Capítulo 1

Londres, 1812

A punto estuvo Meg Gillingham de cortarse con el cuchillo de cocina al oír de repente los aldabonazos en la puerta. Era la noche de Navidad. Ella esperaba que los dejaran tranquilos durante las fiestas.

Aquellos golpes reiterados echaban por tierra sus esperanzas.

Su hermana pequeña se levantó, con el rostro apesadumbrado por el mismo temor. Meg hizo un gesto con la mano para indicar a Laura que volviera a sentarse a la mesa de la cocina y siguiera vigilando a los mellizos mientras hacían ángeles navideños con recortes de papel. Tras limpiarse nerviosamente las manos en el delantal, cogió los dos gruesos chales que tenía al lado y se marchó por el gélido pasillo hacia la entrada.

Hubiera querido echar un vistazo por la ventana de la sala para ver quién era, pero un estruendoso golpe, que hizo temblar la puerta, y el grito de «Abran en nombre de la ley» la impulsaron a descorrer apresuradamente el cerrojo y abrir, dando vuelta a la llave.

Meg se quedó atónita al ver ante sí, envuelto en la fría niebla, a sir Arthur Jakes, el casero, y lo peor era que venía acompañado del corpulento alguacil Wrycroft, vestido de uniforme y con la vara.

«La noche de Navidad no, por favor», suplicó Meg para sus adentros. Sir Arthur siempre había sido muy amable con ellos. Era un viejo amigo de sus padres; seguro que no les echaría a la calle en fecha tan señalada.

Era obvio que aquel caballero no necesitaba la renta con premura. Llevaba un pesado gabán de capa, de la mejor calidad, lo mismo que la bufanda, los guantes de cuero y el pretencioso sombrero de piel de castor que le cubría la cabeza.

- ¡Por fin, Meg! -dijo, con expresión de gravedad en el rostro, perfectamente rasurado-. Déjenos pasar, por favor.

Meg tragó saliva y no pudo más que echarse hacia atrás e indicarles con un gesto que entraran.

- ¿Quería usted algo, sir Arthur?

Cuando ella cerró la puerta y dejó de entrar el punzante frío, el caballero respondió:

- Mi querida niña, supongo que no habrá olvidado que hace tres meses que no cobro el alquiler.

- Pero usted dijo que no nos preocupáramos.

Meg vio su aliento como humo en el aire y, al tiempo que se estremecía de escalofríos, metió las manos heladas bajo los chales. Si sir Arthur hubiera venido solo, le habría invitado a entrar en la cocina, única estancia de la casa con chimenea, pero no estaba dispuesta a invitar al mugriento y maloliente alguacil a la habitación más íntima de su hogar.

- Mi querida Meg, debe entender que lo único que yo pretendía era darles un poco de tiempo después de la aciaga muerte de sus padres. Tiempo para recuperarse, para arreglar las cosas. -El caballero se encogió de hombros, sin descolocar un ápice su perfecto atuendo-. Pero no puedo esperar indefinidamente, y menos ahora, con la llegada del invierno.

Meg miró alrededor, como si la ayuda o el consejo fueran a aparecer de repente, en forma de ángel. Pero los únicos ángeles que había allí eran los de papel que hacían los mellizos, y ni esos ni las ramitas de acebo procedentes de los jardines cercanos le iban a servir de ayuda.

- Lo entiendo muy bien, sir Arthur. Ha sido usted muy considerado con nosotros, pero si pudiera darnos un poco más de tiempo… Estamos en Navidad…

- Bueno, bueno, señorita Gillingham -interrumpió el alguacil-, sir Arthur ha sido muy bueno con ustedes; más que bueno, diría yo.

El benefactor levantó entonces la mano en guantada como para acallar a su acompañante.

- Podría esperar un poco más de tiempo. Como dice la señorita Gillingham, estamos en Navidad. ¡Gracias a Dios!

- Pero no olvide -añadió el casero- que esta situación no puede durar eternamente.

Meg lo sabía muy bien. Llevaba meses esforzándose por mantener la esperanza, escribiendo cartas primero a sus escasos parientes y luego a los amigos. Había recibido algunas respuestas amables, incluso unos cuantos cheques de banco, pero nadie estaba dispuesto a tomar a su cargo a una familia de cinco miembros.

