Capítulo 19

La cama estaba fría.

- ¿Por qué demonios esperaba yo que alguien hubiera puesto dentro una bolsa de agua caliente?

Ella se rió, al tiempo que se acercaba más a él.

- ¿Las hadas, quizá? Dentro de poco se calentará con nuestros cuerpos.

Él la tomó entre sus brazos, para darse calor y por otros motivos. Tras unos momentos de tensión ella se acomodó a su lado, con la cabeza sobre su pecho y rodeándolo con el brazo. Sax sintió ganas de llorar por la perfección de aquel momento tan sencillo; los dos allí, en una tosca cama, completamente vestidos y muertos de frío.

¿Qué le estaba pasando?

- Nos hemos olvidado de apagar la vela -dijo ella.

- Una apuesta para ver quién sale a apagarla.

- Acordaos de que no tenemos dinero.

- Es verdad. -Pero no era más que una broma-. Esta en un candelabro seguro, no pasará nada. Y me gusta que haya luz, me gusta veros.

- Pues si no fuera por la necesidad de respirar, os aseguro que no me veríais -y era cierto. Ella sólo tenía fuera la parte de la cabeza hasta la nariz-. De todas formas, ese pábilo no durará mucho.

A él solía gustarle hacer el amor con luz, pero no iba a salir de la cama por ello. Meg resultaría igual de dulce en la oscuridad.

- ¿Estáis más calentita? -preguntó.

- Un poco, pero sigo teniendo los pies helados.

Sax cambió ligeramente de postura.

- Ponedlos entre mis muslos.

- ¿Cómo?

- Se os calentarán rápidamente ahí.

No tenía ninguna duda de que así sería.

En seguida, ella se movió y subió las rodillas. De inmediato, pudo sentir sus pies a través de los pantalones.

- ¡Santo cielo! -exclamó, sin dejar de retenerla allí, con las manos y los muslos-. Espero que estos bloques de hielo no me atraviesen la piel.

Ella se rió, pero intentó de nuevo soltarse.

- Dejad los. Me gusta.

Le acarició las pantorrillas. Cuando notó que tenía los pies más calientes, le cogió uno por el tobillo y empezó a pasarlo por su miembro erecto.

- Se supone que el frío mitiga el ardor, pero ahora tengo una prueba científica de que los pies fríos no tienen el mismo efecto.

Con curiosidad por comprobar hasta dónde estaba dispuesta a seguir, se desabrochó la bragueta y metió dentro los dedos helados de Meg. Aun a través del algodón de sus calzones, sintió que se excitaba tremendamente.

Meg tenía la cabeza baja, y él no podía ver la expresión de su rostro.

- ¿Estáis más calentita? -preguntó otra vez.

- Sí, gracias.

Era todo tan tierno, que tuvo ganas de comérsela.

Al poco rato, introdujo los dedos de ella por la abertura de sus calzones, de modo que por fin entraron en contacto con su piel. Los seguía teniendo un poco fríos. Era fascinante.

Pudo observar que el ritmo de la respiración de Meg había cambiado y que seguía sin mostrar ninguna resistencia.

Sin embargo, él se sentía cohibido.

No entendía qué le estaba pasando, pero le gustaba. Por lo general, su vida era demasiado previsible. Sin embargo, ahora tenía una erección, estaba preparado para unirse a una mujer, pero no del todo tratándose de Meg.

Su primer encuentro con Meg.

Sorprendido, reparó en que no había yacido nunca con una mujer que realmente le importara. Bueno, siempre le habían importado sus amantes, pero podía decirse que en términos generales, por cortesía. En todos sus encuentros galantes, se había preocupado de que ellas encontraran lo que buscaban.

Pero nunca había sentido esta inquietud porque las cosas fueran mu y bien, perfectas, con su imprevisible, vulnerable e inexperta compañera.

La apartó un instante de sí, para acariciarle los dedos de los pies.

- ¿Mejor?

Como si supiera lo que le estaba pasando, Meg estiro las piernas y se apretó contra él.

- La cama está más caliente ¿verdad? -dijo Sax, sintiendo casi fiebre en algunas partes de su cuerpo.

