Capítulo 14
Una llamada a la puerta la sacó de repente de sus fantasías. Meg se incorporó sobre la cama, con el corazón acelerado, y se estiró el camisón.
- ¡Adelante!
Era Laura; claro, el conde no hubiera llamado a la puerta.
- ¿Va todo bien? -preguntó su hermana, según entraba.
Meg suspiró y decidió que no diría más mentiras de las necesarias.
- Razonablemente bien.
- Hoy no he visto al conde.
Meg sonrió.
- Pues yo no me lo he comido como si fuera una viuda negra, te lo prometo.
Laura, aliviada, emitió una risita nerviosa y se sentó en una silla.
- ¿Y qué pasa con la sheelagh?
Meg dio un respingo sobre la cama.
- ¡Santo cielo!, se me había olvidado.
- Pero anoche…
- Sí, sí, ya sé. Me parece que me estoy volviendo loca.
Laura se quedó mirándola con ojos inquisitivos.
- ¿Crees que el conde está…?
- No, no, por supuesto que no. Sólo es… un excéntrico.
- Entonces, tal vez te ayude a recuperar la sheelagh. Estoy segura de que podrá manejar a sir Arthur.
Meg también estaba segura de eso, pero le traería problemas.
- Se supone que yo no debo hablar a nadie de la sheelagh, salvo a las demás mujeres de la familia.
- Yo estoy segura de que mamá se lo dijo a papá.
- Yo también. Por eso luego se enteró sir Arthur. Mamá no se lo habría contado nunca directamente.
- Entonces tú se lo puedes contar al conde -propuso Laura, para quien evidentemente Saxonhurst no había caído de su pedestal.
- ¿Y qué le digo? -preguntó Meg, al tiempo que lanzaba un suspiro-. «Milord, soy la guardiana de una antigua estatuilla mágica que sir Arthur tiene ahora en su poder. Necesito vuestra ayuda para recuperarla». Me ingresaría de inmediato en Bedlam.
Meg se preguntó, con una alarma repentina, si su marido estaría buscando en verdad alguna excusa para meterla en Bedlam. Era una manera de librarse de una esposa incómoda.
- Pero cuando viera que era verdad…
- Laura, aunque fuera con el conde a ver a sir Arthur y los dos le pidiéramos que nos devolviera la sheelagh, sir Arthur lo negaría todo. No tengo ninguna prueba, ni siquiera de la existencia de la sheelagh.
- Yo puedo decir que la he visto.
- No creo que eso impresionara mucho a las autoridades, y, por lo que yo sé, nadie más la ha visto. Nadie podría atestiguar que es una estatua mágica, y si así fuera… ¿Te imaginas lo raro que sonaría? Ni siquiera estoy segura de que no sea ilegal practicar la magia.
- ¿Se consideraría brujería? -preguntó Laura, asustada.
Meg se encogió de hombros. Nunca había pensado en la sheelagh de ese modo, pero ahora se daba cuenta de que darla a conocer resultaría desastroso.
- Si no es ilegal, todo el mundo consideraría una prueba de locura el creer en algo así. Tengo que hablar con sir Arthur y enterarme de lo que quiere. -Ojalá que no fuera nada relacionado con Laura, suplicó Meg. Pero gracias a Dios, eso sería del todo imposible. Loco o cuerdo, Saxonhurst jamás lo permitiría.
- No me gusta la idea -dijo Laura-, porque tampoco me agrada ya sir Arthur. Espero que no volvamos a verlo nunca más.
- Yo también lo preferiría. Si puedes, intenta desanimar a los mellizos, para que no intenten verlo. Estos días, tendrán suficientes golosinas, y no será fácil tentarlos.
- ¿Qué querrá? ¿Dinero?
- Supongo. Eso sería lo más sencillo, aunque no sé cómo lo iba a conseguir. El conde me ha prometido una generosa cantidad para mis gastos, pero todavía no me la ha dado. Tengo que conseguir la piedra como sea. No podré concentrarme en todo lo demás hasta que vuelva a estar en mi poder.
De pronto, se le ocurrió la atractiva idea de pedirle a la sheelagh que arreglara las cosas entre el conde y su abuela. Sería fantástico y no tendría ninguna contrapartida.
Se sorprendió al darse cuenta de que Laura la miraba con el ceño fruncido.
- Las cosas no van bien ¿verdad?
Meg esbozó una irónica sonrisa.
- No del todo. Pero no es nada malo que pueda afectarte. Y ahora, ¿no tendrías que volver con los mellizos?
- Peter les está enseñando aritmética. Es mucho mejor que yo.
Meg hizo un esfuerzo por seguir callada. Pensó que un malversador de fondos debería ser muy bueno con los números. Se levantó.
- Creo que lo mejor es que vaya a hablar con el señor Chancellor para que contratemos a un preceptor. Después yo me iré a ver a sir Arthur.
- ¿No se opondrá el conde?
Sólo si se enteraba, pensó Meg. ¿Cómo se las Iba a arreglar para salir de la casa a plena luz del día? Pero de inmediato, abandonó aquel planteamiento.
