada calle. El hotel tenía por completo el aspecto de la residencia de un caballero, pues estaba identificado únicamente por una discreta placa en la fachada. Cuando estaba a punto de subir la escalinata de la entrada Meg advirtió el modo en que la estaban mirando; cómo se disponían a impedirle el paso. Pensaban que era una mendiga.

Con el aspecto que llevaba, no conseguiría nunca ver a la duquesa. Debilitada por la impresión y exhausta, Meg hubiera cedido en su propósito en aquel mismo momento.de no haber estado obligada a proseguir. Pero la única manera de ceder sería yendo a la policía y entrando en prisión. Ya había oído suficientes cosas sobre las cárceles de Londres para no darse por rendida.

Consciente de que atraía la atención de cuantos la rodeaban si seguía allí de pie, se puso a andar y dio la vuelta a la manzana, sorprendiéndose de la habilidad con que la pacata Meg Gillingham sorteaba tan terribles dificultades.

¿Y qué le habría pasado al pobre Mono? Era rápido y listo; seguramente habría logrado escapar. Así habría sido, y después le habría contado toda la historia a su señor.

¿Cómo actuaría el conde?

No tenía ni idea. Aquel hombre era un misterio para ella, y bastante amenazador, por cierto. Puede que el señor Chancellor estuviera en lo cierto al decir que Saxonhurst no agredía nunca a las personas, sólo rompía cosas; pero hasta aquel momento, el conde no había estado casado con ninguna mujer acusada de asesinato.

Una mujer que le había mentido y que había admitido abiertamente que le ocultaba ciertos secretos.

Una mujer que, si llegaba alguna vez a averiguarlo, se había servido de la magia negra para empujarlo a un matrimonio desastroso.

Se llevó la mano a la boca para silenciar su alarma. Santo cielo, todo había sido culpa de la sheelagh; aquello era la contrapartida por haberle concedido sus deseos.

No había más que ver lo que les había ocurrido a sus padres.

Meg se apoyó contra el tronco de un árbol sin hojas, con el pecho oprimido por la angustia más intensa. Su madre jamás habría deseado morirse. Amaba con vehemencia a su esposo, pero nunca habría abandonado a sus hijos con premeditación. Cualquiera que hubiera sido su deseo, le salió mal, o tal vez la sheelagh se apoderó de su vida como pago.

Y Meg había llevado la desgracia al mundo del conde.

Al tiempo que se sobreponía para seguir andando, decidió que lo más seguro para él y para todos sería anular el matrimonio. La duquesa sabría cómo hacerlo y, además, estaría encantada. A Saxonhurst le iría mejor con cualquiera, incluso con lady Daphne Grigg, que con Meg Gillingham.

Pero antes tenía que entrar en el hotel.

Una voz ronca le indicó con gentileza que se echara a un lado. Meg se retiró para dejar paso a dos hombres que iban cargados con una canasta de verduras, y los siguió con la vista mientras se alejaban por una callejuela. Seguramente irían al hotel.

Con cautela, fue tras ellos. Uno empezó a arrastrar una carretilla, mientras el otro intentaba volcar encima la canasta. Meg notó las dos llaves que llevaba en el bolsillo al buscar con la mano las pocas monedas que le quedaban desde el día de la boda. ¿Cuánto tenía? Una moneda de seis peniques y algunos más sueltos.

¡Qué fantástica dote para una condesa!

Firme en su propósito, se acercó al hombre que estaba junto a la canasta.

- Tengo que entrar en el hotel para ver a una dama -le dijo, en voz baja-. Estoy en un gran apuro y ella podrá ayudarme -añadió, al tiempo que le enseñaba la moneda de seis peniques.

- ¿Y qué quiere que haga yo? -replicó el hombre, mientras dejaba el canasto sobre la calzada -Déjenme que haga como si fuera con ustedes. Les ayudare a descargar.

El hombre que arrastraba la carretilla se detuvo y se dio la vuelta.

- Harry, no pierdas el tiempo hablando con mujeres.

- Si no es eso -contestó Harry-. Sólo quiere ayudarnos a descargar.

Meg volvió a enseñarle la moneda de seis peniques, y él se la cogió.

- Si tiene ganas de trabajar, no tenemos porqué impedírselo, ¿no?

- La mitad es para mí -dijo el otro hombre, y volvió a la faena.

Metiéndose en su papel, Meg ayudó a cargar de nuevo la carretilla.

- ¿A punto de pillar a alguno? -preguntó Harry.

- ¿Cómo? Oh -contestó Meg, sonrojándose-. No. Es que estoy en un aprieto. La anciana dama que está en el hotel conoce a mi marido, y creo que podrá ayudarme.

Incluso en semejante situación, Meg sentía reparos al tener que mentir.

- Pues los estirados que hay en ese hotel no suelen ayudarnos a nosotros, aunque a mí ni me va ni me viene.