- Si en los últimos tiempos, Rachel dormía aquí, con Laura y conmigo, para darnos calor. Y Richard con Jeremy. Os agradezco mucho que nos hayáis salvado. Creo que ahora os daréis cuenta de que estábamos realmente en una penosa situación.

Él le acarició la espalda con suavidad.

- Me siento muy afortunado por haber tenido la oportunidad de hacerlo. ¿Se os ve tan relajada porque dormíais aquí con vuestras hermanas?

Ella subió por fin la cabeza y lo miró de frente.

- Tal vez sea porque me siento a gusto con vos.

- ¿Aunque vaya a seduciros?

Ella no se distanció.

- Sí, porque sé que no haréis nada que yo no quiera.

La besó por su franqueza. Y por su confianza. Aun no se sentía preparado para dar el paso decisivo, pero sintió unas ganas irrefrenables de besarla. Qué extraño le resultaba, pensó casi a punto de emitir un gemido, querer besar a una mujer sólo por el deseo de agradarla y complacerla.

Deseaba besar a Meg durante mucho tiempo.

Ella se aproximó a él, situándose con leves movimientos cada vez más cerca. Después, le puso la mano en la nuca y empezó a acariciarle el pelo, y Sax llegó a la conclusión de que aquella humilde cama, tosca y llena de bultos, era el verdadero paraíso.

Al cabo del rato, su mano, que se deslizaba incesante por el cuerpo de ella, encontró un obstáculo duro.

- Se me había olvidado vuestro corsé. Es imposible que estéis cómoda con él.

Por la mirada en los ojos de su dama, pensó que había interpretado sus palabras como una argucia, pero ella dijo:

- Preferiría quitármelo, pero no estoy dispuesta a salir de este cálido refugio.

Él le dio la vuelta, y ella respondió a sus movimientos con prontitud, confiada. A tientas, Sax le desabrochó los botones de la espalda del vestido hasta que encontró los cordones de la parte posterior del corsé. Aunque sólo fuera por aquellos nudos, seguro que le hacía daño.

- ¿Tiene también enganches por la parte de delante o se ata únicamente con estos cordones?

- Sólo los cordones. Me temo.

Se esmeró en soltar las lazadas, sorprendido al verse tan paciente, tan a gusto con la lentitud de aquella labor. Pese a la urgencia casi dolorosa de su excitación, disfrutaba realmente aflojando los cordones a su esposa, rozándose con su cuerpo tranquilo y relajado, y respirando su olor, aquel olor sencillo y cálido.

Conocía bien hasta qué punto la mente de un hombre puede dividirse entre su miembro erecto y el resto del universo, pero nunca había percibido la armonía que podía embargarle en sentido contrario. De momento al menos, la dulce presencia de su esposa allí, en la cama, la forma en que le caía el cabello despeinado por la espalda, el tacto de su cuerpo bajo los incómodos nudos, eran suficiente para satisfacer su deseo.

- ¿Queréis quitaros el vestido? -le preguntó.

- No.

Sin más explicaciones, pero él la entendió. Era, en parte, por el calor y, en parte, por sentirse protegida bajo su armadura. Quizá fuera para ocultar los secretos de su ropa interior. Recordó haber deseado vivamente desnudarla poco a poco, a la luz de una inmensa hilera de velas, hasta descubrir uno por uno todos sus secretos. Aún lo seguía deseando, pero se había disipado en su interior todo rastro de ansiedad, todo afán de obtener trofeos.

Fue deshaciendo los nudos y dejó bien sueltos los cordones, para que no la apretaran. Su sencillo vestido tenía una cinta anudada a la altura de la cintura; se la soltó también.

Después, no pudo resistirse a deslizar la mano bajo el rígido corsé, sobre el algodón de la enagua, hasta cubrirle un pecho con la copa de la mano.

El suave peso de un pecho caliente de mujer, una de las mayores perfecciones de todo el universo. Apoyó la cabeza en la curva del cuello de su dama, sobre su tersa piel caliente, sintiendo en la cara el cosquilleo de su pelo. A continuación, se rindió a la delicia del otro pecho.