- Laura, no somos prisioneros. Tú también puedes salir si quieres. Pero no te olvides de llevar siempre a un criado contigo.
- ¿Y tú también vas a ir a ver a sir Arthur con un criado?
Meg no lo había pensado, pero sería lo más sensato.
- Por supuesto. No te preocupes. No voy a hacer ninguna tontería.
Laura se marchó un poco más aliviada, y Meg entró en el vestidor, donde Susie estaba esperándola.
¿Qué joyas os vais a poner, mi lady? -preguntó Susie, cuando Meg ya estaba preparada.
- ¿Joyas? Me temo que no tengo ninguna.
Recordó con añoranza el broche y las perlas de su madre, objetos sencillos pero muy queridos, que tuvo que vender para sobrevivir.
- El conde mandó traer el joyero, milady. No es el de las piezas más grandes, por supuesto. De eso se encarga el señor Chancellor. Y me parece que están en el banco, en una caja fuerte.
La criada abrió un cofre de madera tallada que estaba sobre una mesa pequeña. Después de levantar unas cuantas bandejas, fue sacando distintos artículos: anillos, alfileres, broches, cadenas, gargantillas, lujosas plumas…
- ¡Qué maravilla! -como una niña con juguetes nuevos, Meg no pudo evitar el alborozo. Según Susie había dado a entender, lo que había en aquel cofre no era de gran valor, pero Meg no había visto nunca nada parecido. Mientras sostenía entre las manos una elegante gargantilla de perlas y algunas piedras azul claro engastadas en plata, cayó en la cuenta de que su extraño esposo habría mandado traer el cofre un poco después de su frío encuentro.
¡Qué sorprendente! ¿Llegaría alguna vez a comprender a aquel hombre?
Tal vez lo había hecho de forma premeditada, para disfrutar de que los demás se quedaran perplejos.
Meg dejo de entretenerse con las joyas.
- Creo que hoy no voy a llevar ningún adorno, Susie. Guárdalo todo. Habrá que buscar un sitio para ese cofre.
- Nadie lo va a robar aquí, milady, pero en vuestro dormitorio hay una caja fuerte.
Meg la siguió y la vio retirar un bloque de libros de una estantería.
- Yo no sabía nada de esto, milady. El señor Chancellor me ha enseñado este escondite hace un momento, cuando trajo el cofre.
Meg suspiró. No había duda de que las joyas habían sido idea del señor Chancellor.
Detrás de la estantería, había una puerta. Susie se metió la mano en el bolsillo y sacó una llave.
- Es para vos, milady.
Meg la introdujo en la cerradura y le dio media vuelta. Dentro, quedaba un espacio de unos quince centímetros de profundidad y sesenta de altura, con dos baldas. El cofre cabría en una de ellas. Pero lo que Meg pensó en aquel momento fue en si podría guardar la sheelagh allí.
Susie metió el cofre y Meg cerró la caja fuerte.
- ¿Quién más tiene llave de esto?
- Probablemente, el señor Chancellor.
No había duda de que era el mejor sitio para esconder la estatuilla, pero primero tenía que recuperarla.
- Susie, este matrimonio te favorece bastante ¿no es cierto?
La criada se dio la vuelta desde donde estaba ordenando el camisón de Meg y la miró con ojos desconfiados.
- Supongo que sí, milady. Pero Mono dice que no podremos arreglar todo hasta que las cosas vayan bien aquí.
- ¿Eso dice? Entonces supongo que a los dos os interesará ayudarme para que todo marche bien.
- Puede ser, milady -por el tono de voz, Susie no parecía muy convencida respecto a su dueña. En cierto modo, a Meg le gustaba sentir que la consideraban una persona impredecible y peligrosa. Era una novedad.
- Cuando termine de hablar con el señor Chancellor sobre el asunto del preceptor, tengo que ir a ver a nuestro antiguo casero. Me gustaría que Mono me acompañara, ¿podría ser?
- Por supuesto, milady. No podéis salir sola.
Meg pensó en alguna manera de expresarse sin levantar sospechas, pero no se le ocurrió nada.
- No quiero que el conde me acompañe.
- Se fue esta mañana temprano, milady, a pasar el día fuera.
Meg le dio la espalda para ocultar el rubor de sus mejillas. No había duda de que él evitaba su presencia. Las joyas habían sido idea del señor Chancellor.
Se guardó la llave en el bolsillo y confió en que, más tarde, fuera capaz de arreglar las cosas.
- Tengo también esta llave, milady -dijo Susie, al tiempo que sacaba una del cajón de una mesa-. Estaba en el bolsillo de vuestro vestido azul.
Era la llave de la puerta trasera de su antigua casa. Creía que se la había dejado en la puerta, pero no estaba segura. La cogió y, al metérsela en el bolsillo, se oyó el tintineo del choque entre las dos llaves. Obviamente, sir Arthur sabía que era ella quien había entrado en la casa, y tendría que devolverle la llave. Pese a sus pequeñas ilegalidades, no le agradaba quedarse con lo que no era suyo.