Meg siguió empujando la carretilla, mientras pensaba en idas y venidas. Un castigo que solía aplicarse a los presos acusados de delitos menores era el de azotarlos mientras iban atados a una carretilla. Los arrastraban medio desnudos y no paraban de darles latigazos hasta que les empezaba a brotar la sangre. Pero seguro que no se lo harían a una condesa.

¿Seguro?

En todo caso, por asesinato la colgarían.

El conde lo impediría de alguna manera.

Tal vez la deportaran.

No tenía ni idea de los poderes de la nobleza en situaciones así.

Pero ella no había sido.

Estaba tan bloqueada por el pánico que casi se le olvidaba. No había sido ella. Otra persona había asesinado a sir Arthur. ¿Quién? ¿Por qué?

¿La joven Sophie?

Eso no podía ser, porque si lo que decían las gacetas era cierto, la niña también había muerto. Pobrecilla.

¿Habría sido el ama de llaves?

Tal vez. Pero ¿por qué?

Ya habían llegado a la puerta trasera del hotel, y el hombre que iba delante llamó para que abrieran. La puerta cedió y apareció un criado.

- Traemos el pedido de Samuel Culler.

- Llegáis tarde.

- Es que hemos salido del campo con la hora encima.

- No quiero saber nada de excusas, dejad las cosas en ese cobertizo. -El criado se marchó tras entornar la puerta.

Meg se quedó mirando con frustración el cobertizo de madera que los hombres estaban abriendo. Cogió un manojo de coles de Bruselas y se coló por la entrada.

Esperaba que entraría a la cocina y que de allí podría tomar distintos caminos. Sin embargo, se encontró en un pasillo desierto y oscuro. Un poco más adelante, había una puerta a medio abrir que llevaría probablemente a la cocina, a juzgar por el ruido de cacharros y por los olores.

Atravesó con cuidado la habitación y se quitó la absurda casaca, que tiró después a una esquina junto con las coles. Después avanzó con valentía y subió un tramo de estrechos escalones, sin que nadie la interceptara.

En el rellano de la escalera, se encontró ante una puerta entelada; se detuvo unos instantes para tomar aliento y arreglarse el pelo cuanto le fue posible. Ahora, con su decente vestido oscuro, la tomarían por una huésped o, al menos, por la criada de alguno. Lo que quería decir que estaría más segura dentro del hotel que en las estancias de la servidumbre. Cualquier cosa sería mejor que volver a estar en medio de la turba.

Pasó de la planta principal a un piso superior, en el que estarían las habitaciones de los huéspedes.

Yendo de viaje con los Ramilly, había estado en un hotel parecido, pero no tenía ni idea de si serían todos iguales. Aquél tenía un comedor y las salas de recepción en la planta baja, mientras que en el piso de arriba había una especie de salón, en el que se sentaban los huéspedes a tomar el té o cualquier otro refrigerio. El resto del edificio lo formaban las habitaciones; algunas, suites con comedores privados; y otras, simplemente dormitorios.

Estaba segura de que la duquesa viuda de Daingerfield tendría una suite, aunque aquella certeza no le servía de nada para encontrarla. En todo caso, si seguía allí escondida en la escalera, no lograría nada. Se cuadró de hombros, dio la vuelta al pomo de la puerta que daba al pasillo y entró con paso firme en la parte del hotel ocupada por los huéspedes.

Se cruzó con un caballero de pelo blanco, que llevaba con garbo el sombrero en una mano y un elegante bastón en la otra. Apenas la vio, y Meg se esforzó por parecer la acompañante de alguien, ocupada en hacer algún recado.

Salió entonces de una de las habitaciones un hombre con camisa blanca y delantal, que llevaba una bandeja. Debía de ser un criado del hotel.

- Perdone, señor -preguntó Meg-. Creo que me he perdido y no encuentro los aposentos de mi señora, la duquesa viuda de…

- ¡Ah!, ésa -dijo el hombre, con un gesto burlón-. Seguro que te está esperando con aceite hirviendo. No es en este piso, encanto. No sé cómo has llegado hasta aquí.

- ¡Oh!

Pero en aquel mismo momento el criado ya se había marchado por las escaleras por las que ella había llegado a esa planta. Obviamente, la duquesa, siendo inválida como era, estaría en el piso de abajo, si es que allí habla habitaciones de huéspedes.

Dudó entre volver a bajar por las escaleras de la servidumbre o por la principal y decidió que lo haría por la segunda.

Pertenezco a este mundo -se dijo para sí, mientras bajaba las amplias escalinatas alfombradas-. Soy la institutriz de unos niños que se alojan aquí y ahora estoy haciendo un recado que me han mandado. No debo parecer una fugitiva de la ley.