De pronto, ella se dio la vuelta entre sus brazos y levantó la cabeza para mirarlo. Por un segundo se preguntó qué vería ella en su rostro. No le importaba. -Tenemos que hablar -le dijo-. Pero ahora no.

De inmediato, Meg deseó no haber pronunciado aquellas palabras. Su esposo parecía indefenso. Tal vez esa no fuera la palabra exacta, pero si se le veía desprevenido, vulnerable.

Delicioso.

Más peligroso aún que cuando tenía el aspecto de experto cazador, seguro y resplandeciente.

- Me siento incapaz de actuar con coherencia -dijo él-. ¿Tenéis suficiente calor…? No.

- ¿No, qué?

- No deseáis quitaros el vestido.

Y así era. No sabía muy bien por qué, puesto que la cama ya estaba caliente y se sentiría más cómoda. Además estaba oculta bajo las mantas. Pero no, no iba a quitárselo.

- ¿Os parece una dificultad insalvable?

- No, duquesa. Tampoco estaba tan distinto, y recuperaba la seguridad por momentos.

- Contad me lo de la duquesa de Marlborough.

- Luego. Yo me voy a quitar los pantalones. ¿Queréis hacerlo vos?

Ella notó que él esperaba una negativa. Quizá justo por eso, no se negó. Sorprendida de que no le diera apenas vergüenza, bajó las manos por aquel robusto cuerpo hasta llegar a los botones del pantalón. Estaban desabrochados, lo que le recordó lo que habían hecho antes, y se le despertó la vergüenza, Junto con otra sensación de acaloramiento. Le acarició el miembro y la zona de alrededor. Estaba extraordinariamente duro.

Sintió que su cuerpo se movía libremente ante aquel descubrimiento, ajeno incluso a ella misma.

Era evidente que los cuerpos tenían su propio lenguaje, y el de su esposo le respondió justo cómo ella esperaba.

Meg se contuvo para no suplicarle que fuera aun más rápido, que la llevará de una vez hasta aquel lugar mágico.

En vez de decírselo, inclinó la cabeza para que él no le viera la cara, le desató el cinto y empezó a bajarle los pantalones por las caderas. Sax se estiró, pero no hizo ningún otro movimiento para ayudarla. Llegó un momento en que ya no podía bajárselos más.

Con la sensación de estar haciendo una travesura, se metió entre las mantas y descendió por la cama para acabar de quitarle los pantalones. De pequeña había jugado muchas veces a esconderse por el mundo misterioso de la cama. Aunque había crecido y el lecho le resultaba mucho más pequeño, sintió una emoción parecida ante lo prohibido. La misma sensación de adentrarse por el universo oscuro de lo oculto.

El mundo, misterioso y secreto, de su esposo, el sexo y el matrimonio.

Volvió a subir, rozándose con las musculosas piernas de Sax, empujada por la necesidad imperiosa de aire; y le desabrochó los calzones.

El miembro erecto de su esposo salió hacia fuera, como un resorte, y le rozó la mejilla.

Meg sacó por fin la cabeza de entre las mantas y aspiró un poco de aire fresco.

Los ojos de Saxonhurst brillaban de diversión y de otras muchas emociones.

- Os habéis divertido ahí abajo ¿eh? -dijo, y se sumergió entre las mantas.

Meg se quedó tumbada, sintiendo el frío en la cara y el fuego recorriéndole el cuerpo, mientras él le encontraba los tobillos y empezaba a desatarle las ligas, bajo las faldas.

Recordó demasiado tarde, que las ligas que llevaba estaban llenas de coloridos bordados. Pero pensó que no debía preocuparse.

Él le estaba subiendo las faldas cada vez más.

¡Señor, señor!

Sintió cómo las manos de su esposo llegaban hasta los volantes del borde de su maliciosa ropa interior. ¿Había sido un bramido eso que acababa de oír? Pese al frío del ambiente, notó que las mejillas le ardían. Una mano le acariciaba los muslos; y un dedo, un dedo largo, investigaba en la abertura entre las dos mitades de sus atrevidos calzones. De pronto el dedo, se metió por allí, y no pudo evitar una sacudida por todo el cuerpo.