La llave le pesaba en el bolsillo, como una conciencia culpable, mientras se dirigía a ver al señor Chancellor. Lo encontró en su despacho del piso de abajo, una estancia con sorprendente aspecto de oficina. Por todas las paredes de la habitación había vitrinas y cajoneras. Owain Chancellor no estaba solo. Un hombre de bastante edad y un joven con aire despistado estaban sentados tras enormes escritorios, anotando cosas en los libros de contabilidad.
Al verla, el señor Chancellor se levantó.
- ¿Venís a hablar de un preceptor, milady? -dijo el secretario, al tiempo que le acercaba una silla.
- Sí, o una institutriz -dijo ella, tomando asiento-. ¿Qué sería mejor?
- Podríamos contratarlos a los dos, aunque habíamos pensado que a los mellizos les agradaría más dar las clases juntos.
¿Habíamos? ¿Acaso el conde y su secretario habían dedicado su tiempo a pensar en la educación de los niños desde la noche anterior? Tal vez en aquella casa, tras una noche de destrucción y de escenas melodramáticas. Todo volvía de nuevo a la normalidad a la mañana siguiente.
- Quizá, de momento, lo mejor sería una mujer bien instruida -apuntó el señor Chancellor.
- Me parece muy bien -dijo Meg, obligándose a centrar la atención.
- ¿Deseáis que seleccione a algunas candidatas para que las entrevistéis?
Meg se estremeció ante la idea de tener que evaluar a otras jóvenes, que serían más o menos como ella, pero era su obligación.
- Sí, sí, os lo ruego. Lo antes posible. - y con paso vacilante, se levantó.
- ¿Ordenáis algo más, lady Saxonhurst?
Incómoda por la presencia de los contables, Meg no tuvo valor para pedirle dinero. Además, no podía atreverse a pedir lo suficiente para pagar a sir Arthur a cambio de la sheelagh. Tenía unas cuantas monedas, y el conde le había dicho que los criados sufragarían cualquier gasto imprevisto.
Pero hubo una pregunta que no fue capaz de reprimir.
- Tengo entendido que el conde pasará el día fuera de casa.
- Desde hace años, participa en una carrera por el monte en estas fechas.
- Ah. -Meg estaba segura de que aquella tradición se habría pasado por alto si las circunstancias hubieran sido otras. Por ejemplo, si el conde hubiera pasado la noche con su esposa, completando la maravillosa seducción que él mismo había comenzado.
Se reprimió para no dejar escapar un suspiro y se marchó, antes de que el señor Chancellor le hiciera más preguntas sobre sus planes. En el vestíbulo se encontró a Mono, que estaba esperándola, elegante en su impecable librea, a pesar de su corta estatura.
- ¿Necesitáis mis servicios, milady?
Junto a él, permanecía hierático el estricto mayordomo y, aunque parecía no prestarles atención, Meg sentía que iba a ser capaz de impedirles el paso para que ella no saliera de la casa.
- Sí, Mono -dijo, con toda la soltura de que fue capaz-. Tengo algunos recados que hacer.
El desgarbado perrazo estaba tumbado junto a la puerta, como una alfombra raída; probablemente esperaba a que regresara su amo. Meg sintió lástima por él, aunque estaba encantada -no le quedaba más remedio- de tener el día libre para ella y arreglar por fin lo de la sheelagh.
Brak se quedó mirándola, con las fauces abiertas como siempre y expresión lastimera, se puso de pie y se fue hacia ella, como si hubiera decidido que su nueva dueña podría hacer las veces de su adorado amo. Meg le acaricio las orejas, y el perro meneó el rabo.
- ¿Cómo llegó el conde a tener a Brak? -preguntó a Mono.
- Es así desde que nació, milady. Nadie lo quería.
¿Eso era una explicación suficiente?
- Me sorprende que la casa no esté llena de más animales desgraciados.
Mono miró al mayordomo, como comprobando hasta dónde podría llegar.
- En Haverhall, milady, hay muchos más. Pero todos intentamos convencer al conde de que no recoja demasiados descarriados.
- ¿Necesitáis el coche, milady? -interrumpió el mayordomo, con el tono de quien espera una respuesta afirmativa.
Volviendo a centrar la atención en el asunto que la preocupaba, Meg contestó:
- No, gracias… -¡Vaya!, no se acordaba de su nombre.
- Pringle -le apuntó Mono, en un susurro.
- Muy bien, milady. -Meg pudo ver la mirada de soslayo que el mayordomo lanzó a Mono, antes de salir de la casa. Sin duda, significaba una advertencia: Vigílala.
Incluso en aquella mansión, el vestíbulo era una habitación un poco fría, por lo que decidió aguardar en la salita de espera, custodiada por Brak, hasta que Susie apareció con la capa, la toca, los guantes y el manguito.
Era evidente que el perro deseaba irse con ella.
- ¡Quédate ahí! -le dijo Meg, mientras señalaba hacia el suelo. Apesadumbrado, el animal se quedó allí tumbado, y Meg consiguió escapar…-Está muy bien adiestrado -señaló la Joven, mientras bajaban la escalinata.