Fue descendiendo por los peldaños, sin apenas percibir a una sofisticada pareja que subía hablando sobre los planes de ir al teatro aquella noche. Tanto el hombre como la mujer obviaron la presencia de Meg. A los pies de la escalera, había un portero apostado a la entrada, dispuesto a atender a cuantos entraban y salían. No muy lejos, había también un criado inmóvil, preparado para cualquier solicitud o tarea que pudieran encomendarle. En aquel momento, la entrada estaba tranquila, y los dos hombres charlaban amigablemente.

No habían advertido la presencia de Meg, pero repararían en ella si la veían vacilante. Aminoró el paso al bajar los últimos peldaños, dándose tiempo para pensar que hacer. ¿Dónde estarían las suites privadas? No era muy probable que estuvieran justo enfrente, donde pudo atisbar a través de una puerta medio abierta que había un comedor.

Al final de la escalera, sin detenerse, Meg rodeó la elegante columna labrada y se dirigió directamente hacia la parte de atrás. La adelantaron dos criados uno con una caja y el otro con una capa echada al brazo. Después se cruzó con otro miembro de la servidumbre. Nadie reparaba en su presencia, salvo para esquivarla.

Por un momento pensó en volver a fingirse perdida, pero habría tan pocas habitaciones privadas en aquella planta que podría resultar extraño.

No iba a tener más remedio que empezar a abrir puertas.

Empujó la primera con la que se encontró y entró en una habitación.

Después, volvió a torcer a la derecha, tras ver clavadas en su persona las miradas de dos provectos caballeros entre el humo de sus pipas.

Era el cuarto para los hombres fumadores, y el más corpulento de los dos caballeros se había quitado los zapatos. Tendría problemas de gota y le dolerían los pies. Reprimiendo una risita nerviosa, Meg abrió la siguiente puerta dispuesta a excusarse y retroceder.

Esta vez se encontró de frente con la mirada de halcón de la duquesa viuda de Daingerfield.

- ¡Fuera de aquí! -gritó la anciana dama, que se encontraba en su silla, con una manta de piel sobre las piernas y un libro en la mano.

Meg entró en la habitación cerrando la puerta tras de sí y, sin dejar de apoyarse en el picaporte por la debilidad, empezó a hablar.

- Señoría, probablemente no me reconozcáis. Soy…soy lady Saxonhurst.

El color acudió a las mejillas caídas de la dama.

- ¿Qué hacéis aquí? -La duquesa apretó el libro con la mano, intentando así probablemente disimular su temblor, suscitado por la ira o tal vez por el miedo.

- ¿Venís a atacarme?

Meg se quedó mirándola con sorpresa e invadida de pronto por la lástima.

- Por supuesto que no, señoría.

- Entonces, ¿qué es lo que queréis?

En aquel momento Meg hubiera deseado zarandear al tonto del conde por no haber hecho las paces con aquella beligerante anciana que se mostraba tan asustada.

- Dijisteis que podría acudir a vos si necesitaba ayuda, señoría.

La duquesa, más calmada, entornó los amarillentos ojos y dejó el libro a un lado.

- ¿Necesitáis ayuda? Entonces estoy segura de que Saxonhurst no sabe que estáis aquí. ¡Sentaos!

Meg obedeció aquella orden en forma de ladrido sintiéndose como un cachorro de perro.

- ¿Ayuda para qué? -preguntó la duquesa.

Resultaba increíblemente difícil ponerlo todo en palabras.

- Me temo, señoría, que me he metido en un lío.

- No empecéis a jugar con el lenguaje como un cura intrigante. Id al grano.

Meg tragó saliva.

- Por lo visto, muchas personas creen que yo he…que yo he cometido un asesinato.

- ¿A quién has matado?

- A nadie. Pero…el muerto es al parecer sir Arthur Jakes. Pensaron que había sido yo, y no tuve más remedio que huir. Bueno, fue más bien gracias a Mono. Y cuando él desapareció, no sabía adónde ir. No quiero ir a la cárcel. Así que vine aquí.

- ¿Mono?

- Un criado.

La duquesa apenas parpadeaba, y eso era lo que hacía tan extraña su mirada.

- ¿Quién es sir Arthur Jakes?

- Un amigo de mis padres, duquesa. Y nuestro casero.

Esforzándose por evitar la mirada de halcón de aquella dama, Meg continuó contando su historia sin entrar en la razón que la llevó a visitar a sir Arthur ni en el desagradable comportamiento del caballero.

- ¿Y entrasteis en la casa sin criados?

Meg empezó a darse cuenta de lo insustancial que sonaba su historia sin mencionar los detalles fundamentales.

- No estoy acostumbrada a. la servidumbre, duquesa. Tan sólo iba a visitar a un viejo amigo.

- No debéis visitar a ningún caballero sin criados. No es propio de una dama.