Una risa. Definitivamente, lo que había oído esta vez había sido una risa.

Luego, él bajo un poco más y le quitó las medias.

Le vio entrar y salir, con las mejillas sonrosadas y el cabello despeinado, sacando las medias blancas y sus divertidas ligas, como trofeos de guerra.

Sin pensar, ella bajó hasta donde él estaba y repitió el proceso, quitándole primero las ligas y después las medias de algodón. Al subir otro vez., vaciló un instante…

Se encontró de frente con el miembro, largo y duro, aunque tan suave como el terciopelo; y caliente. Muy caliente.

Lo tenía junto al rostro y, antes de reparar en si lo que hacía era decente y apropiado, se lo acercó a la mejilla y empezó a frotarse contra aquella piel, arriba y abajo, junto a aquel olor a picante y humedad, tan peculiar y deliciosamente malicioso.

Le sorprendió comprobar que estaba mojado. Las manos de él la tomaron por las axilas y la ayudaron a subir hacia arriba.

- No es que me moleste -dijo él, vacilante-, pero me da miedo que os ahoguéis.

Ella le besó en aquel mismo instante, porque sintió que sus intensos ojos negros le estaban pidiendo que lo hiciera, y se preguntó remotamente qué habría pasado con la sensata y estricta Meg Gillingham.

Sax empezó otra vez a acariciarla entre los muslos, y volvió a hacerle sentir la misma sacudida de antes. Y más.

Con la boca aún fundida en la de ella, Sax se subió sobre su esposa, le echó hacia arriba las faldas y se colocó entre sus piernas.

Ella las separó, pero cuando apartó los labios para respirar le dijo:

- ¿Y mi ropa interior?

- Maravillosa.

Meg sintió cómo él le acariciaba el suave algodón, lo retiraba y se deslizaba sobre ella. Podía notar el miembro erecto entre sus piernas y, una vez más, percibió algo mojado.

La humedad de ella.

La de él.

Cada vez sentía más.

Cerró los ojos y se entregó a la infinidad de sensaciones maravillosas. La sedosa dureza de él la rozaba, justo en las partes más sensibles e impregnadas de mayor deseo.

Meg siempre había sido una buena chica.

Salvo para lavarse, había sido obediente y había seguido las instrucciones de no tocarse. Desde los primeros años de su adolescencia, había notado distintas reacciones en su cuerpo, pero había hecho caso omiso de ellas por considerar que no debían de ser correctas. ¿Dónde estaba ahora la sensata y puritana Meg Gillingham?

Entre risas, se acordó de la sheelagh y de las sensaciones que le transmitía. En cierto modo, eran parecidas a las que sentía en estos momentos; un cosquilleo generalizado por todo el cuerpo. Una especie de palpitación dolorosa, que se hacía más intensa en los puntos donde él la acariciaba.

Sax le besó un párpado, y ella abrió los ojos, sorprendida.

- ¿Os gusta? -preguntó él.

- Enormemente.

La satisfacción iluminó los ojos de su esposo.

- Me alegro.

Se quedó allí, con el miembro erecto rozando el cuerpo de ella, mientras la acariciaba y le bajaba cada vez más el corpiño, de modo que sus pechos quedaran expuestos al aire frío de la habitación. A ella no le importaba, en realidad se sentía casi sofocada de.calor.

El dulce recuerdo de la vez en que el le lamió los senos la llevó a experimentar un leve escalofrío por toda la piel.

- Sois una criatura absolutamente deliciosa -le dijo, entre susurros, con los labios casi pegados a la carne; y le lamió primero un pecho y después el otro-. ¿Creéis que a Susie le gustarla tener rubíes, esmeraldas o diamantes?

- Preferirá sartenes y lujosas vajillas -contesto Meg invadida por el deseo y la ansiedad. ¿Sería poco apropiado suplicarle que fuera más rápido?

- ¡Sois increíble! ¿Cómo podéis hablar de manera tan prosaica en un momento como este. ¿Vos que preferiríais, mi adorable esposa, rubíes, esmeraldas o diamantes?

Mientras él seguía deleitándola con los labios y a lengua, ella contestó:

- No sé. A mi me dan igual las…

- ¿Y bien? -preguntó él, tras unos instantes de estremecedora ternura.