- Sax no toleraría estar rodeado de animales sin adiestrar.
Meg se preguntó, no sin sentir cierta amargura, si aceptaría a las esposas insurrectas. Al pensar otra vez en la noche anterior, no veía muy claro cual de los dos se había comportado de forma más incorrecta. Tal vez fuera excesivo que una esposa desobedeciera los deseos de su lascivo marido. Daba igual ya; si conseguía recuperar la sheelagh, sería capaz de arreglar todos los problemas.
Una vez en la calle, el gélido viento le levanto las faldas y sintió escalofríos en las piernas. Meg preguntó a Mono si estaba suficientemente abrigado solo con la librea.
- No necesito mucha ropa para tener calor, milady, me basta con los guantes. ¿Adónde hay que ir?
Se acercaban a una de las salidas de la plaza, y Meg lo miró de frente.
- No le he dicho la verdad al mayordomo, Mono, pero es que no quería utilizar un carruaje del conde. Llévame al punto más cercano donde haya coches de alquiler.
- Muy bien, milady.
La actitud de aquel criado resultaba tan fría como el aire de enero. Meg sentía vivos deseos de dar explicaciones de contárselo todo a cualquiera. Pero no podía. Cuando recuperara la sheelagh, empezaría a comportarse como una verdadera condesa, y todos se darían cuenta de que no era ninguna pérfida vividora.
Hacía tanto frío que Meg se alegró al sentarse dentro de1 carruaje de alquiler, aunque olía a humanidad y tenía los asientos muy duros. Con sólo unos cuantos trayectos en los cómodos coches del conde, ya se había malacostumbrado. Lo habitual hubiera sido que Mono fuera delante con el cochero, pero Meg le ordenó que fuera dentro con ella.
- Ahora -le dijo, al tiempo que el carruaje se ponía en marcha, con un traqueteo que delataba la mala calidad de los muelles-, vamos a visitar a mi antiguo casero, sir Arthur Jakes.
- Muy bien, milady.
Haciendo caso omiso de los modales distantes del criado, ella siguió hablando.
- Te quedarás fuera, sin ser visto, mientras yo esté dentro.
- ¿Sí, milady? -En el semblante cetrino de Mono fue evidente la profunda desaprobación.
- Conozco a ese hombre de toda la vida. No correré ningún peligro, pero no quiero llegar con escolta. -No podía explicarse más.
- Muy bien, milady.
Permanecieron los dos en silencio, balanceándose dentro de la cabina mientras atravesaban todo Londres. Cuando el carruaje se detuvo, Mono salió primero para pagar al cochero y recoger el vale. Después volvió para ayudarla a salir.
- ¿Qué casa es, milady? -preguntó el criado, mirando la fila de viviendas de paredes enlucidas. Se encontraban sólo a unas cuantas manzanas de Mallet Street, pero era evidente que aquellas mansiones pertenecían a caballeros acaudalados.
- Es el número tres, al final de la calle. Tú quédate aquí.
El criado obedeció las órdenes.
- Lo que vos digáis, milady.
Tras avanzar algunos pasos, Meg no pudo reprimir un suspiro y se dio la vuelta.
- Está bien, Mono. No estoy totalmente segura de que no me vaya a pasar nada. Si no vuelvo dentro de media hora, ve en busca de ayuda.
- ¡Oh, vaya! -dijo él, intentando disimular lo que parecía ser un gesto de preocupación-. Y Sax me desollará vivo. Milady, será mejor que cambiemos de planes.
- De eso nada. Puedes decirle al conde que todo a sido cosa mía.
Meg se puso enérgicamente en camino y le oyó decir a lo lejos:
- No creo que sirva de mucho.
La joven se detuvo unos instantes ante la casa de sir Arthur. Él había ido muchas veces a visitarlos, pero Meg no había estado nunca en su casa y, en aquel momento, se sentía como una mosca a punto de caer en las redes de una araña.
Aquello era una tontería. Aunque no sabía lo que estaba tramando el casero, no creía que pudiera hacerle ningún daño.
Dejó caer varias veces con energía la aldaba en forma de cabeza de león que había en la entrada. Pero no hubo respuesta. ¿Habría tenido que salir de repente? Al cabo de unos instantes, abrió la puerta una mujer de cabello oscuro, vestida con un traje de sarga negro y una sobria cofia.
- ¿Sí, señora?
Pese a su correcto atuendo, Meg percibió algo extraño en aquella mujer. Tal vez fueran sus labios gruesos o los pesados párpados que le enturbiaban la mirada. Le recordó a Brak. No todas las amas de llaves podían tener un aspecto de almidonado decoro.
- Desearía ver a sir Arthur.
Ante la mirada expectante de la mujer, Meg cayó en la cuenta de que debía dar su nombre. Mejor dicho, su titulo. Que raro se le hacía.
- Dígale que le espera lady Saxonhurst.
- ¿Lady? -Los ojos de asombro de la mujer recorrieron de arriba. abajo el humilde vestido de Meg y su capa marrón. Miro después por detrás de ella con la clara intención de comprobar dónde estaban el carruaje y los criados.