Sintiéndose ahora con el rabo entre las piernas, Meg agachó la cabeza.

- Siento haberlo hecho, señora.

- Jamás he salido sola de casa -afirmó la anciana.-. Desde que soy duquesa de Daingerfield, no he ido nunca a pie por ningún espacio público. Hasta para cruzar una calle, jovencita, utilizaría un carruaje.

- Pero yo no soy duquesa, señoría -contesto Meg, añadiendo para sus adentros «Gracias a Dios».

- Sois condesa y debéis aprender a comportaros como tal. ¿Cómo pensáis que funcionaría el mundo si la gente no se comportara de acuerdo con su posición en la sociedad?

Era evidente que la dama hablaba completamente en serio, y hubiera sido muy arriesgado hacer una broma.

- Decidme, ¿cómo? -exigió la duquesa.

- No lo sé, señoría.

Demasiado tarde. Meg se dio cuenta de que su semblante reflejaba la burla que sentía en su interior, y el rostro de la duquesa se hinchó como el de un pavo.

- Veo que no tenéis la más mínima intención de adaptaros a vuestra nueva categoría social, ¿no es así?

- Intentaré ser una buena esposa…

- Eso no tiene nada que ver. Yo he educado a Daphne para que desempeñara con destreza el papel de una condesa. ¡Daphne!

Se abrió una puerta de un cuarto adyacente, y entro en la habitación lady Daphne Grigg.

- ¿Sí, duquesa?

- Pasa. ¿Recuerdas a la esposa de Saxonhurst?

El rubor invadió las pálidas mejillas de Daphne, pero aun así la saludó haciendo una reverencia.

- Condesa…

- No es precisa tanta cortesía -dijo la duquesa, con un mohín en los labios-. No sabe nada de buenos modales, ¿no es así, muchacha?

Reconociendo el ataque, Meg puso la espalda bien derecha.

- A mí no me lo parece, señoría.

- ¿Ah, no? ¿Qué os parece entonces?

- Que los buenos modales no tienen demasiado que ver con la categoría social.

- Idioteces. Aunque supongo que no importa mucho. No creo que los tengan en cuenta en la Torre o dondequiera que lleven a las asesinas en espera de la horca.

Daphne emitió un grito ahogado, al tiempo que se llevaba la pálida mano a su enjuto pecho. La misma mano en la que lucía la esmeralda que, según ella, era su anillo de compromiso.

- ¿Asesinato…?

- La acusan de asesinato. -La duquesa pronunció aquella frase como si fuera el máximo epítome de los malos modales.

- ¿No habrá sido a Saxonhurst?

- ¡No seas imbécil! y siéntate, antes de que decidas desmayarte.

Como una marioneta, Daphne se hundió en una silla. Meg se quedó pensando en si realmente alguien podía decidir desmayarse y se preguntó si debería ir en busca de algunas sales.

- Te cuento la historia, Daphne. -La duquesa parecía divertirse de una manera ciertamente amarga-. La reciente esposa de Saxonhurst decidió ir a visitar a un viejo amigo, un caballero mayor, sin escolta, ni criados y a pie. A los pocos instantes de su visita, encontraron al hombre muerto y cuantos estaban alrededor llegaron a la conclusión de que lo había matado ella. ¿Y por qué razón -añadió, dirigiéndose fríamente a Meg- llegarían a semejante conclusión?

Nuestra heroína fue plenamente consciente del sofocante acaloramiento culpable que sonrojó sus mejillas, aunque por dentro se sintiera fría como el hielo. En boca de la duquesa, la historia era aún más sórdida. Aunque consiguiera librarse de la horca, jamás recobraría el buen nombre.

- ¿Y bien? -exigió la duquesa.

- Supongo que porque fui la última persona que vio a sir Arthur.

- Si vos fuisteis la última que lo vio con vida, vos lo matasteis.

- La última persona conocida que lo vio con vida.

- ¿Y lo dejasteis en buen estado?

- En perfecto estado. -Meg hubiera preferido que la duquesa evitara toda ironía.

- Pues no parece muy probable que diera tiempo a que lo mataran mientras vos salíais de la casa.

Meg lanzó un suspiro.

- No os he contado la historia entera, señoría.

- Eso resulta obvio. Pero no esperareis que ayude a una mentirosa.

- ¿Ayudar? -interrumpió Daphne-. Pero dijisteis que…

- Dije que no aprobaba a la esposa de Saxonhurst. Pero no quiero que haya ninguna relación con nuestra familia y la horca, ¿entendido? -y añadió, dirigiéndose a Meg-: ¿Me vais a contar por fin toda la verdad? ¿Ese hombre era vuestro amante?

- ¡No! Tenía la edad de mi padre.

- ¿Y eso qué tiene que ver?