Lo último había sido recurrir a la caridad, pero como se había esforzado también por guardar las apariencias, los centros de beneficencia no mostraban demasiado interés. Tal vez si la familia Gillingham en pleno acabara vagando en invierno por las gélidas calles y llevando sus ropas al hombro como único equipaje, la Sociedad de Caballeros para el Alivio de los Huérfanos Indigentes, por ejemplo, terminaría por apiadarse de todos ellos.

Pero cualquier organización caritativa decidiría separarlos. Con veintiún años, Meg podría ya valerse por sí misma. A Jeremy, de diecisiete, lo mandarían al seminario, y Laura, Richard y Rachel terminarían en alguna institución aprendiendo un oficio. Meg debería sentirse agradecida, pero no era correcto, y tampoco era justo. Ellos eran hijos de un caballero.

En cualquier caso, no tenía sentido seguir ocultando lo desesperado de su situación. Ya casi no les quedaba dinero; lo mejor que había conseguido para aquella noche era un conejo; se saciaban con el pudding de Navidad que habían hecho en el verano, antes de la muerte de sus padres, pero después sólo podrían comer sopa, y no tardaría en llegar el día en que no tuvieran ya nada de dinero.

La joven bajó la mirada y dijo, lamentándose:

- No sé adónde recurrir.

- ¡Pobre niña! -Ante el tono benévolo del caballero, Meg levantó los ojos, de nuevo esperanzada, pero algo en la mirada del hombre la impulsaba a marcharse, a escapar. Recordaba ahora que, desde hacía unos años, la actitud de sir Arthur era otra, y de ser paternalista había pasado a comportarse como un taimado pretendiente. Aquello la hacía sentirse incómoda. En ese momento la miraba de una forma extraña. ¿Querría todavía casarse con ella?

Se le pusieron los pelos de punta. Le vino a la mente la manera en que el caballero le había tocado la espalda, con palmaditas suaves, pero en zonas poco indicadas. También se acordó de cuántas veces se había sentido avergonzada por las cosas que él le decía.

Sin embargo, si ahora le propusiera matrimonio, no le quedaría más remedio que aceptarlo.

Se fijó entonces en el atractivo rostro del caballero, en su elegante apariencia, e intentó convencerse de que tampoco sería un destino tan horrible.

- Alguacil -decía en aquel momento sir Arthur-, creo que podemos dispensarle por hoy. Me sentaré un rato a charlar con la señorita Gillingham, a ver si encontramos alguna forma de solucionar sus problemas.

- Es usted muy bueno, señor, demasiado diría yo.

- El alguacil se quedó mirando a Meg con severidad y, levantando uno de sus repugnantes dedos, añadió-: Preste mucha atención a lo que le diga sir Arthur, señorita. Sepa usted que los pobres no eligen. Si no tiene posibles, baje el rasero y acomódese a lo que haya de ser.

Meg se mordió la lengua. Llevaban meses bajando el rasero y acomodándose a todo. ¿Acaso era culpa suya que las ropas no se les hubieran gastado lo suficiente para tener una buena apariencia de harapientos?

Pero se obligó a sonreír y dar las gracias al alguacil. En verdad, no había nada que agradecerle, pero era evidente que le complacía verse valorado.

Sola ya con el casero, Meg optó por llevarlo a la sala, gélida y deshabitada. Si el caballero estaba pensando en proponerle matrimonio, parecía el lugar apropiado, y si lo que pretendía era fijar una fecha para el desahucio, mejor que no se enteraran sus hermanos aquella misma noche.

Meg vio cómo sir Arthur lanzaba una mirada de asombro a la chimenea vacía; se estremeció. Estuvo a punto de sonreír, pero no lo hizo. Iba a proponerle matrimonio y ella tendría que aceptarlo. Después, la poseería para siempre, tendría que permitirle hacer lo que hacen los maridos y estaría el resto de su vida sometida a su voluntad.

El estremecimiento que sintió no se debía al frío.

Lo condujo hasta una silla y se sentó tan lejos como le pareció razonable dada la situación.

- Si se le ocurre a usted alguna forma de ayudar, sir Arthur, le quedaré muy agradecida. -Aquello serviría para iniciar la conversación.

Él tomó asiento.

- Siempre hay formas, querida. ¿No ha tenido usted noticias de sus parientes?

- El único hermano de mi padre es misionero en Oriente, y su única hermana está casada con un coadjutor de Derbyshire; con los seis hijos que tienen, no pueden hacer nada por nosotros.

- ¿ Y la familia de su madre? En vida no habló nunca de ellos.