- ¿Y bien, qué? -replicó ella, a quien sólo parecía importarle el temblor continuado de su cuerpo.

- Las joyas y las piedras preciosas.

- ¡Ah, sí!, me sorprenden.

Él se rió, se adentró en ella y, guiándose el miembro con una mano, lo empujó hacia el interior.

Meg contuvo la respiración y sólo fue consciente de lo que estaba pasando cuando se le escapó un leve gemido de dolor. Por primera vez en su vida, reparaba en la incomodidad de la fisiología femenina. Su esposo, con la cabeza hundida en la curva de su cuello levantó ligeramente las caderas, le separó un poco más las piernas y volvió a adentrarse en ella, esta vez con algo más de fuerza.

Meg permaneció allí, como petrificada, impasible.

Sax modificó de nuevo su postura, se irguió apoyándose en los brazos y la miró.

En respuesta a una pregunta no formulada ella susurro:

- Estoy bien -dijo sonriente, al tiempo que le acariciaba la mejilla; y él supo que aquella sonrisa era franca-:-. Estoy bien -repitió, con absoluta convicción.

El movió la cabeza para besarle la mano y empezó a deslizarse dentro de ella, sin dejar de mirarla y con una sonrisa, intensa y penetrante, invadiéndole el rostro.

Ella lo miró, con la mente dividida entre lo que veía -¡que hermoso estaba en aquel momento, desvanecido por completo su aire de triunfador y sin su presuntuosa seguridad en sí mismo!- y lo que sentía entre las piernas -aquella intensa fusión y una oleada de deseo similar a las sacudidas de antes, similar a la sheelagh.

Aunque diferente.

Maravillosa.

Él no dijo nada y ella tampoco. Meg tenía la certeza de que Sax podía saber cómo se sentía ella. En esos instantes, lo último que deseaba era ocultarle nada. Le habló con las manos, acariciándole una y otra vez los tensos brazos.

Pero en una parte de su mente, totalmente lúcida todavía, Meg reparó en que aquello era el poder del sexo, lo peligroso, la completa entrega mutua entre dos cuerpos y dos almas.

Y ella no se había entregado del todo aún.

Supuso que debía relajarse aún más, dejarse ir, abandonar aquel último resquicio de razón que la mantenía alerta y algo fuera del momento.

Pero no podía.

Le invadía un temor parecido al que le despertaba la sheelagh, el temor a la muerte.

Mordiéndose el labio inferior, tensa, casi como si se enfrentara a un oponente, le miró fijamente a los ojos.

- Relajaos, mi amor -le susurró él, y Meg se dio cuenta de pronto de que él seguía vacilante en la misma posición, conteniéndose sólo por ella-. Confiad en mí, Meg. Dejad hacer a vuestro cuerpo. Llegad conmigo, lleguemos juntos…

Entonces, ella cerró los ojos y se dejó ir, hundiéndose con él en aquel torbellino, sin parar los dos de balancearse, como figuras de paja arrastradas por el viento en un huracán de éxtasis.

De pronto, sus cuerpos se detuvieron sobre aquel lecho tosco y sudoroso.

Él se tumbó junto a ella, y teniéndola aún entre los brazos, la besó como jamás Meg hubiera imaginado que pudieran besarse dos seres; era la continuación de aquel maravilloso y peligroso vínculo.

Por fin, Meg sintió ganas de hablar.

- Lo creáis o no, estoy sofocada de calor.

Los dos estallaron en risas, y, juntos, se esforzaron por quitarle el vestido para que pudiera quedarse, cómodamente, sólo con la enagua. Cuando él estaba a punto de tirar la ropa al suelo, ella la cogió y la dispuso entre la manta y el edredón.

- Así estarán calientes por la mañana -explicó Meg.

- Madre mía, la de cosas que tengo que aprender -repuso Sax, y se inclinó para coger también su ropa y meterla entre los cobertores.

Después, él en camisa y ella con la enagua y la parte de abajo de su ropa interior, se abrazaron, abrigados por la montaña de mantas y edredones, y se besaron una y otra vez hasta quedarse dormidos.