- Nada -admitió Meg, con un suspiro, acordándose de Laura y de la pobre muchacha sobre la cama de sir Arthur-. Pero no era mi amante, ni siquiera me gustaba.

- No obstante, fuisteis a visitarlo.

- ¿Sólo visitáis a quienes os gustan, duquesa?

La anciana frunció el ceño, y su semblante se tiñó de severidad.

- ¡Muchacha impertinente! Contad la historia ya ser posible la verdad esta vez.

Meg se recordó a sí misma que su propósito era suavizar a la duquesa, no enfadarla, y valoró lo mucho que le iba a costar conseguir que su historia sonara verosímil.

- Sir Arthur me robó un objeto -dijo, por fin-. Una cosa cuyo único valor es sentimental, pero que no quiero perder. Fui a pedirle que me la devolviera. Se negó, pero me dijo que regresara otro día. Era evidente que su intención consistía en jugar conmigo, por eso cuando me marché sola hacia la puerta, pensé que aquélla sería mi única oportunidad de buscarla por la casa.

- Ya veo -la duquesa arqueó sus finas cejas-. ¿Y no hubiera sido más lógico o más prudente que encomendarais a un criado tan desagradable tarea?

- Sí, si lo hubiera tenido.

- ¿Y por qué no dejáis este asunto en manos de Saxonhurst? Pese a sus deficiencias, estoy segura de que podría resolverlo sin mezclarnos a todos en semejante situación.

Meg puso todo su empeño en no amilanarse. Era imposible conseguir que su historia tuviera algún sentido sin mencionar la sheelagh.

- He preferido no molestarlo -contestó, casi entre susurros.

La duquesa entornó los ojos.

- ¿Y cuál es ese objeto tan sentimental? -preguntó, como Meg había temido que lo hiciera.

- Una estatuilla de piedra.

- ¿Algún adorno de jardín?

- Podría serlo, señoría.

- Pero no lo es. No estamos para jueguecitos, jovencita. ¿Qué es?

Meg no pudo contener un resuello de resentimiento.

- Es una antigua figurita irlandesa. Bastante antigua; no tiene ningún valor, salvo para un anticuario, pero pertenece a la familia de mi madre desde hace varias generaciones. Eso es todo -dijo, mintiendo con seguridad.

La duquesa frunció los labios.

- ¿Por qué es tan importante?

- Como he dicho, la familia de mi madre la posee desde hace muchas generaciones.

- Entonces, ¿por qué os la robó sir Arthur?

- No lo sé. -Al hacerse el silencio, se sintió obligada a añadir-: Por puro rencor.

- ¿Rencor? ¿Y por qué os guardaba rencor?

Meg empezó a sentirse impotente.

- Prefiero no decirlo, duquesa. No tiene nada que ver con el resto.

- ¡No digáis bobadas! Si teníais malas relaciones, eso os convierte en principal sospechosa.

- No me veo matando a nadie por una estatuilla de piedra.

La duquesa emitió una sonora carcajada.

- Ya sé que no lo haríais por un sacrificio pagano, pero ¿no serías capaz de matar por una causa justa?

Meg pensó en Laura y recordó que habría estado dispuesta a matar a sir Arthur si ése hubiera sido el último recurso.

- Supongo que cualquiera sería capaz.

Durante unos momentos, hubo una fuerte tensión en el silencio de aquella habitación; después, la duquesa asintió con la cabeza.

- Es bien cierto lo que decís. En momentos muy concretos, lo correcto es matar, y hay personas que merecen morir. Si vos matasteis a ese hombre, decidlo ahora.

Meg se esmeró en resultar convincente.

- Yo no maté a sir Arthur.

La anciana dama volvió a asentir con la cabeza.

- ¿Os apetece un té?

Meg se quedó tan sorprendida que, por unos instantes, no logró articular palabra, pero al final, dijo:

- Sería un verdadero placer. Muchísimas gracias.

Absurdamente, las lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos ante aquel gesto inesperado de amabilidad.

- Id a la habitación de al lado. Daphne os lo preparará.

Daphne se puso de pie y de inmediato se marchó a cumplir la orden recibida. Pobre muchacha.

- Mandaré a alguien para que averigüe la verdad de lo ocurrido. Tal vez os estáis angustiando sin necesidad.

Meg se levantó del asiento y sintió que las piernas le flaqueaban.

- No sabéis cuánto me agradaría que fuera así, señoría.

- Y, ¿después qué? ¿De nuevo con Saxonhurst?

- Eso espero.

- No parecéis muy convencida.

Otra vez, Meg tuvo que reprimirse para no hablar de su accidentado matrimonio; era obvio que sus desavenencias eran insignificantes, en comparación con los problemas más recientes. Levantó la mano para enseñar la alianza de oro que llevaba en el dedo.

- Estoy casada, señoría. ¿Dónde voy a ir si no?