- Por lo que yo sé, no tenían demasiada relación. Encontré la dirección de una hermana suya que vive en Kerry y le escribí, pero no he tenido respuesta.

- ¡Qué pena, una familia dividida! ¿Sabe usted la causa?

- No, sir Arthur. -Meg deseaba que el caballero se limitase a hacer preguntas. Lo prefería así, por mucho que aquel hombre le produjera escalofríos.

Él la miraba de arriba abajo con sus ojos pálidos, quizá sopesándola. Apenas habían cruzado palabra desde el funeral de sus padres, y antes, ella había estado fuera tres años, trabajando como institutriz. Tal vez le decepcionara cómo había cambiado. Por el bien de su familia, Meg deseó entonces ser una verdadera belleza como su hermana Laura, pero no tenía más remedio que aceptar la realidad. De cuerpo robusto y pelo castaño liso, sabía muy bien que ella era corriente sin apelación.

Pero no parecía decepcionado. Parecía…cauteloso. Meg había pensado que verse deseada resultaría grato, pero ahora se sentía atrapada, como un ratón observado por una comadreja.

- Entonces… -dijo la joven, alzando la voz-, ¿se le ocurre a usted alguna forma de ayudarnos? Alguna manera en que podamos seguir unidos.

El caballero elevó las cejas.

- Cuatro niños pequeños son una carga para cualquiera, Meg. Pero se me ocurre una idea.

El hombre se detuvo pensativo, y Meg sintió unas ganas inmensas de levantarse de un salto y salir corriendo. Pero aceptaría. Cualquier cosa, antes que seguir como estaban.

- La compañía es algo muy importante -musitó él-, y yo vivo solo, como el que está de pensión.

Meg se esforzó en sonreír.

- Sí, claro.

- A mí siempre me ha gustado mucho su familia; son tan alegres, tan cariñosos… Yo mismo podría hacerme cargo de todos si se estableciera una relación más cercana.

La joven sintió cómo se le coloreaban las mejillas y confió en que él lo tomara como un rubor de satisfacción, más que de angustia.

- ¿Una relación? -dijo entonces repitiendo las palabras del caballero, pues algo tenía que decir.

- Una relación íntima y afectiva con una mujer joven y virginal.

Esta vez Meg no supo qué contestar y esperó a las palabras fatídicas, preparándose para decir que sí y decirlo con agrado.

Él cruzó las piernas, sorprendentemente cómodo.

- Yo podría, bueno, desearía, ayudarles, darles cobijo, incluso encargarme de la educación de los más pequeños, si Laura se convirtiera en mi amante.

El mundo se detuvo durante los segundos en que a Meg dejó de latirle el corazón; acto seguido, exclamó:

- ¡Laura!

Y un instante después, añadió:

- ¡Amante!

El casero esbozó una sonrisa, y en ese instante la joven comprendió que aquel hombre le produjera escalofríos.

- ¿Se siente decepcionada, querida? Es cierto que, cuando era más joven, la encontraba algo atractiva, pero ahora tiene usted…, ¿cuántos? ¿Veintidós años?

- Veintiuno.

- Aun así…

- Pero es que Laura… sólo tiene quince años.

- Una edad maravillosa.

Meg se puso rápidamente en pie, con verdadero deseo de gritarle, de echarle a empujones de la casa, pero, apretando los puños, refrenó sus impulsos. Comprendía a la perfección las intenciones de aquel hombre. Si ella no daba su consentimiento, los dejaría a todos en la calle una oscura noche de frío, abocados a la mayor de las pobrezas. Tal vez incluso a la muerte.

¿No debía pensarlo con calma? ¿No sería mejor para Laura si…?

No.

De ninguna manera.

Pero necesitaba ganar tiempo.

Un poco de tiempo.

Se le ocurrió una solución que le disgustaba casi tanto como la de sir Arthur.

Para ponerla en práctica, tenía que darle largas.

Lo miró de frente. ¡Qué acertada había estado al compararle con una comadreja! Una comadreja petulante y astuta, segura de tener bien atrapados a los ratones.

- No puedo tomar semejante decisión de inmediato, sir Arthur.

- Tampoco yo puedo esperar demasiado, querida.

- Espere al menos hasta que pasen las Navidades.

- ¿Dos semanas? Demasiado me parece. -Se levantó con lentitud, prolongando el momento-. Una semana. Vendré por la respuesta en Noche Vieja. Sí, un día muy apropiado. ¡Será delicioso comenzar el año con Laura en mi…hogar. Pero, ya que he sido tan considerado, me merezco algún detalle. Llame a su hermana, así podré deleitarme unos instantes con su belleza.