- Como siempre, haré lo que vos queráis.

La duquesa viuda de Daingerfield se quedó mirando al hombre corpulento que tenía delante. Le resultaba muy útil. Era un ser peligroso.

- Quiero ver a esa mocosa entre rejas.

Él se inclinó con insolencia hacia la chimenea.

- Con un poco de suerte, la chusma se habrá ocupado de ella. Además, no creo que resista el frío por mucho tiempo. La justicia la encontrará tarde o temprano, duquesa. Viva o muerta, y es más probable que la encuentren muerta. Ahí fuera hace un frío de mil demonios y, según vos misma me habéis dicho, ni siquiera llevaba ni una maldita capa.

- No habléis de ese modo en mi presencia, Stafford.

Él la miró con ojos burlones, y añadió:

- Claro que hubiera sido mucho mejor si la hubierais retenido después de atraparla.

Quince años. Llevaba unida quince años a ese ser detestable porque sabía demasiadas cosas para dejarlo ir. Además era muy astuto, su astucia podía incluso hacerle insoportable.

- Alguien tuvo que ayudarla a salir de aquí, Stafford, pero ¿quién?

- Por lo que sé, un chico de los recados del hotel llevó una nota escrita por ella a la mansión del conde. Después, desapareció. Probablemente, el conde enviaría algún criado para liberarla, pero ella no ha vuelto a la casa. Dejé allí a unos cuantos vigilando la mansión, desde antes incluso de que la muchacha se librara de vuestro yugo.

- Si no hubierais actuado por impulsos, podríamos habernos preparado mejor.

Él se encogió de hombros.

- Me enviasteis allí para que averiguara lo que pudiera. ¿Cómo iba a dejar escapar semejante oportunidad? Estaba sola en la casa de aquel bribón, sin ningún tipo de escolta; y él, tirándose a la bobalicona de la criadilla. Fue perfecto.

- No, si no conseguimos atraparla.

- A estas alturas, o se ha congelado de frío o ha logrado salir del país.

- ¡Eso nunca! Es imprescindible que Saxonhurst se libre de ella para siempre. -Al decir aquellas palabras, se golpeó la rodilla con tal fuerza que se quejó después por el dolor que sintió en la mano deformada por el reuma. ¿Cómo era posible que hubiera envejecido tanto? ¿Cómo se había atrevido su cuerpo a traicionarla?-. Debe ser libre de nuevo para casarse con Daphne. Así, habré cumplido mi plan.

- Recordad que lady Daphne también se ha fugado -dijo el hombre, con sarcasmo-. ¿No estaréis perdiendo facultades, señoría?

- Algún día, Stafford, vais a llegar demasiado lejos. El hombre se limitó a elevar una ceja, con gesto de incredulidad; a lo que ella añadió:

- Podría entregaros a los alguaciles por este asesinato.

- ¿Y perder la oportunidad de deshaceros de la esposa del conde?

La ira empezaba a apoderarse de la duquesa, al igual que avanza el fuego en un incendio, pero ella se contuvo. Los médicos le habían advertido que le era muy peligroso perder los estribos; y ella estaba decidida a seguir viva. A seguir viva hasta conseguir que su plan funcionara y obligar a Helen a volver con ella para siempre.

- ¿Crees que Saxonhurst sería capaz de salvar a su esposa en un juicio? -preguntó la duquesa.

- Muy difícilmente. Tras una breve charla conmigo, los criados están convencidos de que lo hizo ella. Incluso recuerdan haberla visto con las manos ensangrentadas. El ama de llaves está completamente segura de que yo no tuve tiempo de matarlos. No sabe lo fácil y rápido que me resultó. Además, Hattie no va a decirle al mundo lo que nos traíamos entre manos, ¿no os parece? Dirá, incluso, que oyó gritos antes de que la condesa saliera de la casa. La gente acaba creyendo lo que se les dice que deben creer, duquesa. Sobre todo, si les conviene.

- Algunas personas, sí. -No era el caso de su insubordinado y rebelde nieto. ¿Cómo podía haber previsto que un niño tan triste y paliducho fuera a plantarle cara con semejante obstinación?