- Vete a tomarle el pelo a otra, rica.
Meg se puso rígida.
- Soy lady Saxonhurst, y sir Arthur me conoce perfectamente. Le aseguro que se enfadará muchísimo si no me deja entrar. -Con exasperación, añadió-: Anteriormente era Meg Gillingham. Mi familia tenía alquilada la casa de Mallet Street.
- ¡Ah! Ésa.
La mujer dio unos pasos hacia atrás y la invitó a entrar, aunque sin el menor signo de respeto. Meg deseó con todas sus fuerzas tener unos impertinentes y la habilidad del conde para utilizarlos. A la actitud ofensiva vino a sumarse el insulto cuando se vio obligada a esperar en una gélida salita de recepción, en la que no había chimenea.
Meg empezó a recorrer la habitación para calentarse, aunque también para calmarse la ira y los nervios. Tenía que recuperar la sheelagh. Intentó percibir su presencia en el ambiente, pero el aire estaba vacío de ella. Puesto que nunca había analizado aquel aspecto de la magia, Meg no tenía ni idea de la proximidad a la que debía encontrarse la figurita para percibirla.
¿Qué pasaría si sir Arthur no la tenía en su poder?
Pero el casero había dicho que…
¿Había dicho realmente que la tenía?
¿Cuánto sabía aquel hombre? ¿Conocía en verdad los poderes mágicos o sabía sólo que la sheelagh tenía cierto valor? Lo que no podía saber de ninguna manera era que ella la había utilizado para atrapar al conde. Eso no lo sabía nadie, aparte de ella y Laura.
Sin embargo, empezó a sentir una culpabilidad tan grande que casi le parecía llevarlo escrito en la frente.
- ¡Mi querida niña! Lamento que tengáis que hacer ejercicio para entrar en calor.
Meg se dio la vuelta para encontrarse de frente con el casero. Seguía siendo un hombre. elegante en su manera de vestir y en su sonrisa. También seguía poniéndole la carne de gallina.
- Debéis estar congelada. Vayamos al piso de arriba. Mientras atravesaban el vestíbulo, sir Arthur exclamó:
- ¡Hattie! Té caliente para su señoría.
El tono de su voz al pronunciar aquel titulo fue claramente irónico. Cuánto deseaba saber lo que tramaba aquel hombre.
Una vez en el piso de arriba, el casero abrió una puerta. Meg dudó si debía entrar allí. Esperaba que fueran a un salón, pero aquella habitación parecía más bien una estancia privada. Tal vez fuera un cuarto contiguo a su dormitorio. No obstante, se decidió a entrar. Allí hacía calor y, además, el casero ya había dejado bien claro que no tenía ningún interés lascivo por su cuerpo, ya viejo para sir Arthur.
Decidida a no dar la impresión de mujer asustada, Meg se quitó el manguito y después los guantes.
- ¿Deseaba usted hablar conmigo, sir Arthur?
- No, no, querida. Vos deseabais hablar conmigo; de lo contrario no habríais venido, y menos tan sola. -Un humor cruel brillaba en los ojos de aquel hombre-. ¿Era preciso que entrarais a robar a la casa? ¿Creéis que le parecería correcto a vuestro temperamental esposo?
- Salí de la casa abiertamente. -Meg se esforzó por no parecer preocupada; se sentó en una silla al lado de la chimenea-. Sir Arthur, nos falta un objeto de nuestra antigua casa. Estoy hoy aquí porque usted me dio a entender el otro día que lo tenía.
El caballero fue a sentarse justo enfrente y, tras apartar los faldones de la levita, cruzó las piernas.
- ¿Que falta un objeto? Pero os llevasteis todas vuestras pertenencias ¿no es así?
Meg suplicó en su interior que no se le sonrojaran las mejillas.
- Se me olvidó una cosa.
- No será nada importante. ¡Ah!, aquí está el té. Gracias, Hattie.
Mientras el ama de llaves colocaba la bandeja en una mesa, el casero dijo:
- Lady Saxonhurst, ¿queréis servirlo, por favor? Meg se dispuso a hacerlo, contenta de tener unos instantes para reflexionar.
- ¿Leche, sir Arthur? ¿Azúcar? -Tras echar los terrones indicados, pasó la taza al caballero.
Ella cogió la suya y empezó a beber, dejando así que el hiciera el siguiente movimiento.
- Entonces -dijo sir Arthur, por fin-, ¿cuál es ese objeto tan importante que perturba vuestra mente?
- Una estatuilla de piedra. Una especie de bajorrelieve.
- No recuerdo haber visto nada parecido en vuestra casa.
- Estaba en la habitación de mis padres.
- Pues yo pasé allí mucho tiempo mientras el pobre Walter estuvo enfermo.
Meg bebió otro sorbo de té, intentando dar la impresión de que no había prestado atención al comentario del caballero.