Si hubiera podido negarse…Pero no le quedaba más remedio que acceder.

- No le diga usted nada de…de lo que me ha dicho a mí.

- Estoy seguro de que usted sabrá prepararla mucho mejor que yo. Convencerla.

Meg sintió verdadero malestar físico, pero se sobrepuso, abrió la puerta y llamó a su hermana.

A los pocos momentos, Laura se apresuraba por el pasillo, con aquella encantadora figura suya, pese a ir envuelta en un chal hecho de una vieja manta gris. Llevaba el pelo recogido hacia atrás con sencillez, pero los rizos dorados más cortos rodeaban luminosos su rostro sonriente. Tenía una piel inmaculada y los ojos grandes, claros e inocentes.

Meg deseó con todas sus fuerzas que su hermana hubiera estado sucia y desastrada, pero eso era imposible en Laura. Aun en medio de la pobreza y la absoluta sobriedad, su aspecto era resplandeciente.

- Sir Arthur -dijo Laura, con una reverencia-, muy buenos días y feliz Navidad.

Sir Arthur, pensó Meg, tenía un grado considerable de autocontrol. O era una repugnante comadreja, según se mirase. Sonrió exactamente como lo hubiera hecho un viejo amigo de la familia.

- También yo le deseo felices fiestas. ¿Cómo va la tarea con los mellizos?

- Pues muy trabajosa. Seguro que en este rato se ha llenado toda la cocina de pegamento. - La muchacha sonreía al hablar, dejando ver sus hoyuelos junto a la comisura de los labios.

Era completamente imposible entregarla sin piedad a la lascivia.

Sir Arthur se acercó y tomó la mano de Laura para besársela con suavidad.

- Su hermana y yo hemos estado hablando sobre las dificultades que está atravesando su familia y creemos haber encontrado una manera de resolverlas a gusto de todos.

- ¿De verdad? La pobre Meg ha hecho cuanto ha podido, pero sé que no podemos continuar así. Yo me estoy preparando para trabajar como fregona.

- Mi querida pequeña, esta mano tan deliciosa -dijo él, mientras se la acariciaba- puede encontrar mejor ocupación que fregar y limpiar, y yo me encargaré de ello. -Volvió a besarla-. Sí, no lo dude. -Todavía sonriendo, se sacó una moneda del bolsillo y la depositó en la palma de la joven-. Cómprese algo bonito.

Avanzó entonces hasta la puerta y se detuvo para mirar atrás por última vez.

- Una semana, Meg.

Tras aquella advertencia, se marchó.

- ¿Una semana? -preguntó Laura.

Meg estaba temblando y deseaba con todas sus fuerzas que su hermana no se diera cuenta. Laura no lo sabría jamás.

- Sí, cree que para entonces habrá encontrado alguna solución. Con el Año Nuevo.

- Pues estaría bien que se le ocurriera algo. A mí es un hombre que nunca me ha gustado, pero tal vez lo haya juzgado mal. -Se miró la mano-. ¡Es una corona! -Se la entregó a Meg, a quien le hubiera gustado tirarla por la ventana.

- Voy a comprar carne para comer estofado una semana entera.

Meg observó cómo su hermana, quizá sin darse cuenta, se restregaba la mano en un intento de limpiarse los besos. ¡Dios santo! ¿Qué podía hacer? De momento, tenía que apartarse de su hermana, no fuera a notar algo raro. Sonó entonces un grito y, a continuación, el estruendo de algo roto, lo que vino a ayudarla en su propósito.

- ¡Oh, no! ¡Esos monstruos! -exclamó Laura, al tiempo que se apresuraba hacia la cocina.

Meg se quedó sentada, con la sucia moneda en la mano. Entre todas las ideas nefastas que se le habían ocurrido sobre lo que les depararía el destino, aquella no se le había pasado por la imaginación. Si se hubiera tratado de ella, si sir Arthur hubiera querido tomarla a ella como amante, no como esposa, habría aceptado por el bien de los demás.

Pero Laura, no.

Jamás.

Sólo quedaba una solución, justo la que había estado evitando todos aquellos meses: la piedra de los deseos.