Saxonhurst era como ella.

Intermitentemente, durante todos aquellos años en las noches de insomnio que parecían ser lo único que le quedaba, le asaltaba el pensamiento de que en algún momento habla cometido un error, se había confundido.

- En definitiva -concluyó, apartando a un lado los remordimientos-, ¿dónde se encuentra esa mocosa? Ni los asesinatos habrán servido de nada si no la encontramos y acaba en la horca. Tiene familia, ¿no es así?

- Dos hermanas y dos hermanos.

- ¿De qué edades?

- Un hermano y una hermana son jóvenes. Ella rondará los dieciséis. Una pollita guapa, por lo visto. Según Hattie, sir Arthur, ese miserable viejo verde le tenía echado el ojo. El hermano es un poco mayor. Va a casa de su profesor todos los días.

- Tal vez ellos sepan dónde está su hermana.

- Tal vez, pero no tendrán muchas ganas de contárnoslo ¿no creéis?

- Siempre hay maneras -dijo la duquesa, mirándolo aviesamente-. Nunca son convenientes las amenazas directas. Amenazad los mejor con algo que aprecien. ¿Qué se te ocurre?

- Pues, su hermana mayor. Pero tenéis que ser paciente, duquesa. Ahora no nos interesa ponerles la mano encima a los pequeños. No irán a ninguna parte sin un ejército de criados y…

- No tengo tiempo de ser paciente. ¡Quiero un desenlace ya!

Contuvo el torrente de exclamaciones al notar lo infantiles que resultaban sus palabras. Ya había visto a otros ancianos comportarse como niños enrabietados. Pero ella no actuaría así. Jamás. Ella era la duquesa viuda de Daingerfield. Durante toda su vida había conseguido lo que se había propuesto. Casi toda su vida…

Esta vez, llevaría a efecto su plan.

No habría estado dispuesta a esperar cinco años, pero él le había dado su palabra, y estaba segura de que al final lograría imponerle su voluntad por no haber sido más previsor y no haberse ocupado de los detalles.

Tampoco la otra vez su intención fue esperar durante diez largos años. Debería haber actuado de inmediato, pero abrigaba ciertas esperanzas. Esperaba que su hija se hubiera dado cuenta de su error por sí sola.

Malditos los Torrance y su endiablado encanto. Su desagradable yerno engañó a su hija, se la arrebató, por eso mereció morir. Pero no estaba previsto que…

- ¡Tienes que encontrarla! -ordenó la duquesa, desbordada por la ira-. Y mátala. -Esta vez el tiempo no se le iba a echar encima. Era demasiado vieja, y la urgencia la empujaba a actuar con la mayor de las vehemencias.

- ¿Me has oído? -¿Por qué la estaba mirando de aquella manera aquel ser despreciable, un rufián a sueldo al que no tenía más remedio que recurrir?

- Sois una mujer vieja, duquesa. Tal vez vuestro reinado esté tocando a su fin.

- ¿Cómo te atreves, miserable? -La ira empezó de nuevo a apoderarse de ella. Aquella terrible y peligrosa cólera-. No eres más que escoria, Stafford. Un vulgar asesino que se merece la horca.

- ¿Deseáis entonces que me vaya y que le cuente al mundo entero los muchos años que he colaborado con vos? -¡No te atreverás!

Él esbozó una siniestra sonrisa.

- ¿No? Lo cierto, duquesa, es que vos estáis en las últimas, y un hombre debe preocuparse por su futuro. Se me ocurre que tal vez la pequeña condesa de Saxonhurst me ofrezca mejores perspectivas. Así que me esforzaré por encontrarla. Si la mato o no, eso ya es otra cuestión.

- ¡Acabaré contigo, Stafford! -gruñó la duquesa enfurecida-. ¡Te veré colgando de la soga! Yo soy la duquesa de Daingerfield, maldita sabandija…

¿Que significaba aquel brillo maligno que refulgía en los ojos de Stafford? ¿Qué le estaba pasando a la duquesa?

La anciana dama buscó a tientas la campanilla para llamar a la servidumbre.

Con parsimonia, él se la apartó.