- No estaba a la vista. -Por si existía la remota posibilidad de que el hombre no supiera realmente de qué se trataba, puso una sonrisa pícara y se acercó a él, doblando el tronco hacia adelante-. Verá usted, sir Arthur, no es un objeto demasiado decoroso y por eso mis padres lo mantenían oculto. No obstante, ha pertenecido a la familia de mi madre durante generaciones y tiene para nosotras un gran valor sentimental.
- ¿No es decoroso? -dijo él, arqueando las cejas ¿En qué sentido, querida? -Cualquiera hubiera creído que su pregunta era únicamente curiosidad, pero Meg sabía que intentaba ponerla nerviosa.
Se congratuló en su interior de ser más ducha que antes en esas lides por la práctica de los últimos días con el travieso conde de Saxonhurst.
- Es una figura de mujer desnuda -dijo, lisa y llanamente-, con las piernas abiertas.
Estuvo a punto de echarse a reír al ver el sonrojo que se extendió por el semblante del casero.
- Mi querida Meg me parecería más apropiado que os deshicierais de ese objeto.
- Como ya le he dicho, ha pertenecido a mi familia desde hace mucho tiempo y creo que debo seguir custodiándolo, aunque sea oculto, como hizo mi madre. ¿He de interpretar que lo tiene usted ahora en su poder?
Meg había ganado terreno. Sir Arthur depositó nerviosamente la taza sobre la mesa.
- Se supone que lo que haya quedado en la casa es mío. Y, por supuesto -añadió-, cualquiera que entre en mi propiedad de forma ilegal será considerado un criminal, que podrá ser entregado a la justicia y deportado.
Meg tomó otro sorbo de té.
- Dudo mucho que deporten a una condesa, sir Arthur.
- Pero tal vez el conde de Saxonhurst se divorciaría de una esposa acusada de brujería.
Meg se controló para pasar el líquido por la garganta sin mostrar su turbación. -¿Brujería? ¿De qué demonios está usted hablando? En aquel momento, sir Arthur se arrellanó en la silla recuperando otra vez la superioridad.
- Vuestro padre era un hombre muy enfermo, querida; debilitado por la enfermedad y por el opio que tomaba contra el dolor. La debilidad lo llevó a hablar de algunas cosas que jamás habría mencionado estando bien de salud. Le preocupaba mucho que vuestra madre hubiera actuado de forma inadecuada. Que hubiera hecho algo que tuviera que ver con una vieja estatuilla irlandesa que, según él, tenía poderes mágicos, pero que jamás debía utilizarse.
Meg suplicó en su interior que la expresión de su rostro no la delatase en absoluto.
- Si mi padre estaba tan enfermo como dice, tal vez llegara a perder la cabeza.
- Lo dudo mucho. Me contó incluso dónde estaba la estatuilla. Me dijo que se encontraba justo encima de su cabeza, donde la podía tener bien vigilada. -Sir Arthur sonrió, y Meg se preparó para lo peor.
- Cuando vuestro hermano los encontró muertos, nos mandó llamar al médico y a mí. -Se detuvo para hacerla esperar y, después, añadió-: Al llegar yo, la estatuilla estaba sobre la cama, entre los dos cuerpos.
Meg derramó un poco de té. Dejó sobre la mesa la taza y el plato, porque ya no podía controlar el temblor de las manos. Permaneció en silencio, aunque por dentro estaba gritando. Como si se tratara de carne podrida, la sospecha había ido fermentando en su interior, y ahora sentía ganas de vomitar. Por fin lo confirmaba: su madre había recurrido a la sheelagh para salvar a su esposo y había acabado muerta.
Pero, si la sheelagh era capaz de matar, ¿qué le esperaba a ella? Su padre tenía razón. Jamás debía utilizarse.
- Obviamente, volví a ponerla en su lugar -prosiguió sir Arthur-, para que siguiera oculta. Si os la hubierais llevado, a lo mejor no me hubiera importado perderla de vista. Pero la dejasteis, y ahora es mía.
- ¡No!
- ¿Queréis recuperarla?
- Me pertenece. Soy su guardiana. Es mi obligación.
El caballero casi reventaba de satisfacción.
- Entonces, vos tenéis el poder para dominarla y lo habéis utilizado ¿verdad? ¿Cómo si no habríais atrapado a un conde?
Meg permaneció en silencio. Era lo mejor que podía hacer.
- Mi matrimonio fue idea del conde. ¿Qué es 1o que quiere, sir Arthur?
El caballero sonrió, completamente relajado.
- Interesante pregunta, sobre todo con semejante poder a mi disposición. ¿Qué es lo que quiero? ¿Riquezas sin límite? ¿Ser primer ministro? ¿Ser rey, tal vez?
- ¡Sir Arthur! Usted no puede… -¿Ah, no? ¿Es que su poder no es ilimitado?
Meg no había imaginado que llegara a producirse aquella situación.
- No lo sé, lo único que sé es que causa más desgracias que dichas. Créame, sir Arthur, no le conviene tener ninguna relación con esa piedra.
- ¿Ah, no?
- ¡Mire lo que les pasó a mis padres!