Se metió la moneda en el bolsillo y se dirigió sigilosamente hacia la silenciosa habitación de sus padres. ¡Cuánto los echaba de menos! Se sentía indignada por su falta de previsión. ¿Es que en todos los años que vivieron juntos nunca pensaron en lo que les podría ocurrir a sus hijos si ellos morían?

Al parecer, no.

Pasó la mano con suavidad por la gastada colcha verde, recordando lo mágica que le había parecido de pequeña: aquel prado inmenso para sus muñecos y sus animales de juguete, o sobre el que colocar una casita de papel. El campo de batalla para los soldaditos de su hermano.

Se decidió a actuar. Se subió a una silla y, de una de las polvorientas esquinas del dosel, descolgó una bolsa verde que apenas se distinguía del resto. Moviéndose con torpeza por lo pesado de la bolsa y porque aquello ya empezaba a irradiar su magia, bajó despacio y se quedó un rato sentada en la silla, hasta que recuperó la presencia de ánimo.

Parecía oírse un zumbido, o eso pensó Meg, aunque daba la impresión de que nadie más pudiera oírlo. Tal vez se pareciera más a una vibración, como un carruaje a gran velocidad por una calle adoquinada.

Fuera lo que fuera, lo aborrecía. Puso rápidamente la bolsa sobre la cama para no tener que tocarla.

Quizá fuese mejor esperar un poco más.

No. Había que hacerlo ya.

Actuando con resolución, aflojó los cordones de la bolsa y la inclinó sobre la cama hasta que salió la tosca estatuilla de piedra.

Ya habían pasado años desde la primera vez que la vio y todavía la atemorizaba. Siete años, para ser exactos, pues tenía catorce cuando su madre le enseñó la sheelagh-ma-gig, le explicó dónde la guardaba, por qué la escondía y los poderes que tenía la figurita de piedra.

Aquella primera vez, Meg comprobó que poseía el horrible don de utilizar la piedra de los deseos.

No todas las mujeres de la familia lo tenían. Su tía Maira carecía de él y guardaba rencor a su madre por no haberle pedido a la piedra en su nombre riquezas y pretendientes acaudalados. Por lo visto, cuando Walter Gillingham se enamoró de la madre de Meg y se casó con ella, la tía Maira pensó que lo había conseguido utilizando la piedra.

Esa fue la razón de que se enfadaran, pero no era algo que hubiera podido explicarle a sir Arthur.

¿Cómo hablar con nadie de la sheelagh, magia pagana e indecorosa?

Era una antigua figurita de piedra que representaba a una mujer desnuda y con sonrisa burlona. Tenía las piernas abiertas, como si quisiera tragarse al mundo en su interior mas intimo.

Según le contó su madre, hubo una época en que las sheelagh-ma-gigs colgaban de las paredes de las iglesias irlandesas, algo que a Meg le costaba aceptar y que en absoluto hubiera creído de no haber sido porque su madre, mujer por lo general de carácter alegre, le habló muy seriamente de aquella piedra de los deseos. Le dijo que aún seguía habiendo sheelaghs a la puerta de algunas iglesias y que los feligreses cristianos las seguían tocando para que les dieran suerte, cuando entraban a rezar.

Pero en la mayoría de los sitios las habían quitado, porque la gente quería deshacerse de las influencias paganas o, simplemente, por decoro. En muchos lugares las habían roto, pero había quien se las había quedado para su uso personal. La madre de Meg no sabía si todas tenían los mismos poderes que la suya.

Aquella sheelagh-ma-gig era una piedra de los deseos y podía satisfacer importantes peticiones de las mujeres de la familia que tuvieran el don de dominarla.

Aunque había que pagar un precio. Siempre había un precio.

Uno era la desagradable sensación del proceso, un incómodo malestar que solía producir desvanecimiento. No obstante, se trataba de una molestia pasajera y se podía soportar. El otro precio se debía a que era una piedra maliciosa, que siempre concedía el deseo pero con alguna contrapartida negativa.

La historia clásica era la de la joven que deseaba ser hermosa, la piedra le concedía la belleza, y luego había de sufrir el rechazo de sus envidiosas amigas, se veía acosada por hombres insistentes y no volvía a gozar de serenidad durante el resto de su vida.

Otra mujer pedía a la piedra casarse con un hombre al que amaba, para lo cual era preciso arrebatárselo a una de sus amigas. Le era concedido el deseo y los padres de ella acordaban la unión de ambos, pero él no dejaba nunca de amar a la otra mujer, y al final los dos se fugaban, para desdicha de las tres familias.