- Podríamos buscar la manera de que volvierais a ser libre. ¿Se ha consumado?

Sin pensar, Meg volvió a mentir.

- Sí.

La duquesa hizo una mueca de desprecio.

- Con su desbordada naturaleza, no sé ni para qué pregunto. Marchaos -dijo la anciana, señalando hacia la puerta contigua, y Meg obedeció, contenta de escaparse de la Gran Inquisidora.

Sólo en aquel momento recordó haber pensado antes en la anulación del matrimonio. Entonces, ¿por qué acababa de mentir ahora?

La verdad es que ella no deseaba anularlo. Quería seguir estando casada con el conde de Saxonhurst y deseaba vivamente completar la aventura sexual que había emprendido con él tan sólo el día anterior. La difícil situación en que se encontraba no tardaría en impulsarla al llanto.

Se encontraba en un pequeño dormitorio, bien decorado, pero lúgubre por la escasa luz que entraba a través de su única ventana. Cuando descorrió la pesada cortina de encaje crudo que la cubría, comprobó que daba a un lateral de uno de los cobertizos de piedra de la parte trasera del hotel. Con razón entraba tan poca luz en aquel cuarto. Para empeorar las cosas, por encontrarse en el piso de abajo, había barrotes de hierro contra los ladrones. Un toque, sin duda sensato, pero en absoluto acogedor.

Había una lámpara sobre la mesita de noche, y Meg la encendió, atraída por el cálido resplandor.

Por los pocos objetos que había en la habitación -una Biblia con el título estampado en relieve, un cepillo con cubierta de plata y un pequeño escritorio de viaje en madera-, se deducía que era el dormitorio de Daphne. Había algo triste en aquel insípido repertorio. Meg sintió lástima por la joven, obligada a permanecer las veinticuatro horas del día con la duquesa viuda. Cualquier posibilidad de huir le resultaría atractiva. Quizá Daphne hubiera llegado a ser una buena esposa, después de que el conde le hubiera infundido su magia. Él era capaz de convertir una rata en una gata atigrada.

Justo en aquel instante, empezaron a caérsele las lágrimas; lágrimas de cansancio, de miedo, de derrota. Se enjugó el llanto y, dejándose llevar por la tentación, se desplomó sobre la cama con los brazos en alto.

Señor, señor. Qué embrollo tan terrible. Sin duda su deseo había tenido la correspondiente contrapartida y tal vez no fuera sólo una. Había destapado un nido plagado de ellas.

Se acordó de pronto de lo serio que se había puesto el conde cuando le dijo que no acudiera al hotel Quiller en busca de consejo. Pero en aquel momento no se le habría pasado por la imaginación que llegara a encontrarse en una situación tan desesperada; en cualquier caso, ella sabía que estaría muy enfadado. Tembló ante la idea de que le diera otro de sus ataques de ira y destrucción, avivado, como había dicho el señor Chancellor, por su abuela.

Y allí estaba ella, pidiendo árnica a aquella dama.

Con lo dispuesta que estaba a ser una buena esposa, ¿cómo podía haber llegado a semejante descalabro?

Pero, acto seguido, se irguió para quedarse sentada en la cama, con la espalda bien recta. Fuera como fuese, el conde no tenía razón. Tanto Saxonhurst como la duquesa eran claramente dos testarudos, capaces de tirar piedras sobre su propio tejado por puro orgullo, y ella pondría fin a su absurda disputa. Como con sus pupilos cuando se peleaban en el cuarto de estudio, conseguiría que acabaran dándose un caluroso apretón de manos.

Después, encontraría alguna manera de moderar las desmesuradas euforias de su esposo y limaría su tendencia a acoger en su casa a cualquier animal perdido. Moderación en todos los sentidos. Haría que la calma y el ahorro reinaran en aquella casa, arreglaría el dormitorio de él con mejor gusto y se prepararía para actuar como una perfecta condesa. Saxonhurst estaría siempre deseoso de seducirla y todo sería felicidad.

Sacudió la cabeza. Uno de los grandes consejos que le había dado su madre acerca del matrimonio fue: «Nunca confíes en poder transformar a alguien, querida. Cásate con un hombre que te guste tal cual sea cuando lo conozcas».

Eso estaba muy bien para cuando se podía elegir.

Sin embargo, no podía negarse a sí misma que el conde le gustaba como era. Sus cambiantes impulsos la alarmaban, pero le resultaban también sumamente atractivos. Ella no era quién para criticarle por su generosidad hacia los necesitados. En el fondo, estaba segura de que podría llegar a acostumbrarse a sus extravagancias y sabía que no debía preocuparse por sus atenciones físicas. El único toque amargo era el odio hacia su abuela y los ataques que le provocaba.

Pero, ¡ojalá fuera ése el único problema y que con curar la herida se arreglara todo!