- Podemos especular al respecto. Tal vez era la muerte lo que ellos deseaban. Vuestro padre estaba sufriendo inmensamente, y vuestra madre se desesperaba ante la idea de perderlo. Quizá la piedra les concedió exactamente lo que querían.
Meg intentaba asimilar las palabras que acababa de oír, cuando el casero añadió:
- Y miraos a vos. ¿Acaso vuestras circunstancias no han mejorado extraordinariamente?
- Los dones que concede esa piedra siempre tienen una contrapartida, sir Arthur. Siempre.
El caballero ladeó la cabeza.
- ¿De verdad? ¿Es que el conde no es de vuestro agrado? Pobre Meg. Según tengo entendido, la locura y la corrupción son el destino de esa familia.
- Eso son habladurías y vuelvo a decirle que mi matrimonio fue por completo idea del conde. Él vino a mí.
- Pero ¿qué fue lo que le metió la idea en la cabeza? No, Meg, no me vais a convencer de vuestra inocencia. Si tiene contrapartidas, estoy seguro de que os las merecéis todas. ¿Necesitáis algún consejo para el lecho matrimonial? Podéis hablar conmigo, soy un viejo amigo de la familia…
Meg sintió náuseas.
- ¿No? Qué lástima. Siento compasión por vos, tal vez sea el conde un verdadero monstruo insaciable. Mi querida condesa de Saxonhurst, ¿es ésa la contrapartida? Me dais pena, una pobre muchacha inocente como vos…
Ella se levantó y cogió bruscamente el manguito y los guantes.
- No os olvidéis de la piedra, querida.
Se quedó paralizada. Al cabo de unos instantes, supo que hubiera sido mucho más inteligente marcharse de aquella casa antes, y no dejarle ver lo mucho que le preocupaba la sheelagh.
El caballero, sin dejar de sonreír, se puso de pie.
- Pensaré con detenimiento en cuál será mi deseo. Esto es todo por hoy.
Ella intentó intimidarlo.
- Insisto en que me devolváis lo que me pertenece.
- Ya no os pertenece.
- Esa estatuilla es mía por derecho, y la recuperaré. Tenga en cuenta que ya no soy la pobrecilla Meg Gillingham. -Tras aquellas palabras, encaminó sus pasos hacia la puerta, pero el casero la tomo del brazo y la forzó bruscamente a darse la vuelta.
- Ahora sois distinguida ¿eh? Te burlaste de mí, Meg. Me arrebataste a Laura.
- Por supuesto que lo hice -exclamó ella, al tiempo que intentaba soltarse el brazo-, y jamás llegara usted a tocarla. Jamás. Tiene usted mi palabra.
- ¿Ni siquiera para recuperar la sheelagh?
La muchacha se quedó inmóvil, mirándole fijamente a los ojos.
- Ni siquiera.
El hombre la contempló con mirada escrutadora.
- Se lo preguntaré a ella. Es una niña encantadora. Seguramente estará dispuesta a hacer tan noble sacrificio.
- La he puesto sobre aviso respecto a usted y estoy dispuesta a contárselo todo al conde antes de permitirle que se acerque a ella. Ello aplastara como a un gusano.
La ira se apoderó de la mirada y los dedos del caballero, que sin embargo fue aún capaz de sonreír. -Debo interpretar entonces que os preocupa que el conde no se entere de nada de esto.
Meg se mordió el labio por haber sido tan precipitada en sus palabras.
Sir Arthur esbozó una amplia sonrisa.
- Estoy seguro de que no le agradará saber que ha sido víctima de un conjuro. Tan sólo una marioneta movida por las cuerdas de la magia.
Lo mejor que Meg podía hacer en aquellos momentos era permanecer callada.
Él la soltó.
- Supongo que pagaréis mi silencio, ¿no es así, Meg?
Ella se pasó la mano por el brazo dolorido.
- Apenas tengo dinero.
- No quiero dinero. Me gustaría más que fuera Laura, pero tú me servirás. -Ella retrocedió unos pasos y empezó a sentir que el miedo le invadía todo el cuerpo.
- ¡No!
- ¿No?
- Además, usted no le dirá nada al conde, porque si lo hace, la piedra no le concedería ningún deseo.
- Veras, querida. En realidad no estoy seguro de querer pedir un deseo. Tengo dinero, el poder político no me interesa, ser rey me resultaría demasiado cansado. Lo único que quiero es poseer a Laura, pero eso no se lo puedo pedir a la piedra a través de vos. Así que -dijo, acercándose a ella-, ¿qué otra cosa podríais concederme con la magia? ¿ Venganza por haberos burlado de mí? Eso lo puedo conseguir diciéndoselo todo al conde -y añadió, formando un círculo con la mano alrededor del cuello de Meg-: o de otras formas.
Meg tragó saliva e intentó reprimir el miedo con todas sus fuerzas. Estaba segura de que aquella repugnante comadreja se crecía en presencia del miedo, como los buitres ante la carroña.
- Saxonhurst no le creería.
- Entonces ¿por qué estáis tan preocupada? -Se aparto de ella, dando unos pasos hacia atrás- Marchaos, querida, marchaos. Y ahora mismo enviaré una carta al conde explicándole todo acerca de vuestro pequeño secreto familiar y contándole cómo os servisteis de esa piedra para empujarle al matrimonio.