La madre de Meg se lo explicó todo, poco después de las primeras molestias femeninas de la joven. Al parecer, era entonces cuando la magia se manifestaba en las mujeres dotadas para ello. Su madre le insistió mucho en que probara, al menos una vez, para ver si poseía el don.

Aun siendo tan joven, Meg no confiaba en aquella cosa y sintió malestar ante su palpable poder. Intentó pensar en un deseo inocente, algo que no hiciera daño a nadie y acabó pidiéndole una tarta especial de cerezas que hacía el panadero del barrio.

Al cabo de una hora, la tarta ya estaba allí, pero la trajo el granujiento vástago del panadero, como prenda amorosa. Meg, demasiado amable para rechazarla, sobre todo cuando casi le había obligado a traérsela, tuvo que soportar su insulsa compañía durante varios meses, hasta que logró convencerle de que era una muchacha en exceso libresca y aburrida; por fin él acabó pretendiendo a otra.

Meg estudiaba ahora la piedra con atención, pensando en qué iba a pedirle y buscando la manera de evitar la contrapartida.

¿Dinero?

Era lo que necesitaban, pero podía venir de muchas maneras desagradables.

¿Seguridad?

Cualquier asociación benéfica o incluso el asilo para indigentes podría darles seguridad; hasta sir Arthur, aunque sólo fuera durante un tiempo.

Para que la piedra le concediera lo que necesitaban, ella debía formular el deseo con suma precisión.

Un futuro para sus hermanos, eso era lo que quería. Un futuro de hijos de caballero para sus hermanos. Sobre todo para Jeremy, que a sus diecisiete años y con una mente tan privilegiada como la suya, podría estudiar en Oxford o en Cambridge.

Pensó una y otra vez en cómo formular aquel deseo. Tal vez fuera excesivo, quizá imposible, pero era lo que necesitaban, y ella tenía fe en los poderes de la sheelagh.

Cuando se sintió preparada, cogió las dos velas rojas que su madre guardaba para aquel fin y la caja de la yesca. Una vez ardió el pábilo de una de las velas, iluminando la lúgubre habitación, Meg respiró profundamente y se dispuso a poner las manos sobre la burlona estatuilla.

El poder la invadió y la mueca de la mujer de piedra pareció convertirse en un grito de victoria.

- Deseo -dijo Meg con toda la firmeza de que fue capaz- que, en el plazo de una semana, todos nosotros dispongamos de los medios que merece nuestra posición, con honor y felicidad.

Ahora no podía soltarla. Le pasó lo mismo la otra vez, pero por un instante estuvo a punto de huir. Después, se dejó llevar, se hundió cuanto pudo en la salvaje energía de la piedra, que la envolvió y le provocó los temblores que recordaba, sensación de fragilidad y un intenso mareo. En su debilidad, pensó que debía haber cerrado la puerta por si entraba alguno de sus hermanos y la veía en aquel estado.

Pensó también en si la piedra tendría poder para matar, porque sentía que iba a morirse. La última vez también se había sentido igual y, sin embargo, sobrevivió.

Pero esta vez era peor. Más fuerte.

Tal vez el poder de la piedra fuera proporcional a la magnitud del deseo. Y esta vez se trataba de un deseo muy grande. ¿Sería posible desear demasiado?

Aterrada, intentó soltarla de nuevo. ¿Y si no lograba despegarse nunca? ¿Y si se quedaba para siempre adherida a la piedra? ¡No podía soportarlo! ¡No podía!

Se fundió con aquel grito primario de la sheelagh.

Mareada e incómoda, fue recuperándose poco a poco, pero no lograba apartar las manos de la piedra. El poder de la sheelagh iba cediendo, aunque con mucha lentitud, casi a su pesar, como si se resistiera a soltar a su víctima.

¿Víctima?

¿Por qué pensar de ese modo sí la piedra era su única salida? Cuando el poder se hubo desvanecido, en lugar de apartar las manos, Meg sujetó con fuerza la estatuilla y le dijo: «Gracias», antes de despegarse de ella y meterla de nuevo en la bolsa.

Necesitaba unos minutos para recobrarse por completo; después, apagó de un soplo la vela, la guardó y volvió a colgar la bolsa en la esquina secreta.

A partir de ahora, sólo quedaba esperar.

Pasaría algo, estaba segura. En el plazo de una semana, su deseo se haría realidad.

Sólo el tiempo revelaría a qué precio.