Verdaderamente la duquesa no era una mujer agradable, y sus maneras podían resultar ofensivas para cualquiera, pero habría alguna forma de encauzar las cosas. Si la duquesa ayudaba a Meg a salir de aquel aprieto, seguro que el conde se lo agradecería durante el resto de…

Se abrió la puerta y entró Daphne con una taza y un plato. Se los acercó sin pronunciar palabra. Meg los cogió, le dio las gracias y se bebió a sorbitos, sumamente agradecida, el té dulce y caliente. Tal vez el primer paso debiera ser romper el hielo entre ella y la prima de Saxonhurst. No podía culpar a lady Daphne de que se sintiera mal por tener que hacer de criada.

- ¿Vos y la duquesa pensáis quedaros en Londres mucho tiempo?

- Nos íbamos a quedar hasta que se celebrara la boda el día de Reyes: -Daphne buscó en los cajones de una cómoda y saco un vestido de seda color crema adornado con encajes-. Después, Saxonhurst y yo habríamos vuelto a Daingerfield para pasar la luna de miel.

Meg trasladó la mirada del vestido a los labios temblorosos de la dama, sin saber qué decir.

- ¿No hubiese sido más apropiada para la luna de miel su casa de campo?

- No. Yo hubiera estado más segura en Daingerfield.

Meg bebió un sorbo de la taza de té, preguntándose de que modo lady Daphne se hubiera sentido más segura dependiendo de dónde estuvieran. ¿Se referiría a los ataques destructivos del conde, porque fueran perfectamente conocidos por todo el mundo y porque él se limitara a romper cosas sólo en su propia casa, en su propia habitación?

Quizá había sido así desde pequeño y el férreo tutelaje de la duquesa no había sido más que un intento de refrenarlo.

Daphne permanecía inmóvil junto a la cama, delgada y tiesa como una de las columnas del dosel.

- Si fuera vos no me quedaría aquí.

Meg la miró, intentando dilucidar qué quería decir.

- Vos estáis aquí -repuso.

- Yo no soy vos. La duquesa no os va a ayudar. Soy yo quien debe ser la esposa.

- Pero ya estoy casada, lady Daphne. Está hecho. Os devuelvo el mismo consejo que me dais. Libraos de las garras de la duquesa.

- ¿Para ir adónde? Me ha mantenido atada a su lado durante todos estos años con la promesa de que me convertiría en lady Saxonhurst. Ahora soy demasiado mayor para encontrar otro marido.

- ¿Y qué me decís de vuestra propia familia?

Lady Daphne lanzó un suspiro.

- Mi hermano y su mujer estarían encantados de tener gratuitamente una institutriz y niñera para sus hijos. No, gracias. Quiero lo que es mío.

- Pero ya no podéis tener a Saxonhurst.

- Sí, si os ahorcan.

- ¡Yo no he matado a nadie!

- ¿Acaso creéis que sólo cuelgan a los culpables? Por eso os digo que os vayáis de aquí.

Meg reprimió una oleada de pavor que le recorrió todo el cuerpo. La justicia no se cebaría con una condesa inocente.

- Os contradecís, lady Daphne. ¿Queréis que me ahorquen o no queréis?

- Lo único que yo quiero es lo que me pertenece. Meg dejó la taza vacía sobre la mesa.

- Lady Daphne, Saxonhurst no puede ser vuestro refugio, pero estará dispuesto a ayudaros si así lo deseáis. -Recordaba vagamente que su esposo había hecho un ofrecimiento parecido-. Es un hombre de muy buen corazón y no tiene motivos para guardaros rencor…

- ¡Quiero lo que me pertenece! -gritó Daphne, tras lo que rompió a llorar y salió presurosamente al pasillo.

Meg la vio salir de la habitación, sin dejar de mover la cabeza con estupefacción. No le agradaba pensarlo, pero tal vez las taras de su esposo provinieran de las dos ramas de su familia. Lo que aquello pudiera significar para su futuro, mejor ni imaginarlo. Apuró la taza de té y comenzó a andar por la habitación, intentando aclarar la situación en que se encontraba.

Por sospechosas que fueran las circunstancias, la ley debería andarse con cuidado tratándose de una condesa.

No cargaría con la culpa de un asesinato que no había cometido.

Pero ¿hasta qué punto toda la historia saldría a la luz antes de volver a ser una mujer libre?

¿Y después qué? ¿Querría el conde volver a verla después de todo aquel embrollo? Sobre todo si llegaba a enterarse de la existencia de la sheelagh. Detestaría la idea de haber sido manipulado por la magia pagana.

Se quedó parada un momento, preguntándose qué les ocurriría a sus hermanos. Estarían muy preocupados por ella, y los había abandonado a merced del conde.