Ella deseaba no seguirle el juego, pero no estaba segura de que estuviera mintiendo.
- No puedo yacer con usted. No puedo. Haga lo que estime oportuno.
- ¿Yacer conmigo? -preguntó él, con una carcajada-. ¿Por que iba a querer eso?
- Entonces ¿qué?
- Ya tengo alguien para mis necesidades. Una jovencita guapa. Pero ya se le ha pasado la primera impresión y me aburro con ella. El miedo y la angustia de Laura hubieran sido de lo más excitante. Con esa candidez tan deliciosa…¿ Os sonrojáis? Pero si ya lleváis cuatro días casada, querida.
- Eso no impide que me avergüence de sus palabras. ¿Qué quiere de mí? No soy joven ni inocente.
- Dejad que os explique -en aquel momento, sus ojos brillaban con una malicia que a Meg le dio verdaderas ganas de vomitar-. Cuando mi joven compañera se entrega con demasiada facilidad, he comprobado que me ayuda mucho el ser castigado por mis pecados. Pero es difícil encontrar a alguien que castigue como a mí me gusta. Hattie lo hace bastante bien con el látigo, pero no pone el corazón. Tú serías mucho más dura conmigo ¿verdad, Meg? Arisca.
Meg dio otro paso atrás y se apoyó contra la pared.
- ¿Quiere que lo flagele con un látigo? Está usted loco.
- No, no es locura. Considérame un penitente. Un reo.
- No cabe duda de que tiene usted muchos motivos para sentirse culpable.
El hombre esbozó una sonrisa burlona.
- Exactamente.
Estaba loco, y por comparación, Meg supo que Saxonhurst no.
- Si le flagelo ¿me devolverá la piedra?
- Oh, no. El látigo sólo comprará mi silencio durante veinticuatro horas. Hasta que regreséis mañana para que os diga mi deseo.
- O tal vez para otra sesión de latigazos.
- Puede ser.
La extraña mueca de su boca auguraba lo peor. Respirando entrecortadamente, el hombre sacó de un cajón una larga palmeta. La blandió en el aire y se oyó un sonido siseante; la mueca se amplió en su rostro.
Lo mejor que Meg podía hacer era negarse, regresar a Marlborough Square y contárselo todo al conde. Él sabría como manejar a sir Arthur.
Podría haberlo hecho tan sólo un día antes pero ahora, después de la terrible escena que habían tenido no estaba segura de cómo reaccionaría su esposo. Si no la creía, consideraría que estaba loca. Si la creía, se enteraría de que lo había engañado para casarse con él. Por mucho que el señor Chancellor dijera que lo único que importaba a Sax era su abuela, también se disgustaría al saber que la duquesa lo había forzado a plegarse a los deseos de otra mujer.
No le quedaba más remedio que prestarse a aquella ignominia, al menos una vez.
Sir Arthur se rió y tocó la campanilla. Por un momento, Meg se preguntó si sería todo una extraña broma, una maliciosa provocación. Pero cuando entró el ama de llaves, el casero dijo:
- Dile a Sophie que me espere en mi dormitorio Hattie.
La mujer miró a Meg con las cejas levantadas, pero se limito a decir:
- Muy bien, sir Arthur.
Y se marchó.
- ¿Quién es Sophie?
- Una criada. Mi actual compañera de juegos. Es joven, solo tiene trece años. Al principio era una verdadera delicia, siempre tan asustada. Pero se ha convertido en una pequeña lasciva. Necesito aderezarla un poco con sal y pimienta.
Miró a Meg durante un instante; ella supo exactamente lo que estaba pensando, y no pudo evitar hacer un gesto de negación con la cabeza.
- No te preocupes, Meg. Harás muy bien de pimienta, pero ya estás muy gastada y tu pie1 no es tersa. No me tendrías el miedo que me gusta; si fueras Laura…
El hombre parecía estar en un trance. Meg agradeció a los cielos no estar dentro de aquella cabeza perturbada. A lo lejos, oyó cómo una puerta se abría y se cerraba. Sería probablemente la sufrida Sophie, pobre niña. Meg deseó poder hacer algo por ella.
Se quedó mirando la palmeta, que seguía en la mano de aquel perturbado, y se preguntó si sería capaz de utilizarla con él.
Entonces, como si saliera de una ensoñación, sir Arthur la miró.
- Volved mañana.
- ¿Cómo?
Él se puso la mano entre las piernas y Meg pudo ver su protuberancia.
- Sólo la idea…me ha sido suficiente. Volved mañana y seguiremos hablando.
Sir Arthur se dirigió hacia la puerta de la habitación contigua. Cuando la abrió, Meg divisó por unos instantes a una niña rubia y regordeta tumbada en la cama, con cara de susto.
¿Aquello era lascivia?
La puerta se cerró bruscamente.
¿Mañana?
Jamás. Antes preferiría contarlo todo a voz en cuello en medio de Hyde Park.