Se contuvo para no salir corriendo de aquella habitación e ir rápidamente a Marlborough Square. Si la justicia andaba tras la condesa de Saxonhurst, sería como ponerse la soga al cuello. Lo mejor era esperar a ver qué hacía la duquesa, y confió en que sus hermanos estuvieran bien.

Siguió dando vueltas por la habitación, retorciéndose las manos de angustia.

Antes del ataque de ira de Saxonhurst no se le habría ocurrido que sus hermanos pudieran estar en peligro, pero ahora no tenía ninguna certeza. No le quedaba otro remedio que confiar en el señor Chancellor y en los criados. Aun cuando la mitad de ellos fueran también carne de la horca.

No paraba de dar vueltas por la habitación, sintiéndose exactamente como aquel pobre oso que había visto una vez, atrapado para siempre en una pequeña jaula. ¿Hasta cuándo iba a tener que esperar? ¿Cuánto tardaría la duquesa en enterarse de lo que había ocurrido?

A lo lejos, se oyeron las campanadas de un sonoro reloj. Estaría probablemente en el vestíbulo del hotel. La media, después los tres cuartos y por fin las horas. Las doce campanadas completas del mediodía.

Varias veces se acercó a la puerta de la habitación contigua con intención de abrirla y pedir a la duquesa que le diera noticias. Pero todas las veces se contuvo de hacerlo, aunque, poco a poco, las dudas se iban apoderando de ella.

Empezó a dudar de que la duquesa quisiera realmente hacer algo para aclarar la situación.

¿Por qué?

Instinto.

El instinto le decía que algo no iba bien. El instinto la instaba a buscar la ayuda de su esposo. Él sí que la ayudaría, aunque sólo fuera porque era su esposa, y estaba segura de que podría hacer algo. Seguramente más que una anciana inválida. Él y el señor Chancellor la mantendrían a salvo aun en el caso de que hubiera tenido las manos manchadas de sangre.

Tan pronto como aquellos pensamientos tomaron cuerpo en su interior, sintió una vertiginosa sensación de alivio. Sí, tenía que ir en busca de su esposo y contárselo todo. Decirle la verdad sobre la sheelagh le había parecido algo terrible, pero ahora no era lo peor que podía pasarle. La horca era mucho más terrible.

El conde se enfadaría con ella por la sheelagh y por haberse metido en semejante lío al ir sola a visitar a sir Arthur. También por acudir a su abuela, a quien él aborrecía. Pero, pese a sus ataques de ira, pese a que fuera incluso capaz de repudiarla, sentía que con él estaría más segura que con ninguna otra persona.

Se dirigió hacia la puerta que daba al pasillo, pero se detuvo cuando ya tenía la mano en el picaporte.

Por mucho que le doliera, no era seguro marcharse a Marlborough Square, y estaba firmemente decidida a no empeorar más las cosas. Ni siquiera las tenía todas consigo respecto a que un conde pudiera impedir que las autoridades detuvieran a una sospechosa de asesinato, y si tenía que esconderse, aquel era un sitio tan bueno como cualquier otro.

Debía enviar un mensaje, pero escrito de tal manera que no se pudiera saber dónde se encontraba en caso de que se lo interceptaran.

Tras unos momentos de vacilación, se encaminó hacia donde estaba el escritorio de viaje de lady Daphne. No tenía de que preocuparse. No había el menor signo de correspondencia personal ni de ningún secreto en la pila de hojas y sobres del papel con membrete que había allí.

Cogió una hoja y le recortó el escudo en relieve con unas tijeras. Después, abrió el tintero, comprobó la pluma y empezó a escribir:

Al honorable conde de Saxonhurst

Milord:

La toca de terciopelo que buscabais está en La Dragonesa. Os ruego, señor, que hagáis las diligencias oportunas para pasar a recogerla.

Vuestra afectísima, la más humilde y obediente servidora,

Daphne, la Brodiere.

Si no captaba las demás referencias, entendería sin duda que La Brodiere significaba «La bordadora», y el nombre de Daphne le llevaría a pensar directamente en la duquesa. Mientras movía la hoja para que se secara pensó que no debía preocuparse. Por muy loco que fuese, no había duda de que su esposo era un hombre inteligente.

Ahora sólo tenía que salir un momento de la habitación y encontrar a algún chico de los recados que le llevara el mensaje. ¿Sería muy arriesgado? ¿Y si interrogaban al mensajero y…?

No tenía, sentido seguir dudando, porque cuando Meg intentó abrir la puerta, descubrió que el cerrojo estaba echado por fuera. Fue hasta la otra puerta, pero también estaba cerrada con llave.

Al otro lado, se oyó una risa maliciosa.

Algo en aquella forma de reír le transmitió un intenso escalofrío. Demasiado tarde se daba cuenta de que su instinto había sido acertado, algo no iba bien.

Debería haberle hecho caso a Daphne y haberse ido de allí mientras tuvo la posibilidad.